Mediados de agosto. Época de arándanos. Simon lleva el coche por un camino del bosque. Wilma está sentada en el asiento del acompañante. Anni va detrás, con el andador al lado. Ya han llegado. Hay matas de arándano azul y rojo al lado del camino. Anni se baja del coche sola. Simon le saca el andador y su cubo. Hace un día espléndido, el sol calienta y levanta hilos de olor que brotan del bosque.

—Hace años que no vengo por aquí —dice Anni.

Simon la mira preocupado. No podrá, ¿cómo va a moverse con el andador por este terreno?

—¿No quieres que te hagamos compañía? —intenta—. Puedo llevarte el cubo.

Wilma dice «déjalo» y Anni suelta un «äla houra» y hace un ademán en el aire hacia Simon como si estuviera espantando una mosca. Wilma sabe que Anni necesita estar sola allí en el silencio. Si no consigue moverse ni coger un solo arándano no importa, puede sentarse en una piedra sin hacer nada.

—Venimos a buscarte dentro de tres horas —dice Wilma.

Después se vuelve hacia Simon con una sonrisa desafiante.

—Ya sé lo que podemos hacer tú y yo mientras tanto.

Simon se ruboriza.

—Para —dice mirando de reojo a Anni.

Wilma se ríe.

—Anni va a cumplir ochenta. Ha parido a cinco hijos. ¿Te crees que ha olvidado lo que hace la gente?

—No lo he olvidado —dice Anni—. Pero deja de avergonzarlo.

—No te mueras aquí fuera —le advierte Wilma con alegría antes de meterse en el coche con Simon.

Avanzan unos metros. Después el coche se detiene y Wilma saca la cabeza por la ventanilla y le grita a Anni con tanta fuerza que se oye el eco en el bosque:

—Pero si te vas a morir, piensa que hace un día fantástico y que estás en un sitio maravilloso.