Anna-Maria Mella condujo sola los sesenta kilómetros que había hasta Piilijärvi, al sudeste de Kiruna. La nieve se había derretido por la carretera, sólo quedaba una lengua de hielo en el centro de la calzada. Iba a contarle a Anni Autio, la bisabuela de Wilma Persson, que habían encontrado a Wilma, que estaba muerta. Le habría ido muy bien tener a Sven-Erik a su lado, pero ahora las cosas estaban como estaban. Él no le perdonaba lo del tiroteo mortal en Regla.

—Y ¿qué coño puedo hacer yo al respecto? —dijo Anna-Maria en voz alta dentro del coche—. Que se jubile pronto, así se librará de mí. Así podrá quedarse en casa con Airi y sus gatos.

Pero a Anna-Maria le pesaba, lo notaba. Estaba acostumbrada a bromear y hablar con todos los compañeros. Antes siempre era agradable llegar al trabajo. Ahora…

—¡Ya no es tan divertido! —dijo en voz alta y tomó la salida de la carretera que enlazaba la autovía E10 con el pueblo.

Y la situación no mejoraba. Últimamente le costaba un poco preguntar a los demás si se apuntaban a comer fuera. Cada vez era más frecuente que al mediodía se marchara a casa y se comiera en soledad un bol de cereales muesli con leche agria. Había empezado a llamar a Robert desde el trabajo, durante el día, para hablar de cualquier cosa. O le pedía recados: «¿Te has acordado de ponerle guantes extra a Gustav para la guardería?», «¿podrías pasarte por el súper de camino a casa?»