—¿Ha ido bien?

Krister Eriksson llamó a la puerta abierta del despacho de Rebecka Martinsson. Se quedó en el umbral. Esta vez se tomó su tiempo en echar un vistazo a su lugar de trabajo. El escritorio rebosaba de informes de delitos. En el sillón de las visitas había una caja de cartón lleno de material de investigación de un caso financiero. Quedaba patente que aquella mujer trabajaba todo lo que podía. Pero eso ya lo sabía, todos los de la comisaría lo sabían. Cuando ocupó su cargo en Kiruna había empezado a hacer vistas a tal ritmo que los demás abogados de la ciudad se lamentaban. Y pobre del policía que le entregara un informe con carencias, porque entonces ella lo perseguía, le plantaba la normativa de complementación delante de las narices y lo llamaba por teléfono e insistía hasta que hacía lo que ella quería.

Rebecka levantó la vista del informe sobre el conductor borracho.

—Muy bien —dijo—. Y ¿vosotros? ¿Lo habéis encontrado?

—No. ¿Dónde tienes a Tintin?

—Aquí —dijo Rebecka apartando la silla giratoria—. Está tumbada debajo de la mesa.

—¿Qué? —exclamó Krister Eriksson con una gran sonrisa y luego se agachó—. Oye, tú, señorita, ¿en media tarde ya vas y te olvidas de tu amo? En cuanto me has oído por el pasillo deberías haberte levantado de un salto y salido a mi encuentro.

Cuando Krister Eriksson se agachó para hablar con la perra, ésta se levantó y se le acercó moviendo la cola con sutileza.

—Mírala —dijo Krister Eriksson—. Ahora se avergüenza de no haberme mostrado el debido respeto.

Rebecka le sonrió a Tintin, que encorvaba sumisa la espalda y trataba de lamerle las comisuras de la boca a su amo. Después pareció acordarse de repente de Rebecka. Volvió deprisa junto a ella, se sentó a su lado y le puso la patita en la rodilla. Después volvió a donde Krister.

—Hay que joderse —dijo él—. Primero se queda debajo de tu mesa aunque me oiga llegar. Y ahora esto. Te está haciendo los honores en toda regla. En realidad es perra de un solo amo. Lo que ha hecho es muy poco frecuente.

—Me gustan los perros —dijo Rebecka.

Lo miró a los ojos sin apartar la mirada. Él se la aguantó.

—Hay mucha gente a la que le gustan los perros —dijo—. Pero es evidente que tú les gustas a ellos. ¿Te vas a hacer con uno pronto?

—Puede —dijo ella—. Pero es como si tuviera a los perros de mi infancia metidos en la cabeza. Es difícil encontrar esos antiguos perros de caza tan inteligentes. Además, yo no cazo. Quiero un perro que en invierno corra suelto por el pueblo, y ahora ya no te dejan; cuando yo era pequeña, sí. Lo entendían todo. Y cazaban musarañas en los campos cosechados.

—¿Y uno como éste? —preguntó Krister mirando a Tintin—. ¿No te gustaría?

—Seguro. Es muy bonita.

Pasaron unos segundos muy largos. Tintin se sentó entre los dos y fue paseando la mirada de uno a otro.

—Bueno —dijo Rebecka para romper el silencio—. Al final no lo habéis encontrado.

—No, pero yo ya lo sabía desde el principio.

—¿Cómo podías saberlo? ¿A qué te refieres?

Krister Eriksson miró por la ventana. El sol en el cielo azul claro ablandaba la costra de hielo que había sobre la nieve. Los carámbanos colgaban en bellas hileras de las copas e iban soltando gotas de agua, los árboles reclamaban la primavera.

—No lo sé —dijo—. A veces tengo ese tipo de presentimientos. A veces sé que la perra está a punto de encontrar algo antes de que empiece a ladrar. Cuando estoy… cómo decirlo… abierto quizá sea la palabra correcta. Una persona es algo importante, somos más de lo que creemos. Y la madre tierra no es una piedra muerta. Ella también está viva. Si hay un cadáver en la naturaleza, se siente en el lugar, los árboles vibran por el conocimiento, las piedras lo saben, la hierba. Afecta. Y para percibirlo basta con…

Terminó la frase encogiéndose de hombros.

—Como la gente que va con la varilla de zahorí buscando agua —intentó Rebecka y sintió que las palabras salían con torpeza de su boca—. En verdad no necesitan la horqueta esa. Lo llevan dentro.

—Sí —dijo Krister en voz baja—. Quizá es algo por el estilo.

Miró a Rebecka con ojos analíticos, con la sensación de que quería decirle algo.

—¿Qué pasa? —le preguntó Krister.

—La chica a la que han encontrado —dijo Rebecka—. Soñé con ella.

—¿Sí?

—Bah, no es nada. Me voy a casa. ¿Queréis que os lleve?

—No, pero gracias de todos modos. Un amigo viene a echarme una mano con el coche. O sea que viste a Wilma.

—Soñé con ella.

—¿Qué crees que quería?

—Fue un sueño —repitió Rebecka—. ¿No dicen que todas las personas que aparecen en tus sueños eres tú mismo?

Krister Eriksson sonrió.

—Adiós —se limitó a decir.

Y desapareció con la perra.