Anna-Maria Mella y Sven-Erik Stålnacke estaban al lado del coche, el Peugeot 305 que habían hallado cerca de la orilla del río.

—He encontrado la llave —dijo Sven-Erik—, pensé que serían como los que vienen a buscar bayas. Prefieren no llevarse la llave porque, si la pierden en el bosque, la vuelta a casa es un infierno. En medio de la nada. Yo suelo esconder la mía dentro del parachoques de atrás. Ellos la habían dejado encima de la rueda, debajo del faro.

—Ya —dijo Anna-Maria con paciencia.

—En cualquier caso, había pensado sacarlo al camino antes de que la nieve se ablande del todo con el calor. Como hay mucha piedra y eso…

Anna-Maria echó un vistazo forzado al reloj de su móvil. Sven-Erik fue al grano.

—Cuando arranqué, el coche se puso en marcha, sin problemas.

—Ah.

—Pero…

Levantó el dedo para subrayar que ya había llegado al punto que quería comentar con ella.

—… pero la gasolina se ha acabado al instante. Apenas quedarían unas gotas en el depósito. Pensé que querrías saberlo.

—¿Por?

—O sea, se habían quedado tirados. No habrían podido volver a Piilijärvi. La gasolinera más cercana es la de Vittangi.

Anna-Maria emitió un mugido de sorpresa.

—No deja de ser extraño —insistía Sven-Erik—. No eran bobos, ¿no? ¿Cómo pensaban volver a casa?

—Bueno —dijo Anna-Maria encogiéndose de hombros.

—Ya —dijo Sven-Erik con evidente irritación porque ella no compartiera sus reflexiones acerca del depósito vacío—. Pensé que a lo mejor te interesaba.

—Claro —intentó Anna-Maria—. Quizá alguien le sacó la gasolina al coche mientras estaba aquí parado en invierno. Algún conductor de motonieve por ejemplo.

—La tapa del depósito no tiene un rasguño. Pero es evidente que si yo he podido encontrar la llave, cualquiera puede hacerlo. De todos modos, es raro.