Durante el trayecto en coche, el día cambió y empezó a hacer calor. La respiración cálida del sol hacía que cayeran gotas de los enjutos abetos y de las ramas de los abedules, que ya habían adoptado un color violáceo. Se habían abierto grietas en el río alrededor de las piedras donde ahora se veía agua. El hielo había empezado a desprenderse de las orillas. Por la noche el frío volvería, todavía no se había rendido.

Rebecka Martinsson y Krister Eriksson se metieron por caminos de bosque al norte del río Torneälven. Si los compañeros de la policía no hubieran marcado el trayecto con las cintas rojas de plástico habría sido prácticamente imposible llegar al destino en aquella región inhóspita. Los caminos se bifurcaban sin parar.

La barrera que regulaba el paso a la zona de veraneo en Pirttilahti estaba abierta. Era un saliente de tierra poblado con diversos tipos de casetas de madera y casas unifamiliares, cabañas y un gran número de letrinas exteriores. Todo levantado de improviso, construido donde hubiera sitio. Había además una vieja barraca de madera roja sobre ruedas con marcos de color verde oscuro. Estaba subida a unas traviesas de ferrocarril también de madera y, por dentro, las ventanas estaban tapadas con cortinas de flores con volantes. Al verla, Rebecka comenzó a imaginarse los integrantes cansados de un circo ambulante. En varios sitios habían clavado tablones de madera entre dos abetos. De ellos colgaban columpios con cuerdas envejecidas o redes de pescar dañadas que soportaban el peso de los trozos de hielo que aún no se habían derretido con el sol de la primavera. Apoyada en las paredes de las cabañas, se acumulaba leña vieja que ya casi no valía la pena aprovechar para hacer fuego. Había cosas de «por si acaso» por todos lados: parte de un antiguo puente, un bonito portón de madera desvencijado recostado en un árbol, varios montones de madera cubiertos con lona impermeable, pilas de adoquines y ladrillos gastados, piedras de afilar, un farol de calle, un viejo tractor, lana de vidrio, una cama de hierro.

Y muchas barcas entre los árboles, cubiertas de nieve y puestas bocabajo; de madera o plástico y de distintas calidades.

De la playa salía un pantalán que se metía en el agua. El embarcadero flotante estaba en tierra. Por allí cerca merodeaban los policías y los técnicos.

—¡Qué sitio! —dijo Rebecka encantada y apagó el motor.

Inmediatamente, Tintin y Roy empezaron a aullar y a ladrar excitados.

—Hay quien siempre se alegra de trabajar —dijo Krister riendo.

Bajaron enseguida del coche.

La inspectora jefa Anna-Maria Mella se les acercó.

—Qué jaleo —saludó con alegría.

—Se mueren de ganas de trabajar —dijo Krister—. No he querido hacerles callar porque esto tiene que ser una experiencia positiva para ellos. Pero no estoy seguro de que sea bueno para Tintin. No debería acelerarse tanto, ahora que va a tener cachorros. Ha de ponerse en marcha ya para calmarse. ¿Por dónde quieres que busquemos?

Anna-Maria miró hacia el río.

—Los técnicos acaban de llegar. Están allí abajo, en el pantalán, pero yo había pensado que tú y Tintin podríais echar un vistazo por la orilla del río. La chica estaba haciendo submarinismo con su novio, así que en algún sitio tiene que estar. Quizá el agua lo haya dejado en tierra por aquí cerca, yo qué sé. Pero si miras un poco corriente arriba y corriente abajo… así después podemos subir a mirar los rápidos. Algunas personas se sumergen en los rápidos para recoger cebos, un buen Rapala puede costar ciento cincuenta coronas, si reúnes unos cuantos… Lo dicho, qué sé yo, los jóvenes siempre necesitan dinero. Qué puta tragedia, toda la vida por delante. Las familias nos agradecerán que los encontremos a los dos.

Krister Eriksson asintió con la cabeza.

—Dejaré que Tintin se dé un paseo —dijo—. Pero tres kilómetros no. Después sacaré a Roy.

—Si quieres podríamos dejarla que busque por aquí en la punta y después arriba, en los rápidos. Allí el agua no está helada y más tarde podemos pasar al otro lado. Tengo algunos agentes que están fuera buscando el coche de los chicos, pero no se acercarán a la orilla del río. Cien metros, les he dicho.

Krister Eriksson asintió conforme. Sacó a Tintin del coche y le puso el chaleco de trabajo.

La perra se calló, comenzó a dar vueltas entre sus piernas y Krister tuvo que desenredarse de la correa.

Cuando bajaba hacia la punta con una pastor alemán alterada, aullando y tirando de la correa, Anna-Maria Mella se giró hacia Rebecka.

—¿Cómo has acabado tú aquí?

—Sólo soy la chófer —dijo Rebecka—. El coche de Krister no arrancaba.

Se observaron la una a la otra durante un largo segundo. Después dijeron al mismo tiempo:

—¿Qué tal?

Y Anna-Maria respondió:

—Bien, todo bien.

Rebecka la miró con atención. La inspectora jefa Anna-Maria Mella era bajita, medía un metro y medio, pero Rebecka nunca la había visto pequeña. Hasta ahora. Casi parecía que fuera a desaparecer dentro de su gran abrigo de piel negro. El pelo largo y rubio centeno le colgaba por la espalda en una gruesa trenza, como de costumbre. A Rebecka le chocó la idea de que la había visto muy pocas veces en los últimos meses, en el último año. El tiempo pasaba deprisa. Se le veía en los ojos que no todo iba bien. Un año y pico antes, Anna-Maria Mella y su compañero Sven-Erik Stålnacke estuvieron implicados en un tiroteo y ambos se habían visto obligados a disparar y matar. Anna-Maria era la responsable de que hubieran terminado en aquella situación, no había querido esperar los refuerzos.

«El otro está enfadado, evidentemente —pensó Rebecka—. Y ella debe de sentirse mal, y con razón, porque la culpa fue suya», continuó cavilando. Anna-Maria había puesto en peligro tanto su propia vida como la de su compañero. Había un caballo salvaje dentro de esa madre de cuatro hijos, pero ahora el caballo estaba herido.

—Tirando —respondió Rebecka a la pregunta de Anna-Maria de cómo le iba a ella.

La inspectora observó a Rebecka Martinsson. La verdad es que sí tenía pinta de ir tirando. Lo cual era infinitamente mejor que antes. Seguía igual de delgada, pero ya no estaba tan pálida ni daba tanta pena. Estaba haciendo un buen trabajo en la fiscalía. Mantenía alguna especie de relación con su ex jefe de la época en Estocolmo. Aunque no era como para echar cohetes: el tipo era un ricachón de aquellos que se deslizaban por la vida consiguiéndolo casi todo a base de encanto e imagen. Bebía demasiado, cualquiera podía darse cuenta. Pero si Rebecka iba tirando con eso, pues…

Desde la playa un técnico llamó a Anna-Maria. Iban a llevarse el cuerpo. ¿Quería verlo? Anna-Maria gritó «ya voy» y se volvió otra vez hacia Rebecka.

—Quiero echarle un vistazo —le dijo—. Me siento mejor si he visto a la víctima cuando luego tengo que hablar con los familiares. Normalmente, quieren ver a sus muertos, asegurarse de que es justo su hija la que hemos encontrado. Por eso es bueno saber en qué estado se encuentran. Me puedo imaginar el aspecto que tiene. Lleva en el agua desde el otoño pasado.

De repente se quedó callada. ¿Cómo se atrevía a hablar así de cadáveres delante de Rebecka Martinsson? Rebecka había matado en defensa propia. A tres hombres. A uno le había hundido el cráneo y a los otros dos les había disparado. Después de aquello le dieron la baja por depresión. Casi dos años después, cuando Lars-Gunnar se quitó la vida y la de su hijo, fue demasiado para ella. Entonces ingresó en el psiquiátrico.

—Estoy bien —dijo Rebecka como si le hubiese leído el pensamiento—. ¿Puedo verla yo también?

La piel de la cara de la chica estaba blanca y enmohecida. Una de las manos no tenía guante de buceo y estaba totalmente descompuesta; la carne se había despegado de los huesos y dejaba al descubierto el esqueleto. Le faltaban el meñique y el pulgar. La nariz también, igual que la mayor parte de los labios.

—Se ponen así —dijo uno de los técnicos— cuando llevan mucho tiempo en el agua. La piel se vuelve frágil y se ablanda y como van a la deriva chocan contra cosas. Se desprenden la nariz y las orejas y demás. Además puede ser que los lucios la hayan estado mordisqueando. Habrá que ver cómo se aguanta cuando el forense corte el traje de neopreno. ¿Se la queda Pohjanen?

Anna-Maria asintió con la cabeza sin quitar los ojos de Rebecka, que miraba la mano descompuesta como hechizada.

El inspector jefe Sven-Erik Stålnacke detuvo su Volvo a cierta distancia, bajó y llamó a Anna-Maria:

—Hemos encontrado el coche de los dos jóvenes. En los rápidos.

Se les acercó separando las piernas con cuidado, como todo el mundo, para no resbalarse.

—Estaba en la zona de tala —informó—. A ciento cincuenta metros de los rápidos. Supongo que se adentraron todo lo que pudieron para no tener que cargar mucha distancia con el pesado equipo de buceo.

Se puso una mano en la nuca en un gesto pensativo.

—Con el invierno ha quedado sepultado bajo la nieve. Ya han empezado a quitarla. Es lo que nos parecía tan raro, cuando desaparecieron en otoño, que nadie hubiera visto el coche por ninguna parte. Pero claro, si ha estado metido en el bosque y cubierto de nieve… Ni siquiera la gente que cruzaba el río en motonieve se daba cuenta de que estaba allí. Pero el chico debía de ser muy hábil para llevar el coche tan lejos, la bajada hacia los rápidos está talada, pero hay mucho tocón y piedra suelta.

Rebecka pareció despertarse de su trance ante la chica muerta.

—A lo mejor conducía ella —propuso señalando el cadáver con la cabeza—. Según todas las estadísticas, las mujeres conducen mejor que los hombres.

Sonrió ligeramente mirando a Sven-Erik.

En una situación normal, Sven-Erik hubiera dado un bufido y se le habrían puesto tiesos todos los pelos de su bigote cano. Habría dicho que hay mentiras, mentiras y estadísticas muy malas, y luego le habría preguntado a Rebecka quién le había dado permiso para hablar. Habría soltado una buena carcajada él solo mientras ella y Anna-Maria miraban al cielo.

En cambio, se limitó a decir:

—Por supuesto, podría ser así.

Y le preguntó a Anna-Maria Mella qué quería que hicieran con el coche.

«Vaya —pensó Rebecka—. Sí que se ha enfriado la cosa entre estos dos.»

—No hay sospecha de crimen —dijo Anna-Maria—. Si podemos conseguir una copia de la llave, llévatelo a la ciudad.

—Haremos un intento —dijo Sven-Erik poco convencido—. Primero habrá que sacarlo al camino, si no…

—Un intento es todo lo que pido —dijo Anna-Maria Mella con un atisbo de acritud en la voz.

Sven-Erik dio media vuelta y se marchó. En ese mismo momento volvía Krister Eriksson.

—Oh —dijo Anna-Maria decepcionada—. Me había hecho ilusiones de que la oiría ladrar.

—No, no ha encontrado nada. Voy a dar una vuelta con Roy, pero no creo que el chico esté aquí.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Anna-Maria.

Krister Eriksson se encogió de hombros.

—No lo sé —dijo—. Pero voy a dar una vuelta con Roy, a ver.

Acarició a Tintin y la elogió. Después abrió la puerta del maletero del coche de Rebecka y dejó que los perros cambiaran de sitio. Roy no podría creérselo. Empezó a hacer el baile de la felicidad del rastreo hasta que no supo qué hacer con toda aquella alegría en su cuerpo canino, así que se sentó y bostezó abriendo bien la boca.

A Tintin no le hacía ninguna gracia el cambio. Ladraba desesperada dentro del coche. ¿De verdad ese de ahí, ese mierdecilla, se iba a ir con el amo a trabajar y divertirse mientras ella, la perra alfa, se quedaba encerrada? Inaceptable, inaceptable.

Sus agudos ladridos atravesaban la chapa del vehículo y la perra se movía nerviosa por la jaula.

—Eso no es bueno —dijo Krister mirándola por la ventana trasera del coche—. No se puede poner nerviosa. Lo siento, Anna-Maria, pero esto no funciona.

—¿Le pongo la correa y me la llevo de paseo? —preguntó la inspectora—. Si puede estar fuera…

—Será peor.

—Yo puedo llevármela a la ciudad —dijo Rebecka—. ¿Crees que así se calmaría?

Krister se la quedó mirando. Ahora que el sol calentaba se había quitado el gorro. Tenía el pelo un poco alborotado. Esos ojos de color arena. La boca, quería besar aquella boca. Rebecka tenía una cicatriz que le corría por el labio superior y la nariz, de cuando Lars-Gunnar Vinsa la tiró por la escalera del sótano. Muchos decían que estaba fea, que antes era guapa y sentían pena por cómo había quedado. Pero a él le gustaba la cicatriz. La hacía parecer vulnerable.

El deseo le cruzó el cuerpo como una jeringa de agua caliente. Ella debajo a cuatro patas. Él enredando una mano en su pelo, la otra sobre su cadera. O ella se le monta encima a horcajadas. Él le pone las manos sobre los pechos mientras dice su nombre. Un mechón de ese pelo se le ha pegado a la cara con el sudor. O ella debajo, las rodillas recogidas. Él la penetra. Ahora despacio.

—¿No crees? —le volvió a preguntar—. Se puede quedar en mi despacho, a nadie le importará y pasas a buscarla cuando hayáis terminado.

—Vale —dijo dejando caer la mirada y clavándola en el suelo por miedo a que ella pudiera verlo por dentro—. Me parece bien.