17 DE ABRIL

—¡Me cago en la puta!

Krister Eriksson, inspector jefe y guía de perros policía, dio un portazo después de bajarse del coche y maldijo en voz alta en el aire invernal.

Tintin, su pastor alemán negra, husmeaba por la nieve virgen del aparcamiento de la comisaría.

—¿Qué tal? —le preguntó alguien por detrás.

Era Rebecka Martinsson, la fiscal. Su pelo largo y moreno colgaba suelto por debajo del gorro de lana. Iba sin maquillar y llevaba vaqueros, lo cual quería decir que hoy no tenía vista.

—El coche —sonrió Krister Eriksson, ruborizado por el taco que había soltado—. No se quiere poner en marcha. Han encontrado a Wilma Persson, la chica que desapareció el otoño pasado.

Rebecka negó interrogante con la cabeza.

—Ella y su novio desaparecieron a principios de octubre —le recordó Krister—. Jóvenes los dos. Se cree que habían salido a hacer una inmersión, pero nadie sabía dónde.

—Ya lo recuerdo —dijo Rebecka—. Vaya, ¿los han encontrado?

—No, sólo a ella. En el río Torneälven, corriente arriba, pasado Vittangi. Fue un accidente de submarinismo, tal como se sospechaba. Anna-Maria me ha llamado y me ha pedido que suba con Tintin para ver si el chico aparece por la zona.

La inspectora jefa Anna-Maria Mella era la jefa de Krister.

—¿Cómo está Anna-Maria? —preguntó Rebecka—. Hace tiempo que no hablo con ella, aunque trabajamos en el mismo edificio.

—Pues bien, ya sabes, con la casa llena de críos. Está bastante ocupada. Como la mayoría, supongo.

Le pareció que Rebecka veía a través de su cuerpo, como si supiera que estaba mintiendo. Anna-Maria no estaba bien en absoluto.

—Ya no hay el buen ambiente de antes entre ella y los demás compañeros —añadió—. En cualquier caso, le he dicho que lo cierto es que Tintin ya no trabaja. Va a tener cachorros dentro de poco, aunque la puedo sacar a dar una vuelta. También quería llevarme al perro nuevo, para que pruebe el hocico. No molestará. Si no encontramos nada pueden llevar a otro perro, si quieren, pero el más cercano está en Sundsvall, así que…

Señaló el interior del coche con la cabeza. En el maletero había dos jaulas y en una de ellas un pastor alemán de color chocolate.

—Qué bonito —dijo Rebecka—. ¿Cómo se llama?

Roy. Sí, guapo sí que es. Habrá que ver si podemos sacar algo de él. No puedo tenerlo fuera al mismo tiempo que Tintin, la atosiga y la acelera; y ahora tiene que estar tranquila hasta que tenga los cachorros.

Rebecka miró a Tintin.

—He oído que es buena —dijo—. Encontró al cura de Vuolusjärvi y el rastro de Inna Wattrang. Increíble.

—Pero cierto —dijo Krister Eriksson girando un poco la cara para ocultar su sonrisa de orgullo—. Siempre la comparo con mi perro anterior, Zack. Para mí fue un honor trabajar con él. Me enseñó mucho, sólo tenía que seguirlo. Yo era muy joven y no entendía nada. Después he podido adiestrar a Tintin.

La perra alzó la vista en cuanto oyó su nombre y se les acercó. Se sentó delante de la puerta del maletero del coche de Krister y se lo quedó mirando como diciendo: «Bueno, ¿qué? ¿En marcha?»

—Sabe que vamos a trabajar —dijo Krister—. Le parece muy divertido.

Se giró hacia Tintin.

—No podemos —le dijo—. El coche no arranca.

La perra ladeó la cabeza y parecía reflexionar sobre lo que le había dicho. Después se tumbó en la nieve con un suspiro de resignación.

—Llévate el mío —le propuso Rebecka.

Se dio cuenta de que estaba hablando con Tintin y enseguida se dirigió a Krister.

—Perdón —dijo—. Al fin y al cabo eres tú quien conduce. Hoy no lo necesito.

—No, pero no puedo…

Rebecka le puso la llave de su Audi A4 Avant en la mano. Krister se aseguró unas cuantas veces más de que de verdad ella no necesitaba el coche en toda la mañana. Tenía que haber algún otro modo de arreglarlo, por ejemplo que bajaran los otros a recogerlos y punto.

—¿No puedes, simplemente, darme las gracias? —dijo ella—. Me voy adentro. A menos que necesites ayuda para cambiar las jaulas. ¡Idos! Os están esperando.

Krister le dijo que se las apañaba solo con las jaulas, así que ella se metió en el edificio. Se despidió con la mano antes de cruzar la puerta.

Ni siquiera le dio tiempo a quitarse el abrigo antes de que Krister llamara a la puerta de su despacho.

—No puedo —dijo—. Cambio automático, no puedo con eso.

Rebecka esbozó media sonrisa.

«Esto no pasa a menudo», pensó él al verla.

Otras mujeres sonreían todo el día, estuvieran contentas o tristes. Pero ésta, no. Además no sonreía con la boca, no, tenías que mirarla profundamente a los ojos. Cuando Rebecka lo miraba una melodía alegre sonaba allí al fondo.

—¿Y Tintin? —preguntó Rebecka.

—No, ella también está acostumbrada al cambio manual.

—Es muy fácil, sólo tienes que…

—¡Lo sé! —la interrumpió—. Todo el mundo lo dice, pero… Es que… ¡no!

Rebecka lo observó un momento. Él la miraba sin reparos, sin vergüenza. Aguantaba la mirada.

Ella sabía que estaba delante de un lobo solitario.

«No sólo por su aspecto», pensó.

Krister Eriksson tenía cicatrices de graves quemaduras en la cara. Según le habían contado, eran consecuencia de un incendio en su casa cuando era adolescente.

La piel mostraba manchas rosadas y blanquecinas, el borde superior de las orejas era como una hoja de abedul arrugada, no tenía pelo, cejas ni pestañas y la nariz era dos orificios en la cabeza.

—Pues te llevo —dijo al fin.

Se esperaba una nueva protesta por parte de Krister, que empezara a decirle que era su horario de trabajo, que seguro que tenía otras cosas que hacer.

—Gracias —le dijo con una sonrisa un poco traviesa en señal de que había aprendido la lección.