Cuando vuelve a casa aún está nevando, aunque con más calma. Ya no cae como una cortina, sino que los copos se mecen en el aire en un hermoso baile, es una nevada que le alegra el cuerpo, grandes copos que se derriten sobre sus mejillas.
Aunque es tarde no ha oscurecido. Las noches claras se aproximan. El cielo se ve gris por las nubes de nieve. Los contornos de las casas y los árboles se ven emborronados, como pintados sobre papel de acuarela mojado.
Ya ha llegado al porche. Se detiene un momento, levanta las manos un poco y vuelve el reverso de la palma hacia arriba. Las estrellas de hielo aterrizan sobre sus guantes, se posan y chispean.
Sin previo aviso, se siente dominada por una alegría pura, blanca. Le cruza el cuerpo como el viento corre por un valle entre montañas. La tierra mana energía. Le sube por las piernas, el tronco, los brazos y le sale por las manos. Rebecka permanece inmóvil, no se atreve a moverse por miedo a espantar ese momento pasajero.
Es una con el resto del mundo; con la nieve, con el cielo; con el río, que corre oculto bajo el hielo; con Sivving, con la gente del pueblo. Con todo. Con todos.
«Pertenezco a esto —piensa—. A lo mejor pertenezco independientemente de lo que quiero o lo que siento.»
Abre la puerta con la llave y sube por las escaleras.
La sensación de plegaria perdura. El cepillado de los dientes y el lavado de la cara son un ritual sagrado, la mente de Rebecka se toma un respiro, ya no hay ajetreo en su cabeza, sólo se oye el sonido de las cerdas al frotar y el agua que sale del grifo. Se pone el pijama como si fuera un traje de bautizo. Se toma su tiempo para cambiar la ropa de cama. La televisión y la radio están ciegos y en silencio. Måns la llama una vez al móvil, pero ella no contesta.
Se tumba entre las sábanas que huelen a limpio y que tienen ese tacto un poco terso y crujiente de recién estrenado.
«Gracias», piensa.
Siente pinchazos en las manos, las tiene calientes como las piedras de una sauna, pero no es desagradable.
Se duerme.
Hacia las cuatro se despierta. Fuera ya es de día, la nevada debe de haber seguido su camino. Hay una chica joven sentada en la cama. Está desnuda. Lleva dos aros en la ceja y tiene pecas en la piel. Su pelo rojo está empapado, el agua le cae por la espalda como un arroyo. Cuando habla también le sale agua sin parar de la boca y la nariz.
«No fue un accidente», le dice a Rebecka.
«No —responde ella y se incorpora—. Lo sé.»
La chica levanta una mano hacia Rebecka. La piel se ha desvanecido, la sangre se ha agotado, los nudillos le sobresalen de la carne gris, le faltan el meñique y el pulgar.
La chica se mira la mano con compasión.
«Me rompí las uñas con el hielo cuando intentaba salir», dice.
Rebecka tiene la sensación de que la chica va a desaparecer.
«Espera», grita.
Va tras ella. La chica corre entre los abetos de un bosque. Rebecka intenta alcanzarla, pero la nieve es profunda y húmeda, se hunde hasta las rodillas.
Después está de pie junto a la cama. La voz de su madre resuena en su cabeza: «Ya vale, Rebecka. Relájate.»
«Sólo ha sido un sueño», se dice. Se tumba en la cama otra vez y se deja llevar por otras ensoñaciones: un cielo abierto por encima de la cabeza, pájaros negros que alzan el vuelo desde las copas de los árboles.