Bella apareció justo cuando iban a entrar y se les adelantó a bajar al sótano. Hacía varios años que Sivving Fjällborg se había instalado en el cuarto de calderas.

—Siempre encuentras lo que buscas y es fácil mantener el orden —solía decir.

La casa que tenía encima estaba limpia y arreglada y sólo se utilizaba cuando los hijos y los nietos iban de visita. El cuarto de calderas, sin embargo, estaba amueblado de forma austera.

«Acogedor», pensó Rebecka mientras se quitaba los zapatos. Luego se sentó en el sofá de madera que había junto a la mesa plegable.

Una mesa, una silla, un taburete, un sofá de cocina. No hacía falta más. En un rincón había una cama hecha. Y tapando todo el suelo, alfombras de trapos para evitar que el frío subiera.

Sivving estaba junto a la cocina eléctrica con un delantal, que en su día había pertenecido a su esposa, metido en la cinturilla del pantalón, era demasiado barrigudo como para poder atárselo a la espalda.

Bella se había tendido al lado de la cisterna de agua caliente para secarse. El lugar olía a perro mojado, a lana mojada y a suelo de hormigón mojado.

—Descansa un rato —le dijo Sivving a Rebecka.

Ella se tumbó en el sofá de cocina. Era corto, pero si se ponía dos cojines debajo de la cabeza y recogía un poco las piernas resultaba cómodo.

Sivving cortaba rodajas de masa de sangre del grosor adecuado. Echó una porción de mantequilla en la sartén caliente y dejó que se paseara por ella.

El teléfono de Rebecka tintineó. Otro mensaje de Måns.

«Ya tendrás tiempo de trabajar otro día. Quiero agarrarte de la cintura y besarte, subirte a la mesa de la cocina y levantarte el vestido.»

—¿Del trabajo? —preguntó Sivving.

—No, es Måns —dijo Rebecka—. Me pregunta cuándo bajarás para prepararle una sauna.

—Bah, será gandul. Dile que suba y coja la pala. Tanta nieve que tenemos y tan poca compasión. Después nos vendrá el infierno. Díselo.

—Ahora mismo —asintió Rebecka y escribió:

«Mmm… más.»

Sivving echó las rodajas a la sartén. Comenzaron a sofreírse y a salpicar. Bella levantó la cabeza y olfateó gustosamente.

—Y yo con este brazo —dijo Sivving—. Al igual me pongo con una sauna. No sé, tal vez tendría que hacer como Arvid Backlund.

—¿Qué ha hecho? —preguntó Rebecka ausente.

—Si dejas de mirar el teléfono ese un segundo te lo puedo explicar.

Rebecka apagó el móvil. Pasaba muy poco tiempo con su vecino y ya que estaba allí, lo mejor sería estar presente en cuerpo y mente.

—Vive al otro lado de la bahía. La semana pasada cumplió ochenta y dos. Calculó cuánta leña necesitaría para apañárselas el resto de su vida…

—¿Cómo se hace eso? ¿Sabe cuántos años llegará a cumplir?

—¿Quieres un tupper para llevarte la comida y cenar en casa? Aquí hay algunos que intentamos conversar.

—¡Perdón! ¡Cuéntame!

—Vale, pues pidió un cargamento de leña y se lo hizo meter por la ventana del salón. Así la tiene bien cerca. Ha solucionado el problema del frío para los próximos inviernos.

—¿En el salón?

—Una montaña de narices en medio del parqué.

—Imagino que no tiene mujer —se rió Rebecka.

Compartieron un momento de risas. Las carcajadas la ayudaban a superar los remordimientos de conciencia por no pasar a visitarlo más a menudo y el descontento de Sivving al respecto. La barriga de su vecino saltaba bajo el delantal. A Rebecka le dio un pequeño ataque de tos.

Después Sivving cambió de actitud de repente y se puso serio.

—La verdad es que no tiene nada de malo —dijo en defensa de Arvid Backlund.

Rebecka dejó de reír.

—Ahora por lo menos se las arregla bien en casa —continuó Sivving acalorado—. Claro que podría haber metido la leña en la leñera, como la gente normal y salir una mañana, resbalarse y romperse una pierna. A esa edad ya no vuelves a casa del hospital, te internan directamente. Es fácil reírse cuando eres joven y tienes salud.

Con un golpe dejó la sartén de hierro fundido con las tortas de sangre sobre la mesa.

—¡A comer!

Se sirvieron mantequilla y montones de mermelada de arándano rojo y tocino frito en los platos. Luego pusieron la mantequilla y la mermelada y el tocino sobre las tortas. Comieron sin hablar entre bocado y bocado.

«Tiene miedo», pensó Rebecka.

Le habría gustado decírselo, explicarle que ella nunca volvería a Estocolmo. Prometerle que le quitaría la nieve del patio y que llegado el momento le haría la compra.

«Yo cuidaré de ti», pensó y lo observó mientras le daba unos tragos largos al vaso de leche.

«Igual que él se ocupó de la abuela —pensó luego y cortó la torta haciendo chirriar el plato con el cuchillo— después de que yo me mudara y la dejara aquí sola. Él le quitaba la nieve y le hacía compañía, a pesar de que al final se volviera pesada y estuviera intranquila, a pesar de que le criticara cómo quitaba la nieve. Yo quiero ser esa clase de persona, de las que cuidan.»

—Menuda vista me tocó el viernes pasado —dijo Rebecka.

Sivving no respondió. Seguía comiéndose la torta y bebiendo leche como si no la hubiera oído, todavía con el humor un poco torcido.

—Era una vejación sexual —continuó ella sin dejarse importunar por la falta de respuesta—. El acusado había llamado a dos tramitadoras de la Oficina de Empleo y se había masturbado durante la conversación telefónica. Una de las mujeres tiene cincuenta años y la otra más de sesenta y tenían pánico de cruzarse con el acusado. Pensaban que si el hombre descubría quiénes eran y luego las veía en el súper las asaltaría y las violaría. Así que pedí que se les tomara declaración sin la presencia del acusado.

—¿Eso qué significa? —dijo Sivving malhumorado por tener que preguntar, pero demasiado curioso como para no hacerlo.

—El hombre se sentó en la sala contigua a escuchar las declaraciones de las mujeres, así no les veía la cara. Madre mía, lo que les costó a las señoras explicar lo que había pasado. Tuve que presionarlas bastante durante el interrogatorio para reforzar el carácter sexual de la cuestión. Entre otras cosas les pregunté qué era lo que les había hecho pensar que él se estaba masturbando.

Rebecka interrumpió la historia y se metió un trozo grande de tortita en la boca. Masticó sin prisa. Sivving había soltado los cubiertos y esperaba expectante a que continuara.

—¿Y bien? —dijo impaciente.

—Contestaron que habían oído chasquidos rítmicos al mismo tiempo que el hombre jadeaba con pesadez. Una de las señoras dijo que él había tenido un orgasmo, y entonces no tuve más remedio que preguntarle por qué pensaba eso. Respondió que el hombre había empezado a respirar más profundamente y que los chasquidos rítmicos habían aumentado en intensidad mientras él gemía más y más fuerte hasta que dijo: «Ahí viene.» Pobres señoras. Y Hasse Sternlund, de los socialdemócratas de Norrland, estaba allí anotándolo todo, salía humo del bolígrafo, lo que precisamente, no ayudaba mucho.

Sivving dejó de lado el malhumor y emitió un murmullo animado.

—El acusado era un chico temperamental y gordito de unos treinta años —continuó Rebecka—. Juzgado varias veces por vejaciones sexuales. Pero lo negaba de forma insistente y replicaba que tenía asma y que lo que habían oído las señoras de la Oficina de Empleo era un ataque de asma y no los sonidos de una masturbación. Y entonces el abogado defensor va y le pide al acusado que haga una demostración de cómo puede sonar un ataque de asma de los suyos. Tendrías que haber visto las caras del juez y de la comisión. Les estaban entrando tics a todos. El juez simuló un ataque de tos. Se estaban muriendo de la risa y aquello no podía ser más absurdo. Gracias a Dios el chico se negó. Después de la vista, el abogado defensor me confesó que el único motivo por el cual le había pedido al cliente si podía reproducir su ataque de asma era porque quería ver si podía descolocarme. Como me había visto tan fría y objetiva durante los interrogatorios a las partes demandantes y al acusado… Ahora, cada vez que el abogado me llama por algún asunto de trabajo, siempre pregunta jadeando: «¿Es la Oficina de Empleo?»

—Y ¿condenaron al gordito? —preguntó Sivving dejando caer adrede unos trozos de tocino al suelo que Bella se apresuró a engullir sin apenas masticarlos.

Rebecka se rió.

—Claro. Buf. Qué trabajo el mío. Pobres mujeres, intenta tú imitar a alguien mientras se la casca.

—Ni en broma, antes que me metan en la cárcel.

Sivving soltó una carcajada. Rebecka se puso contenta. Al mismo tiempo pensaba en las dos funcionarias de la Oficina de Empleo. Habían mirado a Rebecka con los ojos entornados. Antes de la vista habían pasado un momento por su despacho. Una hablaba con voz rasposa y chillona, marcada por el tabaco y el alcohol. El pintalabios se le subía por las arruguitas del labio superior. Tenía una gruesa capa de polvos sobre los poros de la piel apagada. «Encima esto, justo lo que le faltaba a una», había dicho con la boca tensa. Le había explicado a Rebecka que en su trabajo le hacían el vacío, que un compañero había organizado una comilona de arenque fermentado típico de la zona y que no la había invitado. «Hay un cuchicheo constante a mis espaldas. En la misma comida del año pasado empiné el codo un poquito más de la cuenta y me quedé dormida en la terraza. Todavía hablan de ello. Le mienten al jefe sobre mí y… bueno. Qué mierda. La verdad es que debería denunciarlos a todos.»

Después de la reunión con aquella mujer, Rebecka estaba exhausta. Agotada y deprimida. Se había acordado de su madre. Si no hubiese muerto tan joven, ¿al final se le habría puesto esa voz?

Sivving interrumpió sus cavilaciones.

—Por lo menos parece que tu trabajo es de lo más variado.

—Bueno, no sé, ahora mismo no pasa nada. Conductores borrachos y maltratos todos los días.