«Nieve», pensó la fiscal del distrito Rebecka Martinsson, y un agradable escalofrío le recorrió el cuerpo cuando se bajó del coche en su patio en Kurravaara.
Eran las siete de la tarde. Las nubes de nieve envolvían al pueblo de Kurravaara en una suave penumbra. Apenas podía distinguir las luces de las fincas más próximas. Y no es que estuviera nevando un poco, es que caía como una cortina. Del cielo descendían unos copos secos, sedosos y fríos como si alguien estuviera barriendo allí arriba.
«La abuela, seguro —pensó Rebecka con media sonrisa—. Seguro que se ha puesto las pilas y está fregando de rodillas todo el suelo del Señor, barriendo y dándole un buen baldeo. A Él le habrá dicho que se quede en el porche.»
La casa de fibrocemento de la abuela parecía esconderse en la oscuridad, era como si aprovechara para echar una cabezada. Sólo la luz exterior que había encima de la escalera verde susurraba: «Bienvenida a casa, chiquilla.»
El móvil tintineó. Rebecka se lo sacó del bolsillo. Mensaje de Måns:
«En Estocolmo no deja de llover —ponía—. La cama, vacía y desolada. Ven. Quiero lamer tus pechos y abrazarte. Besos en todos tus rincones.»
Sintió un cosquilleo.
«Qué tío —le respondió—. Esta noche voy a trabajar, no a pensar en ti.»
Sonrió. Måns era un sol. Lo echaba de menos y lo disfrutaba. Unos pocos años atrás había trabajado para él en el bufete Meijer & Ditzinger. Él opinaba que debería mudarse a la capital y ejercer otra vez de abogada.
—Ganarías tres veces más que ahora —solía decirle.
Rebecka miró hacia el río. En verano estuvieron de rodillas en el pantalán enjabonando las alfombras y pasándoles un cepillo. El sol les hacía sudar. Les bajaban goterones por la espalda y a los ojos desde el nacimiento del pelo. Cuando terminaron de lavarlas, las lanzaron al agua para enjuagarlas. Después se quitaron la ropa y estuvieron nadando con las alfombras como dos alegres perrillos.
Ella intentaba explicarle que así era como deseaba vivir.
—Quiero estar aquí en el jardín, enmasillar las ventanas y de vez en cuando levantar la vista para mirar el río. En verano quiero tomarme el café de la mañana sentada en el porche antes de ir a trabajar. En invierno quiero quitarle la nieve al coche. Quiero tener escarcha en las ventanas de la cocina.
—Puedes seguir teniéndolo —intentaba él—. Podemos subir a Kiruna siempre que quieras.
Pero nunca sería lo mismo. Rebecka lo tenía claro. La casa no se dejaría engañar. El río tampoco.
«Necesito esto —pensaba ella—. Soy muchas personas difíciles a un tiempo. La criatura de tres años hambrienta de amor, la abogada fría como el hielo, la loba solitaria y esa que quiere volverse loca de nuevo, que añora dejarse llevar. Me va bien sentirme pequeña bajo la aurora boreal y junto al pesado río. Aquí la naturaleza y el universo están tan encima de una. Mis preocupaciones y mis manías se encogen. Me gusta ser insignificante.
»Aquí tengo los estantes forrados con papel de colores y tengo arañas en los rincones y tengo una escoba de cerdas de verdad —pensaba—. No quiero ser una invitada y una extraña. Nunca más.»
De la nevada surgió un vorsteh corriendo a todo galope. Le ondeaban las orejas y tenía la boca abierta como en una feliz sonrisa. Cuando quiso detenerse para saludar derrapó sobre el hielo que había debajo de la nieve.
—Hola, Bella —dijo Rebecka con la perra en el regazo—. ¿Dónde está tu amo?
Luego se oyó un grito enfurecido.
—¡Ven aquí, te digo! ¡Aquí! ¿No me oyes?
—Está aquí —gritó Rebecka.
La figura de Sivving tomó forma en la cortina de nieve en cuanto se acercó un poco. Medio corría con las piernas separadas, con miedo a caerse. Su lado cansado iba detrás, casi lo arrastraba, el brazo de ese costado colgaba recto. En la capucha se le había formado un sombrerito de nieve. Rebecka hizo lo que pudo para contener una sonrisa. La verdad es que el hombre tenía un aspecto entrañable. Era grande, pero ahora llevaba un plumón que lo hacía enorme. Y además el montoncito de nieve en la cabeza.
—¿Dónde? —jadeó.
Pero Bella ya había vuelto a desaparecer en la nieve.
—Bah, ya volverá cuando tenga hambre —sonrió Sivving—. ¿Tú tienes apetito? Voy a hacer tortas de sangre. También hay para ti.