Miro al hombre que me ha encontrado. Vomita sobre la nieve virgen. Marca el ciento doce y piensa que nunca más volverá a beber agua del río.
Recuerdo el día que morí.
Estábamos muertos, Simon y yo. De pie sobre el hielo. Era por la tarde. Ahora el sol estaba más bajo. La puerta, destrozada, flotaba en el agujero. Vi que por un lado era verde, por el otro negra.
En la ribera había un hombre hurgando en nuestras mochilas.
Un cuervo apareció volando por el cielo. Emitió su característico sonido, como cuando golpeas un barril de petróleo con un bastón. Aterrizó en el hielo, justo a mi lado. Inclinó la cabeza y me miró como observan los pájaros, de lado.
«Tengo que ir a ver a Anni», pensé.
Y antes de concluir la frase ya estaba en su casa.
El cambio de lugar me dejó mareada. Era como bajarse de un tiovivo. Ahora ya me he acostumbrado.
Anni estaba preparando masa de tortitas, sentada a la mesa de la cocina batiendo a mano. Me encantan las tortitas.
Anni no sabía que yo estaba muerta. Pensaba en mí mientras batía. Le gustaba imaginarme sentada a la mesa comiendo con buen apetito mientras ella hacía las tortitas en el fuego. Tapó el cuenco de la masa con un plato y lo dejó a un lado para que creciera. Yo nunca llegué. El cuenco con la masa acabó en la nevera. No podía dejarlo mucho tiempo fuera, así que al final preparó las tortitas y las congeló. Todavía están en el congelador.
Pero ahora ya me han encontrado. Ahora ya puede llorarme.