Östen Marjavaara abrió los ojos a las tres y cuarto de la madrugada en su cabaña en Pirttilahti. Lo despertó la luz; a finales de abril nunca había mucho más de una hora de oscuridad al día y bajar las persianas no era de gran ayuda. La luz se colaba entre las láminas, sus hilos entraban por los agujeros por donde pasaban los cordeles y brotaba de la rendija, entre la persiana y el alféizar. Aunque tapiara la ventana, aunque durmiera en un cuarto sin ventana, se habría despertado. La luz estaba allí fuera. Tiraba de él con insistencia. Tierna e inquieta, como una mujer sola. Lo mejor sería que se levantara y preparara una cafetera.
Salió de la cama y subió las persianas. El suelo estaba helado bajo sus pies descalzos. El termómetro del otro lado de la ventana marcaba dos grados bajo cero. Había nevado por la tarde y durante toda la noche. La capa de nieve dura que se había creado por el clima templado de la semana anterior, con un par de días de aguanieve, se había vuelto más firme. Podría esquiar sobre la costra a lo largo del río Torneälven hacia Tervaskoski. En el torrente seguro que habría char esperando detrás de alguna piedra.
Cuando hubo encendido el fuego en la cocina de leña cogió el cubo rojo de plástico del recibidor y bajó al río a buscar agua. Solamente había unos metros hasta la ribera, pero caminaba con cuidado. Debajo de la nieve virgen había un buen número de traidoras placas de hielo y era fácil sufrir una mala caída.
El sol estaba esperando al borde de la línea del horizonte y pintaba estrías rojizas en el frío cielo de invierno. Pronto se elevaría sobre el bosque de abetos y brillaría sobre los tablones rojos de la cabaña.
La nieve yacía sobre el río como un susurro de la naturaleza. Chssst, decía, no te muevas, ahora sólo estamos tú y yo.
Östen obedeció, se quedó quieto con el cubo en la mano y contempló el río. Era cierto. Nunca se es tan dueño del mundo como cuando te levantas el primero. Había unas pocas cabañas en ambas orillas, pero la suya era la única que sacaba humo por la chimenea. Probablemente, ni siquiera habría gente. Estarían en sus casas de la ciudad, pobres desgraciados.
En la punta del pantalán estaba el agujero que había abierto en el hielo con la sierra. Lo cubría una tabla de porexpán para que no volviera a helarse. Barrió la nieve que había encima y la levantó. Cuando Barbro vivía, siempre se traían agua de la ciudad porque ella se negaba a beber el agua del río.
—¡Uy, uy! —solía decir levantando los hombros hasta las orejas con un escalofrío—. ¡Con toda la mierda de los pueblos que hay río arriba!
Siempre se metía con el hospital de Vittangi. Que tenían suerte de vivir más arriba, decía. Como no había una planta de tratamiento de aguas ni nada, seguro que se les escapaba algún que otro apéndice extirpado y Dios sabe qué más.
—Tonterías —le respondía él como había hecho cientos de veces antes—. ¡Habladurías de mujeres!
Östen había bebido de allí desde que era niño y estaba más sano que ella.
Se puso en cuclillas para meter el cubo en el agua. Le había atado una cuerda al asa para poder sumergirlo y llenarlo del todo antes de sacarlo.
Pero no lograba hundirlo. Había algo que le barrenaba el paso. Algo grande, negro.
«Un tronco empapado, a lo mejor», pensó.
No era habitual encontrarse uno flotando en el agua. Cuando era niño era más usual, porque todavía se bajaban por el río los troncos en almadías.
Metió la mano en el agua helada para apartar el tronco. Parecía que se había enganchado al pantalán. Y no era un tronco, era como de goma o algo así.
—Me cago en… —dijo y dejó el cubo a un lado.
Atacó a dos manos, intentando agarrar el objeto, pero los dedos le fallaban a causa del frío del agua. Entonces la cogió por el brazo y estiró.
«Un brazo», pensó con torpeza.
La cabeza no quería entender.
Un brazo.
Después, en el agujero apareció la cara descompuesta de la chica.
Östen soltó un grito y se puso en pie de un salto.
Un cuervo le contestó en el bosque. Su graznido cortó el silencio. Otros cuervos se animaron también.
Echó a correr hacia la cabaña, resbaló aunque sin llegar a perder el equilibrio.
Marcó el ciento doce. Pero entonces empezó a pensar que el día anterior se había bebido tres vasos de agua con la comida. Y después había tomado café. Había sacado el agua del río, del agujero en el hielo. Y el cuerpo estaba seguramente ahí al lado. Aquella cara blanca descompuesta, la nariz deshecha, los dientes en una boca sin labios.
Alguien respondió a la llamada, pero Östen colgó y empezó a vomitar allí donde estaba. Su organismo expulsaba todo lo que tenía dentro y continuó un buen rato incluso cuando ya no le quedaba nada en el estómago.
Después volvió a marcar el ciento doce.
Nunca más bebería agua del río. Y tardaría varios años en atreverse siquiera a darse un chapuzón después de la sauna.