Trajeron cinco mil metros cúbicos de madera de pino de Oregón para construir la décima ciudad, y veinticinco mil metros de abeto de California y levantaron a martillazos un pueblo limpio y claro, a orillas de los canales de piedra. En las noches de los domingos se iluminaban los vidrios rojos, azules y verdes de las iglesias, y desde la calle se oían los himnos numerados. «Cantaremos ahora el 79». «Cantaremos ahora el 94». Y en ciertas casas se oía el duro repiqueteo de una máquina de escribir: el novelista estaba trabajando; o no se oía ningún ruido: el ex vagabundo estaba trabajando. Parecía a veces que un enorme terremoto hubiera arrancado de raíz una ciudad de Iowa, y en un abrir y cerrar de ojos un ciclón fabuloso se hubiera llevado a Marte toda la ciudad, y la hubiera puesto allí sin una sacudida.