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La historia de la gente pato

Sombras y lágrimas

El punto de vista de May Kasahara (7)

¡Hola, señor pájaro-que-da-cuerda!

¿Te llegará de verdad esta carta, señor pájaro-que-da-cuerda?

Lo cierto es que no estoy segura de que hayas recibido todas las cartas que te he enviado hasta ahora. Porque las señas no eran demasiado precisas y nunca puse la dirección del remitente. Así que tal vez mis cartas estén apiladas bajo el polvo, sin nadie que las lea, en el estante de «cartas con destinatario desconocido». Pero pensaba que no me importaba que no te llegaran. Yo simplemente, quería transformar mis pensamientos en palabras escribiéndote cartas a ti. Cuando pienso que el destinatario de mis cartas eres tú, señor pájaro-que-da-cuerda, puedo escribir frases con fluidez, sin dificultad. Aunque no sé la razón. ¿Por qué será?

Esta carta sí quiero que llegue a tus manos, señor pájaro-que-da-cuerda. Estoy rezando para que ésta sí llegue.

Voy a escribir un poco sobre la gente pato.

Como ya te he dicho en otras ocasiones, el terreno de la fábrica donde trabajo es muy grande y tiene un bosquecillo y un estanque. Es un buen lugar para pasear. El estanque es bastante grande y allí viven unos patos. Una docena en total. No sé qué constitución familiar tiene esa gente. Aún no los he visto pelearse nunca aunque imagino que debe de haber cosas del tipo «me llevo bien con aquél, pero no con el otro», y demás.

Ya estamos en diciembre y el estanque empieza a helarse, pero la capa de hielo aún no es muy gruesa y queda una extensión de agua suficiente para que los patos puedan nadar un poco aunque haga frío. Dicen que cuando las temperaturas bajen más y el estanque quede completamente helado, mis compañeras de trabajo vendrán aquí a patinar. Entonces la gente pato (es una expresión rara, pero la digo por costumbre) tendrá que irse a otra parte. Yo pienso, en secreto, que sería mejor que no se helara, porque odio el patinaje sobre hielo, pero, por lo visto, no tendré suerte. Y es que en esta zona hace mucho frío. La gente pato, ya que vive aquí, tendría que estar preparada, digo yo.

Últimamente me acerco siempre los fines de semana y mato el tiempo mirando a la gente pato. Observándolos, se me pasan volando dos o tres horas. Vengo bien equipada con mallas, gorra, bufanda, botas, abrigo de piel, igual que un cazador de osos polares. Me siento en una piedra y observo sola, sin pensar en nada, a la gente pato durante horas y horas. A veces les doy trozos de pan duro. Aquí no hay nadie tan curioso ni desocupado como yo.

Pero lo que tú quizá no sepas, señor pájaro-que-da-cuerda, es que los patos son gente divertida. Por más tiempo que pase, no me canso de mirarlos. No entiendo cómo las demás chicas se desplazan lejos y pagan dinero para ver películas aburridas en vez de interesarse por esta gente. Los patos vienen volando, por ejemplo, aterrizan sobre el hielo y, a veces, resbalan y se caen. Como en un programa cómico de la televisión. Mirándolos, yo me río sola. La gente pato no lo hace para que me ría, por supuesto. Se toman muy en serio su vida, pero resbalan y acaban cayéndose, ¿no te parece fantástico?

La gente pato que hay aquí tiene unas patas monas y planas de color naranja, como las botas de agua de los niños de enseñanza primaria, pero parece que no están hechas para caminar sobre el hielo, todos resbalan. A veces se caen de culo. Y es que, seguramente, no tienen ningún sistema antideslizante. Así que el invierno no debe de ser una estación muy divertida para la gente pato. No sé qué piensa en el fondo esa gente respecto del hielo. Pero no creo que vayan echando pestes. Observándola me da esa sensación. Parece que disfrutan de la vida, incluso en invierno, rezongando: «¡Uff! Otra vez el hielo. ¡Qué le vamos a hacer!». A mí me gusta la gente pato.

El estanque está en el bosque, lejos de todas partes. No hay nadie que venga a pasear hasta aquí en esta época excepto en días de sol (aparte de mí, por supuesto). La nieve que cayó hace unos días se ha helado en el camino del bosque y al pisarla se rompe crujiendo bajo los zapatos. También se pueden ver muchos pájaros por aquí y por allá. Cuando camino con el cuello del abrigo levantado, la bufanda enrollada alrededor del cuello, echando aliento blanco, llevando un pan en el bolsillo y pensando en unas cosas y otras sobre la gente pato, me siento alegre y feliz. Hasta el punto de pensar que hacía tiempo que no experimentaba esta sensación de felicidad.

Y dejo de escribir sobre la gente pato.

A decir verdad, me he despertado hace alrededor de una hora soñando contigo, señor pájaro-que-da-cuerda. Por eso estoy escribiéndote sentada a la mesa. Ahora son… (miro el reloj) las dos y dieciocho minutos. Me metí en la cama un poco antes de las diez, como siempre, y me dormí diciendo: «Buenas noches, gente pato», pero hace poco me he despertado de repente. No sé si soñaba o no. Porque no recuerdo nada del sueño. A lo mejor no estaba soñando en absoluto. Pero, aunque no fuera un sueño, he oído claramente tu voz. Tú, señor pájaro-que-da-cuerda, me has llamado varias veces en voz alta. Por eso me he despertado sobresaltada.

Cuando he abierto los ojos, la habitación estaba a oscuras. La luz clara de la luna entraba por la ventana. Se veía una luna muy grande flotando sobre la colina, como una bandeja de acero inoxidable. Una luna tan grande, tan enorme, que parecía que si alargaba la mano podría escribir en ella. Y la luz de la luna que penetraba por la ventana formaba una especie de charco de color blanco en el suelo. Me he incorporado en la cama y me he esforzado en entender qué demonios había pasado. ¿Por qué el señor pájaro-que-da-cuerda me habría llamado con una voz tan nítida? Mi corazón ha latido con fuerza durante mucho tiempo. Si hubiese estado en mi casa, me habría vestido enseguida para ir a la tuya corriendo por el callejón, incluso a estas horas de la noche. Pero estoy en medio de unas montañas que tal vez se encuentren a unos cincuenta mil kilómetros de tu casa y, por mucho que quiera, es imposible, ¿verdad que sí?

Y, ¿qué he hecho?

Me he desnudado. ¡Hum! No me preguntes por qué. Yo tampoco lo sé. Así que escucha sin decir nada, que continúo. Sea como sea, me he desnudado del todo y he saltado de la cama. Me he arrodillado en el suelo bañado por el claro de luna. El interior de la habitación debía de estar frío, con la calefacción apagada, pero ni lo he notado. Me daba la sensación de que, en aquel claro de luna que penetraba por la ventana, había algo especial que me protegía envolviéndome como una fina película. He permanecido allí desnuda un rato sin pensar en nada, luego he expuesto a la luz de la luna cada una de las partes de mi cuerpo, una tras otra. No sé cómo decirte, lo he hecho de la forma más natural. No he podido evitarlo porque el claro de luna era increíblemente hermoso. He hecho que la luz de la luna me diera en el cuello, en los hombros, en los brazos, en el pecho, en el ombligo, en las piernas, y luego en el trasero, y en aquel lugar, ya sabes, como si estuviera lavándome el cuerpo.

Si alguien lo hubiera visto por la ventana, le habría parecido algo muy, pero que muy raro. A lo mejor habría pensado que soy una maniaca de la luna llena que ha perdido el juicio en el claro de luna. Pero no miraba nadie, claro. A lo mejor aquel chico de la moto me espiaba desde alguna parte. Pero no me importa. Él ya está muerto y, si quiere fisgar, si se conforma con eso, dejaré que mire con mucho gusto.

En aquel momento nadie me miraba. Yo estaba sola en el claro de luna. De vez en cuando cerraba los ojos y pensaba en la gente pato que debía de estar durmiendo cerca del estanque. Y he pensado también en aquel sentimiento cálido de felicidad que creamos conjuntamente la gente pato y yo. Es decir, que la gente pato es como un talismán para mí.

He estado de rodillas, inmóvil, durante mucho rato. Sola, de rodillas en el claro de luna, completamente desnuda. La luz de la luna me teñía con un color extraño y la sombra de mi cuerpo se proyectaba por el suelo, nítida y larga, hasta la pared. No me parecía mía, aquella sombra. Me daba la sensación de que era el cuerpo de otra mujer. De una mujer más madura. No era el cuerpo de una mujer virgen como yo, tan huesuda, sino más redondeada, con el pecho y los pezones más grandes. Pero era yo quien proyectaba la sombra. Sólo que estaba alargada. Si yo me movía, la sombra también se movía. He estudiado la relación entre mi sombra y yo con mucho detalle, observando mi cuerpo, haciendo movimientos diferentes. ¿Por qué se vería tan distinto? No sabía la razón. Cuanto más me miraba, más extraño me parecía.

Y, señor pájaro-que-da-cuerda, ahora viene lo difícil de explicar. No estoy segura de lograrlo.

Allá voy. Es que me he puesto a llorar de repente. Si se tratara del guión de una película, pondría: «May Kasahara, sin previo aviso, se cubre la cara con las manos y rompe a llorar». Pero no te asustes. No te lo había dicho hasta ahora, pero yo soy una llorona empedernida. Lloro por nada. Éste es mi punto flaco secreto. Así que, si yo rompo a llorar sin ningún motivo especial, no es nada extraño. Normalmente lloro un rato, y entonces paro pensando: «Va, ya es suficiente». Enseguida lloro y también puedo dejar de llorar al instante. Pero hoy no podía parar de llorar. No he podido parar de ninguna manera, como si un tapón se hubiera salido de su sitio. Ni yo misma sabía por qué lloraba, de modo que no había manera de parar. Las lágrimas se derramaban de forma inevitable, sin cesar, como la sangre brota por una gran herida. He derramado muchísimas lágrimas, tantas que casi cuesta creerlo. Me preocupaba seriamente acabar deshidratándome, secarme y convertirme en una momia.

Las lágrimas goteaban produciendo ruido, una tras otra, en el charco blanco del claro de luna y eran absorbidas por él. Las lágrimas, mientras caían, se bañaban en la luz de la luna y brillaban hermosas como un cristal. Y he visto que mi sombra también derramaba lágrimas. Incluso se veía, nítida, la sombra de las lágrimas. Señor pájaro-queda-cuerda, ¿has visto alguna vez la sombra de una lágrima? La sombra de las lágrimas no es una sombra cualquiera. Es muy distinta. Viene de un mundo lejano especialmente para nuestros corazones. O tal vez no. Quizá las lágrimas que derrama la sombra son las auténticas y las que derramo yo son sólo la sombra. Lo he pensado entonces. Oye, señor pájaro-que-da-cuerda, seguramente no lo entenderás. Pero cuando una chica de diecisiete años, desnuda, derrama lágrimas a medianoche bañada por el claro de luna, puede ocurrir cualquier cosa. Es así.

Eso ha ocurrido hace una hora en esta habitación. Y te estoy escribiendo la carta con el lápiz sentada a la mesa. (Ahora voy vestida, claro).

Adiós, señor pájaro-que-da-cuerda. No sé expresarlo bien, pero la gente pato que vive en el bosque y yo rezamos para que seas feliz. Si te sucede algo, llámame a gritos sin dudarlo.

Buenas noches.