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El trabajo que hace imaginar a los demás

(Continuación de la historia

de Boris el despellejador)

Boris cumplió su promesa. Concedió a los prisioneros japoneses una autonomía parcial y permitió que creáramos el comité de representantes. El teniente coronel se convirtió en su figura central. A los guardianes rusos se les prohibió actuar de manera violenta y el comité asumió la responsabilidad de mantener el orden en el campo de prisioneros. La postura oficial del nuevo Politburó (es decir, de Boris) fue la de darnos carta blanca siempre que mantuviéramos las cuotas de producción establecidas y no causáramos problemas. Aquellas reformas, aparentemente democráticas, deberían haber sido una buena noticia para nosotros.

Pero el asunto no era tan sencillo. Por desgracia, todos nosotros, incluido yo, estábamos exultantes con las reformas, tanto como para no adivinar las astutas intrigas que iban urdiéndose a nuestras espaldas. Los nuevos funcionarios del Politburó no fueron capaces de contener a Boris, respaldado por la policía secreta, y Boris aprovechó esta circunstancia para transformar a su antojo el campo de concentración y la ciudad minera. En muy poco tiempo, las intrigas y el terror pasaron a ser moneda corriente. Entre los prisioneros y los vigilantes, Boris seleccionó a unos pocos individuos, por su corpulencia y crueldad (en el lugar no escaseaban tipos de esa calaña), los entrenó y creó su propia guardia personal. Armados con fusiles, cuchillos y picos eran capaces, a una orden de Boris, de amenazar, golpear, secuestrar o torturar hasta la muerte a cualquiera que le plantase cara. Nadie podía frenarlos. Incluso los soldados del ejército responsables de la vigilancia de la mina hacían lo posible para no ver las tropelías de aquellos tipos. Pero, en aquel momento, ya ni siquiera el ejército podía enfrentarse a Boris. Los soldados se limitaban a vigilar la estación y los alrededores del cuartel y preferían ignorar cuanto sucedía en la mina y en el campo de concentración.

De todos los miembros de la guardia personal, el preferido de Boris era un exprisionero mongol a quienes todos llamaban el Tártaro.

Escoltaba a Boris como si fuera su sombra. Se decía que el Tártaro había sido campeón de lucha mongol y en la mejilla derecha lucía una gran quemadura, producto, al parecer, de una ocasión en que había sido torturado. Boris ya no vestía ropas de presidiario, vivía en una confortable residencia oficial y era atendido por una presidiaria que le hacía de criada.

Según Nikolai (cada día más reacio a hablar), algunos rusos que él conocía habían desaparecido, de noche, sin que volviera a saberse nada más de ellos. Oficialmente fueron catalogados como desaparecidos o muertos en accidente, pero era obvio que habían sido los hombres de Boris los que se habían «encargado» de ellos. No acatar los deseos o las órdenes de Boris implicaba una muerte segura. Se decía que algunos habían intentado hacer llegar una apelación directa al Comité Central del Partido informando sobre lo que allí ocurría, pero que habían fracasado y habían sido eliminados.

—Dicen —me explicó Nikolai en secreto con la cara pálida— que esos tipos mataron incluso a un niño de siete años como castigo ejemplar. Lo mataron a golpes entre todos, delante de sus padres.

Al principio, Boris obró con más cautela en la zona japonesa. Primero concentró todas sus fuerzas en controlar a los rusos y consolidar su posición en el campo. Mientras tanto, parecía tener la intención de dejarnos llevar nuestros asuntos. Así, durante los primeros meses después de las reformas, pudimos saborear una paz pasajera. Disfrutamos de unos días apacibles, una especie de calma. Las duras condiciones de trabajo mejoraron, aunque no mucho, debido a las exigencias del comité, y ya no fue necesario temer la violencia de los guardianes. Sentimos incluso, por primera vez desde nuestra llegada, algo parecido a la esperanza. Los prisioneros estaban convencidos de que, a partir de entonces, las cosas irían mejorando poco a poco.

No es que Boris nos ignorara en aquellos meses de paz. En secreto, no dejaba de prepararse para el futuro. Boris iba poniendo bajo control, uno tras otro, con amenazas y sobornos, a todos los miembros del comité japonés. Llevó a término sus intrigas con mucha cautela, evitando la violencia manifiesta, de modo que no pudiésemos darnos cuenta de nada. Y cuando al fin nos dimos cuenta, ya era demasiado tarde. En definitiva, nos había estado distrayendo con la autonomía mientras él asentaba su férrea dictadura. Sus cálculos eran de una precisión y sangre fría diabólicas. La violencia absurda y gratuita desapareció de nuestras vidas. Pero en su lugar nació una violencia cruel, premeditada, un tipo bien distinto de violencia.

Boris invirtió seis meses en consolidar su régimen. A continuación cambió de rumbo y así empezó la opresión de los prisioneros japoneses. El teniente coronel, figura central en el comité, fue su primera víctima. En representación de los intereses de los prisioneros japoneses, el teniente coronel acabó enfrentándose violentamente a Boris y, como consecuencia, fue liquidado. En aquella época, los únicos miembros del comité que Boris no tenía bajo control eran el teniente coronel y unos pocos compañeros suyos. Durante la noche, lo sujetaron de pies y manos y luego lo asfixiaron tapándole la cara con una toalla mojada. Por supuesto, obedecían órdenes de Boris. Cuando asesinaba a japoneses, nunca se ensuciaba las manos. Daba instrucciones al comité y eran los propios japoneses los que se encargaban de todo. La muerte del teniente coronel se catalogó como «muerte por enfermedad». Todos sabíamos quiénes eran los asesinos, pero nadie osaba hablar. Sabíamos que, mezclados entre nosotros, Boris tenía espías y nadie podía hablar a la ligera. Tras el asesinato del teniente coronel, el comité eligió como sustituto a un esbirro de Boris.

Paralelamente a los cambios en el comité, las condiciones de trabajo fueron empeorando de forma gradual hasta volver a la situación anterior, y se llegó a perder cuanto se había ganado. A cambio de la autonomía, le habíamos prometido a Boris mantener las cuotas de producción, pero aquel pacto acabó convirtiéndose en una carga cada vez más pesada. Con cualquier pretexto, la cuota fue aumentando de forma gradual y, pronto, el trabajo fue mucho más duro de lo que jamás había sido hasta entonces. Los accidentes fueron cada vez más numerosos y muchos prisioneros perdieron la vida inútilmente, en una tierra extranjera, víctimas de la extracción de carbón en galerías de alto riesgo. Lo único que en realidad supuso la autonomía fue que del control del trabajo se encargaron, en lugar de los rusos, nuestros propios compañeros.

Por supuesto, el descontento creció entre nosotros. En aquella pequeña sociedad antes hermanada por la desgracia común, surgió un sentimiento de injusticia y, junto con él, el odio profundo y la desconfianza. A los tipejos que servían a Boris se les daba un trabajo ligero, obtenían prebendas, los demás teníamos que arrostrar una vida cruel, siempre al límite de la muerte. Pero no podíamos quejamos en voz alta. Una resistencia abierta implicaba la muerte. Podíamos morir por congelación o por desnutrición encerrados en una gélida celda de castigo. Tal vez el «grupo de asesinos» nos tapara de noche la cara con una toalla mojada mientras dormíamos. Temíamos que nos golpearan por la espalda, en la cabeza o nos la abrieran con un pico mientras trabajábamos y que luego nos arrojaran al pozo. Nadie sabría qué había ocurrido en el negro fondo de la mina. Sólo que alguien, sin que nadie se diera cuenta, había desaparecido.

Yo no podía evitar sentirme responsable por haber mediado en la presentación entre Boris y el teniente coronel. Por supuesto, de no haberlo hecho yo, Boris habría seguido cualquier otro camino para introducirse entre nosotros y, antes o después, habríamos llegado a la misma situación. Pero por más que intentara pensar de este modo, no disminuía el dolor en mi pecho. Había tomado una decisión equivocada, había cometido un error pensando actuar correctamente.

Un día, de repente, Boris me hizo llamar al edificio donde tenía su despacho. Hacía tiempo que no lo veía. Sentado ante el escritorio, estaba tomándose un té igual que aquella vez en el despacho del jefe de estación. De pie, a sus espaldas, plantado como un biombo, estaba como siempre el Tártaro, llevaba una pistola automática al cinto. Cuando entré, Boris se volvió hacia el mongol y le hizo señas de que saliera. Nos quedamos a solas.

—¿Qué le parece, teniente Mamiya? He cumplido mi promesa, ¿no es verdad?

Le contesté que sí. Las promesas habían sido cumplidas, por supuesto. Desgraciadamente era verdad. Había cumplido lo pactado. Como un pacto con el diablo.

—Vosotros tenéis vuestra autonomía. Y yo tengo el poder —dijo Boris sonriente abriendo los brazos—. Todos hemos conseguido lo que queríamos. El volumen de la extracción de carbón es más alto que nunca, Moscú está satisfecho. Todos estamos contentos, nadie puede quejarse. Te agradezco mucho que hayas hecho de mediador. Y, a cambio, quiero hacer algo por ti, de verdad. —Le respondí que no era preciso que me lo agradeciera, tampoco que me ofreciese nada—. Hace ya tiempo que nos conocemos, no seas tan seco, hombre —dijo Boris sonriendo—. Voy a ir al grano, quiero que trabajes para mí. Que seas mi ayudante. En este lugar, las personas con cerebro pueden contarse con los dedos de una mano. Tú tienes sólo un brazo, pero pareces inteligente. Así que, si me haces de secretario, yo te lo sabré agradecer, tendrás todas las facilidades para que tu vida sea cómoda. Sobrevivirás y algún día podrás volver a Japón. Conmigo no harás mal negocio.

En una situación normal hubiera rechazado su oferta en el acto. No tenía intención alguna de servirle y de llevar yo solo, traicionando a mis compañeros, una vida cómoda. Y poco me importaba que Boris me matase por haber rechazado su oferta. Pero entonces se me ocurrió una idea.

—¿Qué trabajo tendría que hacer? —le pregunté.

El trabajo que me exigió no era sencillo. Había que despachar un montón de ocupaciones menores. Pero el trabajo consistía, sobre todo, en administrar la fortuna personal de Boris. Él se apropiaba de una parte (que llegaba a alcanzar un 40% del total) de los alimentos, las medicinas y la ropa que enviaban la Cruz Roja Internacional y Moscú, los ocultaba en un almacén y los vendía en distintos lugares. También se quedaba una parte del carbón extraído, lo transportaba en vagones de mercancías y lo vendía en el mercado negro. La carencia de combustible era general, no faltaba la demanda. Había sobornado a los empleados del ferrocarril y al jefe de estación y hacía circular los trenes a su antojo. También ofrecía dinero y comida a los soldados de vigilancia para que hiciesen la vista gorda. Gracias a aquellos «negocios» había amasado una fortuna considerable. Me explicó que, en el futuro, pensaba utilizarla como fondos de la policía secreta. La cual, para sus actividades, precisaba disponer de fuertes sumas que no constaran en ninguna partida oficial, y que él estaba reuniendo esos fondos en secreto. Era mentira. Sin duda enviaba una parte a Moscú. Pero estoy convencido de que más de la mitad pasaba a engrosar su fortuna personal. Desconozco los detalles, pero creo que a través de un conducto secreto ingresaba ese dinero en un banco extranjero o tal vez lo cambiaba por oro.

No sé por qué razón, Boris tenía una confianza absoluta en mí. Ahora me resulta difícil de creer, pero ni siquiera parecía preocuparle que revelara su secreto. Frente a los rusos y otros hombres blancos, adoptaba una actitud dura, cruel, producto del recelo, pero parecía confiar ciegamente en japoneses y mongoles. O quizá pensase que nada podía sucederle aunque yo hablara. En primer lugar, ¿a quién demonios podía contárselo yo? A mi alrededor no había más que colaboradores y esbirros de Boris. Todos se beneficiaban de sus actividades ilegales. Quienes vivían sumidos en una miseria cruel y morían inertes por la falta de los alimentos, las ropas y las medicinas que Boris vendía ilegalmente en beneficio propio eran los presidiarios y prisioneros del campo. Además, el correo era censurado y el contacto con las personas del exterior estaba prohibido.

Ejercí con diligencia y fidelidad las funciones de secretario. Rehice desde la base los intrincados libros de contabilidad y de inventario de existencias, sistematicé y clarifiqué las entradas y salidas de mercancías y dinero. Elaboré un libro mayor para que, de una ojeada, pudieran conocerse al detalle las existencias y la fluctuación de sus precios. Elaboré una extensa lista de las personas sobornadas y calculé los «gastos necesarios». Trabajé para él de la mañana a la noche sin descansar. Y, en consecuencia, perdí a los pocos amigos que tenía. La gente pensaba, y era lógico que lo hiciera, que yo era un sujeto despreciable que se había rebajado a ser un fiel esbirro de Boris. (Es triste, pero es posible que algunos sigan creyéndolo). Incluso Nikolai dejó de hablarme. Dos o tres prisioneros japoneses que antes podía considerar amigos me rehuían. Claro que, a cambio, se me acercaron otros, debido precisamente a ser el favorito de Boris, aunque con éstos prefería no tener tratos. Cada día que pasaba me iba quedando más solo, más aislado. No me mataron porque Boris me protegía. Yo era una de sus más preciadas posesiones y, si me mataban, Boris tomaría represalias. Todos sabían muy bien hasta dónde podía llegar su crueldad. Su fama como despellejador también era allí legendaria.

Cuanto más aislado me iba quedando, más confianza depositaba Boris en mí. Estaba muy satisfecho de mi trabajo, escrupuloso y preciso, y no escatimaba elogios.

—Es fantástico, fantástico. Mientras queden japoneses como tú, seguro que Japón supera el caos de la derrota. No así la Unión Soviética. Por desgracia es un caso perdido. Dentro de lo que cabe, la época de los zares fue mejor. Al menos el zar no tenía necesidad de calentarse la cabeza con teorías enrevesadas. Nuestro querido Lenin sólo sacó lo que pudo entender de las teorías de Marx y lo utilizó como le dio la gana, y nuestro querido Stalin sólo ha sacado de las teorías de Lenin lo que ha sido capaz de entender…, una verdadera miseria…, y encima lo utiliza como le da la gana. En este país, cuanto más corto de miras se es, tanto más poder se tiene. Cuanto más corto de entendederas, tanto mejor. Escúchame bien, teniente Mamiya. En este país sólo hay una manera de sobrevivir. Y es no imaginar nunca nada. Los rusos que usan su imaginación acaban hundiéndose. Yo, evidentemente, no la uso jamás. Mi trabajo consiste en hacer imaginar a los otros. Es mi medio de vida. Es mejor que lo tengas presente. Al menos mientras estés conmigo, si alguna vez te entran ganas de imaginar algo, recuerda mi cara. Y piensa: «Esto no es bueno, la imaginación me arruinará la vida». Te estoy dando un consejo de oro. Deja que imaginen los demás.

De aquella manera, transcurrió medio año en un abrir y cerrar de ojos. A finales de otoño de 1947 yo le era indispensable. Yo me encargaba de sus negocios; y el Tártaro y la guardia personal, de las actividades violentas. La policía secreta aún no lo había llamado a Moscú. Pero a mí me parecía que Boris ya no tenía intención de volver. Había asentado sus reales en el campo de concentración y en la mina, vivía cómodamente y amasaba una fortuna protegido por su ejército privado. O quizás, en vez de hacerle volver a la sede central del partido, los dirigentes de Moscú pensaron que podrían consolidar su dominio en Siberia dejándolo a él allí. Mantenía una correspondencia fluida con Moscú. Pero no por correo, sino por medio de emisarios secretos que llegaban en ferrocarril. Eran hombres altos, de ojos fríos como el hielo. Cuando entraban en la sala, tenía la sensación de que la temperatura bajaba bruscamente.

Entretanto, los prisioneros destinados a trabajos forzados seguían muriendo en un porcentaje muy elevado y sus cadáveres iban siendo arrojados, uno tras otro, a los pozos. Boris tasaba con rigor la capacidad de cada uno de ellos y, en una primera fase, los hacía trabajar en exceso y les reducía las raciones de comida hasta matar a los físicamente débiles. De este modo disminuía el número de bocas que alimentar, se cedía el alimento a los más fuertes y, en consecuencia, mejoraba la producción. El campo de concentración se convirtió en un mundo regido por la eficacia y por la ley de la selva, donde el pez grande se comía al pequeño. Los fuertes se apropiaban de la mejor parte, los débiles caían uno tras otro. Cuando faltaba mano de obra traían a prisioneros nuevos, llegaban en vagones de carga abarrotados, como animales. No era infrecuente que durante el viaje muriera el veinte por ciento, pero eso no preocupaba a nadie. La mayoría de los recién llegados eran rusos, o provenían, deportados al este, de la Europa Oriental. Por suerte para Boris, parecía que en el oeste proseguía la política, arbitraria y violenta, de Stalin.

Mi plan era matar a Boris. Por supuesto, no había garantía alguna de que la situación mejorase con su muerte. Seguramente todo continuaría con otro infierno parecido. Pero, aun así, no podía consentir que él siguiera existiendo. Era una víbora, como había dicho Nikolai. Alguien tenía que cortarle la cabeza.

No me importaba morir. Incluso me sentiría satisfecho de haber muerto tras quitarle la vida. Pero no podía permitirme el fracaso. Tendría que matarlo de un solo golpe, en el momento justo. Aguardaba la oportunidad mientras fingía ser su fiel secretario; pero Boris, como ya he dicho antes, era un hombre muy cauto. Día y noche tenía al Tártaro a su lado. Y aunque, en un momento dado, lo sorprendiera solo, ¿cómo podría matarlo yo, manco y desarmado? Esperaba con paciencia una ocasión. Estaba convencido de que, si existía Dios, esa ocasión llegaría un día u otro.

A principios de 1948 corrían por el campo rumores de que los prisioneros japoneses por fin íbamos a ser repatriados. Decían que en primavera zarparía un barco que nos llevaría de regreso a Japón. Se lo pregunté a Boris.

—Es verdad, teniente Mamiya —dijo Boris—. Esos rumores son ciertos. Volveréis todos a Japón en un futuro no muy lejano. Resulta que no podemos reteneros trabajando para siempre. Por la presión de la opinión pública internacional. Pero voy a hacerte una propuesta. ¿Te gustaría quedarte en este país, no como prisionero, sino como ciudadano soviético libre? Has trabajado muy bien para mí, y, si te vas, me costará muchísimo encontrar un sustituto. Estoy seguro de que estarás mejor a mi lado que sin un céntimo en Japón. He oído decir que en Japón no hay comida, que mucha gente muere de hambre. Y aquí tenemos de todo, dinero, mujeres, poder.

Boris me hacía esta propuesta en serio. Yo sabía demasiado, tal vez pensara que era peligroso dejarme marchar. Si rechazaba su propuesta, él tal vez me matara para sellarme la boca. Pero yo no tenía miedo. Le dije que se lo agradecía, pero que quería volver a Japón porque me preocupaban mis padres y mi hermana menor que habían quedado en el pueblo. Boris se encogió de hombros y no insistió.

Una noche de marzo, cercano ya el día de la repatriación, se me presentó la oportunidad ideal. En aquel momento nos encontrábamos solos en el despacho. El Tártaro, que siempre lo escoltaba, estaba ausente. Faltaban pocos minutos para las nueve de la noche, yo cuadraba los libros de cuentas, él escribía una carta sentado a su escritorio. Era raro que se quedara en el despacho hasta tan tarde. Él iba bebiendo tragos de una copa de brandy. De la percha, junto a su abrigo de cuero y su sombrero, colgaba el cinto con su pistola. La pistola no era del modelo grande que suministraba el ejército soviético, sino una Walther PPK de fabricación alemana. Se decía que Boris se la había quitado a un teniente coronel de las SS capturado después de la batalla del Danubio. La pistola estaba limpia y pulida, y en la culata figuraba, como dos relámpagos, el anagrama de las SS. Yo lo observaba con atención siempre que la limpiaba y sabía que había ocho balas en el cargador.

Era rarísimo que la dejara colgada en el perchero. Boris era muy cauto y, siempre que trabajaba sentado a la mesa, solía guardarla en el cajón derecho para tenerla a mano en caso de necesidad. Pero aquella noche, por alguna razón, estaba dicharachero, de muy buen humor y, quizá por eso, había olvidado tomar precauciones. Era la ocasión que había estado esperando, una oportunidad única.

Mentalmente había repetido innumerables veces la operación de quitarle el seguro con una sola mano, de cargar a toda velocidad la primera bala en la recámara. Decidido, me levanté y pasé por delante del perchero fingiendo que iba a buscar unos documentos. Boris, absorto en la escritura de la carta, no me vio. Al pasar por delante, saqué la pistola de la funda. No era muy grande. Me cabía en la palma de la mano. Al sujetarla comprendí que era una excelente pistola por su peso y su equilibrio. Me puse ante él, quité el seguro, sujeté la pistola entre las piernas, con la mano derecha tiré hacia mí de la corredera y cargué la bala en la recámara. Boris, al oír el chasquido, alzó la vista al fin. Le apunté a la cara con el cañón.

Boris sacudió la cabeza y suspiró.

—Lo siento por ti, esa pistola no está cargada —dijo después de enroscar el capuchón de la estilográfica—. Puedes comprobarlo por el peso. Sopésala. Ocho balas de 7.65 mm son unos ochenta gramos.

No le creí. Le apunté a la frente y apreté el gatillo sin vacilar. Pero sólo sonó un «clic» seco. Tal como me había dicho, no estaba cargada. Bajé la pistola y me mordí los labios. Ya no podía pensar en nada. Boris abrió el cajón del escritorio y sacó un puñado de balas, me las mostró en la palma de la mano. Había descargado la pistola. Me había tendido una trampa. Todo había sido una farsa.

—Hace tiempo que sé que quieres matarme —continuó Boris con serenidad—. Has imaginado muchas veces que me matabas, ¿no es cierto? Te lo advertí una vez. Que imaginar arruinaría tu vida. Pero qué más da. De todas formas, no eres capaz de matarme. —Boris tomó dos de las balas que tenía en la palma de la mano y las arrojó al suelo. Las dos balas cayeron a mis pies—. Son balas de verdad. No te engaño. Cárgalas y dispárame. Es tu última oportunidad. Si de verdad quieres matarme, apunta bien y dispara. Si fallas, no le contarás mi secreto a nadie en el mundo, lo que yo hago aquí. Prométemelo. Éste es nuestro trato.

Asentí. Se lo prometí.

Sujeté la pistola entre las dos piernas, extraje el cargador, metí las dos balas. No fue fácil hacerlo con sólo una mano. Además me temblaba el pulso. Boris observaba mis movimientos con una expresión despreocupada en el rostro. Incluso sonreía. Introduje el cargador en la culata, le apunté entre los ojos, apreté el gatillo intentando afirmar el pulso. Un disparo retumbó en el cuarto. Pero la bala pasó rozándole a Boris una oreja y se clavó en la pared. Fragmentos blancos de yeso saltaron en todas direcciones. Había fallado el tiro pese a haberle disparado a sólo dos metros. No se debía a mi mala puntería. En la guarnición de Hsin-ching me gustaba hacer prácticas de tiro. Ahora era manco, pero tenía más fuerza en la mano derecha que muchas personas y, además, la Walther era una pistola equilibrada con la que no era difícil afinar la puntería. No podía creérmelo. Cargué de nuevo, apunté, respiré hondo. «Tengo que matarlo», me dije a mí mismo. Matar a este hombre daría sentido a mi vida.

—Apunta bien, teniente Mamiya. Es la última bala. —Boris aún tenía la sonrisa en la cara. En ese momento, el Tártaro, que había oído el disparo, se precipitó en el despacho, llevaba en la mano una pistola grande. Boris lo detuvo—. ¡Quieto! —gritó—. Deja que dispare. Si me mata, haz con él lo que quieras.

El Tártaro asintió, me apuntaba con la pistola.

Empuñé la Walther con mi mano diestra, extendí el brazo, apreté con serenidad el gatillo apuntando al centro de su fría sonrisa. Amortigüé el retroceso de la pistola en mi mano. Fue un disparo perfecto. Pero, igual que antes, la bala rozó su cabeza e hizo añicos el reloj de mesa que él tenía detrás. Boris ni siquiera movió una ceja. Apoyado en el respaldo de la silla, me miraba fijamente a la cara con aquellos ojos de serpiente. La pistola cayó al suelo con estrépito.

Por unos instantes, nadie dijo nada, nadie se movió. Al fin, Boris se levantó de la silla, se agachó despacio y recogió la Walther que yo había dejado caer. Tras contemplar pensativo la pistola unos segundos, la introdujo en la funda colgada de la percha negando despacio con la cabeza. Me dio dos palmaditas ligeras en el brazo como si me consolara.

—Ya te he dicho que no podrías matarme, ¿verdad? —Se sacó del bolsillo un paquete de Camel, se puso un cigarrillo entre los labios y lo encendió—. No es que dispares mal. Sólo que no puedes matarme. No eres capaz de hacerlo. Por eso has perdido tu oportunidad. Me sabe mal, pero volverás a tu país llevando contigo mi maldición. No podrás ser feliz nunca dondequiera que estés. Jamás amarás a nadie ni jamás serás amado por nadie. Ésta es mi maldición. Yo no te mataré. No es por bondad. He matado a mucha gente y seguiré matando en el futuro. Pero jamás lo hago si no es necesario. Adiós, teniente Mamiya. Dentro de una semana saldrás de aquí para ir a Nakodhka. Bon voyage. No volveremos a vernos.

Fue la última vez que vi a Boris el despellejador. La semana siguiente abandoné el campo de concentración. Fuimos trasladados a Nakodhka en ferrocarril y, a principios del año siguiente, tras diversas vicisitudes, fui repatriado por fin a Japón.

Francamente, no sé qué sentido podrá tener para usted esta larga y extraña historia, señor Okada. Quizá sólo le parezca la latosa historia de un viejo chocho. Pero yo quería, a toda costa, contarle a usted esta historia. Sentí que tenía que contársela. Como comprenderá, ahora que ha leído la carta, fui derrotado por completo, lo perdí todo. No tengo derecho a nada. Que no haya sido amado por nadie ni haya amado a nadie se debe a la fuerza de una predicción, de una maldición. Simplemente, en un futuro no muy lejano, desapareceré en la oscuridad como un pellejo vacío que ha vivido. Pero creo que ahora podré desaparecer con un sentimiento de sosiego gracias a haber podido transmitirle, al fin, esta historia a usted, señor Okada.

Deseo que tenga una vida feliz, sin arrepentimientos.