El semáforo que cambia a rojo
El largo brazo que se extiende
Al día siguiente, Cinnamon llegó a las nueve de la mañana a la «mansión», pero no vino solo. En el asiento junto al del conductor iba su madre, Nutmeg Akasaka. Hacía ya más de un mes que no venía. La última vez se había presentado también sin previo aviso, con Cinnamon, había tomado un desayuno sencillo y había charlado conmigo cerca de una hora, luego se había ido.
Cinnamon colgó la americana en la percha y, mientras escuchaba el Concerto Grosso de Händel (llevaba tres días con la misma música), entró en la cocina, preparó té inglés, tostó unas rebanadas de pan para Nutmeg, que aún no había desayunado. Las tostadas le quedaron preciosas, como para el expositor de una cafetería. Luego, Nutmeg y yo nos sentamos a la mesa pequeña y nos tomamos el té mientras Cinnamon recogía, como siempre, la cocina. Nutmeg sólo se comió una tostada después de untarla con una fina capa de mantequilla. Fuera caía una lluvia helada como la aguanieve. Nutmeg no habló mucho, yo tampoco. Sólo hicimos algún comentario sobre el tiempo. Presentía, sin embargo, que ella tenía algo que decirme. Lo adiviné por la expresión de su rostro, por su modo de hablarme. Partía la tostada en pedacitos del tamaño de un sello y se los llevaba a la boca. De vez en cuando dirigíamos la mirada hacia la lluvia, al otro lado de la ventana. Como si la lluvia fuera una vieja amiga común, ya de muchos años.
Cinnamon terminó de ordenar la cocina y, cuando emprendió la limpieza de la habitación, Nutmeg me llevó al «probador». La sala estaba hecha a semejanza de la que había en la oficina de Akasaka. El tamaño y la forma eran casi idénticos. Como era previsible, había en la ventana una doble cortina corrida y la estancia permanecía siempre en penumbra. Las cortinas se abrían sólo diez minutos, cuando Cinnamon limpiaba. Había un sofá de cuero, un jarrón de cristal con flores sobre una mesita, una lámpara de pie alta. Había una mesa grande de trabajo y, sobre ella, tijeras, retales, un costurero de madera con hilos, agujas, lápices, una libreta de diseño (en ella podían verse incluso algunos modelos dibujados), utensilios que no sabía ni cómo se llamaban ni para qué servían. En la pared colgaba un espejo de cuerpo entero. En un rincón había un biombo para cambiarse. Todas las visitas que vienen a la «mansión» son conducidas a esta sala.
¿Por qué han tenido que hacer una habitación idéntica al «probador» original? Desconozco la razón. En esta casa no era necesario ese disfraz. Tal vez ellos (o las visitas) estuvieran demasiado acostumbrados al aspecto del «probador» de la oficina de Akasaka, de modo que quizá no había posibilidad alguna de que se les pudiese ocurrir otra idea respecto a la decoración. También podrían hacerme ellos la pregunta inversa: «¿Por qué no un probador?». Fueran cuáles fuesen las razones, la habitación me gustaba. Era el «probador» y no otra cosa; incluso me producía una extraña sensación de tranquilidad estar rodeado de diversos utensilios de costura. Una atmósfera bastante irreal pero no innatural.
Nutmeg me invitó a sentarme en el sofá de cuero y tomó asiento a mi lado.
—A propósito, ¿cómo estás?
—Bien —contesté.
Nutmeg vestía un traje de color verde vivo. La falda era corta, una hilera de botones hexagonales cerraba la chaqueta hasta el cuello, igual que los antiguos trajes de Neru, llevaba unas hombreras como hinchadas, parecidas a bollos. Me recordó una película de ciencia-ficción que había visto hacía ya tiempo. Las mujeres que aparecían en la pantalla llevaban casi todas trajes parecidos al de Nutmeg, vivían en una ciudad futurista.
Nutmeg llevaba unos pendientes grandes de plástico del mismo color del traje. Un verde intenso, un tono peculiar, como surgido de la misma combinación de colores. Quizá los había encargado expresamente para que combinaran con el traje. O, por el contrario, a lo mejor era ella quien había confeccionado el traje para que combinara con el color de los pendientes. Como si hiciese un boquete en la pared que se ajustara a la forma del refrigerador. Pensé que no era una mala idea. Cuando entró en la casa llevaba, pese a la lluvia, gafas de sol, y también los cristales, si no me equivoco, eran verdes. También lo eran las medias. Debía de ser el día del verde.
Con una sucesión de movimientos ligeros y fluidos sacó un cigarrillo del bolso, se lo puso entre los labios, lo encendió con el mechero torciendo un poco la boca. El mechero no era verde, era aquel fino, de oro, que parecía tan caro. Su tono dorado combinaba, sin embargo, con el verde. Luego, Nutmeg cruzó las piernas enfundadas en las medias verdes. Se observó con detenimiento las dos rodillas, se alisó los bajos de la falda. Me miró la cara como si fuera una prolongación de sus rodillas.
—Estoy bien —repetí—. Como siempre.
Nutmeg asintió con la cabeza.
—¿No estás cansado? ¿No te apetecería, digamos, un descanso?
—No especialmente. Creo que, poco a poco, me he ido acostumbrando a este trabajo, me parece mucho más fácil que antes.
Nutmeg no hizo comentario alguno. El humo del cigarrillo ascendía recto, formando una línea parecida a la que traza la cuerda de un mago hindú, para ser aspirado por la boca de ventilación que había en el techo. Era el sistema de ventilación más potente y silencioso que había visto jamás.
—¿Y usted? ¿Cómo está? —pregunté.
—¿Yo?
—Me refiero a si está cansada.
Nutmeg me miró a los ojos.
—¿Doy esa impresión?
Me lo había parecido al verla. Nutmeg suspiró cuando se lo dije.
—Hay otro artículo sobre la casa en una revista semanal, ha salido a la venta esta mañana. La serie de «El misterio de la mansión de la horca». ¡Uff! Parece el título de una película de terror, ¿no crees?
—Es el segundo artículo, ¿verdad? —pregunté.
—Así es, el segundo de la serie —dijo Nutmeg—. La verdad es que ha salido otro artículo en otra revista, pero, por suerte, nadie los ha relacionado. Al menos por ahora.
—¿Han descubierto algo? Sobre nosotros, quiero decir.
Alargó el brazo hacia el cenicero, apagó el cigarrillo con cuidado. Movió ligeramente la cabeza en señal de negación. Los pendientes oscilaron como dos mariposas a principios de primavera.
—No pone nada especial —dijo ella. Hizo una pausa—. Sobre quiénes somos, qué hacemos aquí… Esto aún no lo saben. Te dejaré la revista, léetela luego si te interesa. A propósito, alguien, discretamente, me ha informado de que tienes un cuñado que es un joven y famoso político, ¿es verdad eso?
—Sí, por desgracia —dije—. Es el hermano mayor de mi mujer.
—¿El hermano mayor de tu mujer, la que ha desaparecido? —confirmó ella.
—Exacto.
—¿Tu cuñado sabe algo de lo que haces aquí?
—Sabe que vengo cada día aquí y que estoy haciendo algo. Encargó que lo averiguaran. Me parece que le preocupa. Pero es lo único que debe de saber.
Nutmeg reflexionó durante unos instantes. Después alzó el rostro y preguntó:
—A ti no te gusta demasiado tu cuñado, ¿no es cierto?
—No demasiado, la verdad.
—Y tú tampoco le gustas a él.
—Exacto.
—Y a él le interesa lo que estás haciendo aquí —dijo Nutmeg—. ¿Por qué?
—Porque si yo, su cuñado, estuviera relacionado con algo sospechoso, podría producirse un escándalo. Él es, por decirlo así, el hombre del momento, es normal que se preocupe por que esto no suceda.
—Entonces, no es probable que tu cuñado divulgue información sobre este lugar, ¿no es así?
—A decir verdad, no sé cuáles son las intenciones de Noboru Wataya. Pero el sentido común me dice que él no ganaría nada con ello. Lo que debe pretender es guardarlo todo en secreto y llamar lo menos posible la atención de la gente.
Nutmeg seguía dándole vueltas entre los dedos al fino encendedor de oro. Me pareció un molinete dorado un día de poco viento.
—¿Por qué no me habías hablado de él? —me preguntó Nutmeg.
—No es sólo a usted, no se lo he dicho a nadie —contesté—. Él y yo jamás nos hemos llevado bien y ahora casi nos odiamos. No es que pretendiera ocultarlo. Pensaba, simplemente, que no había ninguna necesidad de hablar de él.
Nutmeg exhaló un largo suspiro.
—Tendrías que habérmelo dicho.
—Es posible —reconocí.
—Creo que puedes imaginarte que entre las visitas hay personas relacionadas con el ámbito político y económico. Personas poderosas. Personas famosas en diversos campos. Tenemos que salvaguardar, a toda costa, su privacidad. Por eso hemos tomado estas precauciones casi excesivas. Ya lo sabes, ¿no? —Asentí con la cabeza—. Cinnamon ha invertido muchísimo tiempo y esfuerzo en crear este preciso y complejo sistema de seguridad. El laberinto de falsas empresas, los libros camuflados de doble contabilidad, la reserva del aparcamiento del hotel de Akasaka donde no se revela la identidad de quienes alquilan el espacio de aparcamiento, el control riguroso de los clientes. La administración de ingresos y gastos, el diseño de la «mansión», todo ha surgido de su mente. Y, hasta ahora, el sistema ha funcionado casi a la perfección, tal como él lo había calculado. Por supuesto, mantener un sistema semejante cuesta dinero, pero lo del dinero no es problema. Lo importante es que estas mujeres sientan que están perfectamente protegidas.
—¿Quiere decir que la situación ha empezado a ser peligrosa? —pregunté.
—Por desgracia, sí —repuso Nutmeg.
Nutmeg alcanzó un paquete de tabaco y sacó un cigarrillo, pero no lo encendió. Lo mantuvo entre los dedos.
—Además, mi cuñado es un político famoso y eso haría que el escándalo fuese aún mayor, ¿no es eso?
—Exacto. —Nutmeg torció un poco los labios.
—Y Cinnamon, ¿cómo ve el asunto? —pregunté.
—Guarda silencio. Como una gran ostra posada sobre el fondo marino. Se ha encerrado en sí mismo, sin abrir la puerta, reflexionando seriamente sobre algo. —Nutmeg tenía los ojos clavados en mí. Al cabo de un rato, como si lo recordara de súbito, encendió el cigarrillo—. Incluso ahora pienso en él con frecuencia. En mi marido, en el asesinato. ¿Por qué tenía alguien que matarlo? ¿Por qué tuvo que ensañarse de aquella manera, destriparlo y llevarse las vísceras, dejando un mar de sangre en la habitación del hotel? Por más que lo pienso, no puedo entenderlo. Mi marido no merecía una muerte tan espantosa.
»Pero no se trata sólo de la muerte de mi marido. A lo largo de mi vida se han sucedido una serie de incidentes inexplicables: la repentina manera en que, por ejemplo, nació y murió mi intensa pasión por el diseño, el mutismo de Cinnamon, el modo en que me involucré en este extraño trabajo. Pienso que, tal vez, todo esto estaba programado, de manera minuciosa, muy hábil, para atraerme hacia aquí. No consigo quitarme esta idea de la cabeza. Tengo la sensación de que unos brazos muy largos se extienden hacia mí desde la distancia y me manipulan. Como si mi vida no hubiera sido otra cosa que un simple pasaje para permitir el paso de todo ello.
Desde la habitación vecina llegaba el tenue runrún de la aspiradora con la que Cinnamon limpiaba el suelo. Hacía su trabajo tan esmerada y sistemáticamente como siempre.
—¿Nunca has tenido esta sensación? —me preguntó Nutmeg.
—No me siento manipulado por nada. Estoy aquí porque necesito hacerlo, sólo por eso.
—Para encontrar a Kumiko, ¿no?, tocando la flauta mágica.
—Sí.
—Tú tienes algo que buscar —dijo ella cruzando y descruzando despacio las piernas enfundadas en las medias verdes—. Y todo tiene su precio. —Yo permanecía en silencio. Nutmeg anunció al fin su conclusión—. Hemos decidido no traer más «visitas» aquí durante una temporada. Cinnamon lo ha decidido. Con los artículos de la revista y la aparición de tu cuñado, el semáforo ha pasado de ámbar a rojo. Ayer cancelamos todas las citas de hoy en adelante.
—¿Cuánto tiempo durará esta temporada?
—Hasta que Cinnamon restablezca el sistema, averiado en algunas partes, y podamos estar seguros de que hemos evitado el peligro. Me sabe mal, pero no queremos, bajo ningún concepto, correr riesgos. Cinnamon vendrá como hasta ahora. Pero no acudirán las visitas.
Cuando Cinnamon y Nutmeg se fueron, la lluvia, que había estado cayendo toda la mañana, había cesado por completo. Cuatro o cinco gorriones se lavaban con entusiasmo las plumas en un charco del aparcamiento. Cuando desapareció el Mercedes que conducía Cinnamon y se hubo cerrado despacio el portón eléctrico, me senté junto a la ventana y contemplé el cielo nublado que se veía más allá de las ramas de los árboles. Pensé en aquel «brazo muy largo que se extiende desde la distancia» del que me había hablado Nutmeg. Imaginé ese brazo alargándose hacia mí desde el interior de las nubes bajas que cubrían el cielo. Como una ilustración siniestra de un libro.