Contar ovejas
Lo que hay en el centro del círculo
Días después de la visita de Ushikawa le pedí a Cinnamon que, a partir de entonces, me trajera todas las mañanas los periódicos. Decidí que había llegado la hora de ponerme en contacto con la realidad del mundo exterior. De todos modos, por más que yo intentase evitarlos, ellos acudirían en cuanto se les antojase.
Cinnamon asintió con la cabeza y, a partir de entonces, apareció todas las mañanas con tres periódicos.
Yo los hojeaba después del desayuno. Hacía tanto tiempo que no tenía un periódico en las manos, que hojearlos me produjo una sensación extraña. Me parecieron fríos y vacíos. El estimulante olor de la tinta me produjo dolor de cabeza. Las columnas, con tipos de imprenta pequeños y negros, me cegaban desafiantes. La distribución de la página, las letras de los titulares, el tono de las frases me parecieron irreales. Tuve que apartar varias veces los periódicos hacia abajo, cerrar los ojos, exhalar un suspiro. Jamás me había sucedido tal cosa. Antes los leía con absoluta normalidad. ¿En qué habían cambiado los periódicos? No, tal vez no fueran los periódicos los que eran distintos. Era yo quien había cambiado.
Al leerlos comprendí con toda claridad un hecho sobre Noboru Wataya. Estaba consolidando a pasos agigantados su posición en sociedad. Paralelamente a su ambiciosa carrera política en el Senado publicaba de forma periódica una columna en un rotativo, artículos de opinión en diferentes revistas, era comentarista asiduo de un programa de televisión. Su nombre empezaba a aparecer por todas partes. No sé por qué, pero la gente escuchaba con creciente interés sus opiniones. Acababa de saltar a la palestra y ya lo citaban como a uno de los jóvenes políticos que más prometían en el futuro, obtuvo un galardón como el político más popular en una encuesta realizada por una revista femenina. Era considerado un sabio capaz de pasar a la acción, un nuevo tipo de político inteligente, algo que no existía en el viejo mundo político.
Le pedí a Cinnamon que me comprara, junto con otras, para que su nombre no le llamara la atención, las revistas en las que escribía Noboru Wataya. Cinnamon echó una ojeada a la lista y se la guardó en el bolsillo de la americana como si no le diera la menor importancia. Al día siguiente, Cinnamon dejó sobre la mesa las revistas y los periódicos. Luego, como de costumbre, hizo la limpieza escuchando música clásica.
Recorté con tijeras los artículos de Noboru Wataya y los que hablaban de él, los archivé en una carpeta. La carpeta engordó al instante. Decidí aproximarme, a través de aquellos artículos, a un nuevo ser, a Noboru Wataya «el político». Intenté olvidar mi experiencia personal, que no cabía calificar de agradable, liberarme de mis prejuicios respecto a él, comprenderlo, partiendo de cero, como un lector cualquiera.
Pero captar la verdadera personalidad de Noboru Wataya no era, como cabía esperar, empresa fácil. Para hacerle justicia podía afirmar que, mirados uno a uno, sus artículos no eran malos. Estaban relativamente bien escritos, eran coherentes. Algunos de ellos estaban, incluso, muy bien escritos. Trataba la abundante información con destreza y ofrecía conclusiones pertinentes. Comparados con los libros especializados que había escrito antes, llenos de frases rebuscadas, los artículos eran bastante normales. Por lo menos estaban escritos de manera inteligible, para que pudiera entenderlos con facilidad incluso alguien como yo. A pesar de ello, en el fondo de aquellas frases, a primera vista amables y llanas, no se me escapó la presencia de la sombra de una arrogancia que se burlaba de los demás. Ante la mala intención allí contenida, un escalofrío me recorrió la espina dorsal. Era porque yo conocía al Noboru Wataya real y recordaba su mirada fría, penetrante, el tono de su voz. Para quien no lo conociera, debía de ser, sin embargo, muy difícil captar el trasfondo de sus frases. Me esforcé en no pensar en ello. Me limité a seguir el flujo de las frases.
Aunque lo leí con equidad y detenimiento, fui incapaz de entender qué pretendía decir, en realidad, Noboru Wataya el político. Sus razonamientos y opiniones parecían, uno a uno, lógicos, comprensibles, pero ¿qué quería decir, en definitiva? Me quedé desconcertado. Por más que sintetizara cada detalle, no lograba extraer una idea global clara. De ningún modo. Me pregunté si podía deberse a que era él quien no tenía clara ninguna conclusión. O quizá sí tuviera conclusiones claras. Pero las ocultaba. Era de ese tipo de individuos que, cuando les conviene, entreabren la puerta que les va mejor, asoman la cabeza, anuncian algo en voz alta a los allí reunidos y, luego, vuelven a meterse dentro y cierran la puerta.
Por ejemplo, en un artículo que escribió para una revista decía que no era posible seguir conteniendo indefinidamente con la fuerza política, y de un modo artificial, la fortísima presión engendrada por la enorme desigualdad económica entre las diferentes regiones del mundo, y que esa presión provocaría, en un futuro no muy lejano, con la fuerza de una avalancha, grandes cambios en la estructura mundial.
»Y una vez hayan caído los aros del barril, el mundo se enfrentará a un inconmensurable “estado del caos”, y lo que había sido nuestro lenguaje espiritual común (de momento lo llamaremos “principio común”), quedará obsoleto o en un estado cercano a la inoperatividad. Y para que se forme de nuevo el “principio común” de la generación que seguirá al caos, será preciso un lapso de tiempo más largo de lo que la mayoría cree. En pocas palabras, nos hallaremos ante un estado crítico de caos espiritual, tan largo y profundo que sólo de pensarlo corta el aliento. En buena lógica, y de acuerdo con estos cambios, las estructuras sociopolítica y espiritual japonesas de posguerra se verán obligadas a experimentar una transformación radical. En muchos campos se volverá a la situación original, se llevará a cabo una depuración a gran escala de las estructuras y empezará la reconstrucción tanto en el terreno político como en el económico y el cultural. Y, en este momento, aquello que nadie cuestionaba, aquello que todos consideraban lógico, dejará de serlo y perderá su legitimidad. No es preciso decir que esto representará una oportunidad idónea para la transformación del estado japonés. Lo irónico de la cuestión es que, hallándonos ante una ocasión irrepetible, carecemos de un “principio común” susceptible de ser utilizado como indicador en esta “reconstrucción”. Sin ningún género de dudas, quedaremos petrificados de estupor ante esta paradoja fatal. Al percatarnos de que el factor que nos ha abocado a la situación de precisar con urgencia un “principio común” no es otro que la propia desaparición y pérdida de este “principio común”.
Era un artículo bastante más largo, pero, en resumen, venía a decir eso.
«Pero la gente no puede actuar careciendo de indicadores», decía Noboru Wataya. «Como mínimo necesita un principio-modelo provisional e hipotético. El único modelo que por ahora puede ofrecer el estado japonés posiblemente sea el de la “eficacia”. Si lo que durante un largo periodo de tiempo azotó al comunismo hasta conducirlo a su derrumbamiento fue la “eficacia económica”, es lógico que, en este momento de confusión, la parafraseemos en su totalidad como modelo operativo. Quiero que penséis en lo siguiente: en los años que han seguido a la posguerra, ¿hemos creado, los japoneses, una filosofía o algo parecido, aparte de la idea de cómo puede mejorar en todo la eficacia? La eficacia únicamente es un valor cuando el rumbo está trazado con claridad. Si el rumbo se pierde, la eficacia se hunde en la impotencia. De forma similar a lo que ocurriría si remeros expertos bogaran con destreza habiendo perdido por completo el sentido de la orientación tras naufragar en mitad del océano. Avanzar con eficiencia hacia una dirección errónea es peor que no avanzar hacia ninguna parte. La única herramienta capaz de determinar el rumbo correcto sería un principio que poseyera un alto grado de capacidad profesional. Pero nosotros, de momento, no lo tenemos. Decididamente no lo tenemos».
La lógica que desarrollaba Noboru Wataya no carecía ni de poder de convicción ni dejaba indiferente. Ni siquiera yo podía dejar de reconocerlo. Pero, por más que leyera sus escritos, no lograba entender qué buscaba Noboru Wataya ni como individuo ni como político. Y, en consecuencia, ¿qué hacer?
Noboru Wataya mencionaba también Manchukuo en uno de sus artículos. Lo leí con sumo interés. Refería en él que, a principios de la era Shoowa[21], el Ejército Imperial estudiaba la posibilidad de equiparse con una gran cantidad de ropa de invierno de cara a la guerra total prevista contra la Unión Soviética. El Ejército de Tierra no tenía experiencia de combate en territorios tan extremadamente fríos como Siberia y era una necesidad imperativa dotarlo de equipamiento para protegerse de las bajísimas temperaturas invernales. En caso de que la guerra estallara a causa de un incidente fronterizo (cosa en absoluto imposible), el ejército no estaba preparado para una campaña de invierno. Así que el Estado Mayor creó una comisión de estudio para hacer frente a una hipotética guerra contra la Unión Soviética con el encargo de realizar, para el departamento de abastecimiento bélico, un informe riguroso sobre la ropa especial necesaria para zonas muy frías. Los miembros de la comisión se desplazaron hasta Sajalín en pleno invierno para experimentar el auténtico frío, y utilizaron un pelotón de combate real para probar ropa interior, abrigos y botas contra el frío. Estudiaron a fondo el equipo utilizado por las tropas soviéticas y la indumentaria del ejército de Napoleón en su campaña contra Rusia. «Resulta imposible sobrevivir al frío siberiano con el equipo de invierno del que actualmente dispone el Ejército de Tierra», fue la conclusión a la que llegaron. Calcularon que sufrirían congelaciones y que habrían de ser declarados inútiles alrededor de dos tercios de los soldados de infantería desplazados a un frente de tales características. La ropa de abrigo del Ejército de Tierra había sido concebida pensando en el invierno del norte de China, no tan riguroso, y, por otra parte, la cantidad era insuficiente. La comisión de estudio calculó el número aproximado de cabezas de ganado lanar imprescindibles para confeccionar ropas eficaces contra el frío para los soldados de las diez divisiones («contamos tantas ovejas que no tenemos tiempo para dormir», era la broma que corría de boca en boca entre los miembros de la comisión), también calculó la envergadura mínima de las instalaciones fabriles para confeccionarlas y presentó el informe.
Según el informe, en una situación de bloqueo efectivo o de sanciones económicas, para que Japón llevara a cabo la guerra contra la Unión Soviética, el número de ovejas criadas en Japón era, a todas luces, insuficiente. Por lo tanto sería indispensable asegurarse, desde Manchuria y Mongolia, un suministro constante de lana (aparte de pieles de conejo y otras), así como la instalación de centros para su procesamiento industrial. Y fue el tío de Noboru Wataya el hombre que, el año séptimo de la era Shoowa[22], se dirigió al recién fundado Estado de Manchukuo con la misión de estudiar la situación. Su misión era calcular cuánto tiempo requeriría hacer realmente factible aquel suministro. Era un joven tecnócrata recién licenciado en logística por la Academia Militar y aquélla era la primera misión importante que le encomendaban. Afrontó el estudio del equipamiento contra el frío como un caso modelo de logística moderna e hizo un exhaustivo análisis numérico.
En Mukden, un conocido del tío de Noboru Wataya le presentó a Kanji Ishiwara y ambos se pasaron la noche charlando y bebiendo. Ishiwara había recorrido todo el continente chino y estaba convencido de que la guerra contra la Unión Soviética era inevitable y, a la vez, tenía el convencimiento de que la clave de la victoria residía en la potenciación de la logística mediante una acelerada industrialización y el establecimiento de una economía autosuficiente en el recién creado Estado de Manchukuo. Expuso sus opiniones con elocuencia y pasión. También defendió la importancia de establecer colonos japoneses para sistematizar y potenciar el rendimiento agrícola y ganadero. Ishiwara opinaba que no debían convertir Manchukuo en una colonia manifiesta de Japón, como Corea y Taiwan, sino que había que crear un nuevo modelo de estado asiático, pero era absolutamente realista en el reconocimiento de que Manchukuo debería ser la base logística de Japón en su guerra contra la Unión Soviética y, después, en la guerra contra Inglaterra y Estados Unidos. Estaba convencido de que, en aquella época, el único país de Asia capaz de llevar a cabo una guerra contra Occidente (él la llamaba «guerra final») era Japón y que los otros países asiáticos tenían el deber de colaborar con Japón para obtener su propia independencia de los países occidentales. Entre los generales y oficiales del Ejército de Tierra del imperio, ninguno era tan erudito como Ishiwara ni se interesaba tanto por la logística. La mayoría de militares menospreciaba la logística como una disciplina «afeminada». Pensaban que el camino de un un guerrero del emperador era luchar hasta la muerte a brazo partido, sin importarles lo precario de su equipo. Para ellos, la auténtica hazaña militar consistía en enfrentarse a un enemigo poderoso, superior en número y armamento, y alcanzar la victoria. El súmmum de la gloria era avanzar por tierras enemigas «tan deprisa que no llegaran los suministros». Según el tío de Noboru Wataya, considerado entonces un excelente tecnócrata, aquellas ideas no eran más que estupideces. Empezar una guerra larga sin asegurar la logística equivalía al suicidio. La Unión Soviética había incrementado y modernizado considerablemente su armamento gracias a los planes económicos quinquenales de Stalin. Los cinco sangrientos años de la primera guerra mundial habían destruido los valores del viejo mundo y la guerra mecanizada había revolucionado los conceptos de estrategia y de logística en los países europeos. El tío de Noboru Wataya, que había vivido en Berlín como agregado militar, lo sabía muy bien. Pero la mentalidad de la mayor parte de los militares japoneses aún no había superado la intoxicación de su victoria frente a Rusia.
El tío de Noboru Wataya regresó a Japón convertido en ferviente admirador de los lúcidos razonamientos, de la visión del mundo y de la carismática personalidad de Ishiwara. Y la amistad entre ambos duró incluso después de que el tío de Noboru Wataya regresara a Japón. Más tarde, cuando Ishiwara fue retirado de Manchuria y destinado a Maizuru como comandante de la fortaleza, fue a visitarlo con frecuencia. El informe exacto y minucioso de su tío sobre la situación de la cría de ovejas y de las instalaciones para la elaboración de lana en Manchukuo fue presentado poco después de su regreso a Japón y fue muy bien valorado. Pero, pronto, a causa de la dolorosa derrota en Nomonhan el año catorce de Shoowa[23] y del recrudecimiento de las sanciones económicas impuestas por Inglaterra y Estados Unidos, la mirada de las autoridades militares fue volviéndose poco a poco hacia el sur, y los informes de la comisión de estudio con respecto a una hipotética guerra contra la Unión Soviética quedaron en agua de borrajas. Por supuesto, un factor importante en el hecho de que el incidente de Nomonhan terminara pronto, a principios de otoño, sin llegar a derivar en una guerra total, fue el taxativo informe de la comisión de estudio que señalaba «la imposibilidad de llevar a cabo una campaña de invierno contra el ejército soviético con el equipo del que ahora disponemos». Cuando empezó a soplar el viento otoñal, el cuartel general se lavó rápidamente las manos, un hecho casi sin precedentes en el ejército japonés, tan obsesionado en mantener las apariencias, y, en las negociaciones diplomáticas, cedió a Mongolia Exterior y al ejército soviético una zona de la estepa de Hulunbuir de escasa importancia.
Noboru Wataya contaba primero aquella anécdota, que había oído de boca de su tío, y continuaba luego con una disertación topográfica sobre economía regional tomando como modelo las líneas de abastecimiento bélico. Sin embargo, lo que despertó mi interés fue el hecho de que el tío de Noboru Wataya fuera un tecnócrata al servicio del Estado Mayor del Ejército de Tierra relacionado con la batalla de Nomonhan. El tío de Noboru Wataya fue expulsado de su puesto oficial por el ejército de ocupación de McArthur y vivió, durante un tiempo, retirado del mundo en Niigata, su pueblo natal; pero una vez prescribieron las penas de expulsión, fue requerido por el partido conservador, saltó a la arena política y fue elegido en dos ocasiones senador, pasando a continuación al Congreso de Diputados. En las paredes de su despacho colgaba un escrito de Kanji Ishiwara. Yo no sabía qué tipo de parlamentario había sido el tío de Noboru Wataya ni cuáles eran sus logros como político. Había sido ministro una vez y, por lo visto, tenía gran influencia en su circunscripción electoral. Parece que no había llegado a ser, sin embargo, un líder en el plano nacional. Ahora, su sobrino Noboru Wataya había heredado su esfera de influencias.
Cerré la carpeta y la guardé en el cajón del escritorio. Crucé los brazos detrás de la cabeza y contemplé distraídamente el portón del jardín. Faltaba poco para que el portón se abriera hacia el interior y apareciera el Mercedes Benz conducido por Cinnamon. Traería a una «visita», como siempre. A las «visitas» y a mí nos une la mancha de mi cara. También estoy unido por la mancha al abuelo de Cinnamon (el padre de Nutmeg). Al abuelo de Cinnamon y al teniente Mamiya les unía la ciudad de Hsin-ching. Al teniente Mamiya y al vidente Honda, una misión especial en la frontera entre Manchuria y Mongolia. Kumiko y yo fuimos presentados al señor Honda por la familia de Noboru Wataya. Y el teniente Mamiya y yo estamos unidos por un pozo. El pozo del teniente Mamiya se encuentra en Mongolia, el mío en el jardín de la mansión. Aquí vivía antes el comandante del Cuerpo Expedicionario en China. Todo está ligado, como en un círculo. En su centro se hallan la Manchuria de preguerra, el continente chino, el incidente de Nomonhan del año catorce de Shoowa[24]. Lo que no comprendo es por qué Kumiko y yo hemos sido involucrados en el destino de la historia. Todo esto ocurrió mucho antes de que ella y yo naciéramos.
Me senté a la mesa de Cinnamon y puse los dedos sobre el teclado. Todavía recordaba el tacto de los dedos cuando conversé con Kumiko. Estoy seguro de que Noboru Wataya interceptó nuestra conversación. A través de ella trata de saber algo. No es precisamente por amabilidad por lo que la preparó. O quizás intente descubrir el secreto de este lugar introduciéndose en el ordenador de Cinnamon a través de la vía de acceso del sistema de comunicación. Es algo que no me preocupa demasiado. La profundidad de este ordenador es la profundidad misma de Cinnamon. Y ellos no pueden conocer su insondabilidad.
Telefoneé a Ushikawa a la oficina. Estaba allí, enseguida se puso.
—¡Oh, señor Okada! ¡Qué oportuno es usted! Si le digo la verdad, acabo de llegar de un viaje de trabajo hace escasamente diez minutos. He venido volando en taxi desde el aeropuerto de Haneda, aunque había un embotellamiento tremendo, ¿sabe?, y ahora estaba a punto de volver a salir corriendo, sin tiempo apenas ni de sonarme la nariz, con el tiempo justo de coger los papeles. Tengo tanta prisa que el taxi ya me está esperando delante de la oficina. ¡Vaya, vaya! Ni que me hubiera llamado calculando el minuto exacto. Cuando ha sonado este teléfono que tengo delante, he pensado: «Vaya tipo con suerte el que llama». A propósito, ¿a qué debo el honor de su llamada?
—¿Cree que podría hablar con Noboru Wataya esta misma noche a través del ordenador?
—¿Con el señor Wataya? —dijo Ushikawa con cautela bajando el tono de voz.
—Sí.
—No por teléfono, sino a través de la pantalla del ordenador, igual que el otro día, ¿no es así?
—Exacto —contesté—. Creo que de este modo nos resultará más fácil hablar el uno con el otro. No es por nada más. Supongo que no se negará.
—Está muy seguro de ello, ¿no?
—No, no lo estoy. Sólo tengo esta intuición, nada más.
—Tiene una intuición —repitió Ushikawa en voz baja—. A propósito, y perdone la indiscreción, en eso de las «intuiciones», ¿acierta usted a menudo?
—No es algo que pueda saberse —dije como si se tratara de un asunto ajeno.
Al otro lado del hilo, Ushikawa permaneció durante unos instantes en silencio, reflexionando. Me pareció que su cabeza estaba calculando algo a toda velocidad. Era buena señal. Muy buena. Hacer callar a ese hombre, siquiera unos instantes, era un trabajo ímprobo, aunque posiblemente no tanto como hacer que la tierra girara al revés.
—Señor Ushikawa. ¿Está ahí? —lo llamé.
—Por supuesto —dijo Ushikawa precipitadamente—. Estoy aquí como el perro guardián de un templo sintoísta. Nunca voy a ninguna parte. Aunque llueva y los gatos maúllen, me quedo guardando el cepillo de las limosnas. Muy bien, de acuerdo —continuó Ushikawa recuperando el tono habitual—. Intentaré retener al señor Wataya. Pero, de todas formas, esta noche es imposible. Si a usted no le importa dejarlo para mañana, se lo prometo por la calva de mi cabeza pelada. Mañana a las diez de la noche pondré un cojín delante del ordenador y haré que el señor Wataya se sienta allí, ¿qué le parece?
—Mañana me va bien —dije tras una breve pausa.
Entonces déjelo todo en manos del viejo zorro de Ushikawa. Para mí cada noche es Nochevieja, me paso la vida organizando fiestecitas de fin de año. Claro que, señor Okada, y no es que me queje, pero es que, ¿sabe?, no resulta nada fácil obligar al señor Wataya a hacer algo. Es tan difícil como hacer parar el Shinkansen en una estación que no le toca. ¡Está tan ocupado! Que si grabaciones para la televisión, que si artículos, entrevistas, que si recogida de datos, encuentros con los electores, reuniones del congreso, que si comidas: trabaja contando los minutos. Cada día tenemos tanto jaleo como si hiciéramos a la vez una mudanza y el cambio de ropa según la estación del año. Así que la cosa no va a ser tan fácil. Ni yo puedo decirle: «Señor Wataya, mañana a las diez de la noche sonará el teléfono. Usted tómese tiempo y espérese quietecito sentado delante del ordenador»; ni él me responderá: «¡Ah, sí! ¿De verdad, Ushikawa? Qué alegría me das. Me quedaré aquí tranquilo esperando la llamada mientras me tomo un té».
—No se negará —repetí.
—Es una simple intuición, ¿no?
—Sí.
—Bien, muy bien. Mejor eso que nada. Es realmente alentador, me da ánimos —dijo Ushikawa. Por su tono de voz parecía de buen humor—. Entonces quedamos así. Le estaremos esperando mañana a las diez de la noche. En el lugar de siempre, como siempre, su contraseña y la mía…, parece la letra de una canción, ¿no le parece? Le recuerdo que no debe olvidar la contraseña. Lo siento, pero tengo que irme. El taxi me está esperando. Discúlpeme. Ni tiempo tengo de sonarme, de veras.
Colgó. Dejé el auricular sobre el teléfono y puse de nuevo los dedos sobre el teclado. Imaginé lo que había detrás de aquella pantalla negra, muerta. Me apetecía hablar otra vez con Kumiko. Pero antes tenía que hablar directamente con Noboru Wataya. Por lo visto, ni Noboru Wataya ni yo podíamos vivir sin estar relacionados, tal como predijo una vez Malta Kanoo, la profetisa de la cual desconocía el paradero. Por cierto, ¿me había hecho alguna vez una profecía que no implicara alguna desgracia? Era incapaz de recordar muchas de las cosas que ella me había dicho. No sabía por qué, pero sentía a Malta Kanoo tan lejos como si perteneciera al pasado.