La historia de Nutmeg
Nutmeg fue contándome la historia de su vida a lo largo de varios meses. Una historia infinitamente larga, llena de avatares. Lo que ahora transcribo es un simple (aunque no breve) resumen. Si soy honesto, no estoy seguro de lograr transmitir la esencia de la historia. Sí pretendo, como mínimo, exponer los acontecimientos ocurridos en los momentos cruciales de su vida.
Nutmeg Akasaka y su madre fueron repatriadas desde Manchuria a Japón; como único patrimonio llevaban un puñado de joyas. Se instalaron en casa de los padres de la madre, en Yokohama. La familia materna, dedicada al comercio de importación y exportación, principalmente con Taiwan, había tenido antes de la guerra una gran fortuna. A lo largo de la guerra, sin embargo, habían ido perdiendo a la mayor parte de sus clientes. El padre, que dirigía el negocio, murió a causa de una enfermedad cardiaca; el segundo hijo, que ayudaba a su padre, murió en un bombardeo poco antes de acabar la guerra. El hermano mayor, que había sido profesor hasta entonces, dejó su trabajo y se ocupó del negocio, pero su carácter no era el adecuado para ejercer de negociante y fue, por tanto, incapaz de reflotar la empresa. La familia sólo pudo salvar una casa grande y un terreno amplio, y para Nutmeg y su madre no fue agradable vivir aquellos años, durante la posguerra, de la caridad, una época en que faltaba de todo. Madre e hija vivían allí intentando que su presencia pasara lo más inadvertida posible. Comían menos que los demás, por la mañana se levantaban más temprano y hacían, por propia voluntad, los quehaceres domésticos. Toda la ropa que llevó Nutmeg en su niñez, desde los guantes hasta los calcetines, incluso la ropa interior, eran prendas desechadas por sus primas. Reunía y usaba los lápices cortos que tiraban los demás. Para ella, despertarse al llegar la mañana resultaba doloroso. Sólo de pensar que empezaba un nuevo día le quebraba el corazón. Soñaba con vivir con su madre, las dos solas, sin sentirse incómodas ante nadie, por muy pobres que fueran. Pero su madre nunca tuvo intención alguna de irse de aquella casa.
—Mi madre había sido una persona activa y alegre, pero, desde la repatriación, quedó como vacía. Seguramente había perdido la voluntad de vivir —dijo Nutmeg.
Su madre ya nunca pudo sobreponerse. No hacía más que contarle a su hija, una y otra vez, los recuerdos felices. Ésa fue la razón por la que Nutmeg tuvo que afrontar sola la vida.
No es que no le gustase estudiar, pero era incapaz de interesarse en las asignaturas generales que enseñaban en la escuela superior. No le parecía de ninguna utilidad embutir en su cabeza fechas de acontecimientos históricos, gramática inglesa, fórmulas de geometría. El deseo de Nutmeg era aprender alguna habilidad técnica e independizarse lo antes posible. Se sentía muy lejos de sus compañeros, que disfrutaban tranquilamente de la vida escolar.
En realidad, lo que en aquella época ocupaba su cabeza era únicamente la moda. Pensaba día y noche en vestidos. Pero como carecía de medios para vestir con elegancia, no hacía otra cosa aparte de mirar revistas de moda que conseguía donde podía, dibujar bocetos imitándolas, y llenaba sus libretas con dibujos de los vestidos que ella imaginaba. Ni ella misma sabía por qué sentía semejante atracción por los vestidos. «Probablemente fue porque en Manchuria jugaba siempre con las ropas de mi madre», dijo Nutmeg. Su madre había tenido muchos vestidos, la ropa le apasionaba. Tenía tantos vestidos y tantos kimonos que apenas cabían en el armario ropero. Siendo niña, siempre que tenía oportunidad, Nutmeg sacaba los vestidos, los contemplaba, los acariciaba. Al repatriarse tuvieron que abandonar allí la mayor parte de la ropa, y los vestidos que lograron llevarse consigo fueron, uno tras otro, intercambiados por comida. Su madre siempre lanzaba un suspiro cuando desplegaba el vestido que tenía que vender.
—Diseñar ropa era para mí una puerta secreta que comunicaba con otro mundo. Al abrir esa pequeña puerta se extendía un mundo sólo para mí. Allí la imaginación lo era todo. Si puedes imaginar bien y de forma concreta lo que quieres, puedes alejarte más de la realidad. Y quizá fuera eso lo que me hacía más feliz: aquello era gratuito. Imaginar no cuesta dinero. Es magnífico, ¿verdad? Creaba en mi mente vestidos bonitos y los transformaba en dibujos, y eso no sólo me transportaba a un lugar alejado de la realidad, para mí aquello era indispensable para seguir viviendo. Era algo tan normal, tan natural como respirar. Por eso suponía que a todo el mundo le pasaba algo parecido. Pero en cuanto supe que a los demás no les pasaba, que no eran capaces de hacerlo por más que lo intentaran, pensé: «En cierto sentido, soy distinta, así que tendré que vivir de un modo distinto».
Nutmeg decidió dejar la escuela superior e ingresar en una academia de corte y confección. Para poder costearla, le rogó a su madre que vendiera una de las pocas piedras preciosas que aún conservaban. Allí aprendió, durante dos años, la técnica práctica de coser a máquina, corte, dibujo de patrones. Al acabar el curso de corte y confección alquiló un apartamento y se fue a vivir sola. Pudo matricularse en una escuela de alta costura gracias a trabajillos que hacía como modista, o de labor de punto, y por las noches trabajaba como camarera. Se graduó en aquella escuela, se colocó en una empresa de ropa femenina de alta costura y, allí, como ella deseaba, trabajó en el departamento de diseño.
Poseía, sin duda, un talento original. No solamente hacía bien los diseños de moda, también tenía una forma de ver y de pensar distinta a la de los demás. Tenía en la cabeza una imagen muy clara de lo que quería crear, nunca eran ideas prestadas, brotaban de un modo natural. Podía reseguir sus detalles hasta el final como los salmones remontan la corriente de un río caudaloso hasta su nacimiento. Nutmeg trabajaba tanto que casi ni le daba tiempo de dormir. Disfrutaba haciéndolo, no cabía en su cabeza otra cosa que convertirse lo antes posible en una diseñadora de moda independiente. Ni siquiera pensaba en divertirse, en salir, y tampoco hubiese sabido cómo hacerlo.
Sus jefes reconocieron pronto su talento, empezaron a interesarse por las líneas libres, fluidas y elegantes que ella dibujaba. Tras unos años de aprendizaje, dejaron totalmente en sus manos una pequeña sección. Era una promoción excepcional en la empresa.
Año tras año, Nutmeg iba acumulando sin cesar éxitos profesionales. Su talento y energía captaban el interés de todos, no sólo en la empresa, sino en todo el sector de la confección. El mundo del diseño de moda era un mundo cerrado, pero, al mismo tiempo, estaba animado por un espíritu de competición fácilmente mensurable. La capacidad de un diseñador la determinaba una sola cosa: el número de pedidos que recibía de la ropa que había diseñado. Una capacidad, por lo tanto, que podía ser expresada en cifras, así que el resultado de la competición era evidente a ojos de cualquiera. Nutmeg no competía con nadie en especial, pero los resultados obtenidos eran innegables.
Hasta casi los treinta años, Nutmeg se centró totalmente en su trabajo. Conoció a mucha gente, algunos hombres se interesaron por ella, pero las relaciones que entabló con ellos fueron siempre breves y superficiales. Jamás sintió un interés profundo por las personas de carne y hueso. La cabeza de Nutmeg estaba llena de imágenes de vestidos y esos diseños le parecían a ella mucho más vivos y sensuales que la gente real.
A los veintisiete años, sin embargo, en una fiesta de Año Nuevo del sector le presentaron a un hombre de aspecto extraño. Sus facciones eran proporcionadas, pero llevaba el cabello despeinado, tenía la barbilla y la nariz afiladas como instrumentos de piedra, parecía más un predicador fanático que un diseñador de ropa femenina. Era un año más joven que ella, delgado como un alambre, con unos ojos profundos, sin fondo. Y esos ojos miraban a la gente de una forma realmente agresiva, como si pretendiera incomodarlos. En aquellos ojos, Nutmeg vio reflejada su propia imagen. Él era entonces un diseñador emergente, aún desconocido. Era la primera vez que se veían. De todos modos, Nutmeg había oído hablar de él. De él decían que, aunque su talento era único, resultaba arrogante, egoísta, pendenciero, y todos le detestaban.
—Nos parecíamos mucho. Los dos habíamos crecido en el Continente, él también había regresado de Corea con lo puesto después de la guerra en algún barco de repatriados. Su padre era militar profesional y vivieron en la miseria después de la guerra. Cuando era pequeño, su madre murió a causa del tifus. Ése fue el motivo por el que empezó a sentir un profundo interés por la ropa de mujer. Tenía mucho talento, pero se comportaba en sociedad de un modo terriblemente torpe. Aun siendo diseñador de ropa femenina, ante una mujer se ponía colorado y actuaba de manera violenta. Éramos como dos animales separados de la manada.
Al cabo de un año se casaron. Era el año 1963. El niño nació en la primavera del año siguiente (el año de las Olimpiadas de Tokio). «Quedamos en llamarlo Cinnamon, ¿verdad?». Cuando el niño nació, Nutmeg llevó a su madre a casa, le pidió que cuidara del bebé. Ella tenía que trabajar muchísimo de la mañana a la noche, no disponía de tiempo para cuidar de su hijo pequeño. Así que puede decirse que Cinnamon fue criado por su abuela.
Nutmeg no sabía si de verdad había amado, como hombre, a su marido. Carecía de criterio para hacer esa valoración, y a su marido le ocurría lo mismo. Lo que los unió fue la fuerza de aquel encuentro casual y su común pasión por el diseño. Pero, a pesar de ello, los primeros diez años de matrimonio fueron para ambos muy fructíferos. En cuanto se casaron abandonaron las empresas donde habían estado trabajando y abrieron juntos un atelier independiente. Era un apartamento pequeño, que daba al oeste, en un edificio pequeño situado detrás de la calle Aoyama. Mal ventilado, sin aire acondicionado, en verano hacía tanto calor que el lápiz se les resbalaba, por el sudor, entre los dedos. Al principio, el negocio no funcionó. Con una sorprendente falta de sentido práctico fueron presa fácil de gente sin escrúpulos. Y como tampoco conocían los hábitos del sector, perdieron pedidos y cometieron algunos errores básicos. Las deudas se acumularon hasta tal punto que parecía que no les quedaba otra salida aparte de fugarse arropados por la oscuridad de la noche. Pero la eclosión se produjo al encontrar Nutmeg, por casualidad, a un manager fiel y competente, que supo valorar el talento de ambos. A partir de aquel momento, la empresa prosperó hasta tal punto que los problemas que habían tenido al principio parecieron una pesadilla lejana. Las ventas se duplicaban cada año, y la empresa que ellos habían fundado sin un céntimo obtuvo un éxito milagroso en los años setenta. Un éxito tan importante que sorprendió incluso a aquella pareja arrogante y desdeñosa. Aumentaron el personal, se trasladaron a un edificio grande situado en una calle principal y abrieron tiendas, administradas directamente por ellos, en Ginza, Aoyama y Shinjuku. El nombre de la marca que crearon apareció a menudo en los medios de comunicación y adquirió un amplio reconocimiento.
Conforme crecía la empresa, también cambió la naturaleza del trabajo de ambos. La confección de ropa, aunque sea también una actividad creativa, no es equiparable a hacer una escultura o escribir una novela, porque es un negocio en el que están involucrados los intereses de muchas personas. No es posible crear sólo lo que a uno le plazca encerrado en el taller. Alguien tiene que dar la cara en público y convertirse en el «rostro» de la firma frente al mundo. Cuanto mayor es el volumen del negocio más imperiosa es esta necesidad. Es preciso asistir a fiestas, a desfiles de moda, saludar, charlar con la gente, hay veces en que hay que dejarse entrevistar por los medios de comunicación. Nutmeg no tenía intención alguna de desempeñar ese papel, de modo que la tarea de dar la cara en público recayó en su marido. Igual que Nutmeg, tampoco él tenía don de gentes y, al principio, vivió aquella situación como un verdadero suplicio. Era incapaz de hablar ante desconocidos y llegaba a casa exhausto. Seis meses después descubrió que aquello ya no le resultaba tan penoso. Seguía sin ser capaz de expresarse con elocuencia, pero, al contrario de cuando era joven, parecía que a la gente le atraían su rudeza y parquedad. Sus maneras bruscas (fruto de su timidez) ya no eran interpretadas como arrogancia, sino como expresión de un fascinante temperamento artístico. Pronto empezó a disfrutar de esta circunstancia. Y se vio convertido, antes de que tuviera tiempo de darse cuenta, en el héroe cultural del momento.
—Quizá tú también lo hayas oído nombrar —dijo Nutmeg—. Pero, en realidad, en aquella época, me encargaba yo sola de dos terceras partes de los diseños. Sus ideas, atrevidas y originales, obtenían gran éxito en el mercado, y las tenía a raudales. Mi trabajo consistía en desarrollarlas y darles forma. Aunque nuestra empresa había crecido mucho, no quisimos incorporar a otros diseñadores. El número de nuestros colaboradores creció, pero la parte principal del trabajo la hacíamos nosotros personalmente. Creábamos los vestidos que nos apetecían, sin tener en cuenta la extracción social de la clientela. Nada de estudios de mercado, cálculo de costes o reuniones. Cuando queríamos hacer un vestido concreto, lo diseñábamos siguiendo nuestras ideas, usábamos los mejores materiales e invertíamos todo el tiempo necesario. Si otros fabricantes lo confeccionaban en dos procesos, nosotros lo hacíamos en cuatro. Si otros fabricantes empleaban tres metros de tela, nosotros cuatro. Llevábamos a cabo una minuciosa selección y sólo sacábamos al mercado lo que realmente nos gustaba. Lo que no se vendía, lo tirábamos. Nunca hicimos rebajas. Por supuesto, el precio resultaba relativamente elevado. Al principio, la gente del sector se burlaba de nosotros, estaban seguros de que no funcionaría. Pero nuestros vestidos se convirtieron en uno de los símbolos de aquella época. Igual que Peter Max, Woodstock, Twiggy, Easy Rider y tantos otros. En aquella época, yo disfrutaba diseñando vestidos. Por atrevidos que fueran los diseños, los clientes nos seguían. Podía ir volando con libertad a cualquier parte como si en la espalda me hubieran crecido un par de grandes alas.
Pero desde que su trabajo empezó a ir bien, la relación entre Nutmeg y su marido fue deteriorándose poco a poco. Trabajaban juntos, pero ella, de vez en cuando, sentía que el corazón de su marido erraba por otros lugares. Le pareció que sus ojos habían perdido el brillo voraz que tenían antes. Aquel carácter violento que lo llevaba a arrojar lo que tenía en la mano cuando algo no le gustaba apenas aparecía. A menudo se quedaba inmóvil mirando a lo lejos como si estuviera absorto en algún pensamiento. Casi dejaron de hablar fuera del taller. Y fueron más numerosas las noches en que él no volvía a casa. Nutmeg presentía que su marido mantenía relaciones con otras mujeres, pero no se sentía herida. Pensaba que era inevitable que él tuviera amantes, porque hacía tiempo que ellos ya no tenían relaciones sexuales (principalmente porque Nutmeg había perdido todo deseo sexual).
Su marido fue asesinado a finales de 1975. Nutmeg tenía entonces cuarenta años, su hijo, Cinnamon, once. Lo encontraron descuartizado en la habitación de un hotel de Akasaka. A las once de la mañana, la camarera había entrado en la habitación con la llave maestra y había hallado el cadáver. El cuarto de baño se había convertido en un lago de sangre. Toda la sangre del cuerpo se había derramado y el corazón, el estómago, el hígado, los dos riñones y el páncreas habían desaparecido. Al parecer, el asesino había seccionado los órganos y se los había llevado, probablemente en bolsas de plástico. La cabeza había sido separada del tronco y colocada sobre la tapa del váter mirando al frente. La cara mostraba multitud de cortes de cuchillo. Al parecer, el asesino lo había degollado, luego había cercenado la cabeza y, por fin, había extraído las vísceras.
Extraer las vísceras humanas requiere un cuchillo muy afilado y una técnica bastante especial. Es preciso cortar con sierra algunas costillas. Se precisa mucho tiempo para hacerlo y el derrame de sangre es importante. ¿Por qué se había ensañado el asesino hasta tal punto? La razón nunca estuvo clara.
El encargado de la recepción del hotel recordaba haber registrado su entrada y que iba acompañado de una mujer, habían llegado sobre las diez de la noche. Les había asignado una habitación en la decimosegunda planta. Pero era finales de año, época de mucho trabajo, y sólo recordaba que la acompañante era una mujer de unos treinta años, atractiva, con un abrigo rojo, no muy alta. Sólo llevaba un monedero pequeño. En la cama eran visibles los signos del acto sexual. El vello púbico y la muestra de esperma recogidos en la sábana eran del marido de Nutmeg. La habitación estaba plagada de huellas digitales, demasiadas para poder ser utilizadas en la investigación. En la pequeña maleta de piel que él llevaba, sólo había una muda de ropa interior, un neceser con artículos de higiene personal, una carpeta con documentos relacionados con el trabajo y una revista. En la cartera encontraron más de cien mil yenes en efectivo. Tampoco habían desaparecido las tarjetas de crédito. Pero sí la agenda que él debería haber llevado consigo. No se veían signos de lucha en la habitación.
La policía investigó entre sus amistades, pero no había ninguna mujer que se ajustara a la descripción dada por el recepcionista del hotel. Se citó a tres o cuatro mujeres, pero, según la investigación policial, no existía ningún móvil, ni resentimiento ni celos, y todas ellas tenían coartada. Y aunque hubiera alguien que lo detestara (que desde luego lo había: en el mundo de la moda no reina precisamente un ambiente cordial y amigable), no había nadie de quien pudiera sospecharse que abrigara propósitos homicidas. Además era impensable que alguien dominara la técnica precisa para extraer los seis órganos con un cuchillo.
Era un diseñador famoso, periódicos y revistas hicieron un amplio seguimiento del suceso en tono sensacionalista. La policía, sin embargo, a fin de impedir que se diera más resonancia de la debida al asesinato y se excitara la curiosidad morbosa de la gente, decidió, alegando diversas razones técnicas, no hacer oficialmente público el hecho de que las vísceras hubiesen sido robadas. Se habló incluso de que aquel prestigioso hotel, deseoso de que su buen nombre no resultase dañado, había llegado a presionar a la policía. Sólo se hizo público que el diseñador había sido acuchillado en la habitación de un hotel. Aunque se comentó que «algo anormal» había ocurrido allí, al final todo quedó en simples rumores. La policía desplegó una investigación de gran envergadura, pero el autor del crimen jamás fue capturado y ni siquiera pudo determinarse el móvil del asesinato.
—Aquella habitación aún debe de estar cerrada —concluyó Nutmeg.
Durante la primavera del año siguiente al asesinato de su marido, Nutmeg vendió a una importante empresa de moda su compañía, junto con la marca, las tiendas y las prendas almacenadas. Firmó, sin despegar los labios ni comprobar la suma de dinero, los documentos que le presentó el abogado que gestionó la venta.
Tras deshacerse de la empresa, Nutmeg descubrió que su pasión por el diseño se había desvanecido. La fuente del deseo intenso y ardiente que antes era para ella sinónimo de vida se secó de repente por completo. Muy de vez en cuando aceptaba algún encargo y seguía siendo una profesional de primera fila. Pero ya no sentía alegría. Era igual que comer algo sin sentir su sabor. «Es como si ellos me hubieran extraído todos los órganos a mí», pensaba. Quienes conocían la energía y la capacidad de Nutmeg para crear diseños innovadores la recordaban como a un personaje casi legendario. Sus pedidos eran incesantes, pero Nutmeg jamás los aceptaba excepto en aquellos casos en que no podía rehusar de ninguna manera. Siguiendo los consejos de su asesor fiscal, Nutmeg invirtió en bolsa y en bienes inmobiliarios y, en aquella época de prosperidad económica, su fortuna fue creciendo año tras año. Al poco tiempo de deshacerse de la empresa, su madre murió a consecuencia de una enfermedad cardiaca. Un día caluroso de agosto, su madre regaba el portal cuando, de repente, dijo sentirse mal, se acostó en el futon e inmediatamente empezó a roncar de un modo alarmante. Murió de ese modo. Nutmeg y Cinnamon se quedaron solos. A partir de entonces, durante más de un año, Nutmeg permaneció encerrada en casa, sin salir para nada. Sentada en el sofá, contemplaba todo el día el jardín como si intentara recuperar la tranquilidad y la paz que nunca en su vida había tenido. Apenas comía, dormía más de diez horas al día. Cinnamon, que tenía entonces la edad de ingresar en la escuela de enseñanza secundaria, se ocupaba de la casa en lugar de su madre y, en sus ratos libres, interpretaba algunas sonatas de Mozart y Haydn o aprendía idiomas. Tras ese año de tranquilidad, como un vacío en su vida, Nutmeg descubrió de manera fortuita que tenía un poder especial. Un poder extraño que ella desconocía por completo. «Habrá aparecido para reemplazar la ardiente pasión que sentía por el diseño de moda», imaginó Nutmeg. Y, efectivamente, ese poder se convirtió en su nuevo trabajo en lugar del diseño. Aunque eso no fuera lo que ella buscaba.
Su primera clienta fue la esposa del propietario de unos importantes grandes almacenes. Era una mujer inteligente, vital, que en su juventud había sido cantante de ópera. Ella había reconocido el talento de Nutmeg como diseñadora mucho antes de que se hiciera famosa y siempre la había colmado de atenciones. Sin su apoyo, la empresa tal vez hubiera quebrado en sus inicios. Así que, con ocasión de la boda de la hija, Nutmeg aceptó el encargo de seleccionar el vestuario de ambas. Un trabajo no especialmente difícil. Sin embargo, un día que estaban charlando mientras esperaban para una prueba de ropa, la esposa del propietario de los grandes almacenes vaciló de repente y, llevándose las manos a la cabeza, se encogió de dolor hasta quedar en cuclillas. Nutmeg, asustada, la sostuvo entre sus brazos y le puso la mano sobre la sien derecha. Fue un acto reflejo, lo hizo sin pensar, pero Nutmeg pudo sentir que allí había algo. Notó su tacto y su forma bajo la palma de la mano como si palpara por encima el contenido de una bolsa de tela.
Aturdida, Nutmeg cerró los ojos e intentó pensar en otra cosa. Le vino a la cabeza el parque zoológico de Hsin-ching. El zoológico desierto el día de cierre semanal. Sólo ella, por ser hija del veterinario jefe, estaba autorizada a entrar. Posiblemente fue la época más feliz de su vida. Allí se sentía protegida, querida, un futuro prometedor se abría ante ella. Ésta fue la primera imagen que se le ocurrió. El parque zoológico desierto. Nutmeg recordaba el olor, la claridad de la luz, las formas de las nubes que flotaban en el cielo. Caminaba sola de una jaula a otra. Era otoño, el cielo estaba muy claro, los pájaros de Manchuria volaban en bandadas de un bosquecillo a otro. Había sido su mundo original, un mundo que, en muchos sentidos, había perdido para siempre. No supo cuánto tiempo pasó, pero la esposa del propietario de los grandes almacenes al fin se levantó despacio y le pidió disculpas. Aún estaba confusa, pero se le había ido el fuerte dolor de cabeza. Días después, Nutmeg quedó atónita al recibir como agradecimiento por el trabajo una cantidad de dinero muy superior a lo que había imaginado.
Un mes después del incidente, Nutmeg recibió una llamada de la esposa del propietario de los grandes almacenes. La invitó a comer. Después del almuerzo, la llevó a su casa.
—Quiero comprobar una cosa —le dijo a Nutmeg—. ¿Le importaría tocarme la cabeza otra vez?
No había razón alguna para negarse y Nutmeg hizo lo que le pedía. Se sentó junto a la esposa del propietario de los grandes almacenes y le puso suavemente las palmas de sus manos en las sienes. Nutmeg volvió a sentir algo. Se concentró e intentó definir un poco más su forma. Pero, al concentrarse, aquel algo fue cambiando, transformándose, como si se escurriera. Está vivo. Nutmeg sintió un ligero pánico. Cerró los ojos y pensó en el parque zoológico de Hsin-ching. No le resultó difícil. Bastaba con recordar. El paisaje, la historia que antes le había contado a Cinnamon. Su conciencia se separó del cuerpo, erró por un angosto espacio entre la memoria y el relato y luego volvió a ella. Cuando retornó en sí, la esposa del propietario de los grandes almacenes le estaba dando las gracias, tomándole las manos. Ni Nutmeg preguntó nada ni la mujer le dio explicación alguna. Nutmeg se sentía ligeramente cansada, como antes. También tenía la frente perlada de sudor. Al despedirse, la esposa del propietario de los grandes almacenes quería darle una gratificación en un sobre, porque, le dijo, le había hecho el favor de molestarse en ir a su casa. Nutmeg rehusó cortés pero rotundamente. Dijo que aquello no era un trabajo y se consideraba recompensada de sobra con los honorarios de la vez anterior. La mujer no insistió.
Unas semanas después, la esposa del propietario de los grandes almacenes le presentó a otra mujer. Una mujer de unos cuarenta años, menuda, de ojos hundidos y mirada penetrante. Iba muy bien vestida, pero no llevaba ninguna joya, aparte de un anillo de casada de plata. Nutmeg comprendió que no era una mujer corriente.
—Esta señora quiere que le haga usted lo mismo que me hizo a mí. Por favor, no se niegue. Y acepte la remuneración sin poner objeciones. Porque, a la larga, esto le será útil, a usted y a nosotras —le susurró a Nutmeg la esposa del propietario de los grandes almacenes.
Se quedó a solas con aquella mujer en la habitación del fondo. Le impuso la palma de las manos en las sienes, como había hecho antes. Allí también había algo. Pero ese algo era más fuerte, se movía más rápido que el otro. Nutmeg, con los ojos cerrados, conteniendo la respiración, intentó dominar aquel movimiento. Trató de concentrarse más y reseguir sus recuerdos con mayor nitidez. Fue penetrando en los pliegues más ligeros de su memoria y le transmitió a ese algo el calor de sus recuerdos.
—Y, antes de que me diera cuenta, ya estaba trabajando en esto —concluyó Nutmeg. Comprendió que ya formaba parte de una gran corriente. Y, poco después, cuando Cinnamon se hizo mayor, empezó a ayudarla en su trabajo.