La fatiga y el peso del mundo
La lámpara maravillosa
El teléfono sonó a las nueve y media de la noche. Sonó dos veces, se cortó, después de unos instantes volvió a sonar. Recordé que ésa era la señal de Ushikawa.
—¿Oiga? —Era la voz de Ushikawa—. Buenas noches, señor Okada. Soy Ushikawa. Resulta que estoy por aquí cerca. ¿Le iría bien que pasara por su casa? Sé muy bien que ya es tarde. Pero hay un asunto que me gustaría tratar directamente con usted. ¿Le parece bien? He pensado que podría interesarle, se trata de la señora Kumiko.
Escuchando su voz, imaginé el rostro de Ushikawa al otro lado del hilo telefónico. Podía imaginar su cara sonriente, satisfecho de sí mismo, como si estuviera pensando: «No vas a poder negarte». Entre los labios torcidos asoman los dientes negros. Pero él tenía razón.
Justo a los diez minutos llegó Ushikawa. Llevaba el mismo atuendo que tres días antes. Tal vez me equivocara, podía ser otro traje. En cualquier caso, era un traje parecido, una camisa parecida y una corbata parecida. Todo un poco sucio, arrugado, nada le caía bien. Ropas injustamente castigadas, condenadas a cargar con la responsabilidad de la fatiga y el peso del mundo. Pensé que, si tuviera ocasión de renacer, no querría reencarnarme en esas ropas, aunque me garantizaran una gloria excepcional tras esa reencarnación. Después de pedirme permiso, Ushikawa abrió la nevera, sacó un botellín de cerveza, echó la cerveza en un vaso que encontró por allí, no sin cerciorarse antes con la mano de que la botella estaba bien fría, y se la bebió. Nos sentamos a la mesa de la cocina.
—En fin, voy a explicarle el asunto sin rodeos para ahorrar tiempo en charlas inútiles —dijo Ushikawa—. Señor Okada, ¿quiere usted hablar con la señora Kumiko? ¿Directamente a solas con su esposa? Eso es lo que usted ha estado deseando todo este tiempo, ¿no es así, señor Okada? Dijo que, de lo contrario, no habría posibilidad alguna de negociación. ¿No es eso?
Pensé en ello. En realidad hice una pausa fingiendo que pensaba.
—Claro, si es posible hablar con ella, me gustará hacerlo.
—No es imposible —dijo Ushikawa en voz baja, y asintió con la cabeza.
—¿Alguna condición?
—Ninguna condición —contestó y echó un trago de cerveza—. Pero esta noche traigo una propuesta nueva. Quiero que la escuche. Y piénsesela bien. Hablar o no hablar con la señora Kumiko es otra cuestión. —Yo miraba la cara de mi interlocutor sin decir nada—. Entonces, empiezo. Señor Okada, usted le alquila el terreno y la casa a una empresa, ¿no es verdad? El terreno de la «mansión de la horca». Para eso usted paga una cantidad elevada cada mes. Pero no se trata de un contrato de arriendo normal, sino de un tipo de contrato especial que incluye una opción de compra al cabo de varios años, ¿no es así? Por supuesto, ese contrato jamás se hará público, de modo que nunca aparecerá su nombre, señor Okada. Está planeado así desde el principio. Pero, en realidad, señor Okada, usted es el propietario del terreno y lo cierto es que la tarifa de arriendo cumple la misma función que una compra a plazos. La cantidad total que debe pagar es, aproximadamente, de ochenta millones, incluyendo la casa. Si sigue usted pagando al mismo ritmo que ahora, la propiedad de aquel terreno y de la casa será suya en algo menos de dos años. Sorprendente. ¡Qué rapidez! Lo admiro a usted —dijo Ushikawa. Y me miró a la cara como para confirmarlo. Yo seguía callado—. No me pregunte cómo he llegado a saber los detalles. Son cosas que se pueden averiguar de un modo u otro si uno se lo propone y decide investigarlo. Siempre que se sepa cómo hay que hacerlo. Puedo imaginar, más o menos, quién está detrás de la falsa compañía. Me costó mucho averiguarlo, parecía un laberinto. Podría compararlo, por ejemplo, con la dificultad de localizar un coche robado con la carrocería pintada de otro color, los neumáticos nuevos, la tapicería de los asientos cambiada y el número de serie del motor borrado. Un trabajo muy cuidadoso. Profesional. Pero sabemos bastantes cosas. Quien no las sabe es usted, señor Okada. Usted no sabe a quién le está devolviendo el dinero, ¿no es así?
—El dinero no tiene nombre —dije.
Ushikawa rió.
—Tiene usted razón. Bien dicho. Ciertamente, el dinero no tiene nombre. Una frase afortunada. Me la apuntaré en la agenda. Pero, escúcheme, señor Okada, las cosas no siempre van bien. Piense, por ejemplo, en los de la oficina de impuestos. No son demasiado inteligentes. Sólo pueden recaudar los impuestos a aquellos que tienen nombre. Así que, a los que no lo tienen, se lo cuelgan a la fuerza. Y no sólo el nombre, sino también el número. A ellos eso no les importa, les da igual. En eso se asienta la moderna sociedad capitalista en que vivimos… De modo que el dinero del que estamos hablando sí tiene un nombre, un nombre fantástico. —Yo observaba el cráneo de Ushikawa en silencio. Aquí y allá se veían extrañas concavidades, según el ángulo de incidencia de la luz—. No se preocupe, los de la oficina de impuestos no vendrán —dijo Ushikawa sonriendo—. Y aunque vinieran, y mientras estuvieran perdidos resiguiendo el laberinto, puedo asegurarle que acabarían chocando contra algo. Y el chichón que les saldría sería muy grande. Así es, los empleados de la oficina de impuestos hacen su trabajo, pero ellos no tienen el menor deseo de escaldarse innecesariamente. Puesto que lo que deben hacer es recaudar cierta cantidad de dinero, para ellos resulta mucho más cómodo hacerlo en los lugares fáciles que en los difíciles, ¿no le parece? Mientras el resultado sea el mismo, tanto les da cobrarles a unos que a otros. Sobre todo si alguien de arriba les indica con amabilidad: «Miren, será más fácil cobrarle a aquél que a éste», y, claro, una persona normal iría entonces a cobrarle al más fácil, ¿no es así? El hecho de haber llevado a cabo una investigación tan minuciosa se debe simplemente a que soy yo quien la ha hecho. No pretendo ser vanidoso, pero soy muy competente, aunque sé muy bien que no lo aparento. Sé cómo evitar que me hieran. Y puedo caminar sin dificultad por caminos muy oscuros.
»Pero, escúcheme, señor Okada, a usted voy a decírselo todo, porque se trata de usted. He investigado todos los detalles, pero de lo que no tengo ni la más remota idea es de qué demonios hace usted allí. Las personas que entran allí le pagan una cantidad muy elevada de dinero. Esto lo sabemos con absoluta certeza. Lo que significa que usted les da, a cambio, algo especial, algo por lo que vale la pena pagar esa cifra, ¿no es así? Esto también lo sabemos, lo tenemos tan claro como si contáramos cuervos en un día de nieve. Sin embargo, lo que no hemos logrado saber, concretamente, es qué hace usted allí y por qué se aferra a aquel terreno. ¡Vaya problema! Porque, mira por dónde, resulta que ésas son las dos cuestiones principales del asunto. Ésos son los dos puntos clave y están tan ocultos como el cartel anunciador de un quiromántico. Y eso es algo que me preocupa.
—Y le preocupa también a Noboru Wataya —dije.
Ushikawa no contestó, estaba tironeando con sus dedos los tufos de cabello revuelto que brotaban un poco por encima de sus orejas.
—Mire, entre usted y yo, la verdad es que lo admiro bastante —admitió Ushikawa—. Es verdad. No es un cumplido. Y siento decírselo así, señor Okada, pero usted, por dondequiera que uno se lo mire, es una persona normal por naturaleza. Hablando en plata, es usted un hombre que no vale mucho. Discúlpeme la franqueza, no se lo tome a mal por cómo se lo digo. La sociedad lo ve de esta forma. Pero ¿sabe?, viéndolo y hablando con usted, cara a cara, he acabado por sentir por usted una notable admiración. Pienso: «¡Caray, lo está haciendo muy bien!». Porque, al fin y al cabo, usted está llevando de cabeza al señor Wataya, perturbándolo seriamente. De ahí que me mande a hacer de paloma mensajera y a negociar con usted. Alguien normal no podría hacer lo que está usted haciendo.
»Personalmente, me gusta esa faceta suya, señor Okada. No le miento. Como puede ver, soy un tipo repugnante, un canalla, pero yo no miento cuando hablo de estas cosas. Usted no me resulta indiferente. A los ojos de la sociedad, yo aún valgo menos que usted. Como ve, soy un tipo canijo, sin educación, he crecido en un ambiente miserable. Mi padre era artesano, fabricaba tatamis en Funabashi, un alcohólico, un tipo repugnante; de niño, lo que yo deseaba era que muriese pronto y, para bien o para mal, murió joven, realmente joven, luego arrostré una vida tan pobre que parecía sacada de una novela. No tengo un solo recuerdo bueno de mi infancia. Ni uno. Ni un solo recuerdo del calor del hogar. Y, naturalmente, acabé hecho un rufián. Terminé a duras penas la enseñanza media, el resto me lo enseñó la vida en los bajos fondos. Vivía sólo con esta cabeza, que es poca cosa. Por eso no me gustan los miembros de la elite, los altos funcionarios y gente así. Los detesto con todas mis fuerzas, aunque quizá no haga bien en decírselo. No me gustan los tipos que entran en la sociedad por la puerta grande, se casan con mujeres guapas y viven como reyes. A mí me gustan los que viven de sus propias capacidades, como usted, señor Okada. —Ushikawa encendió otro cigarrillo con una cerilla—. Pero, señor Okada, esto no puede durar eternamente. Esos seres vivos llamados hombres antes o después acaban cayendo. No hay un solo hombre que no acabe cayendo. Desde el punto de vista de la historia de la evolución, hace muy poco que el hombre se alzó sobre sus dos pies, que empezó a caminar y que, andando andando, empezó a pensar en cosas complicadas. Así es normal que se caiga. Sobre todo en el mundo en que está usted metido, señor Okada, no hay ni un solo hombre que no acabe cayendo. Hay demasiadas cosas complicadas, es un mundo que se fundamenta en los enredos. Llevo trabajando en este mundo desde los tiempos del antecesor del señor Wataya, su tío. El señor Noboru Wataya heredó el ámbito de influencias como si heredara una casa con muebles y utensilios. Pero antes de eso hice cosas malas. De haber continuado por aquel camino, ahora estaría en la cárcel o tirado en algún lugar, muerto. No exagero. El antecesor del señor Noboru Wataya me recogió en un buen momento. Así que he visto muchas cosas con estos ojitos. En este mundo van cayendo, uno tras otro, tanto aficionados como profesionales. De igual manera se descalabran los fuertes que los débiles. Así que todos tienen su pequeño seguro para cuando llegue el momento. Los mandados como yo, también. De ese modo, aunque caigas, puedes sobrevivir. Pero usted está solo, no pertenece a ningún bando y, a la que tropiece una sola vez, quedará fuera de juego. Estará acabado.
»Y, siento decírselo, señor Okada, pero está usted a punto de caer. No cabe duda. En mi libro, dos o tres páginas más adelante, está escrito con tipos grandes y negros: “El señor Okada está a punto de caer”. Es verdad. No es una amenaza. En este mundo, yo acierto más que el servicio de predicción meteorológica de la televisión. Lo que quiero decirle es que en todas las cosas siempre hay un momento para retirarse a tiempo. —Llegado a este punto, .Ushikawa calló y me miró—. Mire, señor Okada, ya es hora de que dejemos de sondearnos mutuamente y entremos en materia…, el preámbulo ha sido largo. Ahora, por fin, voy a explicarle la propuesta que he venido a hacerle. —Ushikawa puso las dos manos sobre la mesa. Se humedeció los labios con la punta de la lengua—. Escúcheme bien, señor Okada. Le estoy diciendo que: “Es mejor que corte la relación con aquel terreno y deje el asunto”, ¿verdad? Pero quizás usted, señor Okada, no esté en condiciones de dejar el asunto ni aunque quisiera. Pongamos un ejemplo: tal vez haya contraído usted un compromiso y esté atado de pies y manos hasta que salde la deuda. —Ushikawa paró de hablar y me miró escudriñándome—. Y, señor Okada, si el problema es de dinero, se lo proporcionaremos. Si dice usted que necesita ochenta millones, le daremos ochenta millones. Exactamente ocho mil billetes de diez mil yenes. Usted liquida sus deudas y el resto se lo mete en el bolsillo. Y así quedará limpio y libre. Y, colorín colorado, este cuento se ha acabado. ¿Qué le parece?
—Y entonces el terreno y la casa pasarán a manos de Noboru Wataya, ¿no es así?
—Pues supongo que sí, claro. Como resultado de todo ello. De todas formas, los trámites serán algo complicados.
Pensé un momento al respecto.
—Escuche, señor Ushikawa, no le entiendo. ¿Por qué tiene Noboru Wataya tanto interés en alejarme y me ofrece tantas facilidades? ¿Para qué narices piensa usar el terreno y el edificio una vez los consiga?
Ushikawa se frotó con prudencia las mejillas con la palma de las manos.
—No, no, señor Okada, yo no sé nada de eso. Como le he dicho desde el principio, sólo soy una humilde paloma mensajera. Me llama mi amo y hago lo que me ordena, me limito a decirle: «Sí, sí, como usted desee». Además, la mayoría de los encargos son pesados de hacer. Recuerdo que, de niño leí «Aladino y la lámpara maravillosa». ¡Pues me compadecí del genio, tanto trabajo! ¡Caramba! Jamás imaginé que de mayor yo mismo sería como aquel genio. Realmente lamentable, de veras. Pero, en fin, éste es el mensaje que me ha encargado transmitirle. La propuesta del señor Wataya. Señor Okada, usted es quien elige. ¿Qué debo decirle? ¿Qué respuesta debo llevarle? —Permanecí en silencio—. Claro que, señor Okada, necesitará usted tiempo para pensárselo. Bien, le concedo tiempo. No le pido que tome la decisión ahora mismo. Me gustaría poder decirle: «Piénseselo con calma…», pero, si le soy sincero, tal vez no le quede mucho tiempo. Señor Okada, si me permite que le dé mi opinión personal, la de Ushikawa: una oferta generosa como ésta no estará sobre el tapete para siempre. Puede ocurrir que se esfume mientras esté distraído mirando hacia otra parte. Puede esfumarse en un abrir y cerrar de ojos, evaporarse como el vaho sobre el cristal. Así que piénselo seriamente, y rápido. No es una mala oferta. ¿Ha comprendido? —Ushikawa suspiró y miró el reloj—. ¡Vaya! ¡Vaya! Pero si ya tengo que irme. He vuelto a quedarme demasiado tiempo. Me ha invitado usted a una cerveza, he vuelto a hablar por los codos, como de costumbre, un perfecto caradura, ¿no le parece? Pero resulta que, y no estoy excusándome, señor Okada, cuando vengo a su casa, es extraño, pero siempre acabo quedándome más de lo debido. Una casa acogedora, seguro que se debe a eso. —Ushikawa se levantó, cogió el vaso y el botellín de cerveza y los dejó junto al fregadero—. Le telefonearé en breve. Y lo arreglaré todo para que pueda hablar con la señora Kumiko. Se lo prometo. Puede hacerse ilusiones.
Cuando se fue Ushikawa, abrí la ventana para que saliera el humo que había en la casa. Luego llené un vaso de agua y me lo bebí. Me senté en el sofá, me puse a Sawara sobre las rodillas e imaginé que Ushikawa, a un paso de mi casa, se quitaba el disfraz y era Noboru Wataya. Pero aquello eran imaginaciones absurdas.