Tal vez este lugar sea un callejón sin salida
El punto de vista de May Kasahara (4)
¡Hola, señor pájaro-que-da-cuerda!
En la carta anterior te expliqué por qué estoy trabajando en una fábrica de pelucas que queda tan lejos, en las montañas, junto con otras chicas de la región, ¿verdad? Aquí tienes cómo continúa.
Por cierto, últimamente hay una cosa que me ronda por la cabeza, y es que me parece un poco extraño que las personas trabajen así, sin parar, de la mañana a la noche. ¿Lo has pensado alguna vez? No sabría explicártelo. Aquí me limito a hacer el trabajo que me mandan los jefes. No tengo por qué pensar. O sea, que dejo mi cerebro en la taquilla antes de ponerme a trabajar y lo recojo cuando termino. Sentada ante mi mesa de trabajo, implanto un cabello tras otro en la base de la peluca, luego almuerzo en el comedor, me baño, tengo que dormir como todo el mundo, no hace falta decirlo, y, así, el tiempo libre del que dispongo a lo largo de las veinticuatro horas del día resulta ser muy poco. Muchas veces estoy tan hecha polvo que, durante «mi tiempo libre», me quedo tumbada sin hacer nada. Es como si no tuviera tiempo para pensar. Claro que los fines de semana no trabajo, pero, entre la colada, la limpieza y acercarme al pueblo, el tiempo se me pasa en un abrir y cerrar de ojos. Un día decidí escribir un diario, pero no tenía nada que poner, así que lo dejé una semana después. Porque la verdad es que iba repitiendo, día tras día, lo mismo.
A pesar de todo, a pesar de todo, no me sabe nada mal haber entrado a formar parte del mundo del trabajo. No me siento para nada desplazada, al contrario, tengo incluso la impresión de que, trabajando así, como una hormiga, voy acercándome poco a poco a «mi auténtico yo». ¿Cómo te lo diría? No puedo explicártelo bien, pero sería algo así como que, al no pensar en mí misma, paradójicamente, fuese aproximándome a mi interior. Cuando digo: «Es algo extraño», me refiero a eso.
Aquí estoy trabajando mucho. No es que me sienta orgullosa, pero me premiaron como la trabajadora más destacada del mes. ¿No te conté que, aunque no lo parezca, era muy hábil en trabajos manuales? Trabajamos en grupos y el grupo donde me pusieron ha mejorado bastante su rendimiento. Y es que, cuando termino mi trabajo, ayudo a las chicas que van más despacio. Es la razón de que tenga bastante buena fama entre ellas. ¿No piensas que es algo difícil de creer? ¡Buena fama, yo! En fin, ya está bien. Lo que quería decirte, señor pájaro-que-da-cuerda, es que, desde que llegué a esta fábrica, no hago otra cosa que trabajar diligentemente, como una hormiga, como un herrero de pueblo. ¿Me has entendido más o menos hasta aquí?
A propósito, el lugar en el que trabajo cada día es un lugar raro. Es grande, como un hangar para aviones, con el techo muy alto y está desierto. Allí, todas juntas, trabajamos unas ciento cincuenta chicas, algo digno de verse. No es que construyamos un submarino, por eso pienso que no haría falta un espacio tan enorme y que lo mejor sería dividirlo en talleres más pequeños, pero, de esta forma, tal vez sea más fácil hacernos tener a todas conciencia solidaria, algo así como «esas personas que están trabajando juntas», o, tal vez, así les resulte a los jefes más fácil vigilarnos. Seguramente algo habrá allí de «psicología». Las mesas de trabajo están agrupadas como en un aula de prácticas de ciencias, donde se hacen disecciones de ranas y cosas así. Como cabeza de mesa, se sienta la jefa de grupo, algo mayor que las demás. Está autorizado hablar mientras trabajamos (tampoco van a tenernos trabajando calladas todo el día, ¿no?), pero si hablamos en voz demasiado alta, si nos reímos a carcajadas o si nos entusiasmamos charlando, entonces viene la jefa con cara seria: «Yumiko-san, mueva las manos, no la boca. ¿Su trabajo no está un poco atrasado?», y nos llama la atención. Así que todas hablamos en voz baja como rateros a medianoche.
En el taller se oye la música del hilo musical. Varía el tipo de música según las horas. Si tú, señor pájaro-que-da-cuerda, eres fan de Barry Manilow o de Air Supply, quizá te gustara.
Aquí invierto varios días en acabar «mi» peluca. Porque, para hacer una peluca, se tardan varios días, aunque eso difiere en función de la categoría de la peluca. Divido la base en cuadraditos muy pequeños y voy insertando cabellos, uno a uno, en los cuadraditos. Pero esto no es un trabajo en cadena, sino que es mi trabajo. No se parece a ir apretando tornillos, uno tras otro, como en la fábrica de la película de Chaplin. Yo acabo «mi peluca» invirtiendo unos días. Cuando la termino, lo que a mí me gustaría es estampar mi firma. «May Kasahara, tal día, tal mes». Por supuesto que no lo hago, porque, si llegara a hacerlo, me reñirían en el momento en que lo descubrieran. Pero ¿sabes?, me produce una sensación maravillosa saber que en algún lugar del mundo hay alguien que lleva la peluca que yo he hecho. ¿Podría decir que me da la sensación de estar unida a algo?
Pero la vida es extraña. Porque, si alguien me hubiese dicho hace tres años: «Harás pelucas con las chicas del pueblo en una fábrica que está en las montañas», supongo que no me lo habría tomado en serio. Creo que ni me lo habría podido imaginar siquiera. Por eso, cabe decir que nadie sabe lo que estará haciendo dentro de tres años. Señor pájaro-que-da-cuerda, ¿tú sabes dónde estarás y qué harás dentro de tres años? Seguro que no lo sabes. Puedo apostarme todo el dinero que tengo aquí a que no sabes lo que harás, no sólo dentro de tres años, sino que ni siquiera dentro de un mes.
Las chicas que ahora me rodean son personas que sí saben, más o menos, dónde estarán dentro de tres años. O al menos son personas que creen que lo saben. Piensan trabajar aquí, ahorrar dinero y, al cabo de tres años, encontrar al hombre adecuado y casarse felizmente.
Los hombres con los que se casan son hijos de familias campesinas, herederos de alguna tienda o trabajadores de pequeñas empresas locales. Como te dije en mi carta anterior, en esta región faltan mujeres jóvenes. De modo que todas las chicas tienen la «venta» asegurada y, a no ser que tengan muy mala suerte y se queden con las manos vacías, todas acaban casándose. Es fantástico. Y, como te escribí, cuando se casan la mayoría deja el trabajo. Para ellas el trabajo en la fábrica de pelucas es una fase que llena el espacio de unos pocos años hasta que encuentran a un hombre para casarse. Como una habitación en la que se entra para salir al poco rato.
Pero a mí me parece que a los de la empresa de pelucas tampoco les importa, que más bien prefieren que trabajen unos pocos años, que se casen y dejen el trabajo. La empresa prefiere que las trabajadoras vayan cambiando a que trabajen durante un tiempo largo y acaben convirtiéndose en una fuente de complicados problemas tales como aumentos de sueldo, condiciones laborales, sindicatos, etcétera. La empresa trata bien a las jefas cualificadas, pero las chicas normales son como artículos de consumo. Así que el hecho de que dejen el trabajo al casarse es una especie de acuerdo tácito entre ambas partes. Entre unas cosas y otras, a ellas les es fácil imaginar lo que estarán haciendo dentro de tres años. Hay dos alternativas. Una: seguir trabajando todavía aquí y seguir mirando con el rabillo del ojo a ver si cae un novio con el que casarse. Otra: haber dejado ya el trabajo y estar, por lo tanto, casada. ¿No te parece que es todo muy sencillo?
No hay una sola chica que, como yo, piense para sus adentros: «No tengo ni la más remota idea de lo que haré dentro de tres años». Trabajan mucho. No encontrarás a una sola que no tenga ganas de trabajar o que descuide su trabajo. No se quejan. Como mucho, a veces protesta alguna por el menú. Claro que esto es un trabajo y no todo es divertido, y, aunque a veces se te pueda ocurrir: «Hoy me gustaría ir a divertirme a algún sitio», tienes la obligación de trabajar desde las nueve de la mañana hasta las cinco de la tarde con dos horas de descanso al mediodía; pero, hablando en general, creo que todas trabajan a gusto. Tal vez sepan que sólo es una prórroga antes de pasar a un mundo nuevo. Por eso intentan divertirse entretanto. Para ellas esto no es más que un periodo de transición.
Pero para mí no lo es. Para mí esto no es ninguna prórroga. Tampoco es un periodo de transición. Porque no tengo ni la más puñetera idea de adónde iré a parar después. Quizás este lugar sea, para mí, un punto y final. ¿No te parece? Hablando con exactitud, no es que disfrute con el trabajo. Sólo intento aceptar por entero el trabajo que realizo aquí. Cuando estoy haciendo una peluca, sólo pienso en hacerla. Además, lo pienso bastante en serio, de veras, tan en serio que casi me rezuma el sudor por todo el cuerpo.
A ver si logro explicártelo bien. Últimamente pienso a menudo en el chico que se mató en el accidente de moto. Hablando en serio, nunca hasta ahora me había acordado tanto de él. No sé si es que mi memoria quedó distorsionada a consecuencia del shock del accidente, o es que de lo que me acordaba antes sólo era de cosas extrañas e insignificantes. Por ejemplo, recordaba su peste a sobaco, su estupidez insalvable, sus dedos intentando colarse en determinadas partes, sólo cosas así. Pero, no sé por qué motivo, he empezado a recordar, poco a poco, cosas que no son malas. Sobre todo, cuando estoy implantando con diligencia cabellos en la base de la peluca sin pensar en nada, esos pensamientos reviven repentinamente de forma incoherente. «Sí, sí, era así». Seguramente el tiempo no fluye siguiendo un orden ABCD, sino que va y viene de aquí para allá como a él le da la gana.
Señor pájaro-que-da-cuerda, si te digo la verdad, o sea, toda, toda la verdad, a veces me entra un pánico terrible. Me despierto a medianoche, me siento sola, muy lejos, como a quinientos kilómetros, alejada de toda persona y de todo lugar, en las tinieblas, sin poder ver mi futuro mire hacia donde mire, y me coge tanto miedo que me entran ganas de gritar. ¿Señor pájaro-que-da-cuerda, a ti no te pasa algo parecido? En estos momentos procuro pensar que estoy unida a algo. Y enumero mentalmente, con todas mis fuerzas, los nombres de las cosas a las que estoy unida. Entre ellas, por supuesto, estás tú, señor pájaro-que-da-cuerda. Aquel callejón, aquel pozo y el árbol de caqui también lo están. Y también las pelucas que hago aquí con mis propias manos. También están incluidos los recuerdos del chico muerto que voy reviviendo poco a poco. Y, con la ayuda de diversas cosas pequeñas (claro que tú, señor pájaro-que-da-cuerda, no eres «una cosa pequeña», era sólo un decir), podré volver poco a poco a «este lado». En estos momentos me viene a la cabeza que podría haber dejado que aquel chico me viera desnuda y me tocara. «Jamás dejaré que me toques», pensaba entonces. Señor pájaro-que-da-cuerda, a veces me planteo si continuaré siendo virgen toda la vida. Lo pienso bastante en serio. ¿Qué opinas tú sobre esto?
Adiós, señor pájaro-que-da-cuerda. Ojalá vuelva pronto Kumiko.