8

Nutmeg y Cinnamon

El gato llevaba pegotes de barro seco por todo el cuerpo, de la cabeza a la cola. Tenía el pelo enredado y lleno de bolas. Parecía que hubiera estado revolcándose durante mucho tiempo en algún lugar muy sucio. Agarré el gato, que ronroneaba excitado, y lo examiné minuciosamente. Estaba algo demacrado, pero, aparte de eso, la cara, el cuerpo y el pelaje apenas habían cambiado desde la última vez que lo había visto. Los ojos los llevaba limpios, sin cicatrices. No parecía que hubiera estado ausente durante casi un año. Me daba la sensación de que volvía a casa después de una noche de juerga.

Le puse en el cobertizo un plato con un trozo de sawara[14] que había comprado en el supermercado. El gato, que parecía terriblemente hambriento, se comió el pescado en un santiamén, entre jadeos, atragantándose y vomitando de vez en cuando los trozos que no había podido tragar. Encontré bajo el fregadero la escudilla que usábamos para darle de beber. La llené de agua y el gato se la bebió casi toda. Al final recobró el aliento y empezó a lavarse la cara. Poco después, como si recordara algo de repente, se me acercó, se me subió a las rodillas y se quedó dormido hecho un ovillo.

El gato dormía con la patas delanteras dobladas bajo su cuerpo, tapándose la cara con la cola. Al principio, ronroneaba con fuerza, pero el sonido fue haciéndose cada vez más débil y, al cabo de un rato, el gato se sumió en un profundo sueño, bajando la guardia por completo. Sentado en el soleado cobertizo, lo acariciaba con cuidado para evitar despertarlo. Me habían ocurrido tantas cosas que casi había olvidado su desaparición. Me sentí conmovido con aquel animal pequeño y blando sobre mis rodillas, viendo cómo aquel ser vivo dormía, confiado por entero a mí. Puse una mano sobre su pecho y percibí el latido de su corazón. Era un latido débil y rápido. Su corazón, igual que el mío, marcaba incesantemente un tiempo que se correspondía con el tamaño de su cuerpo.

No podía imaginar dónde había estado, ni qué había hecho ni por qué había vuelto, de repente, a casa. Me hubiera gustado preguntárselo: «¿Dónde has estado? ¿Qué demonios has hecho durante casi un año? ¿Dónde has dejado el rastro de tu tiempo perdido?».

Acerqué un cojín viejo y puse el gato encima. Su cuerpo estaba desmadejado como la ropa recién lavada. Sobre el cojín, el gato entreabrió los ojos, abrió un poco la boca, pero no maulló. Al ver que, tras acomodarse sobre el cojín, bostezaba y volvía a dormirse, fui a la cocina y ordené la comida que había comprado, metí en la nevera el toofu, la verdura y el pescado. Por si acaso, fui a echarle una ojeada al gato, que seguía durmiendo en la misma postura. Como su mirada nos recordaba a la del hermano de Kumiko, lo llamábamos Noboru Wataya, pero ése no era su verdadero nombre. Pasaron seis años sin que Kumiko y yo le pusiéramos uno.

Pero, aunque fuese una broma, ya no podía seguir llamándolo Noboru Wataya. Durante esos seis años la figura del auténtico Noboru Wataya se había agigantado. No podía seguir llamando así a nuestro gato. Mientras el gato estuviera conmigo, tenía que ponerle un nombre nuevo. Cuanto antes mejor. Un nombre simple, concreto y real. Un nombre que pudiera ver con mis ojos y tocar con mis manos. Era necesario borrar por completo la memoria, el sonido y el significado del nombre Noboru Wataya.

Retiré el plato donde había puesto el pescado. Brillaba como si lo hubieran lavado y secado. El pescado debía de estar muy bueno. Me alegré de haber comprado pescado, por casualidad, el mismo día en que había vuelto el gato. Me pareció un buen presagio, para mí y para el gato, algo que había que celebrar. Decidí ponerle el nombre del pescado: Sawara. Mientras lo acariciaba detrás de las orejas se lo dije: «Escúchame bien. Tú ya no te llamas Noboru Wataya. A partir de ahora te llamarás Sawara». De haber sido posible, hubiera querido anunciárselo al mundo entero en voz alta.

Leí hasta el anochecer sentado junto a Sawara en el cobertizo. El gato dormía profundamente, como si quisiera recuperar algo. Su respiración recordaba un fuelle que se oyera en la distancia y el cuerpo subía y bajaba despacio al compás de la respiración. De vez en cuando, alargaba el brazo y tocaba su cuerpecillo cálido como para comprobar que aún seguía ahí. Era maravilloso que, estirando el brazo, pudiera tocar algo, sentir el calor de algo. Sin ser consciente de ello, durante demasiado tiempo había perdido esa sensación.

Al día siguiente, Sawara seguía allí, no había desaparecido. Cuando me desperté, el gato estaba junto a mí, tumbado de costado con las patas extendidas, profundamente dormido. Durante la noche, debía de haberse despertado y lamido de arriba abajo con minuciosidad porque el barro y las bolas habían desaparecido por completo y él había recuperado el aspecto de antes. Desde pequeño, el gato había tenido el pelo bonito. Lo tomé en brazos, le di el desayuno y le cambié el agua. Y lo llamé: «¡Sawara!», desde lejos. A la tercera vez se volvió hacia mí y me respondió con un pequeño maullido.

Yo tenía que empezar un nuevo día. Me duché, me planché la camisa recién lavada, me puse unos pantalones de algodón y las zapatillas deportivas nuevas. El cielo estaba un poco nublado, pero como no hacía frío, decidí ponerme un jersey grueso en vez del abrigo. Cogí el tren y bajé en la estación de Shinjuku. Luego crucé el paso subterráneo hasta la plaza de la boca oeste y me senté en el mismo banco de siempre.

La mujer apareció poco después de las tres. Ni ella se sorprendió al verme allí, ni yo me sorprendí al ver que se acercaba. Ni siquiera nos saludamos, como si hubiésemos quedado en vernos. Sólo alcé un poco la vista y ella sólo torció ligeramente los labios mientras se dirigía hacia mí.

Llevaba una chaqueta de algodón de color naranja realmente primaveral y una falda estrecha de color topacio. Y dos pequeños pendientes de oro en las orejas. Se sentó a mi lado y se fumó un cigarrillo en silencio. Igual que siempre, sacó un Virginia Slims del bolso, se lo puso entre los labios y lo encendió con un mechero fino de oro. Como era de esperar, esta vez no me ofreció ninguno. Y, tras dar dos o tres caladas absorta en sus pensamientos, lo tiró al suelo como si probara el estado de la atracción gravitatoria de aquel día.

—Venga conmigo —me dijo luego, y me dio un golpecito en la rodilla.

Se levantó. Apagué el cigarrillo de un pisotón y la seguí. Levantó el brazo, paró un taxi que pasaba y subió. Me senté a su lado. Le dio al taxista una dirección de Aoyama con voz penetrante. No dijo nada hasta que el taxi llegó a la calle Aoyama pasando por calles atestadas de coches. Yo contemplaba el paisaje de Tokio al otro lado de la ventanilla. Entre la salida oeste de la estación de Shinjuku y Aoyama había unos edificios nuevos que no había visto antes. La mujer sacó una agenda del bolso y escribió algo en ella con un bolígrafo dorado. De vez en cuando echaba una ojeada al reloj de pulsera como si comprobara algo. Un reloj de oro en forma de brazalete. Aparentemente, todos los objetos que llevaba eran de oro. ¿O era, tal vez, que todos los objetos se convertían en oro en el instante en que ella los tocaba?

Me llevó a una tienda de un diseñador famoso, en Omotesandoo, y me eligió dos trajes. Trajes de tela fina, uno gris azulado, el otro verde oscuro. El estilo de aquellos trajes hubiera sido, a todas luces, inadecuado para el bufete, pero se adivinaba que eran de buena calidad sólo con meter los brazos en las mangas. Ni ella me dio una explicación ni yo se la pedí. Me limité a obedecerla en todo lo que me decía. Me recordó una escena de una de aquellas películas de la nouvelle vague que veía de estudiante. En aquellas películas se huía de las explicaciones como del diablo, porque se consideraba que restaban realismo a las situaciones. Es una forma de pensar y de ver las cosas. Pero era bastante extraño que yo, alguien de carne y hueso, entrara en ese mundo.

Con una talla corriente como la mía, apenas tuvieron que ajustarme los trajes. Bastó con arreglar un poco las mangas y los bajos de los pantalones. Eligió tres camisas y tres corbatas para cada traje. Cogió dos cinturones y media docena de calcetines. Pagó con tarjeta de crédito e hizo que me lo enviaran todo a casa. Parecía tener una idea muy definida del tipo de trajes que debía llevar y de cómo tenía que vestirme, y tardó muy poco en decidirse. A mí me llevaba más tiempo comprar, incluso, una goma de borrar en la papelería. Su buen gusto era, sin embargo, innegable. Los colores y dibujos de las camisas y corbatas, que había ido tomando al azar, por aquí y por allá, combinaban de maravilla, como si los hubiera elegido tras una larga deliberación, y no eran, tampoco, combinaciones ordinarias.

Después me condujo a una zapatería y me compró dos pares de zapatos para llevar con los trajes. Tampoco aquí invirtió mucho tiempo. Volvió a pagar con tarjeta de crédito y a pedir que me los enviaran a casa. Pensé que no era necesario que enviaran expresamente sólo dos pares de zapatos, pero me pareció que ésa era su manera habitual de proceder. Elegir en un santiamén, pagar con tarjeta de crédito, hacer que se lo llevaran a casa.

Luego fuimos a una relojería. Volvió a repetirse lo mismo. Me compró un elegante reloj de pulsera con una correa de piel de cocodrilo que combinaba con los trajes. Como era de esperar, apenas tardó unos minutos en elegirlo. Costó unos cincuenta o sesenta mil yenes. Yo llevaba un reloj barato de plástico, pero, al parecer, a ella no le gustaba. En este caso, como era lógico, no dijo que me lo enviaran a casa. Hizo que lo envolvieran y me lo dio sin decir una palabra.

A continuación me llevó a una peluquería. Una peluquería enorme, de suelo brillante, con un espejo que cubría una pared entera como un estudio de baile. Había quince sillones, y los peluqueros, pertrechados con peines y tijeras, se afanaban a su alrededor. Había plantas de interior por todos los rincones y sonaba, a través de unos altavoces, un reiterativo solo de piano de Keith Jarrett a bajo volumen. Ella debía de haber hecho la reserva con antelación, porque nada más entrar me condujeron a uno de los sillones. Le dio instrucciones detalladas a un peluquero delgado a quien parecía conocer. El peluquero acogía con un movimiento de cabeza afirmativo cada una de las indicaciones de la mujer mientras contemplaba mi rostro en el espejo con ojos de estar mirando un plato compuesto por un puñado de fibras de apio sobre un bol lleno de arroz blanco. El hombre se parecía a Solzhenitsyn de joven.

—Volveré cuando hayas terminado —le comunicó al peluquero y salió del establecimiento a paso rápido.

El peluquero no dijo nada mientras me cortaba el pelo. Un lacónico «por favor, sígame», antes de lavarme el cabello, o un «¿me permite?», cuando me pasó el cepillo. De vez en cuando, al alejarse de mí, extendía el brazo y me tocaba la mancha en la mejilla derecha. En el espejo que ocupaba la pared entera se veían muchas personas reflejadas, y yo entre ellas. En mi cara brillaba la mancha de un color azul vivo. Pero yo ya no la consideraba ni fea ni repugnante. Había pasado a formar parte de mí y tenía que aceptarla como tal. A veces, sentía los ojos de alguien clavados en ella. Percibía que alguien me miraba la mancha del rostro en el espejo. Pero había demasiadas personas reflejadas en él y yo no podía averiguar de quién se trataba. Simplemente, sentía su mirada. Me cortaron el pelo en media hora. Volvía a tener el cabello corto, pues, desde que había dejado de trabajar, había dejado que me creciera sin cortármelo. Cuando, poco después, regresó la mujer, yo estaba sentado en una de las sillas dispuestas para aguardar el turno leyendo sin ganas una revista y escuchando música. Ella pareció satisfecha con mi peinado nuevo. Sacó un billete de diez mil yenes, pagó, salió conmigo. Se detuvo y me examinó de arriba abajo de idéntica forma a como yo había examinado el gato. Como si se preguntara si había olvidado hacer algo. Al parecer, había concluido su labor. Miró su reloj de pulsera de oro y suspiró. Ya eran casi las siete de la tarde.

—Cenemos —dijo—. ¿Tienes apetito?

Había comido, para desayunar, una tostada y, a mediodía, sólo un donut.

—Más o menos —respondí.

Me llevó a un restaurante de cocina italiana que había por allí. También en el restaurante la conocían y, sin que dijera una palabra, nos condujeron hasta una mesa tranquila situada al fondo del local. Ella se sentó y, tras tomar asiento frente a ella, me dijo que sacara todo lo que llevaba en los bolsillos de los pantalones. La obedecí sin chistar. Parecía que mi verdadero yo se hubiera separado de mí y vagara por alguna parte. «Ojalá me encuentre luego», pensé. En los bolsillos no llevaba gran cosa. Saqué unas llaves, un pañuelo, una cartera y lo puse todo encima de la mesa. Ella, que había estado observando el proceso sin aparente interés, tomó la cartera y miró lo que había dentro. Debía de llevar unos cinco mil quinientos yenes en efectivo. Y una tarjeta de teléfono, la tarjeta del banco y el carnet de la piscina municipal. Nada más. Nada fuera de lo común. Nada que debiera ser olido, medido, sacudido, mojado o examinado a contraluz. Me la devolvió sin alterar la expresión de su rostro.

—Mañana ve al centro y cómprate una docena de pañuelos, una cartera nueva y un llavero —dijo la mujer—. Esas cosas las podrás elegir tú solo, ¿verdad? A propósito, ¿cuándo te compraste ropa interior por última vez?

Lo intenté, pero fui incapaz de recordarlo. Le expliqué que no me acordaba.

—Creo que ya hace cierto tiempo, pero a mí, por decirlo de alguna manera, me gusta ir limpio y, pese a vivir solo, hago la colada con bastante frecuencia…

—De todos modos, cómprate una docena de cada —dijo de manera tajante, como si no quisiese tocar más ese tema. Asentí en silencio—. Si me traes el recibo te pagaré el importe. Cómpratelos de buena calidad. Y también te pagaré la cuenta de la lavandería. Así que lleva las camisas a la lavandería aunque sólo te las hayas puesto una vez, ¿me has entendido?

Asentí de nuevo. Pensé que el dueño de la tintorería enfrente de la estación se alegraría mucho si lo oyera. «Pero…», pensé. Intenté construir una frase tras aquella simple conjunción que parecía pegada a la ventana por su propio poder de adhesión.

—Pero ¿por qué se toma usted la molestia de comprarme trajes y de pagarme el importe de la peluquería y la tintorería?

Ella no contestó. Sacó un Virginia Slims del bolso, se lo puso entre los labios. Un camarero alto, de rasgos nobles y proporcionados, surgió de algún rincón, prendió una cerilla con mano experta y le encendió el cigarrillo. La cerilla ardió con un chasquido agradable. Un sonido capaz de abrir el apetito. Luego el camarero nos puso delante el menú. Ella ni siquiera lo miró. Dijo que tampoco quería saber el plato especial del día.

—Una ensalada y un panecillo. Y un plato de pescado blanco. La ensalada muy poco aliñada, con un poco de pimienta por encima. Agua con gas, sin hielo.

Pedí lo mismo, porque me daba pereza mirar el menú. El camarero hizo una reverencia y se fue. Por lo visto, mi yo real aún no había podido localizarme.

—Lo pregunto por simple curiosidad, exclusivamente por eso —me aventuré a decir—. No pretendo poner objeción alguna a que me haya comprado esas cosas, pero ¿por qué ha invertido usted tanto tiempo y dinero? —No hubo respuesta—. Simple curiosidad —repetí.

Tampoco ahora hubo respuesta. Sin hacer caso a mi pregunta, la mujer miraba con interés el cuadro al óleo colgado en la pared. Una campiña italiana (creo). En el cuadro había unos pinos desmochados, unas cuantas casas rurales de paredes rojizas en una colina. No eran casas grandes. Pero todas tenían un aspecto agradable. Pensé qué tipo de personas viviría allí. Seguramente, personas normales con una vida normal. Ellos no tendrían ocasión de que una mujer desconocida les comprara, de pronto, varios trajes y un reloj, tampoco necesitarían reunir una importante suma de dinero para conseguir un pozo seco. Envidié sinceramente a las personas que vivían en un mundo normal. De haber sido posible, me hubiese gustado entrar en el cuadro. Entrar en alguna de aquellas casas y que me ofrecieran una copa de vino, sumirme en un profundo sueño tapado con un edredón.

Al poco rato vino el camarero, depositó una botella de agua mineral con gas entre nosotros. Ella apagó el cigarrillo en el cenicero.

—¿Por qué no haces otra pregunta? —dijo la mujer.

Mientras me pensaba otra pregunta, ella fue bebiendo el agua.

—El joven que había en el despacho de Akasaka, ¿es su hijo? —pregunté.

—Sí —contestó de inmediato.

—¿No puede hablar, acaso?

Asintió con la cabeza.

—Nunca fue muy hablador. Pero antes de cumplir los seis años dejó de hablar de repente. Dejó de emitir sonidos.

—¿Por alguna razón especial? —Ella pasó por alto mi pregunta. Pensé otra—. Si no habla, cuando tiene que resolver algún asunto, ¿cómo lo hace?

Ella frunció sólo un poco las cejas. No es que no le prestara atención a mi pregunta, pero, como supuse, no tenía intención de contestarme.

—También eligió usted la ropa que él lleva puesta, ¿no es así? Igual.

—Simplemente, detesto ver a la gente que no se viste de forma adecuada. No puedo soportarlo de ninguna manera, en absoluto. Por lo menos las personas que estén cerca de mí quiero que se vistan de forma adecuada. Quiero que se vistan correctamente, incluso al margen de si se ve o no.

—Así pues, no le preocupa mi duodeno.

—¿Tienes algún problema con el duodeno? —preguntó mirándome fijamente con mirada seria.

Me arrepentí al instante de haber hecho una broma.

—Mi duodeno está en perfecto estado, de momento. Lo he dicho por decir algo, o sea… a modo de ejemplo, nada más.

Ella seguía mirándome a la cara con desconfianza. Pensaba, sin duda, en mi duodeno.

—Por eso digo que, aunque tenga que pagarlo yo, quiero que se vistan de forma adecuada, nada más. Pero tú no te preocupes, pase lo que pase, ése es mi problema. Se trata sólo de que no puedo soportar la ropa sucia, ni personal ni fisiológicamente.

—Como un músico con el oído educado, que no soporta la música desafinada, ¿no es así?

—Exacto.

—Entonces, ¿usted les compra la ropa a cuantos la rodean, como ha hecho conmigo?

—Sí, pero tampoco hay mucha gente a mí alrededor. Verás, aunque no me guste como vistan, no puedo comprarle la ropa a todo el mundo.

—Todo tiene su límite, ¿es eso?

—Así es —reconoció.

Poco después trajeron la ensalada y nos la comimos. Estaba, ciertamente, muy poco aliñada. Tan poco que casi podían contarse las gotas de condimento.

—¿Tienes otra pregunta? —dijo la mujer.

—Me gustaría saber su nombre. Me gustaría poder llamarla de alguna manera.

Ella mordía un rábano en silencio. Frunció las cejas como si, por equivocación, se hubiese metido algo muy picante en la boca.

—¿Por qué quieres saber mi nombre? No estarás pensando en escribirme una carta, ¿verdad? El nombre, por así decirlo, es algo trivial, ¿no te parece?

—Pero si alguna vez tengo que llamarla estando usted de espaldas, me encontraré con un problema si no sé su nombre.

Dejó el tenedor en el plato y se limpió con delicadeza las comisuras de los labios con la servilleta.

—Tienes razón, no se me habría ocurrido jamás. En tal caso tendrías, sin duda, un problema. —Permaneció pensativa largo rato. Mientras ella pensaba, yo comía ensalada en silencio—. O sea, que necesitas saber mi nombre para cuando quieras llamarme y yo esté de espaldas.

—Sí, más o menos.

—Entonces, no es preciso que sea mi verdadero nombre, ¿no es así?

Asentí con la cabeza.

—Veamos, un nombre…, un nombre…, ¿cuál podría estar bien?…

—Un nombre simple, fácil de decir. A ser posible, un nombre concreto, real, que pueda tocarse con la mano y verse con los ojos. Así será más fácil recordarlo.

—¿Por ejemplo?

—Por ejemplo, mi gato se llama Sawara. En realidad, se lo puse ayer.

¿Sawara? —dijo, como si comprobara la resonancia del nombre. Miraba fijamente el juego de sal y pimienta que tenía delante. Luego alzó el rostro y dijo: «Nutmeg[15]».

—¿Nutmeg?

—Se me ha ocurrido de repente. Si te gusta, considéralo mi nombre.

—Por mí está bien. ¿Y su hijo?

—Cinnamon[16].

—Y parsley, sage, rosemary and thyme[17] —dije como si cantara.

—Nutmeg Akasaka y Cinnamon Akasaka… no suena mal.

Nutmeg Akasaka y Cinnamon Akasaka…, si se enterase May Kasahara de que había conocido a gente así se quedaría sorprendida. Vaya, vaya con el señor pájaro-queda-cuerda. ¿Por qué no puede relacionarse con personas un poco más normales? ¿Por qué será? No tengo ni idea, May Kasahara.

—Por cierto, he conocido a dos mujeres que se hacen llamar Malta Kanoo y Creta Kanoo hace ya algunos meses, más o menos un año —le dije—. Por su culpa, he vivido nuevas experiencias, aunque ahora ya no me importe. —Nutmeg apenas asintió con la cabeza y no expresó su opinión al respecto—. Se han esfumado a alguna parte —añadí desanimado—. Como el rocío por la mañana en verano.

«O como una estrella del amanecer».

Con el tenedor se llevó a la boca una hoja que parecía de escarola. Luego alargó el brazo para coger el vaso y bebió, como si recordara de repente una vieja promesa, un sorbo de agua.

—¿No quieres saber lo del dinero? Lo del dinero que recibiste anteayer, si no me equivoco.

—Claro que tengo ganas de saberlo.

—Puedo explicártelo. Pero la historia puede que sea bastante larga.

—¿Terminará antes del postre?

—Tal vez no —dijo Nutmeg.