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El pájaro-que-da-cuerda de invierno

De finales de aquel extraño verano a principios de invierno, no se produjo en mi vida nada que pudiera denominarse «cambio». Los días empezaban y terminaban sin imprevisto alguno. En septiembre llovió mucho. En noviembre hubo algunos días de mucho bochorno. Salvo por el clima, un día apenas se diferenciaba del otro. Iba a la piscina casi a diario, nadaba una larga distancia, paseaba, hacía tres comidas al día y procuraba emplear mis energías sólo en cosas reales y prácticas.

A veces, sin embargo, la soledad me punzaba el corazón. El agua que bebía, incluso el aire que respiraba, venían cargados de largas agujas de punta afilada. Las esquinas de las páginas del libro que sostenía en la mano me amenazaban con un destello blanco como filos de una navaja de afeitar. A las cuatro de la madrugada, cuando todo estaba en silencio, podía oír cómo crecían las raíces de mi soledad.

Pero había unas cuantas personas que no me dejaban en paz. La familia de Kumiko. Me enviaban cartas sin cesar. Decían que Kumiko no podía seguir viviendo conmigo. Que deseaba que le concediera el divorcio. Que, de ese modo, el problema se resolvería de forma amigable. En las primeras cartas mantuvieron una postura coercitiva y funcional. No contesté. El tono de las cartas se volvió amenazador y, finalmente, se transformó en súplica. Pero lo que querían seguía siendo lo mismo.

Más tarde, el padre de Kumiko me llamó por teléfono.

—No digo que me oponga categóricamente al divorcio —le respondí—. Pero antes quiero hablar a solas con Kumiko. Si me convence, lo aceptaré. Pero si no puedo hablar con ella, no hay divorcio.

Posé los ojos en la ventana de la cocina y observé el cielo oscuro y encapotado que se extendía fuera. Aquella semana había llovido cuatro días seguidos. El mundo estaba mojado, negro y húmedo.

—Kumiko y yo decidimos casarnos después de hablarlo mucho. Quiero que termine de la misma manera.

Nuestras conversaciones avanzaron en paralelo sin llegar a ninguna parte. No, para ser exactos, no es que no llegaran a ninguna parte. Llegaron a un lugar donde nada fructifica.

Me quedaron algunas dudas. ¿Quería realmente Kumiko divorciarse de mí? ¿Había pedido a sus padres que me convencieran? «Kumiko dice que no quiere verte más», había afirmado su padre. También su hermano, Noboru Wataya, me había dicho antes lo mismo. Algo de verdad debía haber. Los padres de Kumiko tendían a interpretar las cosas según su conveniencia. Pero, tal como al menos yo los conocía, jamás crearían una situación semejante partiendo de la nada. Eran realistas para lo bueno y para lo malo. Entonces, de ser verdad lo que decía su padre, ¿estaba Kumiko en aquel momento bajo su protección?

No podía creer tal cosa. Desde niña, Kumiko jamás había sentido gran cariño hacia sus padres y hermano y siempre había intentado con todas sus fuerzas no depender de ellos. Era posible que Kumiko tuviera un amante y que, por esa razón, me hubiese dejado. Todavía no acababa de creerme las explicaciones que me había dado en la carta, pero reconocía que cabía esa posibilidad. Lo que, sin embargo, no me convencía de ninguna de las maneras era que Kumiko se hubiese marchado de casa para ponerse bajo la protección de sus padres y que se pusiese en contacto conmigo a través de ellos.

Cuanto más lo pensaba, menos lo entendía. Una de las posibilidades que se me ocurrieron era que Kumiko hubiese caído en una depresión hasta el punto de no poder valerse por sí misma. Otra posibilidad era que, por alguna razón, la hubieran encerrado a la fuerza en algún lugar. Intenté reunir, ordenar y reordenar los hechos, las palabras y los recuerdos, pero al fin desistí. Mis deducciones ya no me llevaban a ninguna parte.

Se acercaba el otoño y a mi alrededor empezaron a percibirse los signos del invierno. Como hacía siempre en esa época del año, barrí la hojarasca del jardín, la recogí en bolsas de basura y la tiré. Apoyé una escalera en el tejado y saqué las hojas que había en el canalón. El pequeño jardín de casa no tenía ningún árbol, pero las grandes ramas de los árboles vecinos extendían su follaje dentro de mi jardín y dejaban caer un montón de hojas que se esparcían a capricho de las ráfagas de viento. El trabajo no me desagradaba. Mientras contemplaba distraído cómo las hojas danzaban en un rincón soleado de la tarde, el tiempo pasaba sin que me diera cuenta. En el jardín de la casa de la derecha había un árbol grande que daba unos frutos rojos, y de vez en cuando se acercaban unos pájaros y chirriaban como si compitieran entre sí. Pájaros de vivos colores que punzaban el aire con sus estridentes chirridos.

No sabía cómo ordenar y guardar la ropa de verano de Kumiko. Barajé la posibilidad de tirarla, tal como había escrito ella. Pero recordaba que Kumiko siempre había tratado sus prendas con mucho cariño. Como no me faltaba espacio para guardarlas, decidí conservarlas durante un tiempo.

Sin embargo, cada vez que abría la puerta del armario ropero sentía inexorablemente la ausencia de Kumiko. La ropa allí colgada era un conjunto de mudas sin vida dejadas atrás por algo que había existido. Recordaba a la perfección a Kumiko vestida con aquella ropa, y algunas prendas estaban embebidas de recuerdos concretos. A veces me encontraba a mí mismo sentado en la cama e inmerso en la contemplación de la hilera de blusas, vestidos y faldas. No podía recordar cuánto tiempo llevaba allí sentado. Podían ser diez minutos o una hora.

A veces, mirándolas, me imaginaba que un hombre al que yo no conocía desnudaba a Kumiko. En mi cabeza, veía cómo las manos del hombre le desabrochaban la blusa, le quitaban la ropa interior. Veía cómo sus manos le acariciaban los pechos, le separaban las piernas. Podía ver el pecho suave, los blancos muslos de Kumiko y, sobre ellos, las manos de un hombre. No quería pensar en esas cosas. Pero no podía dejar de hacerlo. Porque, seguramente, habían ocurrido de verdad. Tenía que acostumbrarme a esas imágenes. No podía dejar de lado, a mi antojo, la realidad.

El tío de Noboru Wataya, diputado al Congreso por la circunscripción de Niigata, murió a principios de octubre. A medianoche tuvo un ataque de corazón en un hospital de Niigata donde estaba ingresado. Pese a los esfuerzos de los médicos, que hicieron todo lo posible por reanimarlo, al amanecer ya era cadáver. Dado que se preveía su muerte y se rumoreaba que en un futuro próximo habría elecciones generales, la asociación de partidarios del diputado Wataya tomó rápidamente medidas. Como se había acordado tiempo atrás, Noboru Wataya asumió la sucesión de su tío. La organización de la campaña electoral del difunto diputado Wataya era sólida. Aquella zona era, además, feudo del partido conservador. Salvo circunstancias imprevistas, él saldría elegido sin duda alguna. Leí el artículo en el periódico de la biblioteca. Lo primero que pensé fue que la familia Wataya estaría muy ocupada con este asunto. No tendría tiempo para pensar en el divorcio de Kumiko.

A principios de la primavera del año siguiente se disolvió el Congreso y hubo elecciones generales. Noboru Wataya, tal como se suponía, fue elegido diputado dejando muy atrás al candidato del partido de la oposición. Seguí a través de los periódicos de la biblioteca todo el proceso electoral, desde la presentación de su candidatura hasta el recuento de los votos, pero la elección de Noboru Wataya me dejó indiferente. Me daba la sensación de que todo estaba decidido de antemano. Y que luego la realidad lo calcaba todo minuciosamente.

La mancha azul de mi cara ni crecía ni disminuía. Tampoco sentía ni calor ni dolor. Me fui olvidando de ella. Dejé de ponerme las gafas oscuras y el sombrero para ocultarla. De vez en cuando me acordaba de que la tenía porque, al ir de compras durante el día, la gente que se cruzaba conmigo me miraba la cara sorprendida o desviaba la vista. Una vez me hube acostumbrado, dejó de importarme. No molestaba a nadie por tenerla. Decidí inspeccionar minuciosamente cada mañana cómo seguía la mancha mientras me lavaba la cara y me afeitaba. No mostraba alteración alguna. Su tamaño, su forma y su color continuaban siendo los mismos.

Fueron pocos quienes se preocuparon por la mancha que me había aparecido de repente en la cara. Cuatro en total. Me preguntaron por ella el dueño de la tintorería enfrente de la estación, el barbero que frecuentaba, el empleado de la bodega Oomura y la bibliotecaria que siempre estaba detrás del mostrador. Nadie más.

—Un accidente —respondía yo sucintamente poniendo cara de apuro cada vez que me preguntaban.

Ellos ya no insistían más. Decían en voz baja «lo siento», o algo por el estilo, como si tuvieran la culpa.

Me daba la impresión de que cada día que pasaba me alejaba más de mí mismo. Si me quedaba mucho rato contemplándome las manos, tenía a veces la sensación de que transparentaban, de que se veía el otro lado. Apenas hablaba con la gente. No me escribía ni me telefoneaba nadie. En el buzón sólo encontraba las facturas del gas, la electricidad o el teléfono, además de publicidad. La mayor parte de los folletos, destinados a Kumiko, eran catálogos a todo color de distintos diseñadores de moda. Fotos de vestidos, blusas y faldas ya de cara a la primavera. Aquel invierno era frío, pero yo ni siquiera pensaba en encender la estufa. Porque no distinguía si el frío era verdadero o era el frío que había siempre en mi interior. Sólo encendía la estufa cuando, al mirar el termómetro, me convencía de que en efecto hacía frío. Había veces que, por más que caldeara la habitación con la estufa, no dejaba de pasar frío.

A veces me acercaba a la casa abandonada de los Miyawaki, tal como hacía en verano, saltando el muro y pasando por aquel callejón lleno de recovecos. Me ponía un abrigo corto, me enrollaba una bufanda hasta la barbilla y andaba por el callejón pisando la hojarasca. El viento helado soplaba silbando entre los cables eléctricos. La casa abandonada ya estaba totalmente demolida y la rodeaba un alto vallado de madera. Podía atisbar por los resquicios entre los tablones, pero dentro no quedaba nada. Ya no existían ni la casa ni el empedrado ni el pozo ni los árboles ni la antena de televisión, y tampoco la estatua del pájaro. Sólo un terreno negro allanado por un tractor extendiéndose fríamente, y de trecho en trecho matojos y hierbajos que habían sobrevivido. Era increíble que poco antes hubiera habido un pozo profundo y yo hubiese bajado hasta el fondo.

Apoyado contra la valla, contemplé la casa de May Kasahara. Miré hacia arriba donde supuse que debía de encontrarse su habitación. Pero May Kasahara ya no estaba allí. Ya no saldría de la casa a saludarme diciendo: «¡Hola, señor pájaro-que-da-cuerda!».

Una tarde muy fría de mediados de febrero, me pasé por la oficina de la Agencia Inmobiliaria Setagaya Dai-ichi de la que me había hablado mi tío, de la estación. Abrí la puerta y, una vez dentro, me encontré con una secretaria de mediana edad. Cerca de la entrada había unas mesas. Pero no había nadie sentado a ellas. Parecía que todos hubieran salido por algún asunto. Una estufa grande de gas ardía con llamarada roja en el centro del despacho. Al fondo se veía una especie de salita y, allí, un anciano de baja estatura leía atento el periódico sentado en un sofá. Pregunté a la secretaria si había alguien llamado Ichikawa.

El anciano sentado al fondo miró hacia mí y me dirigió la palabra:

—Soy yo. ¿Qué deseas?

Di el nombre de mi tío. Le expliqué que era su sobrino y que vivía en la casa de su propiedad.

—¡Ah! Comprendo. Eres el sobrino del señor Tsuruta —dijo el anciano dejando el periódico sobre la mesa. Se quitó las gafas y se las guardó en el bolsillo. Me inspeccionó de arriba abajo, la cara, mi aspecto. No logré adivinar qué impresión le causaba—. Acércate. ¿Quieres una taza de té?

Respondí que no me apetecía, que no se molestara. Pero el anciano o no me oyó o ignoró mis palabras. Lo cierto es que, sin saber yo a cuál de ambas posibilidades se debía, mandó a la secretaria prepararnos un té. Poco después, cuando la empleada nos lo trajo, nos lo tomamos sentados en la salita uno enfrente del otro. La estufa estaba apagada, la salita helada. En la pared había un plano detallado de las viviendas de la zona, con marcas hechas, aquí y allá, con lápiz y rotulador. Junto al plano colgaba un calendario que reproducía el famoso cuadro del puente de Van Gogh. Propaganda de un banco.

—¿Está bien el señor Tsuruta? Hace tiempo que no lo veo —me preguntó tras un sorbo de té.

—Supongo que sí. Mi tío está siempre tan ocupado que apenas nos vemos.

—Eso está bien. ¿Cuántos años hará desde que hablé con él por última vez? Me da la sensación de que hace siglos que no lo veo —dijo el anciano. Sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo de la chaqueta y, después de calcular bien el ángulo, encendió con energía una cerilla—. Yo le vendí a tu tío la casa y, más tarde, también me encargué siempre de la administración. Me alegro de que tenga tanto trabajo.

Por lo visto, el señor Ichikawa no estaba tan ocupado. Supuse que ya hacía tiempo que se había medio jubilado y que sólo aparecía por la oficina para atender a los clientes.

—¿Qué te parece la casa? Es cómoda, ¿verdad? ¿Ha surgido algún problema?

—No, ninguno —le dije.

El anciano asintió.

—Me alegro. Aquella casa está muy bien. Es un poco pequeña, pero para vivir es muy confortable. A todos los que han vivido allí les ha ido muy bien. Y a ti, ¿qué tal? ¿Va todo bien?

—Pues de aquella manera —respondí. Y me dije a mí mismo: «al menos estoy vivo»—. He venido porque quería preguntarle una cosa. Cuando hablé con mi tío, me dijo que usted es la persona que mejor conoce los terrenos de esa zona. Por eso he venido a verlo.

El anciano soltó una risilla sofocada.

—Pues claro que la conozco. Hace cuarenta años que me dedico a los negocios inmobiliarios de la zona.

—Quería preguntarle sobre la casa del señor Miyawaki, la que está detrás de la mía. Ahora se ha convertido en un solar edificable, ¿no es así?

—¡Hum! —dijo el anciano, y apretó los labios con expresión de estar consultando su archivo mental—. ¿Diría que se vendió el agosto pasado o así? Todos los problemas del préstamo, los derechos legales y demás se solucionaron, y al final la finca pudo ponerse a la venta. Hubo conflictos durante mucho tiempo. Entonces la compró una inmobiliaria, demolió la casa y convirtió la finca en un solar edificable con la intención de revenderlo. Evidentemente, si se deja una casa tanto tiempo sin habitar, después ya no puede venderse. La inmobiliaria que la compró no es de la zona. Nadie de por aquí la hubiera comprado. ¿Conoces la historia de la casa?

—Sí, me la ha contado mi tío.

—Entonces ya me entiendes. Nadie que conociera la historia de la casa la querría. Tampoco yo. A lo mejor podrías encontrar a alguien que no supiera nada y vendérsela. Beneficios sí obtendrías, pero el hecho de engañar a un cliente te dejaría mal sabor de boca, ¿no te parece? Nosotros jamás haríamos un negocio así.

Asentí dándole la razón.

—Entonces, ¿qué empresa la ha comprado?

El anciano frunció las cejas y sacudió la cabeza. Me dio el nombre de una importante empresa inmobiliaria.

—Seguramente la habrán comprado sin estudiar bien el asunto, teniendo en cuenta sólo el lugar y el precio. Habrán pensado que podrían obtener un beneficio fácil. Pero las cosas no les van como pensaban.

—¿Todavía no la han vendido?

—Siempre parece que estén a punto de hacerlo y, al final, la cosa queda en nada —dijo el anciano cruzando los brazos—. Un terreno no lo compras con cuatro cuartos, es para toda la vida, y cuando tienes la intención de adquirir uno, antes te informas bien. Y es entonces cuando te enteras de esas historias siniestras. No hay ni una sola agradable. Al oírlas, ninguna persona normal lo compraría. Y la gente de por aquí conoce muy bien las historias.

—¿Y el precio?

—¿El precio?

—Sí, el precio del solar donde estaba la casa del señor Miyawaki. El anciano me miró con súbito interés.

—Según las cotizaciones actuales, un millón y medio de yenes por tsubo[13]. Es, en primer lugar, un barrio de gente acomodada. Además, como zona residencial, es magnífica, soleada. Ésa es la tasa. Estamos en una época de poco movimiento de compraventa de terrenos, el negocio inmobiliario no marcha demasiado bien, pero en ese barrio nunca hay problemas. Bastaría con esperar un tiempo y podría venderse a buen precio si se tratara de un terreno normal. Pero aquél no lo es. Así que, por más que esperen, no se venderá. Lo lógico es que el precio baje. El precio actual de venta descenderá hasta un millón por tsubo. El terreno tiene poco menos de cien tsubo, o sea, que ajustando el precio, pasaría a costar unos cien millones de yenes.

—¿Cree que bajará más de aquí en adelante?

El anciano asintió con categóricos movimientos de cabeza.

—Claro que sí. Rebajarán sin chistar hasta los novecientos mil yenes por tsubo. Éste es el precio que pagaron ellos al adquirirlo, así que bajarán hasta ahí. Saben que metieron la pata y que pueden darse por satisfechos si recuperan el dinero invertido. No te puedo asegurar si el precio puede llegar a bajar todavía más. Depende. Si necesitan dinero, es posible que lo vendan algo más barato aunque salgan perdiendo. Si no tienen problemas de líquido, quizá resistan. No conozco la situación interna de la empresa. Pero lo que sí puedo asegurarte es que deben de estar arrepentidos de haber adquirido el terreno. Todos los que se relacionan con ese lugar acaban teniendo mala suerte. —Dejó caer la ceniza golpeando el cigarrillo en el cenicero.

—En el jardín de la casa hay un pozo, ¿verdad? —pregunté—. Señor Ichikawa, ¿sabe usted algo de él?

—Sí, había uno. Un pozo muy profundo. Se ve que lo han cegado hace poco. De todos modos, estaba seco. No servía para nada.

—¿Sabe cuándo se secó?

El anciano permaneció unos instantes mirando fijamente hacia el techo con los brazos cruzados.

—¡Uff! De eso hace ya mucho tiempo, no me acuerdo bien, pero antes de la guerra decían que había agua. Así que debió de secarse después. No sé cuándo. Cuando la actriz fue a vivir allí, el pozo ya estaba seco y me parece que entonces ya se habló de cegarlo. Pero se dejó correr el asunto. Cegar un pozo es una labor complicada.

—He oído decir que el pozo de la casa de los Kasahara, que está allí cerca, tiene agua y que es muy buena.

—¿Ah, sí? Puede ser. En aquella zona el agua ha sido, desde siempre, muy buena, por la naturaleza del terreno. Además, las venas de agua son algo muy impredecible y no es extraño que allá salga agua y en otro sitio ya no. ¿Tienes algún interés especial en el pozo?

—A decir verdad, me gustaría comprar el terreno.

El anciano alzó el rostro y me miró de hito en hito. Cogió la taza y tomó despacio un sorbo de té.

—¿Quieres comprar aquel terreno?

Me limité a asentir con un movimiento de cabeza.

El anciano alcanzó el paquete de cigarrillos, sacó uno y lo golpeó contra el borde de la mesa. Pero lo mantuvo entre los dedos sin encenderlo. Se humedeció los labios con la punta de la lengua.

—Tal como te estaba contando, aquel terreno es problemático. Entre las personas que han vivido allí no encontrarás a ninguna a la que le hayan ido bien las cosas. Ya lo sabes, ¿no? Hablando claro, por bajo que sea el precio, jamás será una buena compra. ¿A ti no te importa?

—Soy consciente de todo eso. Aun así, aunque sea muchísimo más barato de lo normal, todavía no dispongo de dinero para comprarlo. Pero voy a encontrar el modo de procurármelo, como sea. Me gustaría que me mantuviera informado. ¿Me dirá usted si ha habido fluctuaciones en el precio, ofertas de compra del terreno y demás?

El anciano permaneció unos instantes absorto en sus pensamientos mirando el cigarrillo apagado. Carraspeó.

—No te preocupes. No hace falta que te apresures. Todavía tardará un tiempo en venderse. Habrá movimiento cuando fijen un precio ruinoso para ellos, pero yo diría que aún falta para llegar a eso.

Le di el número de teléfono de casa. El anciano se lo apuntó en una pequeña agenda negra desteñida por el sudor. Se la guardó en el bolsillo de la chaqueta, clavó sus ojos en los míos y luego me miró la mancha de la mejilla.

Pasó febrero, y cuando marzo se acercaba a la mitad, aquel frío glacial fue cediendo, poco a poco, y empezó a soplar un viento cálido del sur. En los árboles aparecieron brotes verdes y los pájaros que se acercaban al jardín eran de distinta especie. Cuando hacía buen tiempo, me pasaba las horas sentado en el cobertizo contemplando el jardín. Un atardecer de mediados de marzo, el señor Ichikawa me llamó por teléfono. Me dijo que el terreno de los Miyawaki aún no se había vendido y que el precio había bajado un poco más.

—Ya te lo dije, ¿no?, que no se vendería así como así —anunció con una nota de orgullo—. No te preocupes, todavía bajará una o dos veces más. ¿Y a ti cómo te va? ¿Ya vas ahorrando?

Aquella noche, alrededor de las ocho, mientras me lavaba la cara, me di cuenta de que la mancha estaba algo más caliente. Al tocarla, noté que la temperatura había subido. También el color era más claro, había adquirido una tonalidad púrpura. Conteniendo la respiración, me quedé escrutando mi rostro en el espejo. Lo miraba con tanta fijeza que mi cara empezó a no parecerme mía. Tenía la sensación de que la mancha me estaba exigiendo algo con urgencia. Al clavar en mi yo del otro lado del espejo la mirada, mi yo del otro lado del espejo me la devolvía en silencio.

Tengo que conseguir aquel pozo a toda costa. Ésta fue la conclusión a la que llegué.