7

Recuerdos y conversaciones sobre el embarazo

Reflexión empírica sobre el dolor

Al despertarme, la media luna del pozo había mudado al azul oscuro del anochecer. Las agujas del reloj marcaban las siete y media. Las siete y media de la tarde. Había dormido allí cuatro horas y media.

El aire del fondo del pozo era frío. Al bajar debía de haber estado demasiado nervioso para percibir la temperatura. Ahora sentía el frío en la piel. Me froté los brazos desnudos con las palmas de las manos para entrar en calor y pensé que debería haber metido algo en la mochila para ponerme encima de la camisa. Había olvidado por completo que la temperatura en el fondo de un pozo es muy distinta a la de la superficie de la tierra.

Me envolvía una oscuridad profunda. Por más que aguzara la vista, no veía nada. Ni siquiera dónde estaba mi propia mano. Palpé las paredes del pozo, descubrí a tientas la escala y tiré de ella. Seguía firmemente sujeta a la superficie. Al mover la mano, era como si la oscuridad vibrara, pero debía de ser una simple ilusión óptica.

Se me hacía extraño saber que mi cuerpo estaba allí y no ser capaz de verlo. Inmóvil en la oscuridad, cada vez me parecía menos evidente el hecho real de encontrarme allí. Por eso, de vez en cuando carraspeaba o me pasaba la palma de la mano por la cara. Así, mis oídos se cercioraban de la existencia de mi voz, mis manos de la existencia de mi rostro y mi rostro podía cerciorarse de la existencia de mi mano.

Pero, por más que me esforzara, mi cuerpo iba perdiendo poco a poco peso y densidad, como la arena peinada por la corriente. En mi interior se llevaba a cabo una especie de mudo y encarnizado tira y afloja y la conciencia iba arrastrando poco a poco la carne hacia su territorio. Las tinieblas perturbaban sobremanera el equilibrio original entre ambas. Pensé que el cuerpo, en definitiva, estaba hecho para contener la mente y que no era más que una cáscara provisional. Si cambiaba la alineación de aquellos signos llamados cromosomas que conformaban mi cuerpo actual, me encontraría dentro de un cuerpo totalmente distinto. «Prostituta de la mente», había dicho Malta Kanoo. Ahora sí podía aceptar estas palabras sin renuencia. Incluso era posible que copuláramos en el territorio de la mente y que yo eyaculara en la realidad. En una oscuridad tan profunda como aquélla, cualquier cosa, por extraña que fuera, era posible.

Sacudí la cabeza. Y, con esfuerzo, logré devolverle la conciencia al cuerpo.

En las tinieblas, presioné las yemas de los cinco dedos de una mano contra las cinco de la otra. El pulgar con el pulgar, el índice con el índice. Los dedos de la mano derecha se cercioraron de la existencia de los dedos de la mano izquierda, los dedos de la mano izquierda se cercioraron de la existencia de los dedos de la mano derecha. Luego respiré de forma lenta y profunda. Basta de pensar en la mente. Voy a pensar en cosas más reales. Voy a pensar en el mundo de la realidad al que pertenece la carne. Para eso he venido. Para reflexionar sobre la realidad. Porque me pareció que para reflexionar sobre la realidad era mejor alejarme lo más posible de ella. El fondo de un pozo, por ejemplo. «Cuando debas ir hacia abajo, busca el pozo más profundo y desciende hasta el fondo», había dicho el señor Honda. Apoyado en la pared, aspiré lentamente aquel aire que olía a moho.

Nosotros no hicimos ceremonia nupcial. No disponíamos de dinero ni queríamos recurrir a nuestros padres. Más que en formulismos, era preferible emplear todos nuestros esfuerzos en empezar una vida en común. Un domingo por la mañana fuimos a la ventanilla del ayuntamiento abierta los festivos, despertamos al funcionario de guardia que estaba dormitando y registramos el matrimonio. Más tarde fuimos a un restaurante francés de primera categoría al que habitualmente no hubiésemos podido ni entrar, pedimos una botella de vino y, los dos solos, nos regalamos con un buen banquete. Todo eso a cambio de la ceremonia.

Cuando nos casamos, apenas disponíamos de ahorros (contaba con un poco de dinero que me había dejado mi madre al morir, pero decidimos reservarlo para posibles emergencias), tampoco teníamos ningún mueble digno de este nombre. Nuestras perspectivas de futuro no eran muy halagüeñas. A una persona que trabaja en un bufete sin el título de abogado no le espera un futuro muy prometedor. Y ella trabajaba en una pequeña editorial sin nombre. Al licenciarse, de haberlo deseado, hubiese podido encontrar una colocación mucho mejor gracias a la influencia de su padre. Pero ella prefirió encontrar un trabajo por sus propios medios. No nos sentíamos insatisfechos. Nos parecía suficiente ir tirando los dos solos.

Construir algo juntos partiendo de cero no fue tarea fácil. Yo adolecía de la tendencia al aislamiento propia de los hijos únicos. Cuando tenía que hacer algo en serio, prefería llevarlo a cabo por mí mismo. Explicar las cosas, una a una, y hacérselas entender a los demás me parecía una pérdida de tiempo y energía, me era más cómodo hacerlo yo solo sin decir nada a nadie. Y Kumiko, después de perder a su hermana, cerró su corazón a su familia y creció prácticamente sola. Pasara lo que pasara, ella nunca le pedía consejo a nadie de esa casa. En ese sentido éramos idénticos.

A pesar de ello, Kumiko y yo adaptamos nuestros cuerpos y nuestras mentes a aquella nueva unidad, «nuestro hogar». Nos ejercitamos en pensar y sentir los dos juntos. Nos esforzamos en concebir nuestras experiencias individuales como «experiencias comunes» y en compartirlas. No hace falta decir que a veces salía bien y a veces mal. Pero disfrutábamos la novedad de aquella serie de pruebas y fracasos. Y si bien era cierto que entre ambos había enfrentamientos violentos, también lo era que éramos capaces de olvidarlos el uno en brazos del otro.

Al tercer año de casados, Kumiko se quedó embarazada. Tomábamos siempre grandes precauciones y para nosotros —o al menos para mí— fue una gran sorpresa. Debíamos de haber cometido algún error. No recordaba cuál, pero era la única explicación. Fuera como fuese, carecíamos de medios económicos para tener y criar un hijo. Kumiko acababa de familiarizarse con su trabajo en la editorial y pensaba continuar allí el máximo tiempo posible. Pero se trataba de una empresa pequeña y no podía permitirse el lujo de conceder bajas de maternidad. Si alguien quería tener un hijo, no le quedaba más remedio que dejar el empleo. Y si ella lo hacía, durante algún tiempo deberíamos subsistir sólo con mi sueldo, cosa prácticamente imposible.

—En fin, tendremos que dejarlo correr esta vez —dijo Kumiko con voz inexpresiva al volver del hospital con el resultado de las pruebas.

También a mí me parecía inevitable. Se mirara como se mirara, aquélla era la decisión más sensata. Todavía éramos jóvenes y no estábamos preparados para traer un hijo al mundo. Tanto Kumiko como yo necesitábamos tiempo para asentarnos. Nuestra prioridad era establecer nuestras propias vidas. Ya aparecerían luego mil oportunidades de tener hijos.

A decir verdad, yo no quería que Kumiko abortara. Una vez, en segundo curso de universidad, había dejado embarazada a una chica. Era un año menor que yo y la había conocido en mi trabajo de media jornada. Era una buena chica y enseguida nos llevamos bien. Simpatizábamos, claro, pero ni fuimos novios ni hubo jamás perspectivas de que lo fuéramos en el futuro. Los dos nos encontrábamos solos y necesitábamos tener a alguien entre los brazos.

La causa de que se quedara encinta estaba muy clara. Cuando me acostaba con ella, siempre usaba condón, pero aquel día me olvidé de llevar uno. Se me habían terminado. Cuando se lo conté, ella, tras dudar unos segundos, me dijo: «Bueno, hoy no creo que haya problema». Pero se quedó encinta.

No acababa de hacerme a la idea de que «la hubiera dejado embarazada», y la única solución era abortar. Reuní dinero para la operación y la acompañé. Tomamos el tren y nos dirigimos a un hospital que le había recomendado una conocida, en una pequeña ciudad de la prefectura de Chiba. Nos apeamos en una estación que ni siquiera había oído nombrar. Por las laderas de una baja colina se arracimaban cientos de casitas a la venta, extendiéndose en todo lo que alcanzaba la vista. Era un complejo residencial enorme que se había creado en los últimos años para empleados relativamente jóvenes que no podían pagar una casa dentro de Tokio. También la estación era nueva y, delante, aún quedaban campos de arroz. Al pasar el control de billetes me hallé ante el campo encharcado más grande que había visto en mi vida y en las calles sólo se veían carteles de una agencia inmobiliaria.

La sala de espera del hospital estaba literalmente llena a rebosar de mujeres embarazadas con barrigas enormes. La mayor parte debían de llevar casadas unos cuatro o cinco años, habían logrado por fin comprar una casita a plazos en la periferia y ahora, tras establecerse allí, habían decidido tener un hijo. Durante el día, entre semana, yo debía de ser el único hombre que deambulaba por el hospital, y más tratándose de la sala de espera de un hospital ginecológico. Las embarazadas me lanzaban rápidas miradas llenas de interés. Y no precisamente amistosas. A sus ojos yo no podía parecer mayor de lo que era, un estudiante de segundo de universidad, y era evidente que había dejado embarazada a mi novia por error y que ahora la llevaba a abortar.

Tras la intervención, nos subimos al tren y volvimos a Tokio. Antes del anochecer, el tren para Tokio estaba vacío. Dentro del vagón me disculpé. Le pedí perdón por haberla metido en aquella situación a causa de un descuido.

—No pasa nada. No te preocupes —me dijo ella—. Al menos tú me has acompañado hasta el hospital y has pagado la operación.

Ella y yo, poco después, dejamos de vernos sin que la iniciativa partiera de ninguno de los dos en particular. No sé qué ha sido de ella, dónde está ahora o qué hace. Pero, durante mucho tiempo después del aborto, e incluso después de dejar de vernos, sentí una extraña desazón. Cada vez que me acordaba de ella, me venía al pensamiento la sala de espera del hospital llena a rebosar de jóvenes mujeres encintas repletas de certezas. Y, cada vez, me decía que no debía haber dejado embarazada a aquella chica.

Dentro del tren, ella, para consolarme —para consolarme a mí—, me explicó la operación, punto por punto, diciendo que carecía de importancia.

—No es una operación tan seria como te piensas. No es nada larga y tampoco me han hecho daño. Sólo he tenido que desnudarme y estarme allí quieta. Sí, bueno, da un poco de vergüenza, pero el doctor era una buena persona y las enfermeras también eran muy amables. Eso sí, me han reñido diciendo que, a partir de ahora, vaya con más cuidado. No es para tanto. Yo también tengo parte de culpa. ¿No fui yo quien te dijo que no pasaría nada? ¿No es así? ¡Pues anímate!

Pero mientras me dirigía en tren a aquella pequeña ciudad de Chiba y regresaba luego a Tokio, yo me transformé, en algún sentido, en una persona distinta. Después de acompañarla a casa, cuando volví a mi habitación y me tendí en el suelo mirando el techo, me di perfecta cuenta del cambio que se había operado en mí. El yo que estaba allí (mi nuevo yo) jamás podría volver atrás. Y lo que allí había hizo que me diera cuenta de que había perdido la inocencia.

Cuando supe que Kumiko estaba encinta, lo primero que me vino a la cabeza fueron las jóvenes encintas que abarrotaban la sala de espera del hospital ginecológico. Y el peculiar olor que flotaba en la sala. No sabía qué olor era, a qué olía. Quizá no oliera a nada en concreto, tal vez sólo fuera algo parecido a un olor. Cuando la llamó la enfermera, la chica se levantó despacio del duro asiento de plástico y se dirigió en línea recta hacia la puerta. Antes de levantarse, me lanzó una mirada breve, y en sus labios flotaba una sonrisa pálida como si, tras esbozarla, hubiera cambiado de opinión.

Le dije a Kumiko que, aunque sabía que no era realista pensar en tener un hijo, no era inevitable, a pesar de todo, abortar.

—Ya hemos hablado mucho de ello, pero si trajéramos al mundo un hijo ahora, yo tendría que dejar la editorial y tú tendrías que buscar otro empleo con un salario más alto, para mantenernos a mí y al niño. Iríamos justos de dinero y no podríamos hacer nada de lo que queremos. Las posibilidades de hacer algo se reducirían drásticamente a partir de entonces. ¿No te importaría?

—No me importaría —dije.

—¿De verdad?

—Si quisiera podría encontrar otro empleo. Mi tío está buscando a alguien que le ayude. Quiere abrir un nuevo local, pero como no encuentra un encargado de confianza, no puede. Ganaría mucho más que ahora. Y aunque no tenga nada que ver con el derecho, la verdad es que me parece que en estos momentos ya me da igual.

—¿Llevar tú un restaurante?

—¿Por qué no? Y en caso de emergencia, aún nos queda algo del dinero de mi madre. No nos moriríamos de hambre.

Kumiko permaneció largo rato en silencio, reflexionando, con unas arrugas finas en el rabillo del ojo.

—¿Es que quieres tener un hijo?

—No lo sé. Por una parte, pienso que sería mejor seguir con la vida que llevamos, los dos juntos. Por otra, pienso, al mismo tiempo, que si tenemos un hijo, nuestro mundo tomará una dimensión más amplia. No sé qué es lo correcto. Sólo sé que no quiero que abortes. Por eso no puedo asegurarte nada. No sé nada a ciencia cierta y tampoco obra en mi poder una solución milagrosa. Lo siento de este modo, simplemente.

Kumiko reflexionó unos instantes. De vez en cuando se pasaba una mano por la barriga.

—Oye, ¿cómo crees que he podido quedarme embarazada? ¿Se te ocurre algo?

Negué con un movimiento de cabeza.

—Siempre hemos tomado precauciones. No queríamos pasar por esto. Así que no tengo ni idea de cómo ha pasado.

—¿No se te ha ocurrido pensar que quizás haya ido con otro hombre? ¿No has pensado en esa posibilidad?

—No.

—¿Y por qué no?

—No soy una persona muy intuitiva, pero de eso estoy seguro. Kumiko y yo estábamos sentados a la mesa de la cocina bebiendo vino. Era ya tarde, de noche, y no se oía un solo ruido en los alrededores. Kumiko, los ojos entornados, miraba el vino que quedaba en el fondo del vaso. Ella apenas bebía. Sólo un vaso de vino cuando no podía dormir. Después siempre era capaz de conciliar el sueño. Y yo la acompañaba. No utilizábamos copas finas de vino ni nada parecido, sino unos vasos de cerveza que nos habían regalado en la bodega del barrio.

—¿Has estado con otro hombre? —le pregunté, súbitamente preocupado. Kumiko negó varias veces con la cabeza, riendo.

—¡Pero qué dices! Jamás haría una cosa así. Sólo he querido exponer esta hipótesis.

Luego se puso seria de repente e hincó los codos en la mesa.

—Pero la verdad es que yo, a veces, dejo de entender las cosas. Lo que es real y lo que no lo es. Lo que ha ocurrido en realidad y lo que no ha ocurrido… A veces, ¿sabes?

—¿Y ahora estamos en una de esas veces?

—Pues sí. ¿A ti no te pasa?

Reflexioné unos instantes.

—Pues no recuerdo nada concreto —dije.

—No sé cómo explicarlo. Hay una especie de desfase entre lo que yo creo que es real y la auténtica realidad. Tengo la impresión de que dentro de mí, en alguna parte, hay una pequeña cosa oculta. Como un ladrón que ha entrado en una casa y se ha escondido en el armario. Y sólo de vez en cuando sale y altera mi orden y mi lógica. Como un imán que altera el funcionamiento de una máquina.

Miré a Kumiko unos instantes.

—¿Crees que hay alguna relación entre el hecho de que te quedaras embarazada y este pequeño algo?

Kumiko negó con un movimiento de cabeza.

—No se trata de si hay relación o no. Sólo que a veces pierdo la noción del orden de las cosas. Eso era lo único que quería decir.

Empezaba a apreciarse cierta irritación en su voz. El reloj marcaba la una. Era el momento de interrumpir la conversación. Extendí el brazo por encima de la estrecha mesa y le tomé la mano.

—Oye, ¿me dejarás decidir a mí? —dijo Kumiko—. Está claro que es un problema que nos afecta a ambos. Eso ya lo sé. Pero hemos hablado mucho de ello y ya sé lo que sientes. Ahora déjame decidir a mí. Aún dispongo de un mes. Así que, de momento, dejemos de hablar de ello.

El día que Kumiko abortó yo estaba en Hokkaido. No solían enviar a empleados de baja categoría en viaje de negocios, pero en aquel momento no había nadie más disponible y me tocó ir a mí. Tenía que llevar una maleta atiborrada de papeles, dar una sencilla explicación, recoger los documentos que me darían y volver. Eran documentos muy importantes y no podían enviarlos por correo ni confiarlos a nadie ajeno a la empresa. El vuelo de regreso a Tokio estaba completo y tuve que pasar la noche en un hotel de Sapporo. Mientras tanto, Kumiko fue sola al hospital y abortó. Luego, pasadas las diez de la noche, me llamó al hotel.

—Esta tarde he abortado —dijo—. Me sabe mal hablarte de hechos consumados, pero de repente tenían hora y me ha parecido que así era más fácil para los dos, que lo hiciera yo sola estando tú ausente.

—No te preocupes. Si creías que así era mejor, has hecho bien.

—Hay más cosas que debo decirte, pero todavía no puedo. De todos modos, tengo que hablar contigo sobre algo.

—Cuando vuelva a Tokio ya hablaremos con calma.

Después de colgar me puse el abrigo, salí de la habitación y empecé a vagar sin rumbo por las calles de Sapporo. Estábamos a principios de marzo y la nieve se acumulaba a ambos lados de la calle. El viento era tan frío que casi dolía respirar y el aliento de los transeúntes flotaba, blanco, durante unos instantes y se desvanecía. Todos llevaban abrigos gruesos, guantes, bufandas enrolladas hasta la boca y caminaban con tiento sobre el pavimento helado para evitar resbalones. Taxis con ruedas claveteadas deambulaban por la calle entre crujidos. Cuando no pude resistir más el frío, entré en un bar y me tomé varios whiskies solos. Luego reanudé el paseo.

Vagué por las calles mucho tiempo. De vez en cuando caían algunos copos, pero era una nieve tan ligera como un recuerdo que se borra en la distancia. El segundo bar en el que entré estaba en un sótano. Era mucho mayor de lo que la entrada daba a suponer. A un lado había un pequeño escenario y un hombre delgado con gafas cantaba acompañándose de la guitarra. Estaba sentado, con las piernas cruzadas, en una silla metálica y tenía el estuche de la guitarra a los pies.

Me senté y escuché la música mientras bebía sin prestarle demasiada atención. En una pausa, explicó que él mismo había compuesto la música y escrito las letras de todas las canciones. Debía de estar en la segunda mitad de la veintena, su rostro carecía de personalidad y llevaba unas gafas con montura de plástico de color marrón. Vestía tejanos, botines y le asomaban los faldones de una camisa de franela a cuadros por fuera del pantalón. No sabría explicar qué tipo de canciones eran. Acordes simples, melodías monótonas, letras insustanciales. Normalmente no hubiera prestado atención a canciones así y me hubiera limitado a beberme el whisky, pagar la cuenta y salir del local. Pero aquella noche me sentía helado hasta el tuétano de los huesos y no quería salir por nada del mundo hasta haber entrado en calor. Me tomé un whisky solo y enseguida pedí otro. Permanecí con el abrigo puesto y la bufanda enrollada al cuello. El barman me preguntó si me apetecía alguna tapa y pedí queso, pero sólo me comí un trozo. Intenté pensar en algo, pero mi cerebro no funcionaba bien. Ni siquiera sabía qué pensar. Tenía la sensación de haberme convertido en una habitación vacía. Y, dentro de ella, la música resonaba distorsionada como un eco hueco.

Cuando el hombre terminó de cantar unas cuantas canciones, el público aplaudió. No fervorosamente, pero tampoco por compromiso. El local no estaba muy lleno. Debía de haber unas diez o quince personas. Se levantó y saludó. Hizo una especie de broma y algunos clientes rieron. Llamé al camarero y le pedí el tercer whisky. Y, al fin, me quité la bufanda y el abrigo.

—Con esto termina mi actuación de hoy —dijo el cantante. Luego hizo una pausa y barrió el interior de la sala con la mirada—. A algunos de ustedes no les habrán gustado mis canciones. Y, para ellos, voy a hacer hoy un pequeño juego. Hoy en especial. Así que pueden considerarse afortunados.

El cantante dejó con cuidado la guitarra a sus pies y extrajo una vela del estuche. Una vela blanca y gruesa. La encendió con una cerilla, dejó caer cera en un plato y pegó con ella la vela. Luego alzó el plato hacia lo alto con ademanes de filósofo griego.

—Bajen un poco las luces, por favor —dijo el hombre. Un empleado bajó la intensidad de la luz—. Un poco más, por favor.

Cuando la sala hubo quedado casi a oscuras, se vio claramente la llama de la vela. Con el vaso de whisky entre las manos, para calentarlo, miré al hombre y la vela que sostenía en la mano.

—Como ustedes saben muy bien, el hombre experimenta en el curso de su vida diversos tipos de dolor —dijo en voz baja, pero audible—. Dolor del cuerpo y dolor del alma. Yo, hasta hoy, he experimentado diversas clases de dolor y supongo que ustedes también. Pero estoy seguro de que, en la mayoría de los casos, les ha resultado muy difícil describir con palabras ese dolor a los demás. La gente dice que el dolor sólo lo comprende quien lo sufre. Pero ¿es eso realmente cierto? Yo no lo creo así. Si alguien, por ejemplo, sufre de verdad ante nuestros ojos, nosotros también podemos sentir su dolor, su sufriente en nuestra propia carne. La fuerza de la empatía. ¿Me comprenden? —Hizo una pausa y barrió de nuevo la sala con la mirada—. Creo que las personas cantan porque quieren alcanzar la empatía con los demás. Porque quieren salir de su reducida cáscara y compartir con muchos otros el dolor y la alegría. Pero eso, por supuesto, no es fácil. Por eso esta noche quisiera hacer, por así decirlo, un sencillo experimento de empatía física.

Todo el mundo miraba al escenario de hito en hito conteniendo el aliento, impacientes por saber qué diablos ocurriría a continuación. En el silencio, el hombre miraba al vacío con la finalidad de hacer una pausa o, quizá, de concentrarse. Luego, sin decir palabra, puso la palma de la mano izquierda sobre la vela y fue acercándola poco a poco a la llama. Un cliente exhaló un sonido que no era ni un suspiro ni un gemido. Pronto se vio cómo el fuego le quemaba la palma de la mano. Incluso parecía oírse el crepitar que producía al abrasarse. Una mujer lanzó un pequeño gemido. Los demás contemplábamos la escena petrificados. El hombre, con la cara violentamente contraída, soportaba el dolor. «¡Pero qué hace!», pensé. «¿Por qué hará una tontería semejante?». Noté cómo se me secaba la boca. Tras permanecer así cinco o seis segundos, apartó despacio la mano de la llama y dejó en el suelo el plato con la vela. Luego juntó las dos manos, apretando la palma derecha contra la izquierda.

—Como ustedes han podido comprobar, el dolor puede abrasar de forma literal la carne de un hombre —dijo. La voz era idéntica a la de antes: baja, clara y serena. La angustia se había borrado de su rostro. Incluso flotaba en él una pálida sonrisa—. Y ustedes han percibido el dolor que supuestamente sentía yo. Éste es el poder de la empatía.

Separó entonces despacio las manos que mantenía unidas. Y, de entre ellas, extrajo un fino pañuelo rojo, lo desplegó y lo mostró. Luego extendió los brazos y dirigió las palmas abiertas hacia el público. No mostraban ni rastro de quemaduras. Tras un breve silencio, la gente, aliviada, aplaudió con entusiasmo. Las luces se encendieron y la gente, liberada de la tensión, empezó a hablar animadamente. El hombre, como si nada hubiera sucedido, guardó la guitarra dentro del estuche, bajó del escenario y desapareció.

Al pagar la consumición, le pregunté a una camarera si aquel hombre solía cantar allí y si, aparte, hacía juegos de manos.

—No estoy segura —dijo—. Por lo que yo sé, ésta es la primera vez que canta aquí. Y nunca lo había oído nombrar. Tampoco he oído que se dedique a la magia. Pero ha sido increíble, ¿verdad? ¿Cómo lo habrá hecho? ¡Incluso podría salir por televisión!

—¡Desde luego! Parecía que se estuviera quemando de verdad —dije.

Volví andando al hotel y, al tenderme en la cama, el sueño acudió de inmediato como si me hubiera estado aguardando. En el instante de dormirme, pensé en Kumiko. Pero la sentí terriblemente lejana y, además, era incapaz de pensar en algo. De repente me vino al pensamiento el rostro de aquel hombre cuando se le abrasaba la palma de la mano. «Realmente parecía que se estuviera quemando», pensé. Y luego me sumergí en el sueño.