5

Vistas de ciudades lejanas

La media luna eterna

La escala bien sujeta

El teléfono sonó justo cuando empezaba a conciliar el sueño. Mi primera reacción fue ignorarlo y seguir durmiendo, pero el teléfono, como si adivinara mi propósito, continuó sonando, diez, veinte veces, persistentemente, sin fin. Abrí un ojo y miré el reloj que estaba junto a la cabecera de la cama. Eran poco más de las seis de la mañana. Al otro lado de la ventana ya era de día. Podía ser Kumiko. Salté de la cama, fui a la sala de estar y descolgué.

—Diga.

Nadie respondió. Había señales de vida al otro lado del hilo. Pero ese alguien no parecía tener la intención de decir nada. Yo también enmudecí. Si aguzaba el oído, lograba oír una débil respiración a través del auricular.

—¿Quién es? —Pero el silencio continuaba—. Si eres la de siempre, llama más tarde, por favor. No quiero hablar de sexo antes del desayuno.

—¿Y la de siempre quién es? —preguntó una voz de repente. Era May Kasahara—. ¿Con quién hablas de sexo?

—Con nadie —respondí.

—¿Con la mujer que abrazabas anoche? ¿Hablas de sexo por teléfono con esa mujer?

—No, no es con ella.

—Pero oye, señor pájaro-que-da-cuerda. ¿Cuántas mujeres hay a tu alrededor? Aparte de la tuya, claro.

—Es una historia muy larga. Ahora son las seis de la mañana y esta noche apenas he dormido. Pero, oye, ¿así que anoche viniste a casa?

—Sí, y vi cómo tú y aquella mujer os abrazabais.

—Aquello no fue nada, de veras. Fue, por decirlo de alguna manera, una especie de ceremonia.

—Conmigo no hace falta que te excuses —dijo May Kasahara con frialdad—. No soy tu mujer. Pero dejáme decirte que tienes un problema.

—Puede ser.

—Ahora estás pasando un mal momento… Y seguro que lo estás pasando mal… Pero tengo la impresión de que te lo buscas tú. Tienes algún problema de base que actúa como un imán y atrae los malos rollos. Y entonces cualquier mujer, por poco lista que sea, se va corriendo de tu lado.

—Quizá tengas razón.

May Kasahara enmudeció unos instantes al otro lado del hilo. Luego carraspeó.

—Ayer por la tarde viniste al callejón, ¿no? Pasaste mucho rato plantado detrás de casa, ¿verdad? Como un raterillo de tercera. Yo te estuve mirando.

—Pero no saliste.

—Hay veces que a una chica no le apetece salir, ¿sabes? —dijo May Kasahara—. A veces, una está en plan malvado. Y piensa, si ése quiere esperar, pues que espere un poco más.

—¡Ah!

—Pero luego me supo mal y fui a tu casa. Como una imbécil.

—Y yo estaba abrazando a una mujer.

—Pero, oye, ¿aquella mujer no estará un poco chalada? —preguntó May Kasahara—. Hoy en día no hay mucha gente con esa pinta, maquillada de ese modo. Y si no ha llegado hasta aquí viajando a través del tiempo, sería mejor que un médico le examinara la cabeza.

—No, mujer. No es que esté loca. Cada uno tiene sus gustos.

—Los gustos son cosa de cada uno. Pero las personas normales no llevan las cosas tan lejos. Esa mujer parece, de los pies a la cabeza, el recorte de una revista del año de la pera. —No repliqué nada—. Oye, señor pájaro-que-da-cuerda, ¿te has acostado con ella?

—No, no me he acostado con ella —respondí tras dudar un instante.

—¿De verdad?

—De verdad. No hemos tenido relaciones carnales.

—¿Entonces por qué os abrazabais?

—Las mujeres a veces queréis que os abracen.

—Quizá sí. Pero me parece que es una idea un poco peligrosa —dijo May Kasahara.

—Tienes toda la razón —reconocí yo.

—¿Cómo se llama esa mujer?

—Creta Kanoo.

May Kasahara volvió a enmudecer unos instantes al otro lado del hilo.

—Es broma, ¿no?

—No, no es broma. Y su hermana se llama Malta Kanoo.

—No será ése su nombre de verdad, supongo.

—No, no es su nombre verdadero. Es un seudónimo.

—¿Y esas dos qué son? ¿Una pareja de manzai? ¿O tienen algo que ver con el Mediterráneo?

—Con el Mediterráneo sí tienen que ver.

—Y esa hermana que dices, ¿viste como una persona normal?

—Pues, sí. Bastante. Al menos mucho más normal que la otra. ¡Ah! Pero lleva siempre un sombrero de plástico rojo.

—Me da la impresión de que ésa muy normal tampoco es. ¿Y cómo es que tienes que tratar con esas chaladas?

—Es una historia muy, muy larga —respondí—. Quizá te lo cuente algún día, cuando todo se calme un poco. Pero ahora no puede ser. Me siento muy confuso y la situación está también muy difícil.

—¡Hum! —dijo May Kasahara con una nota de sospecha—. Por cierto, ¿tu mujer todavía no ha vuelto?

—No, todavía no.

—Oye, señor pájaro-que-da-cuerda, tú ya eres una persona adulta, ¿por qué no usas un poco la cabeza? ¿Qué crees que habría pasado si tu mujer hubiera cambiado de opinión, hubiera vuelto anoche y te hubiese encontrado abrazado a aquella mujer?

—Por supuesto, cabía la posibilidad.

—Y si llega a ser ella quien hubiera llamado ahora, ¿qué crees que habría pensado al oír lo del sexo por teléfono?

—Tienes toda la razón del mundo.

—Sí, realmente tienes un, problema bastante grande —dijo May Kasahara y suspiró.

—Sí, es verdad. Tengo un problema.

—¡Para ya de darme la razón por las buenas! No vas a resolver nada reconociendo que te equivocas.

—Sí, tienes razón —dije. Llevaba toda la razón.

—¡Ya estamos otra vez! —gritó May Kasahara con tono de desconcierto—. ¿Y qué te pasaba anoche? Querías algo, ¿no?

—Ya no importa.

—¿Cómo que ya no importa?

—Sí, que eso… ya no tiene importancia.

—O sea, que abrazas a aquella mujer y yo ya no te sirvo para nada.

—No, no es eso. Sólo es que pensé que…

May Kasahara colgó sin decir palabra. ¡Caray! May Kasahara, Malta Kanoo, Creta Kanoo, la mujer del teléfono y Kumiko. Verdaderamente, tal como había dicho May Kasahara, en los últimos tiempos había demasiadas mujeres a mi alrededor. Y cada una llena de problemas incomprensibles.

Pero yo estaba demasiado cansado para pensar. Primero tenía que dormir. Luego, cuando me despertara, había algo que debía hacer. Volví a la cama y me dormí.

Al despertarme, saqué la mochila del armario. Era una mochila de emergencia, para terremotos y otros desastres. Contenía una cantimplora, galletas, una linterna y un encendedor. Cuando nos mudamos a esta casa, Kumiko, que tenía miedo del Big One[12], la había comprado. Pero la cantimplora estaba vacía, las galletas reblandecidas y las pilas de la linterna agotadas. Llené la cantimplora de agua, tiré las galletas y puse pilas nuevas. Luego fui a la tienda y compré una escala de cuerda para salidas de emergencia en caso de incendio. Me pregunté si necesitaba algo más, pero sólo me acordé de los caramelos de limón. Recorrí las habitaciones, cerré todas las ventanas y apagué la luz. Eché la llave a la puerta de entrada, pero cambié de opinión y volví a abrirla. Quizá viniera alguien. Quizá regresara Kumiko. Además, en la casa no había nada que robar. Y dejé una nota sobre la mesa de la cocina. Escribí: «Salgo un rato. Enseguida vuelvo. T». Me imaginé a Kumiko de vuelta, leyéndola. ¿Qué sentiría ella? Agarré el papel, lo arrugué y escribí otra nota. «Salgo un momento por un asunto importante. Volveré enseguida. Espéreme, por favor. T».

Vestido con pantalones de algodón y un polo de manga corta, me cargué la mochila a la espalda, salí al cobertizo y bajé al jardín. A mi alrededor, la impronta del verano era evidente. Un artículo genuino, sin reservas ni condiciones. El fulgor del sol, el olor del aire, el color del cielo, la forma de las nubes, el chirrido de las cigarras: todo proclamaba la auténtica llegada del verano. Con la mochila a la espalda, salté el muro de la parte posterior del jardín y bajé al callejón.

Una vez, aún de niño, me escapé de casa una mañana de verano tan soleada como ésa. No recordaba bien las circunstancias que me impulsaron a irme. Posiblemente me había enfadado con mis padres. De todos modos, me había cargado la mochila a la espalda como hoy, me había metido los ahorros en el bolsillo del pantalón y me había ido de casa. Mentí a mi madre diciéndole que iba de excursión con mis amigos y que me preparara la comida para llevar. Cerca de casa había varias montañas adonde se podía ir de excursión y no era extraño que los niños fueran allí solos. Salí de casa, tomé el autobús que había elegido de antemano y fui hasta la terminal. Aquél era para mí un «barrio lejano y desconocido». Enlacé con otro autobús y fui hasta otro «barrio (aún más) lejano y desconocido». Sin saber siquiera cómo se llamaba, me apeé del autobús y empecé a vagar sin rumbo por las calles. Era un barrio sin ninguna particularidad. Un poco más bullicioso que el barrio donde yo vivía, y un poco más sucio. Había una calle llena de tiendas, una estación de tren y una pequeña fábrica. Por allí pasaba un río y, delante del río, había un cine. En el cartel anunciaban una película del oeste. A mediodía me senté en un banco en un parque y almorcé. Estuve en aquel barrio hasta el atardecer, pero, conforme iba acercándose la noche, me sentía más y más desamparado. Aquélla era la última oportunidad de retroceder, pensaba. Si caía la noche, ya no podría regresar. Volví a casa en los mismos autobuses que a la ida. Llegué antes de las siete y nadie se dio cuenta de que me había escapado. Mis padres pensaban que había ido a la montaña con mis amigos.

Había olvidado por completo este episodio. Pero, en el instante de saltar el muro con la mochila a la espalda, resurgió de súbito la sensación de aquel momento. La indescriptible sensación de desamparo al estar de pie, solo, en unas calles desconocidas, entre gente desconocida, entre casas desconocidas, mirando cómo la luz del sol de la tarde va perdiendo poco a poco su fulgor. Y pensé en Kumiko. Kumiko, que había desaparecido llevándose sólo un bolso y la blusa y la falda que acababa de recoger en la tintorería. Ella ya había dejado atrás su última oportunidad de retroceder. Y quizás estaba ahora de pie, sola, en un barrio lejano y desconocido. Al pensar en ello, me invadió el desasosiego.

Luego me dije que no, que no estaba necesariamente sola. Quizá la acompañaba un hombre. Era mucho más lógico.

Dejé de pensar en Kumiko.

Me adentré en el callejón. Bajo mis pies, la hierba había perdido la frescura y la fragancia de la estación de las lluvias y ahora tenía el aspecto descaradamente deslucido propio de la hierba en verano. Mientras avanzaba, algún saltamontes verde daba un vigoroso brinco desde la hierba. También saltaban algunas ranas. El callejón se había convertido en el reino de aquellas pequeñas criaturas y yo era un invasor que perturbaba su equilibrio.

Al llegar a la casa abandonada de los Miyawaki abrí la cancela y entré sin más en el jardín. Abriéndome paso entre los hierbajos, me dirigí hacia el fondo del jardín. Pasé junto a la sucia estatua del pájaro que, como de costumbre, tenía la mirada clavada en el cielo, y rodeé la casa deseando que May Kasahara no me hubiera visto entrar.

Ante el pozo, aparté las piedras y las dos tablas con forma de media luna que lo cubrían. Arrojé una piedra pequeña para comprobar si había agua. Volví a oír el mismo sonido seco de la vez anterior. No había agua. Me quité la mochila que llevaba a la espalda, saqué la escala de cuerda y até un extremo en el tronco de un árbol cercano. Tras dar unos fuertes tirones me aseguré de que no se soltaría. Todas las precauciones eran pocas. Si llegaba a soltarse o desatarse, tal vez no podría volver a la superficie.

Con la escala enrollada al brazo empecé a descolgarla dentro del pozo. Metí toda la escala, pero no había señales de que hubiera tocado fondo. Era muy larga y no creía, por tanto, que la longitud fuera insuficiente. Pero el pozo era profundo y, por más que intentara enfocar el fondo con la linterna, no conseguía ver hasta dónde alcanzaba la escala. A partir de cierto punto, el rayo de luz desaparecía engullido por las tinieblas.

Me senté en el brocal y agucé el oído. Las cigarras chirriaban entre los árboles con tanta fuerza como si rivalizaran en capacidad pulmonar y potencia vocal. Pero no se oía ningún pájaro. Eché de menos el pájaro-que-da-cuerda. Quizá detestaba competir con las cigarras y se había ido a cualquier otra parte.

Luego volví las palmas de las manos hacia arriba y las expuse a la luz del sol. Enseguida se caldearon. Como si la luz penetrara en cada arruga, en cada línea de la mano. Aquél era el indudable dominio de la luz. Todo cuanto había a mi alrededor estaba bañado en luz y brillaba con los colores del verano. Incluso las cosas que carecían de forma, como el tiempo y la memoria, recibían la bendición de la luz del verano. Me puse un caramelo de limón en la boca y permanecí allí sentado hasta que el caramelo se deshizo por completo. Luego volví a tirar con todas mis fuerzas de la escala de cuerda para comprobar si estaba bien sujeta.

Descender por el pozo fue una tarea mucho más ardua de lo que suponía. La escala estaba hecha de una mezcla de algodón y nailon y su resistencia estaba fuera de cuestión, pero el apoyo de los pies era terriblemente inestable y, cada vez que intentaba bajar un peldaño, la suela de goma de las zapatillas de tenis resbalaba. Tenía que sujetarme con tanta fuerza que empezaron a dolerme las palmas de las manos. Fui bajando peldaño a peldaño con grandes precauciones. Pero, por más que descendiera, no avistaba el fondo. Como si el descenso fuera a durar eternamente. Recordé el sonido de la piedra al chocar contra el fondo. No había problema. Fondo, sí lo había. Sólo que con aquella maldita escala no se llegaba nunca.

Pero me invadió el pánico cuando hube contado veinte peldaños. El terror me asaltó de repente, como una descarga eléctrica, y me dejó petrificado en el lugar. Mis músculos se hicieron piedra. Me encontré bañado en sudor y las piernas empezaron a temblarme. ¿Era posible que existiera un pozo tan profundo? Estábamos en el centro de Tokio. Detrás de la casa donde yo vivía. Conteniendo la respiración, agucé el oído. No se oía nada. Ni siquiera el chirrido de las cigarras. Sólo los violentos latidos de mi corazón retumbando en mis oídos. Respiré hondo. En el vigésimo escalón, aferrado a la escala, me sentía tan incapaz de seguir bajando como de volver a subir. En el interior del pozo el aire era frío y olía a tierra. Aquél era un mundo apartado de la superficie donde brillaba sin freno el sol del verano. Alcé la vista, vislumbré, pequeña, la boca. La media tabla que quedaba de la tapa dividía, justo por la mitad, la boca redonda del pozo. Desde abajo parecía una media luna que flotara en el cielo. «La media luna durará un tiempo», me había dicho Malta Kanoo. Ella me lo había profetizado por teléfono. ¡Caray! Al pensarlo, sentí que mis fuerzas flaqueaban, que mis músculos se aflojaban y que una bocanada de aire vaciaba mi cuerpo.

Haciendo acopio de todas mis fuerzas, inicié de nuevo el descenso. Me decía que debía bajar sólo un poco más. Un poco más. Todo iba bien, seguro que había un fondo. Y, tras bajar el vigesimotercer peldaño, llegué a él. Mis pies tocaron la tierra del fondo del pozo.

Lo primero que hice en la oscuridad, aferrado todavía a un peldaño de la escala por si tenía que emprender la huida, fue tantear el fondo con la punta del zapato. Sólo tras comprobar que no había agua ni tampoco algo extraño, me atreví a pisarlo. Me quité la mochila de la espalda, abrí la cremallera a tientas y saqué la linterna. El rayo de luz iluminó el interior del pozo. La tierra del fondo no era ni muy dura ni muy blanda. Por fortuna estaba seca. Había algunas piedras que la gente debía de haber arrojado. Aparte de las piedras, sólo vi una bolsa vieja de patatas fritas. A la luz de la linterna, el aspecto del fondo del pozo me recordó la superficie de la luna tal como la había visto tiempo atrás por televisión. Las paredes eran de cemento, lisas, sin particularidad alguna, y el musgo crecía adhiriéndose aquí y allá. Se alzaban rectas como una chimenea y, en lo más alto, se veía el agujero de luz con forma de media luna. Al mirar directamente hacia arriba tuve conciencia, una vez más, de la profundidad del pozo. Volví a tirar con fuerza de la escala. Parecía estar sujeta con firmeza. Mientras estuviera allí, podría ascender a la superficie cuando quisiera. Respiré hondo. El aire olía a moho, pero no parecía haber nada malo en él. Era justo el aire lo que más me preocupaba. En los pozos secos suele haber emanaciones de gas tóxico. Tiempo atrás había leído un artículo en un periódico que hablaba de un constructor que había muerto en un pozo a causa del gas metano.

Respiré, me senté en el fondo del pozo y apoyé mi espalda contra la pared. Luego cerré los ojos y dejé que mi cuerpo se familiarizara con el lugar. «¡Bueno!», pensé, «ya estoy en el fondo de un pozo».