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En este capítulo no hay ninguna buena noticia

Salí de la cafetería, volví a vagar sin rumbo por el barrio. Debido quizás al terrible calor de la tarde, fui sintiéndome cada vez peor mientras andaba. Incluso tenía escalofríos. Pero no deseaba volver a casa. La sola idea de estar esperando una llamada incierta, inmóvil en aquella casa silenciosa, me producía una insoportable sensación de asfixia.

Todo lo que se me ocurrió fue ir a visitar a May Kasahara. Al volver a casa, salté el muro y bajé por el callejón hasta la parte trasera de su casa. Me apoyé en la valla de la casa abandonada, al otro lado del callejón, y me quedé contemplando el jardín donde estaba el pájaro de piedra. Si permanecía allí, May Kasahara sin duda me descubriría. Cuando no iba a trabajar para la empresa de pelucas, ella solía vigilar el callejón desde el jardín tomando el sol o desde su cuarto.

Pero May Kasahara no apareció. En el cielo no había una sola nube. El sol del verano me abrasaba el cogote. Desde la tierra, bajo mis pies, se elevaba un sofocante olor a hierba. Contemplando el pájaro de piedra recordé la historia que me había contado mi tío e intenté reflexionar sobre el destino de los antiguos habitantes de la casa. Pero sólo podía pensar en el mar. Un mar frío y azul. Respiré hondo una y otra vez. Miré el reloj. Y, cuando ya estaba a punto de desistir pensando que ya no habría suerte, al fin apareció May Kasahara. Cruzó el jardín y se me acercó despacio. Llevaba pantalones cortos de dril, camisa azul estampada, calzaba sandalias rojas de goma. Se plantó ante mí y sonrió a través de sus gafas de sol.

—¡Hola, señor pájaro-que-da-cuerda! ¿Ya has encontrado el gato? Noboru Wataya.

—No, todavía no. Hoy has tardado mucho en salir, ¿no?

May Kasahara se embutió las manos en los bolsillos traseros del pantalón y lanzó a su alrededor una mirada divertida.

—Oye, señor pájaro-que-da-cuerda. Por muy desocupada que esté, no me paso el día, de la mañana a la noche, con los ojos abiertos como platos vigilando el callejón. Yo también tengo algunas cosillas que hacer. Pero, en fin. Lo siento. ¿Tanto te he hecho esperar?

—No, no tanto. Pero es que estar aquí de pie, con este calor…

May Kasahara me lanzó una larga y atenta mirada. Frunció levemente el entrecejo.

—¿Qué te ha pasado, señor pájaro-que-da-cuerda? Haces una cara de espanto. Como si acabaran de desenterrarte. Ven aquí. Mejor que te pongas a la sombra y que descanses un poco.

Me tomó de la mano y me introdujo en su jardín. Luego arrastró una de las tumbonas bajo un roble y me hizo sentar en ella. Las ramas del tupido follaje proyectaban una sombra fresca que olía a vida.

—No te preocupes. En casa no hay nadie, como de costumbre. Puedes estar tranquilo. Descansa un poco y no pienses en nada.

—Oye, ¿podrías hacerme un favor? —pregunté.

—Dime.

—Quiero que llames por mí.

Me saqué del bolsillo un bolígrafo y la agenda y apunté el número de teléfono de la oficina de mi mujer. Arranqué la hoja y se la di. La agenda con tapas de plástico estaba tibia de sudor.

—Llama a este número y pregunta si Kumiko Okada está en la oficina. Si te dicen que no, pregúntales si fue ayer a trabajar. Sólo eso.

May Kasahara tomó el papel y lo miró fijamente apretando los labios. Después me miró a mí.

—De acuerdo. Ahora llamo. Pero tú estate ahí tumbado y no pienses en nada. Enseguida vuelvo.

Cuando se hubo ido, me tumbé y cerré los ojos tal como me había dicho. Todo mi cuerpo rezumaba sudor. Si intentaba pensar en algo, sentía un dolor sordo y profundo en la cabeza, y tenía un nudo de hilachos hundido en el fondo del estómago. De vez en cuando me entraban náuseas. A mí alrededor todo estaba en silencio. Y esa calma me recordó que llevaba bastante tiempo sin oír el pájaro-que-da-cuerda. ¿Cuándo lo había oído por última vez? Cuatro o cinco días atrás. No estaba seguro. Cuando me había dado cuenta, su voz ya había dejado de oírse. Quizá fuera un pájaro que emigraba según la estación. Pensándolo bien, había empezado a oírlo aquel último mes. Y, durante ese tiempo, aquel pájaro había dado cuerda, un día tras otro, al pequeño mundo en que vivíamos. Había sido la estación del pájaro-que-da-cuerda.

Diez minutos después, May Kasahara volvió y me alargó un gran vaso que llevaba en la mano. El hielo tintineó con un ruido seco. Sentí que aquel sonido me llegaba de un mundo remoto. Entre el lugar donde me encontraba y aquel mundo había varias puertas. Ahora, por azar, estaban todas abiertas y yo oía el sonido. Pero esto era estrictamente temporal. En cualquier momento, sólo con que se cerrara una de ellas, el sonido dejaría de llegar a mis oídos.

—Es agua con limón. Bébetela —me dijo—. Te aclarará la cabeza.

Me bebí la mitad y le devolví el vaso. El agua fría atravesó la garganta y fue descendiendo despacio por el interior de mi cuerpo. Me asaltó una violenta náusea. Dentro de mi estómago, los hilachos putrefactos se desataron y fueron arrastrándose hasta la base de mi garganta. Cerré los ojos y dejé que se me pasara. Con los ojos cerrados, veía a Kumiko subiéndose al tren con la blusa y la falda colgando de la mano. Pensé que sería mejor que vomitara. Pero no vomité. Respiré hondo varias veces y, finalmente, la sensación de náusea disminuyó y se fue.

—¿Estás bien? —me preguntó May Kasahara.

—Sí, estoy bien.

—Ya he llamado. He dicho que era una pariente. ¿He hecho bien?

—Sí.

—Esa persona es tu mujer, ¿verdad?

—Sí.

—Dicen que ayer tampoco fue a trabajar. No les avisó ni nada. Simplemente no fue a trabajar. Se ve que para ellos es un problema. Dicen que no es de ese tipo de personas.

—Sí. No es del tipo que falta al trabajo sin avisar.

—¿Desapareció ayer?

Asentí.

—¡Pobrecillo señor pájaro-que-da-cuerda! —exclamó. Parecía que me compadecía de verdad. Alargó una mano y me la puso sobre la frente—. ¿Hay algo que pueda hacer por ti?

—Por ahora, no —dije—. Pero gracias de todos modos.

—Oye, ¿puedo preguntarte una cosa? ¿O es mejor que no te pregunte nada?

—No me importa que preguntes. Pero no sé si sabré responderte.

—¿Tu mujer se ha ido con otro hombre?

—No lo sé. Pero quizá sí. Existe la posibilidad.

—Pero, oye… Vivíais juntos, ¿no? Desde hace tiempo. ¿Y viviendo juntos ni siquiera te habías dado cuenta? —Pensé que tenía toda la razón. ¿Cómo es que no me había dado cuenta?—. ¡Pobrecillo señor pájaro-que-da-cuerda! —repitió—. Ojalá se me ocurriera algo, pero desgraciadamente no sé nada. Ni siquiera sé cómo es la vida de matrimonio.

Me levanté de la silla. Necesité más fuerza de lo que pensaba.

—Muchas gracias por todo. Me has ayudado mucho. Pero tengo que irme —dije—. Quizás haya alguna noticia. Quizá llame alguien.

—Cuando llegues a casa, dúchate enseguida. Primero, una ducha. ¿De acuerdo? Te cambias de ropa. Y luego te afeitas.

—¿Afeitarme? —pregunté. Me palpé la barbilla. Era cierto que se me había olvidado. La idea de afeitarme ni siquiera se me había pasado por la cabeza aquella mañana.

—Esas pequeñas cosas tienen su importancia, ¿sabes, señor pájaro-que-da-cuerda? —dijo May Kasahara mirándome fijamente a los ojos—. Vuelve a casa y mírate con calma en el espejo.

—Así lo haré.

—¿Podré ir a verte luego?

—Claro —dije. Y agregué—: Me ayudará mucho que vengas.

Regresé a casa y miré mi rostro reflejado en el espejo. Era cierto que hacía una cara realmente espantosa. Me desnudé, me duché, me lavé bien el pelo, me afeité, me lavé los dientes, me puse loción, luego volví a estudiar, hasta los más mínimos detalles, mi rostro en el espejo. Me pareció que había mejorado un poco. Las náuseas también habían cesado. Sólo tenía aún la cabeza un poco turbia.

Me puse unos pantalones cortos, saqué un jersey polo limpio y me lo puse también. Me senté en el cobertizo, recostado en una columna, y dejé que se me secara el pelo mientras contemplaba el jardín. Intenté ordenar los acontecimientos que habían sucedido a mi alrededor durante los últimos días. Primero me llamó el teniente Mamiya. Eso había sido el día antes por la mañana… O sea, había sido ayer… sí, ayer por la mañana, sin duda. Mi mujer se había ido. Yo le había subido la cremallera de la espalda del vestido. Y había encontrado la caja de agua de colonia. Luego había venido el teniente Mamiya y me había contado una extraña historia de la guerra. Cómo lo habían atrapado unos soldados mongoles y lo habían arrojado dentro de un pozo. Y me había traído el recuerdo del señor Honda. Sólo una caja vacía. Y Kumiko no había vuelto. Por la mañana había recogido ropa en la tintorería enfrente de la estación. Y había desaparecido. No había llamado a la oficina. Eso era lo que había sucedido ayer.

Me costaba creer que realmente hubiera pasado todo eso. Demasiadas cosas para un solo día.

Mientras estaba dándole vueltas a los hechos, me entraron unas ganas terribles de dormir. No era un sueño corriente. Era intensísimo, casi violento. Me arrancaba la conciencia como si alguien le arrancara la ropa a un ser indefenso. Sin pensar, me dirigí al dormitorio, me desnudé y me metí en la cama. Quise mirar el reloj que había sobre la mesilla de noche. Pero ni siquiera pude volverme hacia un lado. Cerré los ojos y caí de inmediato en un sueño tan profundo que no se avistaba el fondo.

En el sueño, yo subía la cremallera del vestido de Kumiko. Veía su espalda blanca y suave. Pero, cuando acababa de subir la cremallera hasta arriba de todo, me daba cuenta de que no era Kumiko sino Creta Kanoo. En la habitación sólo estábamos ella y yo.

Era la misma habitación del sueño anterior. La suite de un hotel. Sobre la mesa había una botella de Cutty Sark y dos vasos. También había una cubitera de acero inoxidable llena de hielo a rebosar. Alguien pasaba por el pasillo hablando a voz en grito. No captaba sus palabras, pero sonaban a algún idioma extranjero. Del techo colgaba, apagada, una lámpara de araña. La única iluminación de la estancia eran unos apliques que daban una luz tenue. Las gruesas cortinas también estaban perfectamente corridas.

Creta Kanoo llevaba uno de los vestidos de verano de Kumiko. El de color azul pálido con un motivo calado de pájaros. La falda le llegaba un poco por encima de la rodilla. Creta Kanoo iba, como de costumbre, maquillada como Jacqueline Kennedy. En el brazo izquierdo llevaba dos brazaletes a juego.

—Oye, ¿de dónde has sacado este vestido? ¿Es tuyo? —le preguntaba yo.

Creta Kanoo se volvía hacia mí y negaba con un movimiento de cabeza. Al moverla, las puntas rizadas del pelo se balanceaban agradablemente.

—No. No es mío. Lo he tomado prestado de forma provisional. Pero no se preocupe, señor Okada. Esto no va a ocasionarle ninguna molestia.

—¿Dónde diablos estamos? —preguntaba yo.

Creta Kanoo no respondía. Yo estaba sentado en la cama, como antes. Llevaba traje y la corbata de lunares.

—No tiene que pensar en nada, señor Okada —decía Creta Kanoo—. No hay de qué preocuparse. Todo va bien.

Y, como la primera vez, me quitaba los pantalones, sacaba el pene y se lo metía en la boca. La única diferencia era que no se desnudaba. Llevaba todo el tiempo el vestido de Kumiko. Yo intentaba moverme. Pero sentía mi cuerpo atado por un hilo invisible. Dentro de su boca, mi pene se endurecía y crecía de inmediato.

Veía cómo se movían sus pestañas postizas y se balanceaban las puntas rizadas de su pelo. Los dos brazaletes entrechocaban con un ruido seco. Su lengua era larga y suave, y me lamía, retorciéndose, encaramándose. Y justo cuando me había conducido hasta las puertas de la eyaculación, se apartaba de repente. Y empezaba a desnudarme despacio. Me quitaba la americana, la corbata, los pantalones, la camisa, la ropa interior y, desnudo, me hacía tender en la cama boca arriba. Ella se sentaba en la cama, alcanzaba una de mis manos y la conducía bajo su vestido. No llevaba bragas. Mis dedos sentían la calidez de su sexo. Profundo, cálido, muy húmedo. Y penetraban dentro sin encontrar resistencia, casi absorbidos.

—Oye, Noboru Wataya llegará pronto, ¿verdad? ¿No lo estabas esperando? —preguntaba.

Sin responder, Creta Kanoo me ponía una mano sobre la frente.

—Usted, señor Okada, no tiene que pensar en nada. Nosotras pensamos en todo. Déjenoslo a nosotras.

—¿A nosotras? —decía yo. Pero no había respuesta.

Ella montaba sobre mí a horcajadas, agarraba con una mano mi pene endurecido y lo conducía dentro. Se lo introducía hasta el fondo, empezaba a hacer movimientos rotatorios con la cintura. Al compás del balanceo de su cuerpo, los bajos del vestido azul pálido acariciaban mis muslos y mi vientre desnudos. Con los bajos del vestido extendidos y montada sobre mí, Creta Kanoo parecía una blanda y enorme seta. Una seta que asomara en silencio a través de la hojarasca y extendiera su tela bajo las alas de la noche. Su vagina era cálida y, al mismo tiempo, fría. Me envolvía, me incitaba y, a la vez, me empujaba afuera. En su interior, mi pene se endurecía más, crecía más. Parecía que iba a estallar. Era una sensación muy extraña. Algo que iba más allá del deseo y del placer. Sentía que algo de ella, algo especial, me iba penetrando poco a poco a través del pene.

Creta Kanoo cerraba los ojos, adelantaba ligeramente la barbilla y balanceaba de forma rítmica el cuerpo, hacia adelante y hacia atrás, como si soñara. Bajo el vestido, su pecho subía y bajaba al compás de la respiración. Le caían algunos cabellos sobre la frente. Yo imaginaba que estaba flotando solo en medio de un mar inmenso. Cerraba los ojos y aguzaba el oído intentando oír el rumor de las olas que me azotaban el rostro. Mi cuerpo estaba completamente sumergido en el agua tibia del mar. La marea subía poco a poco. Arrastrado por ella, flotaba a la deriva. Tal como me había dicho Creta Kanoo, intentaba no pensar en nada. Cerraba los ojos, relajaba el cuerpo y me abandonaba a la corriente.

De repente, me daba cuenta de que la habitación había quedado a oscuras. Yo intentaba mirar a mi alrededor, pero apenas veía nada. Los apliques habían desaparecido. Sólo vislumbraba la silueta del vestido azul de Creta Kanoo sobre mí.

—Olvídalo —decía ella. Pero no era la voz de Creta Kanoo—. Olvídalo todo… Como si durmieras, como si soñaras, como si estuvieras tumbado en el barro cálido. Todos nosotros venimos del barro cálido y volveremos a él.

Era la voz de la mujer del teléfono. La que estaba montada sobre mí haciendo el amor era la mujer de las llamadas misteriosas. Y, como era de esperar, llevaba el vestido de Kumiko. En algún momento, sin que yo me diera cuenta, Creta Kanoo y aquella mujer se habían intercambiado el sitio. Quería decir algo, no sé qué. Pero, de todos modos, quería decir algo. Sin embargo, estaba terriblemente turbado y no me salía la voz. Lo único que expedía mi boca era una bocanada de aire caliente. Abría bien los ojos e intentaba verle la cara a la mujer encima de mí. Pero en la habitación había demasiada oscuridad.

Sin añadir nada más, la mujer empezaba a mover la cintura de manera mucho más provocativa que antes. Su carne suave envolvía mi pene, lo constreñía con suavidad. Era como un animal dotado de vida propia. A sus espaldas oía girar el pomo de la puerta. O me lo parecía. Algo lanzaba un blanco destello en la oscuridad. Quizá fuera la cubitera, encima de la mesa, que reflejaba la luz del pasillo. O quizás el destello de un cuchillo afilado. Pero yo ya no podía pensar más. Y eyaculé.

Me duché, me limpié bien y lavé a mano los calzoncillos manchados de semen. «¡Caray!», pensé. «Mira que tener poluciones justo ahora que todo es tan complicado».

Volví a cambiarme de ropa y volví a sentarme en el cobertizo a contemplar el jardín. Los rayos del sol danzaban, cegadores, filtrándose a través de la tupida vegetación. Gracias a la larga sucesión de días lluviosos, una hierba de un vivo color verde erguía la cabeza aquí y allá, dándole al jardín un ligero aire de decadencia y estancamiento.

Otra vez Creta Kanoo. En un corto espacio de tiempo había tenido dos poluciones, y ambas con Creta Kanoo. Jamás había deseado acostarme con ella. No lo había pensado ni siquiera un momento. Pero siempre acababa en aquella habitación haciendo el amor con Creta Kanoo. No entendía la razón. ¿Y aquella mujer del teléfono, que había reemplazado a Creta Kanoo, quién diablos debía de ser? Ella me conocía. Y decía que yo la conocía a ella. Intenté recordar, una a una, a todas las mujeres con quienes había mantenido relaciones sexuales. La mujer del teléfono no era ninguna de ellas. Con todo, algo había despertado un eco en mi cabeza. Y eso me impacientaba.

Como si algún recuerdo pugnara por salir fuera de una pequeña caja. Y yo podía sentir los torpes y lentos movimientos de ese algo. Una simple pista bastaría. Si estirara de un hilo, todo se desembrollaría con facilidad. Estaba esperando a que yo lo desembrollara. Pero yo no atinaba a descubrir ese hilo delgado.

Pronto desistí. «No pienses nada… Como si durmieras, como si soñaras, como si estuvieras tumbado en el barro cálido. Todos nosotros venimos del barro cálido y volveremos a él».

A las seis aún no había llamado nadie. Sólo había venido a verme May Kasahara. Dijo que le apetecía tomar un poco de cerveza, así que saqué una de la nevera y nos la partimos. Como tenía hambre, me comí dos rebanadas de pan con jamón y lechuga. Al verme comer, May Kasahara dijo que a ella también le apetecía. Así que le hice uno igual. Los dos nos comimos el sándwich y bebimos la cerveza en silencio. De vez en cuando, yo posaba la mirada en el reloj de pared.

—¿En esta casa no hay tele? —preguntó May Kasahara.

—No, no la hay.

May Kasahara se mordisqueó los labios.

—Sí, ya me figuraba que aquí no había tele. ¿No te gusta la tele?

—No es que no me guste. Es que no la necesito para nada. May Kasahara reflexionó unos instantes.

—¿Cuántos años hace que estáis casados?

—Seis —dije.

—¿Y durante todo este tiempo habéis estado sin tele?

—Pues sí. Al principio no teníamos dinero para comprarla. Y nos fuimos acostumbrando a la vida sin televisión. Se está mejor, más tranquilo.

—Seguro que habéis sido felices los dos.

—¿Qué te hace suponerlo?

May Kasahara hizo una mueca.

—Es que yo sin tele no podría pasar ni un día.

—¿Porque eres infeliz?

May Kasahara no respondió.

—Pero Kumiko se ha ido de casa. Y ahora tú tampoco eres tan feliz. Asentí y bebí un sorbo de cerveza.

—Pues sí, más o menos —dije. Y era más o menos así.

Ella se puso un cigarrillo entre los labios y, con mano experta, lo encendió con una cerilla.

—Oye, quiero que me digas lo que piensas, sinceramente, toda la verdad. ¿Te parezco fea?

Dejé el vaso de cerveza y miré su rostro de nuevo. Había estado pensando en otra cosa mientras hablábamos. Llevaba un top negro que le iba demasiado grande y, cuando se inclinaba hacia adelante, enseñaba la mitad de sus firmes y pequeños senos de adolescente.

—Tú no eres nada fea. Eso seguro. ¿Por qué me lo preguntas?

—El chico que salía conmigo me lo decía a menudo. Eres un cardo, casi no tienes tetas.

—¿El chico del accidente de moto?

—Sí.

Observé cómo May Kasahara exhalaba el humo despacio.

—Los chicos a esa edad suelen decir cosas así. No saben expresar bien sus sentimientos y, entonces, dicen y hacen, aposta, de la manera más tonta, algo que no tiene nada que ver con lo que piensan. Y hieren sin sentido a los demás, y quizá también se hieran a sí mismos. Sea como sea, tú no eres nada fea. Creo que eres muy bonita. No es mentira, ni tampoco ningún cumplido.

May Kasahara reflexionó unos instantes sobre lo que yo le había dicho. Dejó caer la ceniza dentro de la lata vacía de cerveza.

—¿Es guapa tu mujer?

—Pues, no lo sé. Hay quien dirá que sí y quien dirá que no. Es una cuestión de gustos.

—Ya —dijo May Kasahara. Y repiqueteó con las uñas en el vaso con aire aburrido.

—¿Y cómo te va con ese novio de la moto? ¿Ya no os veis? —le pregunté.

—Ya no —respondió May Kasahara. Y se palpó con cuidado la cicatriz del rabillo del ojo izquierdo—. No pienso verlo más. Eso seguro. En un doscientos por cien. Me apostaría el dedo meñique del pie derecho. Pero de eso ahora no tengo ganas de hablar. No sé, pero creo que hay cosas que, si se habla de ellas, se pifian. ¿Entiendes lo que te quiero decir, señor pájaro-que-da-cuerda?

—Claro que lo entiendo.

Posé los ojos en el teléfono de la sala de estar. Sobre la mesa, el aparato se cubría con el velo del silencio. Parecía una criatura de las profundidades marinas esperando a que pasara una presa, agazapada, fingiéndose un objeto inanimado.

—Señor pájaro-que-da-cuerda, ya te hablaré de ese chico alguna vez. Cuando tenga ganas. Ahora no. Ahora no me apetece.

Después miró su reloj de pulsera.

—Bueno, yo tengo que irme ya. Gracias por la cerveza.

Acompañé a May Kasahara hasta el muro del jardín. La luna, casi llena, vertía su cruda luz granulada sobre la tierra. Mirando la luna llena, pensé que se acercaba el periodo de Kumiko. Pero eso, probablemente, ya no tenía nada que ver conmigo. Y al pensarlo me asaltó una sensación extraña, como si mi cuerpo se colmara de un fluido desconocido. Y diría que se asemejaba a la tristeza.

Con una mano en la valla, May Kasahara me miró.

—Oye, señor pájaro-que-da-cuerda, tú estás enamorado de Kumiko, ¿verdad?

—Eso creo.

—Si tu mujer tuviera un amante y se hubiera ido de casa con él, ¿seguirías queriéndola? Y si ella quisiera volver contigo, ¿la dejarías? Suspiré.

—Es una pregunta muy difícil. Eso tendría que pensarlo cuando se diera el caso de verdad.

—Quizás hablo demasiado —dijo May Kasahara. Y chascó ligeramente la lengua—. Pero no te enfades. Sólo quería saberlo, sólo eso. Qué significa que se te vaya la mujer de repente. Es que hay muchas cosas que todavía no sé.

—No estoy enfadado —repuse. Y volví a mirar la luna llena.

—Bueno, señor pájaro-que-da-cuerda. Cuídate. Ojalá volviera tu mujer y todo se arreglara —dijo y, después, con agilidad pasmosa, saltó el muro y se perdió en la noche de verano.

Cuando se fue, volví a quedarme completamente solo. Me senté en el cobertizo e intenté reflexionar sobre las preguntas que me había espetado May Kasahara. Suponiendo que Kumiko tuviera un amante y que se hubiera ido con él, ¿la dejaría volver? No lo sabía. En verdad no lo sabía. También había muchas cosas que yo no sabía.

De repente sonó el teléfono. Casi en un acto reflejo alargué la mano y descolgué.

—Oiga —dijo una mujer. Era la voz de Malta Kanoo—. Soy Malta Kanoo. Perdóneme por llamarle tantas veces, señor Okada. Sólo quería preguntarle si tiene usted algún compromiso para mañana.

Le respondí que no tenía ninguno. Yo… jamás tenía compromisos.

—Entonces, si fuera posible, desearía verle mañana a mediodía.

—¿Tiene eso algo que ver con Kumiko?

—Yo diría que cabe la posibilidad —dijo Malta Kanoo escogiendo con cuidado las palabras—. Creo que también estará presente el señor Noboru Wataya.

Cuando oí eso, a punto estuve de dejar caer el auricular sin darme cuenta.

—¿Se trata de encontrarnos y hablar los tres?

—Sí, así ha resultado ser —dijo Malta Kanoo—. En la presente situación es necesario hacerlo así. Lo siento, pero por teléfono no puedo darle más explicaciones.

—De acuerdo. Está bien así.

—Entonces, ¿le va bien que quedemos a la una en el mismo lugar del otro día? En la cafetería del hotel Pacific de Shinagawa.

—A la una en la cafetería del hotel Pacific de Shinagawa —repetí. Y colgué.

A las diez me llamó May Kasahara. No tenía nada especial que decirme. Sólo quería hablar con alguien. Estuvimos hablando un poco de cosas sin importancia.

—Oye, señor pájaro-que-da-cuerda —me preguntó al final—, ¿has tenido alguna buena noticia?

—Buena noticia, ninguna —respondí—. Nada.