Lo más concreto posible Apetito literario
Aquella noche, la del día en que acompañé al teniente Mamiya a la parada del autobús, Kumiko no volvió a casa. Atendí su regreso leyendo y escuchando música, pero al dar las doce desistí de esperar y me fui a la cama. Me quedé dormido con la luz encendida. Y, poco antes de la seis, me desperté. Al otro lado de la ventana brillaba ya el sol. Tras los finos visillos se escuchaba el canto de los pájaros. Pero mi mujer no estaba en la cama, a mi lado. La almohada seguía hinchada, blanca, sin trazas de que alguien hubiera depositado su cabeza en ella durante la noche. Sobre la mesilla, lavado y doblado con esmero, seguía su pijama de verano. Yo lo había lavado y lo había doblado. Apagué la lamparilla de noche y respiré profundamente una vez, como si marcara el compás del tiempo.
Todavía en pijama, eché una ojeada por la casa. Primero fui a la cocina, pasé al cuarto de estar, me asomé a su habitación. Registré el baño y el retrete y, por si acaso, abrí el armario empotrado. Kumiko no se encontraba en ninguna parte. La casa estaba más silenciosa que de costumbre. Sentí que, recorriéndola solo, perturbaba en vano su serena armonía.
Nada me quedaba por hacer. Me dirigí a la cocina, llené de agua el hervidor y encendí el gas. Hirvió el agua, hice café, me senté a la mesa para bebérmelo. Tosté pan en la tostadora, saqué de la nevera una ensalada de patata, me la comí. Hacía muchísimo tiempo que no desayunaba solo. Pensándolo bien, desde que estábamos casados no habíamos dejado de desayunar juntos jamás. Nos habíamos saltado el almuerzo con frecuencia y, alguna que otra vez, incluso la cena. Pero el desayuno jamás. Teníamos un acuerdo tácito respecto al desayuno y, para nosotros, era casi un ritual. Por muy tarde que nos acostáramos, nos levantábamos temprano, preparábamos un buen desayuno y nos lo tomábamos con la mayor tranquilidad posible.
Pero aquella mañana Kumiko no estaba. Me tomé el café en silencio, solo, me comí las tostadas en silencio, solo. Frente a mí, únicamente había una silla vacía. Mirándola, me acordé del agua de colonia que se había puesto la mañana anterior. Pensé en el hombre que debía de habérsela regalado. Imaginé a Kumiko en la cama con ese hombre, abrazados. Imaginé las manos de ese hombre acariciando el cuerpo desnudo de Kumiko. Me acordé de la espalda lisa como la porcelana que había visto por la mañana al subirle la cremallera del vestido.
No sé por qué, pero el café sabía a jabón. El primer sorbo me dejó un regusto desagradable en la boca. Pensé, al principio, que eran figuraciones mías, pero el segundo sorbo sabía igual. Vacié la taza en el fregadero, llené otra, lo probé. Seguía oliendo a jabón. No entendía por qué. Lavé bien la cafetera. En el agua no había nada de extraordinario. Pero lo cierto era que olía a jabón, o a loción. Tiré todo el contenido de la cafetera y puse otra vez a hervir agua limpia, pero a medio hacer me entró pereza y lo dejé correr. Llené la cafetera de agua del grifo y me la bebí en vez de café. Tampoco me apetecía tomarme uno.
Esperé a que dieran las nueve y media y llamé a su oficina. A la chica que se puso al teléfono le pregunté por la señora Okada. «Todavía no ha llegado», me dijo. Le di las gracias, colgué. Luego, tal como hago siempre que me siento inquieto, me puse a limpiar la casa. Até con una cuerda periódicos y revistas viejos, fregué bien la alacena y el fregadero, limpié el baño y el retrete. Limpié los espejos y las ventanas con limpia cristales, saqué las pantallas de las lámparas y las lavé. Quité las sábanas, las metí en la lavadora, puse unas limpias.
A las once volví a llamar a la oficina de Kumiko. Se puso la misma chica de antes y me dio la misma respuesta: «La señora Okada aún no ha llegado».
—¿Faltará hoy al trabajo? —pregunté.
—Pues no me han comunicado nada al respecto —me dijo con una voz desprovista de todo sentimiento. Se limitaba a informarme sobre un hecho.
No era normal que, a las once de la mañana Kumiko no hubiera llegado al trabajo. Las redacciones de muchas editoriales tienen horarios irregulares, pero éste no era el caso de la empresa de Kumiko. Allí publicaban revistas de salud y alimentación natural, y los articulistas, las empresas de alimentos naturales, los agricultores y los médicos con quienes estaban en contacto empezaban a trabajar por la mañana temprano y terminaban al atardecer. Tanto Kumiko como sus compañeros se adecuaban a estos horarios y, a las nueve, estaban todos puntualmente en la oficina; excepto en épocas de mucho trabajo, volvían a casa antes de las seis.
Colgué, fui al dormitorio y eché una ojeada a los vestidos, blusas y faldas de Kumiko colgados en el armario. Si se había ido de casa, debía de haberse llevado su ropa. Obviamente, no recordaba todas sus prendas. Si uno a duras penas se acuerda de su propia ropa, menos podrá hacer un inventario de la ajena. Pero yo iba y venía con frecuencia de la tintorería con la ropa de Kumiko y sabía más o menos qué vestidos solía llevar, las prendas que prefería. Y, si no me fallaba la memoria, allí no faltaba nada.
Además, Kumiko no debía de haber tenido tiempo de llevarse su ropa. Intenté recordar una vez más el instante en que había salido de casa por la mañana. Qué vestido llevaba. Qué bolso. Sólo había cogido el bolso que siempre llevaba para ir al trabajo. Embutía en él la agenda, el neceser, el monedero, el bolígrafo, un pañuelo y pañuelos de papel. No era un bolso donde cupiera una muda de ropa.
Abrí la cómoda. La bisutería, los calcetines, las gafas de sol, la ropa interior y las camisetas de algodón estaban perfectamente ordenados dentro de los cajones. No sabía si faltaba algo. Ropa interior o medias sí podía haberlas metido dentro del bolso. Pero, pensándolo bien, son cosas que no hace falta llevarse a propósito: pueden adquirirse en cualquier parte.
Luego fui al cuarto de baño y estudié de nuevo el neceser que estaba en el cajón. Tampoco allí se apreciaba ningún cambio. Sólo contenía unos cuantos cosméticos. Destapé el frasco de Christian Dior y lo olí una vez más. Era el mismo perfume de antes. Un olor a flores blancas acorde con una mañana de verano. Volví a recordar sus orejas y su blanca espalda.
Regresé a la sala de estar, me tendí en el sofá. Cerré los ojos y agucé el oído. Aparte del reloj marcando el tiempo, no se oía ningún ruido. Ni el motor de un coche, ni el canto de un pájaro, nada. ¿Qué debía hacer? No lo sabía. Decidí llamar una vez más a la oficina, descolgué, marqué el número; al pensar que se pondría la misma chica de antes me sentí abatido y colgué. No podía hacer nada. Sólo esperar con paciencia. Quizá me hubiera abandonado… No comprendía la razón, pero podía haber ocurrido. Suponiendo que así fuera, ella no era el tipo de persona que se va en silencio, sin una palabra. Si Kumiko quisiera dejarme, me explicaría con todo detalle por qué. Estaba seguro de ello, casi en un cien por cien.
Quizás había sufrido un accidente. Quizá la había atropellado un coche y estaba ingresada en un hospital. O estaba inconsciente y habían tenido que hacerle transfusiones. Al pensar en ello se me aceleró el corazón. Pero dentro del bolso llevaba el permiso de conducir, la tarjeta de crédito y la cédula de residencia. Si hubiera sufrido un accidente, la policía o el hospital ya se habrían puesto en contacto conmigo.
Me senté en el cobertizo y contemplé distraídamente el jardín. En realidad no veía nada. Intenté pensar, pero era incapaz de concentrar mi atención en una sola cosa. Una y otra vez me venía a la memoria la espalda de Kumiko mientras le cerraba la cremallera del vestido. Me venía a la memoria el olor a agua de colonia detrás de sus orejas.
Pasada la una sonó el teléfono. Me levanté del sofá y descolgué.
—Discúlpeme. ¿Vive aquí el señor Okada? —Era la voz de Malta Kanoo.
—Sí.
—Soy Malta Kanoo. Llamaba por el asunto del gato.
—¿El gato? —pregunté confuso. Me había olvidado completamente de él. Luego, claro, me acordé. Me parecía, sin embargo, algo que pertenecía a un pasado remoto.
—El gato que estaba buscando su esposa —dijo Malta Kanoo.
—No, no. Sí, claro.
Al otro lado del hilo, Malta Kanoo permaneció en silencio unos instantes como si estuviera calibrando algo. Quizá mi tono de voz la había alertado. Carraspeé y me pasé el auricular a la otra mano.
Tras una corta pausa, Malta Kanoo dijo:
—Yo diría, señor Okada, que, a menos que suceda algo excepcional, no volverán ustedes a ver el gato. Es una pena, pero creo que es mejor que se hagan a la idea. El gato se ha ido para siempre. No creo que vuelva.
—¿A menos que suceda algo excepcional? —repetí. Pero no obtuve respuesta.
Malta Kanoo guardó un largo silencio. Yo esperaba a que ella dijera algo, pero ni aguzando el oído lograba oír su respiración a través del auricular. Cuando empezaba a creer que la línea se había averiado, por fin abrió la boca.
—Señor Okada. Tal vez sea un atrevimiento por mi parte, pero, aparte del gato, ¿puedo ayudarle en algo?
No pude responderle enseguida. Con el auricular en la mano, apoyé la espalda en la pared. Me costó que me salieran las palabras.
—Hay muchas cosas que aún no tengo claras —dije—. No sé nada seguro. Sólo lo estoy pensando. Pero quizá mi mujer se ha ido de casa.
Le expliqué que Kumiko no había vuelto la noche anterior y que por la mañana no estaba en la oficina.
Durante unos instantes pareció que, al otro lado del hilo, ella re-flexionara.
—Debe de estar usted muy preocupado. Ahora no creo que pueda decirle nada. Pero posiblemente todo se aclare dentro de poco. Lo único que puede hacer ahora es esperar. Debe de ser muy duro para usted, pero a todo le llega su momento para actuar. Igual que el flujo y reflujo de las mareas. Nadie puede cambiarlo. Cuando hay que esperar, hay que esperar.
—Escuche, señorita Kanoo. Le estoy muy agradecido por las molestias que se ha tomado con lo del gato y siento mucho lo que voy a decirle. Pero no estoy en disposición de escuchar obviedades. Me siento perdido. Verdaderamente perdido. Y tengo un mal presentimiento. Pero no tengo ni idea de lo que debo hacer. ¿Está claro? No sé qué debo hacer cuando cuelgue. Lo que quiero es, por pequeño e insignificante que pueda ser, un hecho concreto. ¿Comprende? Un hecho que pueda ver con mis propios ojos y tocar con mis propias manos.
Al otro lado del hilo se oyó cómo caía algo al suelo. El ruido de un objeto no muy pesado, tal vez una bolita de latón chocando contra el suelo de madera. Luego se oyó como un rozamiento. Como si alguien sujetara papel cebolla entre los dedos y luego tirara de él con fuerza. Los ruidos parecían haberse producido ni muy lejos ni muy cerca del aparato. Pero, aparentemente, Malta Kanoo no les prestaba especial atención.
—De acuerdo. Algo concreto, ¿verdad? —dijo con tono monótono—. Espere una llamada.
—Una llamada ya hace rato que la estoy esperando.
—Posiblemente pronto le llame alguien cuyo nombre empieza por «O».
—¿Y esa persona sabe algo de Kumiko?
—Esto es todo lo que sé. Ha dicho que quería un hecho concreto, fuera el que fuese, y es lo que le estoy diciendo. Aquí tiene otro: dentro de poco, la media luna durará varios días.
—¿La media luna? ¿Se refiere a la luna que está en el cielo?
—Sí. La luna que está en el cielo. Pero, de todos modos, debe usted esperar, señor Okada. Esperar lo es todo. Adiós, hasta pronto —dijo Malta Kanoo y colgó.
Cogí la agenda de encima de la mesa y la abrí por la página de la «O». Allí, anotados con la letra pequeña y cuidada de Kumiko, aparecían en total cuatro nombres, direcciones y números de teléfono. Arriba de todo estaba mi padre, Tadao Okada. Después venía Onoda, un amigo de la universidad; a continuación, un dentista llamado Otsuka y, al final, el dueño de la bodega del barrio, el señor Oomura.
Decidí excluir primero al dueño de la bodega. La tienda estaba a diez minutos andando, pero, exceptuando las ocasiones en que lo llamaba para que me trajeran una caja de cervezas, no teníamos ninguna relación especial. El dentista tampoco podía ser. Me había tratado una muela dos años atrás, pero Kumiko no había ido nunca. Ella, al menos desde que estábamos casados, no había ido jamás al dentista. A mi amigo Onoda hacía muchos años que no lo veía. Después de licenciarse en la universidad se había puesto a trabajar en un banco. Al segundo año lo habían trasladado a una sucursal en Sapporo y desde entonces vivía en Hokkaido. Últimamente nos limitábamos a intercambiar una felicitación por Año Nuevo. Ni siquiera logré recordar si Kumiko lo conocía.
Sólo quedaba mi padre. Pero era impensable que él y Kumiko guardaran alguna relación. Desde que murió mi madre y mi padre se volvió a casar, no habíamos vuelto a vernos, ni a escribirnos, ni tampoco a llamarnos. Y Kumiko jamás lo había visto.
Mientras hojeaba la agenda, pensé una vez más en lo reducido que era el círculo de nuestras amistades. Desde que, seis años atrás, nos habíamos casado, exceptuando el trato ocasional con nuestros compañeros de trabajo, habíamos vivido encerrados en nosotros mismos sin relacionarnos con nadie.
Decidí hacerme otra vez espaguetis para almorzar. No tenía hambre. Al contrario, apenas tenía apetito. Pero no podía quedarme indefinidamente sentado en el sofá, inmóvil, esperando a que sonara el teléfono. Necesitaba moverme con alguna finalidad. Llené una olla de agua, encendí el gas, esperé a que hirviera el agua mientras hacía la salsa de tomate y escuchaba una emisora de FM. Emitían una sonata para violín solo de Bach. La interpretación era excepcionalmente buena, pero había en ella algo irritante. No sé a qué se debía, a los intérpretes o a mi situación anímica, pero, de todos modos, apagué la radio y cociné en silencio. Calenté el aceite de oliva, añadí ajo, cebolla picada, la sofreí y, cuando la cebolla empezaba a dorarse, agregué el tomate que ya había picado y colado de antemano. Cortar y sofreír no está mal. Al menos produce un efecto real, hay un sonido, un olor.
El agua empezó a hervir, eché sal y un puñado de espaguetis. Puse el temporizador para diez minutos y enjuagué los cacharros en el fregadero. Incluso frente a los espaguetis recién hechos no se me despertó el apetito. Me comí a duras penas la mitad y tiré el resto. Metí la salsa sobrante en un recipiente y lo guardé en la nevera. ¡Qué le iba a hacer! Desde el principio no tenía apetito.
Me vino a la memoria una historia que había leído no sé dónde tiempo atrás. Hablaba de un hombre que comía y bebía sin parar mientras esperaba no sé qué. Tuve que hacer serios esfuerzos para, al final, recordar que se trataba de Adiós a las armas, de Hemingway. El protagonista (del nombre no me acuerdo) huye de Italia a Suiza en un bote. Allí, en una pequeña ciudad, espera a que su mujer dé a luz y, mientras tanto, entra una y otra vez en el café de enfrente para comer y beber. Apenas me acordaba del argumento. Lo único que recordaba era esa escena, cerca del final, en la que el protagonista no para de comer y beber mientras espera en un país extranjero a que su mujer dé a luz. Lo recordaba porque me pareció que transmitía una fuerte sensación de realismo. Me parecía más verosímil que, en literatura, la ansiedad despertara un hambre canina en vez de impedir la ingestión de un solo bocado.
En la realidad, a diferencia de Adiós a las armas, mientras esperaba paciente a que algo sucediera, encerrado en aquella casa silenciosa mirando las agujas del reloj, yo apenas sentí apetito. Y entonces, de repente, se me ocurrió preguntarme si esta falta de apetito no sería fruto de mi carencia de realismo literario. Tuve la impresión de formar parte de una novela mal escrita. Y de que alguien me acusaba diciendo: «No eres verosímil». Quizá fuera verdad.
El teléfono sonó antes de las dos de la tarde. Descolgué enseguida.
—¿Es ésta la casa del señor Okada? —me preguntó una voz masculina desconocida. Era una voz de persona joven, grave y aterciopelada.
—Sí, aquí es —respondí con una voz un poco tensa.
—¿El señor Okada del número 26 de la segunda manzana?
—Sí.
—Le llamo de la bodega Oomura. Gracias por solicitar siempre nuestros servicios. Pensaba pasar a cobrar. ¿Le va bien que vayamos ahora?
—¿A cobrar?
—Sí. El importe de dos cajas de cerveza y una caja de zumo.
—Sí, bien. Todavía estaré un rato más en casa —le dije. Y con esto terminó la conversación.
Después de colgar me pregunté si la conversación contenía algún tipo de información sobre Kumiko. Pero, lo mirara desde el ángulo que lo mirara, aquello no pasaba de ser una breve llamada de la bodega, con fines prácticos, sobre un cobro. Era cierto que yo había encargado cervezas y zumo, y que me los habían traído a casa. Treinta minutos después llegó el dependiente de la bodega y pagué el importe de las dos cajas de cerveza y la de zumo.
El dependiente era un chico simpático. Al pagarle, me hizo un recibo sonriendo.
—Señor Okada, ¿ha oído lo del accidente de esta mañana delante de la estación? Esta mañana, alrededor de las nueve y media.
—¿Un accidente? —pregunté sorprendido—. ¿Quién ha sufrido un accidente?
—Una niña pequeña. La ha atropellado una furgoneta que hacía marcha atrás. Por lo visto está muy grave. Yo pasaba por allí justo en aquel momento. Es horrible ver estas cosas de buena mañana. Los niños pequeños dan miedo, ¿sabe? Cuando vas marcha atrás, no se los ve por el espejo retrovisor. ¿Conoce la tintorería enfrente de la estación? Ha sido delante mismo. Por allí aparcan muchas bicicletas y hay muchas cajas de cartón apiladas, la visibilidad es muy mala.
Una vez se hubo ido el chico de la bodega, decidí que no soportaba más estar en casa cruzado de brazos. De repente, me pareció que el ambiente dentro de casa era agobiante, oscuro y bochornoso. Me puse los zapatos y salí. Ni siquiera eché la llave. No cerré las ventanas ni apagué la luz de la cocina. Vagué por el barrio sin rumbo chupando un caramelo de limón. Pero, mientras reproducía en mi memoria la conversación con el chico de la bodega, recordé que había dejado ropa en la tintorería enfrente de la estación. Una blusa y una falda de Kumiko. Tenía el resguardo en casa, pero pensé que posiblemente no importaría.
A mis ojos, el barrio parecía diferente. Como si todas las personas con quienes me cruzaba en la calle tuvieran un algo antinatural, artificial. Mientras andaba, iba estudiando sus rostros, uno a uno. Me pregunté qué tipo de personas debían de ser. En qué tipo de casa vivían. Qué tipo de familia tenían. Qué tipo de vida llevaban. Si se acostaban ellos con otras mujeres aparte de su esposa, o ellas con otros hombres aparte de su marido. Si eran felices. Si eran conscientes de lo poco naturales y artificiales que resultaban.
Delante de la tintorería, las huellas del accidente aún eran recientes. En el pavimento se veía la línea de tiza blanca trazada por la policía y varias personas hablaban del accidente con expresión grave. Dentro de la tienda, todo seguía como siempre. El negrísimo radiocasete tocaba la misma música ambiental, el aparato de aire acondicionado, un modelo antiguo, zumbaba al fondo de la tienda y el vapor de la plancha se elevaba hasta el techo formando una densa nube. Sonaba Ebb Tide. Arpa de Robert Maxwell. Pensé lo maravilloso que sería poder ir a la playa. Imaginé el olor del mar y el rumor de las olas rompiendo en la orilla. Dibujé en mi cabeza la figura de las gaviotas, pensé en una lata de cerveza bien helada.
Le dije al dueño que había olvidado el resguardo.
—Pero seguro que el viernes o el sábado de la semana pasada le dejé una blusa y una falda.
—¿Señor Okada, verdad? Okada… —dijo el dueño. Y hojeó un cuaderno—. ¡Ah, sí! Aquí está. Una blusa y una falda. Pero esto, señor Okada, ya se lo llevó su esposa.
—¿Ah, sí? —dije sorprendido.
—Vino a recogerlo ayer por la mañana. Me acuerdo muy bien porque se lo entregué yo mismo. Me figuré que pasaba de camino al trabajo. Y también me dio el resguardo. —Como no me salían las palabras, me quedé mirándolo en silencio—. Pregúnteselo a su esposa después y confírmelo. Estoy completamente seguro —dijo el dueño de la tintorería. Tomó una cajetilla que tenía sobre la caja registradora, sacó un cigarrillo, se lo llevó a los labios y lo encendió con el mechero.
—¿Ayer por la mañana? —pregunté—. ¿No por la noche?
—Por la mañana. Debían de ser alrededor de las ocho. Su esposa fue mi primer cliente del día. Por eso la recuerdo bien. Si el primer cliente es una mujer joven, uno se pone de buen humor, ¿no le parece?
No pude recomponer la expresión de mi cara y la voz que me salió no parecía mía.
—Ah, pues entonces, ya está bien. Es que no sabía qué hubiera pasado ella a recogerlo.
El dueño de la tintorería asintió y, tras lanzarme una ojeada rápida a la cara, aplastó el cigarrillo al que había dado sólo dos o tres caladas y volvió al planchado. Algo en mí parecía haber despertado su interés. Me miró, hizo ademán de dirigirme la palabra. Pero al final optó por callarse.
También yo quería preguntarle muchas cosas. ¿Qué aspecto tenía Kumiko cuando fue a recoger la ropa? ¿Llevaba algo en la mano? Me sentía confuso, terriblemente sediento. De momento, quería sentarme en algún lugar y tomarme algo frío. Tenía la impresión de que, de no hacerlo, sería incapaz de ordenar mis ideas.
Salí de la tintorería, entré en una cafetería del barrio, pedí un té con hielo. Se estaba fresco dentro y yo era el único cliente. De unos pequeños altavoces en la parte alta de la pared surgía la melodía de una versión orquestal de los Beatles, Eight Days a Week. Volví a pensar en la playa. Me imaginé andando por la arena descalzo, yendo hacia la orilla. La arena ardía y el aire traía el olor a agua salada. Yo respiraba profundamente y levantaba la vista hacia el cielo. Abría las manos, las palmas hacia arriba, sentía en ellas el sol del verano ardiendo vivamente. Entonces, una ola helada me mojaba los pies.
Se mirara a través del prisma que se mirara, era muy extraño que Kumiko hubiera pasado por la tintorería a recoger la ropa antes de ir al trabajo. De este modo, uno tiene que ir en un tren atestado de gente con la ropa recién planchada colgando de los dedos. Y, a la vuelta, debe repetir la misma operación. Es un engorro y, sobre todo, la ropa que ha llevado a propósito a la tintorería acaba hecha un guiñapo. Era impensable que Kumiko, con su aprensión a las arrugas y a la suciedad, hiciera algo tan absurdo. Ella hubiera pasado por la tintorería a la vuelta del trabajo y listos. Y si fuera demasiado tarde, podría haberme pedido a mí que fuera a buscarla. Sólo había una posibilidad. Que ella ya tuviera entonces la intención de no volver a casa y que se hubiera ido a alguna parte con la blusa y la falda. Así tenía una muda, y el resto podía comprarlo en cualquier parte. Tenía tarjeta de crédito y libreta de ahorros. Tenía cuenta propia. Si quería, podía ir a donde se le antojara.
Y quizás estuviera con alguien… con un hombre. Posiblemente no tenía otra razón para irse de casa.
Quizás el asunto fuera serio. Kumiko se había ido dejando atrás toda su ropa, sus zapatos. A ella le gustaba comprarse ropa para ampliar su vestuario y siempre la cuidaba con esmero. Para dejarla toda e irse con lo puesto era necesario estar muy decidido. Pero ella, sin la menor vacilación…, o al menos eso es lo que me parecía a mí, se había ido de casa sólo con una blusa y una falda colgando de la mano. A lo mejor Kumiko ni siquiera había pensado en la ropa entonces.
Me recosté en la silla y, oyendo sin escuchar aquella música ambiental casi penosa por descafeinada, imaginé a Kumiko camino de la oficina en un tren atestado con la ropa colgando de una percha de alambre y envuelta en la bolsa de plástico de la tintorería. Recordé el color de su vestido, recordé el olor a agua de colonia detrás de sus orejas, recordé su espalda suave y perfecta. Estaba exhausto. Tenía la sensación de que, si cerraba los ojos, saldría flotando hacia otro lugar.