La carencia absoluta de electricidad
y las corrientes subterráneas
Reflexión de May Kasahara sobre las pelucas
Por la mañana, después de despedirme de Kumiko, fui a nadar a la piscina del barrio. Es a esas horas cuando hay menos gente. De regreso a casa fui a la cocina e hice café, y mientras me lo tomaba estuve dando vueltas a la extraña e inconclusa historia de Creta Kanoo. Fui recordando lo que me había contado, un episodio tras otro, por orden. Cuantos más detalles recordaba, más extraña me parecía la historia. Pero llegó un momento en que mi cerebro dejó de funcionar con agilidad. Y me entró sueño. Tanto sueño que parecía que iba a perder el conocimiento. Me tendí en el sofá, cerré los ojos, me dormí. Y soñé.
En el sueño aparecía Creta Kanoo. Pero antes que ella, en primer lugar, aparecía Malta Kanoo. En el sueño, llevaba un sombrero tirolés, con unas grandes plumas de colores vivos. Había mucha gente en aquel lugar (una especie de sala grande), pero Malta Kanoo enseguida me llamaba la atención con su vistoso sombrero. Estaba sentada sola frente a la barra del bar. Ante ella, había un gran vaso lleno de una especie de bebida tropical, pero no alcanzaba a ver si se lo estaba tomando o no.
Yo vestía traje y llevaba la corbata de topos. En cuanto la veía, intentaba ir directamente hacia ella, pero la multitud me impedía el paso y no podía avanzar. Cuando al final lograba llegar a la barra, Malta Kanoo ya había desaparecido. Sólo quedaba el vaso de bebida tropical irguiéndose solitario sobre la barra. Me sentaba en el taburete contiguo y pedía un whisky escocés con hielo. El barman me preguntaba cuál prefería y yo le respondía Cutty Sark. En realidad, me importaba muy poco la marca, Cutty Sark era la primera que se me ocurría.
Pero antes de que me sirvieran la bebida, alguien, por detrás, me asía con suavidad el brazo, como si agarrara un objeto frágil. Al darme la vuelta me encontraba ante un hombre sin rostro. No alcanzaba a ver si en realidad tenía rostro o no. Pero la zona donde debería encontrarse estaba completamente cubierta por una sombra oscura y no se vislumbraba lo que había debajo. «Por aquí, señor Okada», decía el hombre. Yo intentaba hablar, pero no me daba tiempo a abrir la boca. «Por favor, sígame. No tenemos mucho tiempo. Dése prisa». Agarrándome todavía del brazo, atravesaba la sala abarrotada de gente con paso rápido y salía al pasillo. Yo lo seguía por el corredor sin ofrecer resistencia. Aquel hombre, por lo menos, sabía mi nombre. No había elegido a cualquiera al azar para hacer lo que estaba haciendo. Debía de haber alguna razón, algún objetivo para todo aquello.
Después de andar un rato por el pasillo, el hombre sin rostro se detenía frente a una puerta. En la puerta había una placa con el número 208. «No está cerrada con llave. Ábrala usted mismo». Siguiendo sus instrucciones, yo abría la puerta. Era una habitación espaciosa. Parecía la suite de un antiguo hotel. El techo era alto y de éste colgaba una vieja lámpara de araña. Pero la luz no estaba encendida. Sólo unos pequeños apliques difundían una luz tenue. Las cortinas de las ventanas estaban perfectamente corridas.
«Si le apetece un whisky, allí encontrará todo el que desee. ¿Quería un Cutty Sark, no es cierto? Por favor, sírvase, no haga cumplidos», decía el hombre sin rostro señalando hacia un armario que había cerca de la puerta. Después cerraba la puerta silenciosamente y me dejaba a mí dentro de la habitación. Yo permanecía mucho tiempo de pie, en medio de la habitación, inmóvil, sin saber qué hacer.
En una pared había colgada una gran pintura al óleo. Era el cuadro de un río. Lo contemplé unos instantes con la intención de tranquilizarme. Sobre el río brillaba la luna. La luna iluminaba tenuemente la ribera opuesta, pero yo no alcanzaba a ver qué paisaje se extendía más allá. La luz de la luna era demasiado débil y los contornos aparecían vagos y desdibujados.
Mientras tanto, me había entrado un irrefrenable deseo de tomarme un whisky. Tal como me había indicado el hombre sin rostro, decidí abrir la puerta del armario y beber un trago. Pero la puerta no cedía. Lo que aparentaban ser puertas eran en realidad hábiles imitaciones. Durante unos instantes, intenté empujar o tirar de cualquier parte protuberante del armario, pero obviamente no logré abrirlo.
«No se abre así como así, señor Okada», decía Creta Kanoo. De repente me di cuenta de que se encontraba allí. Como era de esperar, con su atuendo a la moda de principios de los sesenta. «Tarda tiempo en abrirse. Hoy ya no puede ser. Debe conformarse».
Y ante mis ojos, ella se quitó la ropa con agilidad, como si desgranara guisantes, y se quedó desnuda. Sin preámbulo ni explicación. «Disponemos de poco tiempo, señor Okada. Acabemos lo antes posible. Siento mucho no poder dedicarle más tiempo, pero tengo diferentes razones. Sólo llegar hasta aquí ya me ha sido muy difícil». Y entonces se me acercó, me bajó la cremallera del pantalón, me sacó el pene como si eso fuera lo más natural del mundo. Luego bajaba suavemente los ojos con las pestañas postizas de color negro y se lo introducía en la boca. Su boca era mucho más grande de lo que yo había imaginado. Mi pene, dentro de ella, enseguida se endureció y aumentó de tamaño. Mientras ella movía la lengua, su pelo rizado se balanceaba como si soplara la brisa. Las puntas me acariciaban los muslos. Sólo veía su pelo y sus pestañas postizas. Yo estaba sentado en la cama y ella, arrodillada en el suelo, con el rostro sepultado en mi bajo vientre. «No sigas», dije yo. «Pronto llegará Noboru Wataya. Sería terrible que me encontrara aquí. No quiero ver a ese hombre en un sitio como éste».
«No te preocupes», dijo Creta Kanoo separando la boca de mi pene. «Aún tenemos tiempo».
Y continuó recorriendo mi pene con la punta de la lengua. Yo no quería eyacular. Pero no pude evitarlo. Sentí como si fuera a ser absorbido hacia alguna parte. Sus labios y su lengua, parecidos a entes resbaladizos provistos de vida, me agarraban con firmeza. Y eyaculé. Entonces me desperté.
¡Uff! Fui al cuarto de baño, me lavé la ropa interior pringada y me duché con agua caliente, lavándome minuciosamente para alejar la sensación viscosa del sueño. ¿Cuántos años debía de hacer que no tenía una polución? Intenté recordar cuándo había sido la última vez. Pero no pude. Hacía tanto tiempo que no lo recordaba.
Acababa de salir de la ducha y estaba secándome con la toalla cuando sonó el teléfono. Era Kumiko. Yo acababa de eyacular en sueños estando con otra mujer y me sentí algo incómodo al hablar con ella.
—Tienes la voz muy rara. ¿Te ha pasado algo? —preguntó Kumiko.
Es terriblemente sensible a estas cosas.
—No, nada especial. Sólo que me he dormido y acabo de despertarme.
—¿Ah, sí? —dijo Kumiko con tono de sospecha.
Su sospecha se percibía a través del auricular y me sentí aún más incómodo.
—Lo siento, pero hoy llegaré un poco tarde. Tal vez alrededor de las nueve. De todas formas cenaré fuera.
—De acuerdo. Entonces me haré algo para mí solo.
—Lo siento —dijo. Sonó como si lo hubiera añadido tras acordarse de repente. Y, después de una pausa, cortó.
Me quedé contemplando el auricular unos instantes y después fui a la cocina, pelé una manzana y me la comí.
Desde que me había casado con Kumiko seis años atrás, no me había acostado con ninguna otra mujer. No es que no hubiera sentido deseo sexual hacia otras. Tampoco me habían faltado ocasiones. Simplemente, no las había buscado. No sé explicarlo con exactitud, pero es una especie de cuestión de prioridades en la vida.
Sólo una vez, por circunstancias inesperadas, había pasado la noche en casa de una chica. Me caía bien y a ella no le habría parecido mal acostarse conmigo. Yo lo sabía. A pesar de ello, no me acosté con ella.
Era una chica que había trabajado conmigo en la oficina durante varios años. Creo que era dos o tres años menor que yo. Su trabajo consistía en contestar al teléfono y llevar la agenda de todos nosotros, tenía, para ese tipo de tareas, verdadero talento. Era una chica con intuición y con una memoria excelente. Si le preguntabas dónde se encontraba alguien y qué estaba haciendo, o dónde estaba archivado un documento concreto, seguro que lo sabía. También anotaba todas las citas. Todo el mundo la apreciaba y confiaba en ella. En el terreno personal, teníamos una relación que podía llamarse de amistad y habíamos ido a tomar algo los dos juntos varias veces. No se la podía llamar una belleza, pero me gustaba su rostro.
Cuando dejó el trabajo para casarse (tenía que mudarse a Kyushu a causa del trabajo de su novio), los compañeros la invitamos a tomar algo el último día de trabajo. A la vuelta, tomamos el mismo tren y, como ya era tarde, la acompañé a casa. Al llegar a la puerta de su apartamento me invitó a entrar un momento a tomar un café. Me preocupaba perder el último tren, pero quizás era la última vez que nos veíamos y, además, me apetecía tomar un café para disipar los efectos del alcohol, así que decidí pasarme un momento por su casa. Era la típica casa de chica soltera. Había una nevera quizá demasiado grande para una persona que vive sola y una librería con un pequeño equipo de música. Me dijo que la nevera se la había dado un conocido. Ella se puso ropa más cómoda en la habitación de al lado, fue a la cocina y me preparó un café. Los dos nos sentamos en el suelo, uno al lado del otro, y hablamos.
—¿Hay alguna cosa que te dé miedo en particular? —me preguntó en un momento en que la charla se había interrumpido, como si se le ocurriera de repente.
—Ninguna en especial —dije tras pensármelo un poco. Había muchas cosas que me daban miedo, pero no se me ocurría ninguna que temiera en particular—. ¿Y tú?
—A mí me dan miedo las corrientes subterráneas —confesó ella abrazándose las rodillas con ambas manos—. Sabes lo que son, ¿verdad? Cauces subterráneos por donde pasa el agua. Una corriente de agua encerrada y muy oscura.
—Corriente subterránea —repetí. No recordaba con qué ideogramas se escribía.
—Yo nací y crecí en un pueblo de la provincia de Fukushima. Cerca de casa había un pequeño río que se aprovechaba para regar los campos. Pero a medio cauce se convertía en una corriente subterránea. Yo tenía entonces dos o tres años y estaba jugando con unos niños del vecindario algo mayores que yo. Los niños me subieron a un pequeño barco y lo pusieron en el río. Aquello no era más que un juego y lo hacíamos a menudo. Pero ese día, como acababa de llover y el río bajaba crecido, el barquichuelo se les escapó de las manos y la corriente empezó a arrastrarme hacia la boca de la corriente subterránea. De no ser por un vecino que de casualidad pasaba por allí, sin duda hubiera sido absorbida hacia el interior por la corriente y probablemente nunca más se habría sabido de mí. —Se acarició las comisuras de los labios con un dedo de la mano izquierda como si una vez más quisiera confirmar que estaba viva—. Aún recuerdo la escena. Yo, tumbada boca arriba, flotando sobre las aguas. El cauce del río me parece un muro de piedra y sobre mí se extiende un cielo de un nítido y bello color azul. A mí me va arrastrando cada vez más rápido la corriente. No sé qué sucederá. Pero, de repente, lo descubro: la oscuridad me espera. La auténtica oscuridad. Al poco, las tinieblas se me van acercando, van a engullirme. El frío tacto de las sombras está a punto de envolverme. Éste es el primer recuerdo de mi vida.
Bebí un sorbo de café.
—Tengo miedo —dijo ella—. Tengo miedo, un miedo horroroso. Tanto que no puedo soportarlo. Como entonces. Me siento arrastrada rápidamente hacia allí. Y yo no puedo huir de eso.
Sacó tabaco del bolso, se puso un cigarrillo entre los labios y lo encendió. Luego exhaló el humo despacio. Era la primera vez que la veía fumar.
—¿Te estás refiriendo a tu boda?
Ella asintió.
—Sí. Estoy hablando de la boda.
—¿Hay algún problema concreto con respecto a la boda? —pregunté. Negó con un movimiento de cabeza.
—No hay nada en especial que pueda llamarse problema concreto. Pequeñas cosas, por supuesto, hay tantas que, si empezara a hablar, no pararía.
No sabía qué decir, pero la situación exigía que dijera algo.
—Es posible que cualquiera que vaya a casarse experimente más o menos la misma sensación. ¿No estoy a punto de cometer un gran error? Pero se trata, al fin y al cabo, de una inseguridad de lo más natural. Elegir un compañero para toda la vida es una gran decisión. No debes tener tanto miedo.
—Esto es muy fácil de decir. «A todo el mundo le pasa, todo el mundo es igual» —replicó.
Dieron las once. Pensé que debía reconducir la conversación y concluirla. Pero antes de que pudiera decir nada, de repente me miró y me pidió que la abrazara.
—¿Por qué? —le pregunté sorprendido.
—Quiero que me cargues las baterías —dijo ella.
—¿Las baterías?
—Mi cuerpo está bajo de electricidad. Hace días que casi no puedo dormir. Duermo un poco, me despierto enseguida y ya no puedo volver a conciliar el sueño. Tampoco puedo pensar. Cuando me pasa esto, necesito que alguien me cargue las baterías. Si no, no puedo seguir viviendo. De verdad.
Pensando que quizás estaba ebria, la miré al fondo de los ojos. Pero su mirada volvía a ser tan inteligente y lúcida como siempre. No estaba ebria en absoluto.
—Pero tú te casas la semana que viene. Él te abrazará tanto como quieras. Cada noche. El matrimonio es eso. A partir de ahora ya nunca estarás baja de electricidad.
No respondió. Apretó los labios y permaneció en silencio mirándose los pies. Tenía los pies perfectamente alineados uno junto al otro. Eran pequeños y blancos, con diez uñas bonitas.
—El problema es ahora —dijo—. No mañana, la semana que viene o el mes que viene. ¡Estoy baja ahora!
Parecía que deseaba seriamente que alguien la abrazara, así que la rodeé con mis brazos. Tuve una sensación muy extraña. Para mí, ella era una compañera de trabajo eficiente y simpática. Trabajábamos y bromeábamos en la misma sala, a veces íbamos a tomar algo juntos. Pero, lejos del trabajo, en su apartamento, rodeándola de aquella manera con mis brazos, no era más que un pedazo de carne tibia. Pensé que, en definitiva, sólo representábamos el papel asignado en un escenario llamado oficina. Una vez fuera del escenario, cuando se disipaban los roles provisionales que habíamos interpretado en aquel lugar, no éramos más que pedazos de carne insegura y torpe. Simples trozos de carne tibia con esqueleto, aparato digestivo, corazón, cerebro, aparato reproductor. Le rodeé la espalda con los brazos y ella apretó con fuerza sus pechos contra mi cuerpo. Los percibí más grandes y suaves de lo que suponía. Yo estaba sentado en el suelo con la espalda apoyada contra la pared, ella se recostaba lánguidamente en mí. Estuvimos abrazados de aquel modo, inmóviles, sin decir una palabra, durante mucho tiempo.
—¿Va bien así? —le pregunté.
Mi voz me sonó ajena. Parecía que hablara otra persona en mi lugar. Noté que ella asentía.
Ella vestía una chaqueta de chándal y una falda delgada que le llegaba hasta las rodillas. Pero pronto me di cuenta de que no llevaba nada debajo. Al descubrirlo tuve casi automáticamente una erección. Ella pareció darse cuenta. Había sentido sin cesar su cálido aliento en mi nuca.
No me acosté con ella. Pero permanecí «cargando sus baterías» hasta las dos de la madrugada. Me rogó que no la dejara sola de aquel modo, que estuviera abrazándola hasta que se durmiera. La llevé a la cama y la acosté. Pero ella no se dormía. Una vez se hubo puesto el pijama, seguí abrazándola, «cargando sus baterías». Sentía como, en mis brazos, su frente se calentaba y su corazón palpitaba con fuerza. No sabía si estaba obrando correctamente. Pero no se me ocurría otro modo de arreglar la situación. La manera más sencilla habría sido acostarme con ella, pero alejé esta posibilidad de mi mente. Mi instinto me avisaba que no debía hacerlo.
—Oye, no me cojas manía por lo de hoy, ¿eh? Es que estaba tan baja de electricidad que no podía hacer otra cosa.
—Tranquila. Lo comprendo muy bien —dije.
Pensé que debía telefonear. Pero no sabía qué explicación darle a Kumiko. Odiaba mentir y, por otra parte, tampoco creía que comprendiera la situación si se la explicaba con pelos y señales. Y, mientras tanto, dejó de preocuparme. «Que pase lo que tenga que pasar», pensé. A las dos salía de su apartamento y a las tres regresaba a casa. Me costó mucho encontrar un taxi.
Kumiko, obviamente, estaba furiosa. Estaba esperándome despierta, sentada frente a la mesa de la cocina. Le dije que había ido de copas con los compañeros de trabajo y que luego habíamos estado jugando al ma-jong. Me preguntó que por qué no había llamado. Le respondí que no se me había ocurrido. Pero, obviamente, no la convencí y enseguida descubrió la mentira. Hacía años que yo no jugaba al ma-jong y, encima, no sé mentir. No tuve más remedio que confesarle la verdad. Le conté toda la historia —obviando, por supuesto, mi erección— desde el principio hasta el final. «Pero no ha sucedido nada», le dije.
Kumiko se pasó tres días sin hablarme. Sin decirme una palabra. Durmió en otra habitación y comió sola. Se puede decir que ésta fue la peor crisis de nuestro matrimonio. Estaba seriamente enfadada conmigo. Y yo entendía a la perfección que lo estuviera.
—Ponte en el caso opuesto. ¿Qué pensarías? —me dijo Kumiko después de tres días de silencio. Éstas fueron sus primeras palabras—. Si volviera a las tres de la madrugada, sin haber llamado por teléfono, diciendo que he estado en la cama con un hombre, pero que no te preocupes, créeme, no ha pasado nada. Que sólo estaba cargándole las baterías. Va, desayunemos y a la cama. ¿Tú no te enfadarías? ¿Me creerías? —Permanecí en silencio—. Y en tu caso aún es peor —prosiguió Kumiko—. ¡Tú primero me has mentido! Primero me has dicho que habías ido de copas y a jugar al ma-jong. Y eso era mentira. ¿Por qué tengo que creerte cuando dices que no te has acostado con ella? ¿Por qué tengo que creer que eso no es mentira?
—Me sabe mal haber mentido al principio —dije—. Si he mentido era sólo porque era complicado explicar la verdad. No es algo que se pueda explicar con facilidad. Sólo quiero que creas esto. Que es verdad que no hice nada malo.
Kumiko permaneció unos instantes con la cabeza apoyada sobre la mesa. Sentí como si el aire de la estancia se fuera volviendo, poco a poco, más ligero.
—No sé cómo explicarme, pero quiero que me creas: es lo único que puedo decirte.
—Si quieres que te crea, te creo —dijo—. Pero recuerda esto. Quizá yo algún día te haga lo mismo a ti. Y entonces, cree lo que yo te diga. Tengo este derecho.
Kumiko nunca ha ejercido este derecho. A veces pienso qué sucedería si lo hiciera. Quizá la creyera. Pero es obvio que me sentiría confuso, quizá no podría soportarlo. ¿Por qué ha tenido que hacer aposta una cosa así? Y ésos habían sido exactamente los sentimientos de Kumiko en aquel momento.
—¡Señor pájaro-que-da-cuerda! —gritó alguien desde el jardín. Era May Kasahara.
Salí al cobertizo secándome el pelo con una toalla. Estaba sentada allí, mordiéndose la uña del dedo pulgar. Llevaba las mismas gafas de sol oscuras que la primera vez que la vi, un pantalón de algodón color crema y un polo negro. En la mano sostenía un portafolios.
—He saltado por encima —dijo May Kasahara señalando el muro de bloques de cemento. Y se sacudió el polvo que se le había adherido a los pantalones—. He saltado un poco a ojo. ¡Qué suerte que sea tu casa! ¡Imagínate si, por equivocación, me meto en otro sitio!
Se sacó un paquete de Hope cortos de los pantalones y encendió un cigarrillo.
—Por cierto, señor pájaro-que-da-cuerda, ¿estás bien?
—Voy tirando —dije.
—Ahora voy al trabajo, ¿te vienes conmigo? Siempre trabajamos en grupos de dos y es mucho mejor ir con alguien que conozcas. ¿Sabes? La gente nueva no para de preguntar. Que cuántos años tengo. Que por qué no voy a la escuela. Es un rollo, la verdad. Y, como compañero, te puede tocar un pervertido. Esas cosas pasan, ya sabes. Así que, si vienes, me harás un favor.
—¿Es el trabajo del que me hablaste, la encuesta para el fabricante de pelucas?
—Sí —dijo—. Se trata sólo de contar las personas calvas que ves en Ginza, de la una a las cuatro. Sencillo, ¿no? Encima, a ti también te va a servir. Tú también te vas a quedar calvo un día de éstos y es mejor que vayas aprendiendo mientras tengas pelo.
—Pero, oye, ¿no te dicen nada si te encuentran en Ginza durante el día haciendo esto, sin ir a clase?
—No pasa nada. Basta con decir que hago trabajo de campo para ciencias sociales. Siempre los enredo. No hay problema.
No tenía nada especial que hacer, así que decidí acompañarla. May Kasahara llamó a la empresa y les dijo que iba para allá. Por teléfono, utilizó un lenguaje de lo más correcto. «Sí, trabajaremos los dos juntos. Sí, en efecto. No se preocupe. Muchas gracias. Sí, de acuerdo. Sí, entiendo. Estaremos allí pasadas las doce», dijo. Dejé una nota, por si Kumiko volvía pronto, diciendo que volvería antes de las seis y salí de casa con May Kasahara.
La empresa de pelucas estaba en Shinbashi. En el metro, May Kasahara me explicó someramente en qué consistía la investigación. Según me dijo, tendríamos que ponernos en una esquina y contar cuántos calvos (o personas cuyo pelo clareaba) pasaban por la calle. Según el grado de calvicie, se clasificaban en tres categorías. «Ciruela»: personas a quienes les clareaba un poco el pelo; «bambú»: personas a quienes les clareaba bastante el pelo; «pino»: personas completamente calvas.
Abrió el portafolios, sacó un impreso que se usaba en la encuesta y me enseñó diferentes muestras de calvicie. Los diferentes estadios de pérdida de pelo se dividían según el grado de calvicie en la escala pino-bambú-ciruela.
—Con esto ya entiendes más o menos cómo va, ¿no? Según el grado de calvicie, se clasifica a alguien en uno u otro grupo. Si uno quiere ser demasiado preciso, no acaba nunca. Basta con algo aproximado. A bulto.
—Sí, ya entiendo. Bueno, más o menos —dije con voz insegura.
A su lado, había sentado un hombre grueso con pinta de oficinista que había llegado claramente al estadio bambú. Miraba de reojo el papel con aire incómodo, pero a May Kasahara eso no pareció preocuparle lo más mínimo.
—Yo me encargaré de la clasificación pino-bambú-ciruela. Tú te estás a mi lado y, cada vez que diga pino, bambú, lo vas apuntando. ¿Qué? Fácil, ¿eh?
—Pues sí, más o menos. Pero esta investigación, ¿para qué diablos sirve?
—No lo sé —admitió—. Esa gente va haciendo este tipo de encuestas por todas partes. En Shinjuku, en Shibuya, en Aoyama. Quizás investiguen en qué barrio hay más calvos. O quizás el porcentaje diferencial entre pino-bambú-ciruela. De todos modos, a esa gente les sobra el dinero. Por eso pueden gastarlo en cosas así. Y es que las pelucas son muy buen negocio. Fíjate en las pagas extraordinarias, son mucho más altas que las de cualquier otra empresa. ¿Sabes por qué?
—Pues no.
—Es que, ¿sabes?, en realidad, la vida de la peluca es muy corta. Quizá tú no lo sepas, pero sólo duran dos o tres años. Últimamente, las pelucas están tan bien hechas que se estropean muy rápido. Al cabo de dos años, tres como mucho, tienes que comprarte otra nueva. Como se adhieren perfectamente al cuero cabelludo, al ir clareando cada vez más el pelo que hay debajo de la peluca, te la tienes que cambiar por otra que te cubra mejor, ¿sabes? Y así, mira, pongamos que tú llevas peluca, que han pasado dos años y que ya no puedes usarla. ¿Pensarías tú esto?: «Caramba, se me ha estropeado la peluca. Ya no puedo usarla. Para comprar otra nueva tendría que volver a gastar dinero, así que, a partir de mañana, iré a la oficina sin peluca». ¿Crees que lo pensarías?
Negué con la cabeza.
—Creo que no.
—Pues claro que no. En resumen, una persona que empieza a llevar peluca está condenada a llevarla siempre. Y por eso se gana tanto en el negocio de las pelucas. Suena un poco fuerte, pero hacen igual que los camellos. Una vez pescan a uno, ése ya es cliente para toda la vida. Posiblemente hasta que muera. ¡Tú dirás! ¿Verdad que nunca has oído que a un calvo le haya salido una cabellera negra? Y una peluca vale unos quinientos mil yenes; las más difíciles de hacer, alrededor de un millón. Y la cambias cada dos años. ¡Increíble! Un coche puedes usarlo cuatro o cinco años, ¿no? Y al comprar uno nuevo te descuentan el valor del viejo, ¿no? Pero las pelucas tienen la vida más corta. Y no te abonan la vieja.
—Tienes razón —dije.
—Además, los fabricantes de pelucas tienen sus propias peluquerías para el cabello auténtico. Allí lavan las pelucas, cortan el pelo que hay debajo. ¡Tú dirás! Ir al barbero, sentarte delante del espejo, ¡hop!, sacarte la peluca y soltarle: «Córtemelo un poco, por favor». No es nada fácil de decir, ¿no te parece? Sólo con esas peluquerías ya se aseguran unas ganancias considerables.
—Tú sabes muchas cosas, ¿no? —pregunté admirado.
A su lado, el oficinista bambú aguzaba el oído con ansiedad.
—¡Hum! Es que yo, ¿sabes?, he hecho buenas migas con los de la empresa y me he enterado de muchas cosas —dijo May Kasahara—. Esa gente gana el dinero a espuertas. Mandan hacer las pelucas en el sur de Asia y en lugares por el estilo, donde la mano de obra es barata. Y el pelo de las pelucas lo adquieren allí. En Tailandia, en Filipinas. Las chicas de esos países se cortan el pelo y lo venden a la empresa de pelucas. En algunos lugares, ésta es toda su dote. ¡El mundo es taaan raro! El pelo de algún tipo de por aquí es, en realidad, el pelo de una niña de Indonesia.
Al oírlo, el oficinista bambú y yo barrimos con la mirada en un acto reflejo el interior del vagón.
Pasamos por la empresa de Shinbashi y recogimos unas bolsas de papel con los formularios de la encuesta y unos lápices. Se suponía que la empresa era la segunda en ventas del mercado, pero tenía una entrada muy discreta por donde pudieran acceder los clientes sin ser vistos y en la fachada no había ningún rótulo. El nombre de la empresa no aparecía en ninguna parte: ni en las bolsas de papel ni en los formularios de la encuesta. Apunté mi nombre, dirección, currículum y edad en una hoja de inscripción para el trabajo a media jornada y lo presenté en el departamento de investigación. Al parecer, aquél era un lugar de trabajo tranquilo. No había quien vociferara al teléfono ni quien, con las mangas de la camisa arremangadas, aporreara con ansia el teclado del ordenador. Todos iban vestidos con pulcritud y se dedicaban a tareas tranquilas. En la empresa de pelucas —quizá sea un hecho natural— no se veía a ningún calvo. Posiblemente algunos llevaran pelucas de su empresa. Pero no pude discernir quién la llevaba y quién no. Jamás había visto una empresa que tuviera un ambiente tan extraño.
Al salir de allí nos metimos en el metro y fuimos a Ginza. Como aún era pronto y teníamos hambre, entramos en el Dairy Queen y pedimos una hamburguesa.
—Oye, señor pájaro-que-da-cuerda —dijo May Kasahara—, si te quedaras calvo, ¿te pondrías peluca?
—Pues, no lo sé. No soporto las cosas que requieren cuidados, así que creo que me quedaría tal cual.
—Eso es mucho mejor —dijo enjugándose el ketchup de la boca con una servilleta de papel—. Estar calvo no es tan malo como piensan ellos. A mí me parece que no hay para tanto.
—No sé.
Después nos sentamos en la boca del metro de delante de Wakoo y, durante tres horas, contamos calvos. En la entrada del metro, mirando desde arriba las cabezas de los que subían y bajaban las escaleras, era como mejor se podía apreciar el estado capilar de las cabezas. Conforme May Kasahara me iba diciendo «pino» o «bambú», yo lo iba apuntando en el formulario. May Kasahara parecía avezada a la tarea. No se aturdió, vaciló o corrigió ni una sola vez. Clasificaba los estadios de calvicie en tres grados con auténtica celeridad y precisión. Para no ser descubierta por los transeúntes, me decía en voz baja, sucintamente, «pino» o «bambú». Cuando pasaban a la vez varias personas con el pelo ralo, ella tenía que decir atropelladamente: «ciruela-ciruela-bambú-pino-bambú-ciruela». En un determinado momento, un anciano caballero muy elegante (con una magnífica cabellera plateada), después de observar un rato nuestro trabajo, me preguntó:
—Perdone, ¿qué están haciendo ustedes?
—Una encuesta —le respondí concisamente.
—¿Qué tipo de encuesta? —preguntó.
—Una encuesta sociológica —dije.
—Ciruela-pino-ciruela —dijo May Kasahara en voz baja.
Él, con aire de estar poco convencido, observó un rato más cómo trabajábamos y, al fin, desistió y se fue.
Cuando, al otro lado de la calle, el reloj de Mitsukoshi dio las cuatro, consideramos finalizada la encuesta. Volvimos al Dairy Queen y tomamos un café. No era un trabajo que requiriera un gran desgaste físico, pero yo tenía agarrotados los músculos del cuello y de la espalda. O quizás es que sentía cierto remordimiento por haber estado contando furtivamente calvas. Tomamos el metro y, mientras nos dirigíamos a la empresa, calvo que veía, calvo que yo, de forma automática, clasificaba en pino o bambú, cosa que no puede calificarse como agradable. Pero por más que intenté dejar de hacerlo, se había convertido en una especie de fuerza que me dominaba, y no pude parar. Entregamos los formularios de la encuesta al departamento de investigación y recibimos nuestra paga. Teniendo en cuenta el tiempo y el tipo de trabajo, la cantidad no estaba nada mal. Firmé un recibo y me guardé el dinero en el bolsillo. May Kasahara y yo nos metimos en el metro, fuimos hasta Shinjuku, allí tomamos la línea Odakyuu y regresamos a casa. Ya estábamos en plena hora punta de vuelta a casa. Hacía mucho tiempo que no cogía un tren atestado de gente, pero no sentí nostalgia.
—No está mal este trabajo, ¿verdad? —dijo May Kasahara—. Es cómodo y la paga es buena.
—No está mal —repuse chupando un caramelo de limón.
—¿Volveremos a trabajar juntos? Podemos hacerlo una vez a la semana.
—De acuerdo.
—Oye, señor pájaro-que-da-cuerda —dijo tras un corto silencio May Kasahara, como si se le ocurriera de repente—. No sé, pero creo que si la gente teme quedarse calva es porque eso les hace pensar en el final de la vida. Es decir, me da la impresión de que sienten que, conforme se van quedando calvos, la vida se les va acabando. Como si se acercasen a pasos agigantados a la muerte, a la destrucción final.
Reflexioné unos instantes.
—Sí, es una manera de verlo.
—Oye, señor pájaro-que-da-cuerda. A veces lo pienso: ¿qué diablos debes sentir cuando te vas muriendo poco a poco, despacio, a lo largo del tiempo?
Como no entendí bien el significado de su pregunta, sujeto al agarradero, cambié de postura y miré fijamente a May Kasahara.
—Ir muriendo poco a poco, despacio… Por ejemplo, ¿en qué caso concreto podría ocurrir?
—Pues, por ejemplo… Pues, en caso de que te hayan encerrado solo en un lugar oscuro, que no tengas nada que comer ni nada que beber y que te vayas muriendo gradualmente, poco a poco.
—Seguro que es horrible, y doloroso —dije—. Desde luego no quisiera morirme de esa manera.
—Pero, oye, señor pájaro-que-da-cuerda, la vida ya viene a ser eso, ¿no? ¿Acaso no estamos todos atrapados en un lugar oscuro y nos van quitando la comida y la bebida y nos vamos muriendo despacio, gradualmente? Poco a poco, poco a poco.
Me reí.
—Tú, para la edad que tienes, piensas a veces de manera terriblemente pesimista, ¿no te parece?
—Ese pesi… no sé qué…, ¿qué es?
—Pesimista. Significa ver sólo el lado oscuro de las cosas.
—Pesimista, pesimista… —repitió para sí varias veces—. Señor pájaro-que-da-cuerda —dijo luego, alzando los ojos y clavándome la mirada—. Sólo tengo dieciséis años y no sé muy bien de qué va el mundo, pero una cosa sí puedo afirmar con rotundidad: si yo soy pesimista, los adultos de este mundo que no son pesimistas son un hatajo de idiotas.