7

La tintorería feliz

La aparición de Creta Kanoo

Cogí la blusa y la falda de Kumiko y, esta vez, fui a la tintorería de delante de la estación. Yo siempre llevo la ropa a la que está cerca de casa. No es que la prefiera, sólo que la distancia es menor. A la tintorería de delante de la estación, es mi mujer quien va de camino al trabajo. Lleva la ropa a la ida y la recoge a la vuelta. Dice que es un poco más cara, pero que trabajan mejor. Y, aunque le resulte un poco pesado, lleva allí su ropa preferida. Así que, aquel día, monté en la bicicleta y me dirigí a la tintorería de delante de la estación. Pensé que Kumiko preferiría que llevase allí su ropa.

Me puse unos pantalones finos de algodón de color gris, las mismas zapatillas de tenis de siempre, la camiseta amarilla de Van Halen, publicidad de una empresa discográfica que Kumiko había sacado de no sé dónde, me eché al brazo la blusa y la falda y salí de casa. El dueño de la tintorería estaba, como la vez anterior, escuchando a todo volumen su radiocasete JVC. Aquella mañana tenía puesta una cinta de Andy Williams. Cuando abrí la puerta justo acababa Hawaiian Wedding Song y estaba a punto de empezar Canadian Sunset. El dueño seguía el compás silbando feliz mientras, en un cuaderno, escribía con un bolígrafo con trazos enérgicos. Entre la pila de cintas que había en la estantería se leían los nombres Sergio Mendes, Bert Kaempfert y 101 Strings. Un amante de la easy listening music. Me pregunté de repente si era posible que un apasionado de Albert Ayler, Don Cherry o Cecil Taylor se convirtiera en dueño de una tintorería de la zona comercial de delante de la estación. Quizá sí. Pero no sería un tintorero feliz.

Cuando deposité la blusa de color verde con estampado de flores y la falda de color salvia sobre el mostrador, las desplegó y, tras una rápida inspección, escribió en el resguardo: «Una falda y una blusa» con letra bonita. Me gustan los tintoreros que tienen la letra bonita. Y si además les apasiona Andy Williams, entonces no hay más que hablar.

—El señor Okada, ¿verdad? —preguntó.

Asentí. Escribió mi nombre, arrancó la copia de papel carbón y me la entregó.

—Estará el martes de la semana próxima. Esta vez no se olvide de venir a recogerlo —dijo—. ¿Es de su esposa?

—Sí —respondí.

—Son bonitos estos colores.

El cielo estaba cubierto de nubes plomizas. El parte meteorológico había pronosticado lluvia. Eran las nueve y media pasadas de la mañana, pero aún había gente de camino al trabajo dirigiéndose a paso rápido hacia las escaleras de la estación con paraguas y portafolios. Quizá fueran empleados que iban tarde a trabajar. Aquella mañana hacía bochorno, pero a ellos eso no parecía importarles e iban debidamente trajeados, con la corbata debidamente anudada y debidamente calzados con zapatos negros. Se veían muchos empleados de mi edad, pero ninguno llevaba una camiseta de Van Halen. Algunos lucían en la americana el distintivo de su empresa y llevaban el Nikkei bajo el brazo. Sonó el timbre en el andén y algunos subieron corriendo las escaleras. Hacía mucho tiempo que no veía a gente de esta guisa. Pensándolo bien, durante toda la semana anterior sólo me había movido entre el supermercado, la biblioteca y la piscina del barrio. En toda la semana sólo había visto a amas de casa, ancianos, niños y a algunos tenderos. Allí de pie, estuve contemplando distraídamente durante unos instantes a aquellos hombres vestidos con traje y corbata. Ya que había ido hasta allí, se me ocurrió que podía entrar en una cafetería delante de la estación y tomarme un café del menú del desayuno, pero me dio pereza. Pensándolo bien, no es que me apeteciera un café. Contemplé mi imagen reflejada en el cristal del escaparate de la floristería. Sin darme cuenta, me había manchado los bajos de la camiseta con salsa de tomate.

Monté en la bicicleta y, mientras me dirigía a casa, me encontré silbando Canadian Sunset.

A las once tuve una llamada de Malta Kanoo.

—Diga —dije al descolgar.

—Oiga —dijo Malta Kanoo—. ¿Es ésta la casa del señor Tooru Okada?

—Sí, yo soy Tooru Okada.

Por la voz, supe desde el principio que se trataba de Malta Kanoo.

—Soy Malta Kanoo. Siento mucho haberle molestado el otro día. Por cierto, ¿tiene usted algún compromiso esta tarde?

Le respondí que no. Al igual que un ave migratoria no tiene propiedades que hipotecar, yo no tenía nada que pudiera considerarse un compromiso.

—Entonces mi hermana Creta Kanoo se permitirá visitarle a usted a la una.

—¿Creta Kanoo? —dije en tono seco.

—Es mi hermana. Creo recordar que el otro día le enseñé una fotografía de ella —dijo Malta Kanoo.

—Sí, me acuerdo de su hermana. Pero…

—Se llama Creta Kanoo. Irá a visitarle en representación mía. ¿Le parece bien a la una?

—Sí, bien…

—Entonces, no le molesto más —replicó Malta Kanoo y colgó.

¿Creta Kanoo?

Saqué la aspiradora, limpié el suelo y ordené la casa. Reuní todos los periódicos, los até con una cuerda y los arrojé dentro del armario empotrado. Metí las cintas de casete desperdigadas por la habitación dentro de sus cajas, las ordené y fregué los platos en la cocina. Después me duché, me lavé el pelo y me cambié de ropa. Hice café y me comí un sándwich de jamón y unos huevos duros. Me senté en el sofá, hojeé Cuaderno del hogar y pensé qué podría hacer para la cena. Señalé la página donde salía Ensalada de algas hijiki con toofu y apunté los ingredientes necesarios en la lista de la compra. Cuando sintonicé la FM, Michael Jackson estaba cantando Billy Jean. Después pensé en Malta Kanoo y en Creta Kanoo. ¡Vaya nombrecitos había elegido aquel par! Similares a los de una pareja de manzai[5]. Malta Kanoo y Creta Kanoo.

Mi vida estaba enfilando derroteros extraños, sin duda. El gato se me había escapado. Había recibido una llamada absurda de una mujer estrafalaria. Había conocido a una chica extraña y había entrado dentro de una casa abandonada del callejón. Noboru Wataya había violado a Creta Kanoo. Malta Kanoo me había augurado que aparecería la corbata. Mi mujer me había dicho que no hacía falta que trabajara.

Apagué la radio, devolví Cuaderno del hogar a la estantería y tomé otra taza de café.

A la una en punto, Creta Kanoo tocó el timbre. Era exacta a la fotografía. Pequeña de estatura, en la primera mitad de la veintena, de aspecto tranquilo. Y se mantenía increíblemente fiel a la estética de principios de los sesenta. Si hubieran rodado American Graffiti en Japón, probablemente la habrían seleccionado, tal cual iba, como extra. Igual que en la fotografía, llevaba el pelo cardado, con las puntas rizadas. Echado con fuerza hacia atrás y sujeto con un gran pasador brillante. Las cejas negras estaban nítidamente dibujadas con lápiz, el rímel proyectaba misteriosas sombras sobre sus ojos y el pintalabios reproducía a la perfección el color de moda en aquella época. Con un micrófono en la mano parecería lista para cantar Johnny Angel.

La ropa que llevaba era muchísimo más sencilla que el maquillaje y carecía de cualquier rasgo distintivo. Incluso se podía llamar práctica. Una sencilla blusa blanca y una sencilla falda estrecha de color verde. No llevaba adornos de ningún tipo. Sostenía un pequeño bolso de charol blanco bajo el brazo y calzaba unos escarpines puntiagudos también blancos. Pequeños, con los tacones finos y afilados como la mina de un lápiz, parecían zapatos de juguete. Me admiró terriblemente que hubiese podido llegar a salvo hasta allí calzando semejante cosa.

La invité a pasar, le ofrecí asiento en el sofá de la sala de estar y le serví un café caliente. Le pregunté si ya había comido. Me pareció que tenía hambre. Me respondió que todavía no.

—Pero no se moleste —añadió precipitadamente—. No suelo comer mucho al mediodía.

—¿De verdad? No me cuesta nada hacerle un sándwich. No haga cumplidos. Estoy acostumbrado a prepararlos, no es ninguna molestia. Ella negó con breves movimientos de cabeza.

—Le agradezco mucho su amabilidad. Pero no necesito nada, gracias. No se preocupe. Con el café es suficiente.

Pero yo, por si acaso, saqué un plato de galletas de chocolate. Creta Kanoo comió cuatro con fruición. Yo comí dos y me bebí el café.

Después de las galletas y el café, ella parecía más relajada.

—Hoy he venido en representación de mi hermana —dijo—. Me llamo Creta Kanoo. Soy la hermana menor de Malta Kanoo. Éste no es obviamente mi verdadero nombre. El verdadero es Setsuko Kanoo. Pero empecé a utilizar el otro cuando me convertí en ayudante de mi hermana. Es, ¿cómo se dice?… Un seudónimo. No es que tenga nada que ver con la isla de Creta. Jamás he estado allí. Pero ya que mi hermana utiliza el nombre de Malta, ha buscado otro que tenga relación con el suyo. Y Malta ha decidido llamarme Creta. ¿Por casualidad ha estado en la isla de Creta, señor Okada?

Le respondí que, sintiéndolo mucho, no. Ni había estado jamás en Creta ni pensaba ir allí en un futuro próximo.

—Yo quiero ir alguna vez —dijo. Y afirmó con una expresión muy seria—: Creta es la isla griega que está más cerca de África. Es una isla grande donde, en la Antigüedad, floreció una gran civilización. Mi hermana Malta también ha estado en Creta y dice que el lugar es maravilloso. Dice que el viento es fuerte y la miel deliciosa. A mí me encanta la miel.

Asentí. A mí la miel no me entusiasma.

—Hoy he venido a pedirle un favor —dijo Creta Kanoo—. Me gustaría llevarme agua de su casa.

—¿Agua? —pregunté—. ¿Agua del grifo?

—Con agua del grifo es suficiente. Y si hay algún pozo cerca, también tomaré agua de allí.

—Creo que no hay ninguno por aquí. Bueno, sí, hay uno, pero está dentro de otra propiedad y, además, creo que está seco.

Creta Kanoo me clavó la mirada.

—¿De verdad ya no hay agua dentro del pozo? ¿Está usted seguro? Recordaba el sonido seco que escuchamos la chica y yo después de que ella lanzara las piedras dentro del pozo de la casa abandonada. —Seguro que está seco. No cabe duda alguna.

—Muy bien. Entonces cogeré agua del grifo de su casa.

La conduje a la cocina. Sacó dos pequeños frascos del bolso de charol blanco. Llenó uno con agua del grifo y lo tapó con cuidado. Después dijo que quería ir al cuarto de baño. La conduje allí. El tendedero estaba lleno de ropa interior y medias de mi mujer, pero Creta Kanoo, sin preocuparse por ello, abrió el grifo y llenó el otro frasco. Después de taparlo, le dio la vuelta al frasco para comprobar que no perdía agua. Los tapones eran de distinto color, para diferenciar el agua de la cocina y la del baño. El tapón del frasco donde había metido agua del baño era azul; y el tapón del frasco donde había metido agua de la cocina, verde.

Cuando volvió a la sala de estar, metió los dos frascos dentro de una pequeña bolsa de plástico de congelador y cerró la cremallera. Luego la introdujo con mucho cuidado dentro de su bolso de charol blanco. El cierre metálico del bolso hizo un chasquido al cerrarse. Por sus gestos se adivinaba que había hecho infinitas veces la misma operación.

—Muchísimas gracias —dijo Creta Kanoo.

—¿Eso es todo? —pregunté.

—Sí, por ahora sí —dijo Creta Kanoo.

Luego se estiró los bajos de la falda, se puso el bolso bajo el brazo e hizo ademán de levantarse del sofá.

—Espere un momento —dije. Estaba confuso, porque no esperaba que se fuese tan de repente—. Espere un momento, por favor. Mi mujer querrá saber qué pasa con el gato. Ya hace casi dos semanas que ha desaparecido. Si supieran algo, por insignificante que fuera, nos gustaría saberlo.

Creta Kanoo, sosteniendo aún con cuidado el bolso bajo el brazo, me clavó la mirada unos instantes y asintió varias veces con breves movimientos de cabeza. Cuando asentía, el pelo cerdado se balanceaba ligeramente muy al estilo de principios de los sesenta. Cuando parpadeaba, sus grandes pestañas postizas de color negro oscilaban arriba y abajo como un abanico de largo mango movido por un esclavo negro.

—Para serle sincera, mi hermana dice que posiblemente esta historia será más larga de lo que parece.

—¿Una historia más larga de lo que parece?

La expresión «una historia más larga» me hizo pensar en un páramo desierto que se extendiera hasta el infinito y donde se irguiera una alta estaca. Cuando el sol empezara a ponerse, la sombra de la estaca se alargaría más y más hasta que la punta desapareciera en la distancia.

—Sí. Probablemente la historia no termine con la desaparición del gato.

Me quedé desconcertado.

—Pero si lo único que nosotros le hemos pedido es que nos ayude a encontrar el gato. En cuanto aparezca el gato acaba la historia. Si está muerto, quiero saberlo. ¿Por qué tiene que convertirse esto en una historia más larga? No lo entiendo.

—Yo tampoco —dijo ella. Y cogió su brillante pasador de pelo reluciente y lo desplazó un poco más hacia atrás—. Pero usted debe confiar en mi hermana. No es que ella lo sepa todo, por supuesto. Pero si mi hermana dice que ésta será una historia más larga, seguro que será una historia más larga. —Asentí en silencio. No había nada que añadir—. ¿Está ocupado ahora, señor Okada? ¿No tendrá usted algún compromiso? —preguntó Creta Kanoo en tono ceremonioso.

Le contesté que no estaba ocupado. Que no tenía ningún compromiso.

—Entonces, ¿le importaría que le hablara de mí? —dijo Creta Kanoo. Dejó en el sofá el bolso de charol blanco y puso ambas manos, una sobre la otra, sobre la estrecha falda de color verde, encima de las rodillas. Llevaba las uñas pintadas de un bonito color rosa. No se había puesto ningún anillo.

La invité a hablar. Y mi vida —como era de prever desde el momento en que Creta Kanoo había pulsado el timbre de la puerta— empezó a enfilar derroteros cada vez más extraños.