6

El nacimiento de Kumiko Okada

El nacimiento de Noboru Wataya

Como hijo único, no acabo de imaginar los sentimientos que unen, uno con otro, a un hermano y una hermana después de hacerse adultos y llevar vidas independientes.

En el caso de Kumiko, cuando la conversación recae en Noboru Wataya, aflora en su rostro una expresión vaga, como si por equivocación se hubiera metido en la boca algo que tuviera un gusto raro, pero yo no sabría decir qué sentimiento esconde esta expresión. Kumiko sabe que no siento ni pizca de simpatía por su hermano y, además, lo encuentra lógico. Ella misma tampoco siente predilección por un individuo semejante. Creo que si ella y Noboru Wataya no estuvieran unidos por lazos de sangre, no existiría la menor posibilidad de que intimasen. Lo cierto es que son hermano y hermana y las cosas toman, así, un cariz algo más complejo.

En la actualidad, Kumiko y Noboru Wataya apenas si tienen ocasión de verse. Yo jamás voy a casa de mis suegros. Tal como he mencionado antes, a raíz de mi discusión con el padre de Kumiko nos distanciamos de manera definitiva. La pelea fue bastante violenta. En mi vida son contadas las personas con quienes me he peleado, pero, a cambio, cuando empiezo lo hago en serio y lo llevo hasta el final. Sin embargo, una vez hube dicho todo lo que quería decir, extrañamente no me quedó el menor sentimiento de enfado hacia mi suegro. Sólo tuve la sensación de librarme del fardo que había acarreado sobre mis espaldas durante mucho tiempo. No había en mí ni odio ni ira. Incluso llegué a pensar que la vida de aquel hombre, por desagradable y estúpida que me pareciera su manera de vivirla, debía de haber sido muy dura. Le dije a Kumiko que jamás volvería a ver a sus padres. Pero que si ella quería visitarlos, era muy libre de hacerlo, que eso a mí no me concernía. Tampoco Kumiko parecía abrigar esa intención. «No importa. Tampoco es que me apeteciera verlos antes», dijo Kumiko.

En aquella época, Noboru Wataya vivía en la casa paterna, pero no intervino en la pelea entre su padre y yo, sino que se mantuvo al margen con actitud displicente. Tampoco era de extrañar. Noboru Wataya nunca había sentido el menor interés por mí y había rehusado tener conmigo cualquier contacto personal fuera del estrictamente necesario. Cuando dejé de ir a casa de mis suegros, ya no había ninguna ocasión para encontrarme con Noboru Wataya. Por lo que respecta a Kumiko, tampoco ella tenía ocasión de verlo. Él estaba ocupado y ella estaba ocupada. Además, tampoco habían sido nunca unos hermanos muy unidos.

A pesar de ello, Kumiko llamaba a veces a Noboru Wataya a su despacho de la universidad y hablaban. También Noboru Wataya la llamaba a la oficina (a casa jamás telefoneó). «Hoy he llamado a mi hermano», «Hoy me ha llamado mi hermano a la oficina», me decía a veces Kumiko. Pero no sé de qué hablaban. Ni yo se lo pregunté jamás, ni ella me dio nunca más explicaciones que las imprescindibles.

Tampoco sentía ningún interés especial por el contenido de sus conversaciones con Noboru Wataya. No es que me molestara que hablaran por teléfono. Sólo que, hablando con franqueza, por muchas vueltas que le diera me cuesta imaginar de qué podían hablar dos personas tan diferentes como Kumiko y Noboru Wataya. ¿Era ese hecho fruto de los especiales lazos de la consanguinidad?

Aunque fueran hermano y hermana, Noboru Wataya y mi mujer se llevaban nueve años. Además, otra de las razones que explicaba aquella perceptible falta de intimidad entre los dos hermanos era que Kumiko, de muy pequeña, había sido educada por sus abuelos paternos.

Al principio, Noboru Wataya y Kumiko no eran sólo dos. Entre ellos había otra niña, que había sido la hermana mayor de Kumiko. Cinco años mayor. Así que originariamente eran tres hermanos. Pero a los tres años, Kumiko fue confiada a sus abuelos paternos, dejó Tokio para ir a Niigata. Y allí la crió su abuela paterna. La razón que más tarde le dieron sus padres era que ella tenía, de nacimiento, una constitución débil y que era mejor para ella que creciera en el campo, con un aire sano, pero esto nunca la convenció. Ella no era especialmente débil. Tampoco había tenido ninguna enfermedad grave y, de cuando vivía en el campo, no recordaba que nadie a su alrededor se preocupara por su salud. «Debía de ser una simple excusa», dijo Kumiko.

Según le contó uno de sus parientes mucho más tarde, entre la abuela y la madre de Kumiko había una profunda discordia que ya duraba años, y confiar a Kumiko a sus abuelos de Niigata fue una especie de tregua entre ambas partes. Cediéndola provisionalmente, los padres de Kumiko aplacaban la ira de la abuela, y ésta, por su parte, al hacerse cargo de su nieta, tenía la confirmación material de conservar los vínculos con su propio hijo (el padre de Kumiko). O sea, que Kumiko fue una especie de rehén.

—Además —decía Kumiko—, ya tenían dos hijos más, y desprenderse de uno no representaba un problema tan grave. Por supuesto, no tenían ninguna intención de abandonarme, pero me enviaron allí pensando a la ligera que aún era pequeña y que eso no me afectaría. En muchos sentidos, ésa era la solución más fácil para todos. ¿Te lo puedes creer? Yo no lo entiendo. No tenían la menor idea del desastroso efecto que una cosa así podía tener en una niña pequeña.

Se crió en Niigata, junto a su abuela, de los tres a los seis años. No tuvo en absoluto una infancia infeliz o antinatural. Su abuela la adoraba y, además, podía jugar más a sus anchas con unos primos de edad similar a la suya que con sus hermanos, mucho mayores que ella. Cuando le llegó el momento de ingresar en la escuela primaria, volvió finalmente a Tokio. Sus padres se habían ido sintiendo cada vez más inquietos ante la larga separación y quisieron llevar a su hija de vuelta a Tokio antes de que fuera demasiado tarde. Pero, en algún sentido, ya era demasiado tarde. Durante las semanas que siguieron a la decisión de su vuelta a Tokio, la abuela estuvo terriblemente exaltada, con los nervios a flor de piel. Se negaba a comer y casi no podía dormir. Lloraba, montaba en cólera, enmudecía. Abrazaba a Kumiko con todas sus fuerzas para, instantes después, golpearla con una regla en el brazo, tan fuerte que le dejaba verdugones. Le decía a Kumiko, en los términos más insultantes, lo horrible que era su madre. «No te dejaré ir. Si no puedo verte, prefiero morir ahora mismo», empezaba para añadir a continuación: «Ya no quiero verte más. ¡Vete de una vez!». Incluso intentó clavarse unas tijeras en la muñeca. Kumiko no podía entender qué diablos estaba sucediendo a su alrededor.

La reacción de Kumiko fue cerrar temporalmente su corazón al mundo exterior. Dejó de pensar, de desear cualquier cosa. La situación superaba con creces su capacidad de juicio. Cerró los ojos, se tapó los oídos, dejó de reflexionar. Apenas tiene recuerdos de aquellos meses. No recuerda en absoluto lo que sucedió durante aquel periodo. Sin embargo, cuando se dio cuenta, ya estaba en un nuevo hogar. El hogar donde debería haber testado siempre. Allí estaban sus padres, su hermano y su hermana. Pero aquél no era su hogar. Era, más que nada, un nuevo ambiente.

Kumiko no sabía por qué razón la habían separado de su abuela y la habían llevado a Tokio, pero comprendió de forma instintiva que no volvería jamás a su vida en Niigata. Aquel lugar nuevo era, para la Kumiko de seis años, un mundo más allá de su comprensión. El mundo que Kumiko había conocido hasta entonces y aquel otro eran completamente diferentes e, incluso en aquello que se parecían, funcionaban de un modo radicalmente distinto. Y ella no comprendía ni los valores ni los principios fundamentales sobre los que se asentaba aquel mundo. Ni siquiera podía participar en las conversaciones de su nueva familia.

En aquella nueva atmósfera, Kumiko se volvió una niña taciturna y difícil. No sabía en quién confiar, en quién buscar un apoyo incondicional. No se sentía segura ni siquiera cuando sus padres la abrazaban. El olor que despedían sus cuerpos no despertaba en ella ningún recuerdo. Aquel olor la intranquilizaba terriblemente. Incluso había veces que lo odiaba. De toda la familia, la única persona a quien, con dificultad, pudo ir abriendo su corazón fue su hermana mayor. Los padres se sentían desconcertados ante una hija tan problemática, y su hermano, ya en aquella época, apenas le prestaba atención. Sólo su hermana comprendió que estaba confusa e inmersa en la soledad. Y decidió encargarse de Kumiko con paciencia. Dormía en la misma habitación, poco a poco le fue hablando, le leía libros, iban juntas a la escuela y, a la vuelta, la ayudaba con sus deberes. Cuando llevaba horas llorando sola en un rincón de la habitación, permanecía a su lado, abrazándola. Intentó abrir poco a poco el corazón de su hermana pequeña. Si unos años después de que Kumiko hubiera vuelto a casa, su hermana no hubiese muerto a causa de una intoxicación alimentaria, la situación habría sido muy diferente.

—Creo que si mi hermana hubiera vivido, las cosas habrían ido en casa un poco mejor —dijo Kumiko—. Mi hermana sólo estaba en sexto de primaria, pero era la persona clave de la familia. Si no hubiera muerto, todos seríamos mejores. Como mínimo, yo no sería un caso perdido. ¿Me entiendes? Desde entonces, siempre me he sentido terriblemente culpable frente al mundo. ¿Por qué no había muerto yo en vez de mi hermana? ¿Por qué estaba viva yo, que no servía para nada, que no hacía feliz a nadie? Y mis padres y mi hermano, sabiendo lo que sentía, no me dirigieron ni una sola palabra afectuosa. Al contrario, siempre que podían hablaban de mi hermana muerta. De lo bonita e inteligente que era. De lo mucho que la querían todos. De lo comprensiva que era, de lo bien que tocaba el piano. ¿Sabes? A mí también me hicieron tomar lecciones. Porque, después de que muriera mi hermana, había quedado en casa un piano de cola. Pero yo no tenía el menor interés en tocar el piano. Sabía que nunca podría tocarlo también como mi hermana y no quería darles una prueba tras otra de que, en todos los aspectos, yo era un ser inferior a mi hermana. Ni podía convertirme en otra persona, ni quería hacerlo. Pero ellos no me escuchaban. ¡Nadie me escuchaba! Por eso detesto, aún ahora, ver un piano. También detesto ver a alguien tocando el piano.

Cuando Kumiko me contó esta historia, me enojé con su familia. Por lo que le habían hecho. Por lo que no habían hecho. Entonces aún no estábamos casados. Hacía poco más de dos meses que nos conocíamos. Era una tranquila mañana de domingo y estábamos en la cama. Ella me habló de su infancia sopesando los hechos, uno a uno, despacio, como si desenredara una madeja. Era la primera vez que Kumiko hablaba tanto de sí misma. Hasta entonces, yo no sabía casi nada de su familia o de su vida. De Kumiko, sabía que era callada, que le gustaba dibujar, que tenía el pelo liso y bonito y dos lunares sobre el omóplato derecho. Y que acostarse conmigo había sido su primera experiencia sexual.

Mientras hablaba, lloró un poco. Me pareció comprensible. La abracé y le acaricié el pelo.

—Si mi hermana viviera, seguro que te habría gustado. Gustaba a todo el mundo, les bastaba con verla —dijo Kumiko.

—Quizá sí —dije—. Pero resulta que es de ti de quien estoy enamorado. Es muy simple, ¿no te parece? Esto es algo entre tú y yo, y no tiene nada que ver con tu hermana.

Kumiko permaneció en silencio durante unos instantes, pensativa. A las siete y media de la mañana del domingo, todos los sonidos tenían una resonancia suave y hueca. Oía cómo andaban las palomas sobre el tejado del apartamento y la voz de alguien que llamaba a su perro en la distancia. Kumiko estuvo largo tiempo contemplando un único punto del techo.

—¿Te gustan los gatos? —me preguntó.

—Sí —dije—. Me encantan. Cuando era pequeño, siempre había gatos en casa. Jugaba con ellos. Incluso dormía con ellos.

—¡Qué bien! Yo, de pequeña, me moría por tener un gato. Pero jamás me dejaron. Mi madre los odia. En toda mi vida, hasta ahora, jamás he conseguido tener lo que deseaba de corazón. ¡Ni una sola vez! Cuesta de creer, ¿no te parece? Tú no puedes entender qué vida es ésa, seguro. Cuando uno se acostumbra a no conseguir nunca lo que desea, ¿sabes qué pasa? Que acaba por no saber incluso lo que quiere.

Le tomé la mano.

—Tal vez haya sido así hasta ahora. Pero ya no eres una niña, tienes derecho a escoger tu propia vida. Si quieres un gato, elige una vida donde puedas tenerlo. Es muy simple. Tienes todo el derecho. ¿No te parece?

—Sí.

Unos meses después, Kumiko y yo hablábamos de casarnos.

Si, en aquella familia, la infancia de Kumiko había sido problemática y difícil, la de Noboru Wataya había sido, en otro sentido, deformada de un modo antinatural. Sus padres adoraban a su único hijo varón, pero, al tiempo que lo mimaban, eran extremadamente exigentes con él. Su padre estaba convencido de que la única forma de alcanzar una vida digna en la sociedad japonesa era sacando las mejores notas en la escuela y dejando en la cuneta a cualquiera que se interpusiera en tu camino. Tenía el firme convencimiento de ello. Poco después de la boda, escuché estas palabras de la boca de mi suegro: «Para empezar», dijo, «los seres humanos no han sido creados todos iguales. La igualdad de los seres humanos no es más que un principio que se aprende en la escuela, pero es un disparate. Japón es, por su estructura, una democracia, pero es, al mismo tiempo, una sociedad de clases ferozmente competitiva donde rige la ley de la selva y donde, si no se forma parte de la elite, no tiene ningún sentido vivir. A uno sólo le queda que la máquina lo vaya triturando poco a poco. Por eso la gente intenta trepar en la escala, aunque sólo sea un peldaño. Ésta es una ambición extraordinariamente sana. Si la gente pierde esta ambición, Japón sucumbirá». Ante tales opiniones, yo no hacía ningún comentario. Tampoco es que él me pidiera mi impresión o parecer. Se limitaba a lanzarme sus propias convicciones, inmutables por los siglos de los siglos.

La madre de Kumiko, hija de un burócrata de alto rango, había crecido sin que le faltara de nada en el barrio de Yamanote, en Tokio, y no tenía ni ideas ni carácter para oponerse a las opiniones de su marido. Por lo que alcancé a ver, ella carecía de opinión alguna sobre las cosas que no se encontraran justo ante sus ojos (y, en efecto, era terriblemente corta de vista). Cuando tenía que formarse una opinión sobre algo que perteneciera a un mundo más amplio, siempre tomaba prestadas las opiniones de su marido. Si sólo hubiera sido eso, no habría molestado a nadie. Pero adolecía, como suele pasar con este tipo de mujeres, de una presuntuosidad incurable. Al carecer de un sistema propio de valores, no podía calibrar la posición donde estaba sin depender del punto de vista o juicio de los demás. Lo que regía su cerebro era simplemente: «¿Cómo me ven los demás?». Se había convertido, en consecuencia, en una mujer neurótica, de miras estrechas, que no veía más allá de la posición de su marido en el Ministerio y del expediente académico de su hijo. Y todo lo que no entraba dentro de su estrecho campo visual había acabado por no tener, para ella, ningún sentido. Para su hijo deseaba el instituto más prestigioso, la universidad más prestigiosa. Que su hijo, como ser humano, tuviera una infancia feliz y que, en el curso de la misma, adquiriera una adecuada concepción de la vida estaba mucho más allá de su imaginación. Si alguien le hubiera planteado la más mínima duda al respecto, es probable que se hubiera indignado seriamente. Eso, a sus oídos, habría sonado, con toda probabilidad, como un insulto personal infundado.

De esta forma, los padres embutieron a conciencia en la cabeza del pequeño Noboru Wataya una filosofía fruto de sus propios problemas y de su visión deformada del mundo. Todo su interés se concentraba en Noboru Wataya, su hijo primogénito. Sus padres jamás le permitieron que se conformara con un segundo puesto. «Si uno no puede ser el primero en un mundo tan pequeño como el aula o la escuela», le decía su padre, «¿cómo va a serlo después en un mundo más grande?». Sus padres siempre le ponían los mejores profesores particulares y lo espoleaban sin cesar. Cuando sacaba notas excelentes, le compraban como premio cualquier cosa que deseara. Gracias a ello, en lo material, su infancia fue extremadamente dichosa. Pero no tuvo ocasión, en el periodo más sensible y vulnerable de la vida, de salir con chicas, de divertirse con amigos, de hacer el loco. Para seguir siendo el primero, para cumplir ese objetivo único, debía hacer acopio de todas sus fuerzas. Si le gustaba o no ese tipo de vida, no lo sabía yo ni lo sabía Kumiko. Noboru Wataya no era una persona dada a confiar abiertamente sus sentimientos ni a su hermana, ni a sus padres, ni a nadie. Pero, le gustara o no aquella vida, lo cierto es que no había tenido elección. A mi parecer, ciertos sistemas de pensamiento son tan parciales y tan simples que se vuelven irrebatibles. En cualquier caso, pasó de un prestigioso instituto privado a la Facultad de Economía de la Universidad de Tokio, donde se licenció casi con las máximas calificaciones.

Su padre esperaba que, después de licenciarse, accediera al cuerpo de funcionarios o se integrara en una gran empresa, pero él opté por permanecer en la universidad y dedicarse a la investigación. Naboru Wataya no era estúpido y comprendió que lo más adecuado para él no era salir al mundo real y trabajar dentro de un grupo, sino permanecer en un ambiente donde la disciplina era necesaria para tratar los conocimientos de modo sistemático y donde se valorara la capacidad intelectual individual. Tras un posgrado de dos años en Yale, volvió a la escuela para graduados de la Universidad de Tokio. Poco después de regresar a Japón, arregló un casamiento a instancias de sus padres, aunque el matrimonio sólo duró dos años. Tras divorciarse, volvió a vivir con sus padres. En la época en que lo conocí, Noboru Wataya se había convertido en un sujeto bastante raro y desagradable.

Hace tres años, cuando tenía treinta y cuatro, terminó de escribir un grueso tomo y lo publicó. Era un tratado de economía para especialistas y, aunque me esforcé en leerlo, sinceramente, no conseguí entender nada. Podría decirse que no entendí una sola página. Intenté seguir leyendo, pero no logré descifrar el sentido de aquellas frases. Me sentía incapaz de juzgar si el contenido del libro era abstruso o si, simplemente, estaba mal escrito. Pero entre los especialistas causó sensación. Algunos críticos se hicieron lenguas calificándolo de «doctrina económica radicalmente nueva escrita desde un ángulo radicalmente nuevo» y escribieron sobre él, pero yo ni siquiera entendía las críticas. Pronto los medios de comunicación empezaron a presentarlo como a un héroe de una nueva era. Incluso se escribieron libros interpretando el suyo. Expresiones como «economía sexual» y «economía escatológica», acuñadas por él, se convirtieron aquel año en expresiones de moda. Periódicos y revistas publicaron suplementos sobre él, señalándolo como intelectual de una era nueva. Yo no podía creer que uno solo de ellos hubiera entendido su tratado de economía. Dudaba de que lo hubieran abierto una sola vez siquiera. Pero eso, a ellos, les tenía sin cuidado. Para ellos, Noboru Wataya era un hombre joven, soltero, con una mente lo suficientemente lúcida como para escribir un libro que nadie podía entender.

En cualquier caso, a raíz de la publicación del libro, Noboru Wataya saltó a la fama. Publicó artículos en diferentes revistas, salió incluso por televisión como comentarista de temas políticos y económicos. Y pronto se convirtió en invitado habitual de los programas debate. Quienes lo conocíamos (Kumiko y yo incluidos) jamás nos lo imaginamos desplegando actividades tan llamativas. Siempre lo habíamos considerado el típico investigador neurótico al que sólo le interesa su especialidad. Pero, una vez se hubo introducido en el ambiente de los medios de comunicación, desempeñó a las mil maravillas el papel asignado, tanto que nos dejó a todos boquiabiertos. No se sentía en absoluto intimidado cuando le apuntaban las cámaras. Frente a ellas, parecía más relajado incluso que en el mundo real. Nosotros contemplábamos mudos de asombro aquella acelerada metamorfosis. Noboru Wataya aparecía en pantalla enfundado en un traje de buen corte que debía de costar un ojo de la cara, corbata a juego y elegantes gafas con montura de concha. Se cortó el pelo a la moda. Posiblemente le asesorara un estilista profesional. Hasta entonces jamás lo había visto con ropa tan elegante. Aun suponiendo que saliera del guardarropía de la emisora o algo así, parecía sentirse muy cómodo en ella. Como si la hubiese llevado siempre. «¿Quién diablos es ese hombre?», pensé yo entonces. «¿Dónde diablos estará el auténtico Noboru Wataya?».

Ante las cámaras asumía una postura más bien discreta. Cuando le pedían su opinión, daba una explicación precisa, con palabras sencillas y una lógica fácil de entender. Incluso cuando los invitados discutían acalorados, él permanecía sereno. No respondía a las provocaciones, dejaba hablar a su oponente tanto como quisiera y, al final, con una sola frase, le daba la vuelta a sus razonamientos. Dominaba el arte de asestar, con expresión sonriente y voz serena, puñaladas por la espalda a sus contrincantes. Y la imagen que salía reflejada en la pantalla, no sé cómo lo lograba, lo hacía parecer mucho más inteligente, más digno de confianza que en la realidad. No era especialmente guapo, pero era alto, esbelto y exhibía un aire indiscutible de hijo de buena familia. En una palabra, Noboru Wataya había hallado en la televisión su ámbito ideal. Los medios de comunicación lo acogieron con entusiasmo y él, a su vez, acogió a los medios de comunicación con entusiasmo. Pero yo detestaba leer sus escritos, ver su imagen en televisión. Tenía ingenio, sin duda, y también talento. Eso lo reconozco incluso yo. Con cuatro palabras dejaba en un santiamén fuera de combate a su oponente. Poseía un instinto animal para saber a cada instante la dirección del viento que soplaba. Pero cuando escuchabas sus opiniones o leías sus escritos con atención, comprendías enseguida que Noboru Wataya carecía de coherencia. No tenía una visión del mundo asentada en convicciones profundas. Era un mundo construido combinando diversos sistemas superficiales de pensamiento. En un instante podía cambiar a su gusto la combinación según la necesidad del momento. Unas combinaciones y permutaciones intelectuales muy ingeniosas. Tanto, que casi podría calificárselas de artísticas. Pero para mí, si se me permite decirlo, no eran más que un simple juego. La única coherencia en sus opiniones era la sistemática falta de coherencia, y la única visión del mundo era una visión del mundo que no precisaba visión del mundo. Esta vaciedad constituía, paradójicamente, su patrimonio intelectual. Coherencia y una firme visión del mundo no eran necesarias en la lucha operativa intelectual de los medios de comunicación cuyo tiempo se fragmenta en segundos. Estar libre de esta carga era un gran punto a su favor.

No tenía nada que proteger. Podía concentrar toda su atención en la simple lucha. Sólo debía atacar. Sólo debía dejar fuera de combate a su contrincante. Noboru Wataya era, en este sentido, un camaleón intelectual. Cambiaba de color según el color de su adversario, creando la lógica más efectiva en cada situación y empleando para ello toda su retórica. Retórica prestada en su mayor parte y que, a veces, estaba claramente desprovista de contenido. Sin embargo, como él, veloz y hábil como un mago, sacaba siempre en un plis-plas algo del vacío, en aquel momento era casi imposible señalar la insustancialidad. Aunque la gente descubriera de forma accidental la trampa de su lógica, en comparación con los razonamientos de la mayoría de sus oponentes (probablemente honestos, pero que habían sido desarrollados con esfuerzo y que, en muchos casos, daban a los telespectadores una impresión de mediocridad), los de Noboru Wataya eran muchísimo más frescos y captaban muchísimo mejor la atención de la gente. No se me ocurre dónde diablos aprendió estas técnicas, pero poseía el secreto de alcanzar el corazón de las masas. Sabía realmente con qué lógica se mueve la masa. En realidad, no era necesaria la lógica. Sólo debía parecerlo. Lo importante era que despertara los sentimientos de la masa.

A veces largaba con maestría, uno tras otro, difíciles términos científicos. Evidentemente, casi nadie sabía con exactitud qué significaban. Pero él, incluso en ese caso, lograba crear la atmósfera de: «Si no lo entiendes, es problema tuyo». También solía largar una cifra tras otra. Tenía grabados todos aquellos números en la cabeza. Y los números tenían un extraordinario poder de convicción. Pero si luego reconsiderabas todo el asunto, te dabas cuenta de que nadie se había cuestionado si las fuentes eran oficiales o fiables. Y las cifras pueden interpretarse de muchas maneras. Eso cualquiera lo sabe. Pero su estrategia era demasiado hábil y la mayor parte de la gente no podía descubrir fácilmente las trampas que entrañaba.

Esas hábiles estratagemas me desagradaban sobremanera, pero era incapaz de explicar con exactitud por qué razón. No podía argumentarlo. Era exactamente como boxear con un fantasma. Por mucho que pegaras, sólo dabas puñetazos en el aire. La razón es que no había nada sólido donde golpear. Me asombraba ver cómo incluso personas de refinada inteligencia respondían a sus provocaciones. Me sacaba de quicio.

Y de esta forma, Noboru Wataya empezó a ser considerado como uno de los intelectuales más reputados del momento. Para la opinión pública, la coherencia es algo del todo prescindible. Lo que la gente reclama es que aparezca en pantalla una lucha de gladiadores intelectuales, y lo que quiere ver allí es cómo corre, roja, de modo espectacular, la sangre. Que alguien diga el lunes una cosa y la contraria el jueves es algo que no tiene la menor importancia.

La primera vez que vi a Noboru Wataya fue cuando Kumiko y yo decidimos casarnos. Antes de conocer al padre de Kumiko decidí hablar con él. Pensaba que el hijo, que evidentemente se acercaba más a mí por edad, me facilitaría de alguna manera abordar al padre.

—No esperes gran cosa de él —me advirtió Kumiko, eligiendo cuidadosamente las palabras—. No sé cómo explicarlo, pero no es de ese tipo de personas.

—De todas formas, antes o después tendré que conocerlo —dije.

—Sí, claro —admitió Kumiko—. Tienes razón.

—Entonces, podemos intentarlo. Nunca se sabe.

—Sí, claro. Quizá tengas razón.

Cuando lo llamé, Noboru Wataya no mostró gran interés en verme. Sin embargo, si insistía, dijo, podía dedicarme una media hora. Quedamos en una cafetería cerca de la estación de Ochanomizu. En aquella época no había escrito aún ningún libro, era un simple profesor ayudante de universidad y su aspecto tampoco era demasiado distinguido. Los bolsillos de la chaqueta, a fuerza de meter dentro las manos, se habían deformado, y su pelo pedía a gritos un buen corte desde hacía un par de semanas. Su polo color mostaza no casaba en absoluto con la chaqueta de tweed de colores azul y gris. El típico profesor ayudante, joven y sin un duro, que puede encontrarse en cualquier universidad. Tenía la expresión soñolienta propia de quien llevaba investigando desde la mañana en la biblioteca y que se ha tomado un respiro, pero al mirar con atención, se veía en el fondo de sus pupilas una luz fría y penetrante. Después de presentarme, le dije que pensaba casarme pronto con Kumiko. Le hablé con la mayor honestidad posible. Estaba trabajando en un bufete de abogados, pero ése no era exactamente el trabajo que deseaba hacer. Le dije que aún estaba buscando mi propio camino. Que podría parecer una temeridad que una persona así se casara con Kumiko. Pero que yo la amaba y creía poder hacerla feliz. Que nosotros podríamos prestarnos consuelo y apoyo el uno al otro.

Noboru Wataya no parecía entender bien lo que le estaba diciendo. Me escuchaba con los brazos cruzados sin decir palabra. Incluso después de terminar mi discurso continuó inmóvil durante unos instantes. Parecía estar pensando en otra cosa.

Desde el principio, yo me había sentido terriblemente incómodo en su presencia. Pensé que era debido a la situación en que nos encontrábamos. Dirigirte a una persona que ves por primera vez y soltarle de sopetón que quieres casarte con su hermana no es el tipo de circunstancia en que puedas sentirte a gusto. Sentado frente a él, la incomodidad se convirtió en auténtico desagrado. La sensación de que un cuerpo extraño que olía a podrido se me iba metiendo hasta el fondo del estómago. No es que me irritara en concreto nada de lo que hacía o decía. Era su rostro lo que encontraba detestable. Mi intuición me decía que el rostro de aquel hombre estaba cubierto por otra cosa. Había en él algo equivocado. No era su rostro real. Así lo sentí.

Si hubiera podido, me habría levantado y marchado de inmediato. Pero una vez había empezado a hablar, no podía irme de aquella forma, dejando las cosas a medias. Así que me quedé y esperé, sorbiendo un café ya frío, a que empezara a hablar.

—Hablando honestamente —comenzó en un tono bajo y sosegado, como para ahorrar energía—, lo que me has dicho, ni lo he entendido bien ni me interesa demasiado. A mí me interesa un tipo de cosas muy distinto, pero esas cosas tú quizá ni las entiendas ni te interesen. En resumidas cuentas: si tú te quieres casar con Kumiko y Kumiko se quiere casar contigo, yo no tengo ningún derecho a oponerme y tampoco tengo ninguna razón para ello. Así que no me opongo. Ni siquiera se me ocurriría hacerlo. Pero no quiero que esperes nada más de mí. Por otra parte, y esto es lo más importante para mí: no quiero que me hagas perder nunca más el tiempo.

Miró el reloj de pulsera y se levantó. Tengo la impresión de que se expresó de un modo algo distinto, pero no recuerdo sus palabras con exactitud. Ésta fue, sin duda, la esencia de su discurso. Sea como sea, su exposición fue muy clara y concisa. No pecaba ni por exceso ni por defecto. Entendí con toda claridad lo que quería decir y, bastante bien, la impresión que yo le había causado.

Y nos fuimos.

Después de mi boda con Kumiko, al convertirnos en cuñados, Noboru Wataya y yo tuvimos más de una ocasión de intercambiar algunas palabras. Pero jamás mantuvimos una conversación propiamente dicha. Tal como él había dicho, no teníamos puntos en común. Por mucho que habláramos, nuestras palabras jamás se convertirían en una conversación. Como si hablásemos lenguas completamente distintas. Más provechosas y efectivas que nuestras conversaciones serían las explicaciones sobre la importancia de la elección del aceite para motor de coche que Eric Dolphy le hizo al Dalai Lama en su lecho de muerte, valiéndose para ello de las modulaciones de su clarinete bajo.

Es poco frecuente que permanezca emocionalmente agitado mucho tiempo a causa de mis relaciones con los demás. Es obvio que puedo sentirme molesto y enfadarme o exasperarme con alguien. Pero no por mucho tiempo. Tengo la facultad de saber discernir entre mi territorio y el ajeno. (Creo que puede llamarse facultad. La razón, y no es una mera presunción, es que no resulta nada fácil hacerlo). En resumen, cuando me siento molesto por algo y me enfado o exaspero, traslado el objeto de mi desagrado a un territorio ajeno que no tiene ninguna relación personal conmigo. Luego pienso así: «Bien, ahora me siento molesto, estoy enfadado y exasperado. Pero la causa de ello la he aislado en otro territorio, ya no está aquí. Más tarde podré analizar las cosas tranquilamente y tomar una determinación, ¿verdad?». Y así congelo por un tiempo mis sentimientos. Después, cuando los retomo para proceder con calma a su análisis, a veces descubro mi ánimo todavía exaltado. Pero estas ocasiones son raras. Pasado el debido tiempo, la mayoría de las cosas pierden su virulencia y se vuelven inofensivas. Y luego, antes o después, las olvido.

Hasta ahora, a lo largo de toda mi vida, gracias al uso apropiado de este sistema de controlar los sentimientos me he ahorrado muchos problemas inútiles y he podido mantener mi mundo en una situación relativamente estable. Ahora me enorgullece haber sido capaz de conservar un sistema tan efectivo como éste.

Pero en lo que se refiere a Noboru Wataya, mi sistema fue tan inoperante que puede decirse que fue un fracaso absoluto. No pude arrinconar a Noboru Wataya en «un territorio no relacionado conmigo». Más bien fue Noboru Wataya quien enseguida me arrinconó en «un territorio no relacionado con él». Y este hecho me exasperó. El padre de Kumiko era en verdad un sujeto arrogante y desagradable. Pero, en definitiva, era un pobre hombre de mentalidad estrecha que vivía aferrado a convicciones simples. Por eso podía olvidarlo por completo. Pero ése no era el caso de Noboru Wataya. Él tenía una conciencia clara del tipo de persona que era. Y es posible que también hubiese descubierto cómo era mi interior como ser humano. Si hubiera querido, incluso habría podido aniquilarme. Si no lo había hecho era simplemente porque no tenía ningún interés en ello. Para él, una persona como yo no era alguien por quien valiera la pena gastar, en destruirlo, tiempo y energía. Quizá por eso Noboru Wataya me exasperaba tanto. Era un hombre esencialmente ruin, un egoísta vacío. Pero era una persona con mucha más capacidad que yo.

Después de aquel encuentro sentí, durante un tiempo, un regusto desagradable en la boca. Como si se me hubiera metido un insecto apestoso. Aunque lo hubiera escupido, seguía percibiéndolo dentro de la boca. Pensé en Noboru Wataya durante muchos días. Aunque intentaba pensar en otra cosa, sólo podía pensar en Noboru Wataya. Fui a conciertos, vi películas. Incluso fui a ver un partido de béisbol con mis compañeros de trabajo. Bebí, leí libros que esperaba con ilusión poder leer cuando tuviera tiempo libre. Pero Noboru Wataya siempre estaba dentro de mi campo visual, con los brazos cruzados, mirándome con aquellos ojos vidriosos y malignos como pantanos. Eso me irritaba y hacía temblar violentamente la tierra bajo mis pies.

Cuando volvimos a encontrarnos, Kumiko me preguntó qué impresión me había causado su hermano. No fui capaz de contarle con sinceridad lo que había sentido. Hubiese querido preguntar a Kumiko acerca de la máscara que llevaba, acerca de ese «algo» retorcido y antinatural que escondía debajo. Hubiese querido confesarle con sinceridad mi desagrado y mi turbación. Pero al final no dije nada. Pensé que, por muy detalladamente que lo explicara, no podría transmitirlo bien. Y si no podía explicarlo bien, no debía decírselo a ella en aquel momento.

—Es verdad que es un poco raro —dije.

Intenté añadir algo apropiado, pero no se me ocurrieron las palabras. Tampoco Kumiko preguntó nada más. Sólo asintió en silencio.

Mis sentimientos respecto a Noboru Wataya apenas han cambiado desde entonces. Aún ahora sigue irritándome. Es como un ligero estado febril que persiste. En casa no tenemos televisor. Pero, extrañamente, cada vez que, en cualquier lugar pongo los ojos en la pantalla de un televisor, aparece Noboru Wataya reflejado en ella declarando cualquier cosa. Cada vez que, en una sala de espera cualquiera, cojo una revista y la hojeo, aparece en ella una fotografía de Noboru Wataya y un artículo suyo. Casi se podría pensar que Noboru Wataya está agazapado en todas las esquinas del mundo. Esperándome.

De acuerdo. Lo reconozco. Tal vez odie a Noboru Wataya.