Adicto a los caramelos de limón
El pájaro que no puede volar y el pozo seco
Después de lavar los platos del desayuno, me monté en la bicicleta y fui a la tintorería enfrente de la estación. El dueño, un hombre en la segunda mitad de la cuarentena, delgado y con profundas arrugas en la frente, escuchaba una cinta de la Percy Faith Orchestra en un radiocasete que había sobre una estantería. Era un gran JVC con algún tipo de altavoz especial que hacía resaltar los tonos graves y, a su lado, se veía un montón de cintas. La orquesta tocaba el tema de Tara haciendo exhibición de una magnífica sección de cuerda. En el fondo de la tienda, el hombre acompañaba la orquesta silbando mientras, con movimientos ágiles, pasaba la plancha de vapor por una camisa. De pie ante el mostrador, tras las excusas pertinentes, le expliqué que había llevado una corbata a finales de año y que me había olvidado de ir a recogerla. En aquel pequeño y apacible mundo de las nueve y media de la mañana, mi aparición debía de resultar, sin duda, como la llegada de un mensajero portador de una noticia funesta en una tragedia griega.
—Tampoco debe de tener el resguardo, supongo —dijo el dueño de la tienda en tono sarcástico. No me hablaba a mí. Se dirigía al calendario colgado al lado del mostrador. La fotografía de junio mostraba un paisaje de los Alpes. Un valle verde con las vacas pastando apaciblemente. Al fondo, unas nubes blancas de contorno preciso coronaban el Monte Cervino o el Montblanc. Después me miró con una expresión que decía: «Ya que entonces no te acordaste, ¿por qué no lo olvidaste para siempre?». Era una expresión muy directa y elocuente.
—A finales de año, ¿verdad? ¡Uff! Vaya usted a saber. Ya hace más de seis meses. Pero voy a mirar por si acaso.
Apagó la plancha de vapor, la puso sobre la tabla y, silbando al compás de En una isla tranquila, al Sur, empezó a rebuscar en las estanterías de la trastienda.
Había visto la película con mi novia de los tiempos del instituto. Los protagonistas eran Troy Donahue y Sandra Dee. Se trataba de una reposición y la vimos en una sesión doble junto con Contigo para siempre, de Connie Francis. Creo recordar que En una isla tranquila, al Sur es una película bastante mediocre. Pero al oír trece años después aquella música delante del mostrador de una tintorería, sólo me vinieron a la mente recuerdos gratos de aquella época.
—Oiga, ¿verdad que ha dicho una corbata a topos beige? —preguntó el dueño de la tintorería—. ¿El nombre era Oleada?
—Sí.
—Ha tenido suerte —dijo.
En cuanto volví a casa, llamé a mi mujer al trabajo. «Tenían la corbata», le dije.
—¡Qué bien! —exclamó mi mujer.
En su voz había una vibración artificial, como cuando se alaba a un niño que ha sacado buenas notas. Esto me hizo sentir incómodo. Quizás hubiera tenido que esperar a la hora de la comida para llamar.
—Me has quitado un peso de encima. Pero, oye, ahora no puedo estar por ti. Tengo una llamada. Me sabe mal. ¿No podrías llamar más tarde? A la hora de comer o así.
—Te llamaré a mediodía —dije.
Después de colgar tomé el periódico, salí al cobertizo y, tal como solía hacer, me tendí boca abajo, abrí el periódico por la página de las ofertas de empleo y me leí despacio, de cabo a rabo, tomándome todo el tiempo necesario, aquellas largas columnas llenas de signos y claves enigmáticas. En el mundo existían todos los trabajos imaginables. Y todos ellos se alineaban en la página del periódico, claramente divididos en pulcros recuadros como el mapa donde se distribuyen las tumbas de un cementerio nuevo. Sin embargo, encontrar un trabajo adecuado para mí, eso ya me parecía casi imposible. Es que, pese a haber —porque, aunque fragmentarios, los había— datos y referencias dentro de aquellos recuadros, todos aquellos datos y todas aquellas referencias no lograban conformar jamás una imagen real. Los nombres, los códigos y los números que se alineaban allí uno tras otro, en un puzzle desordenado de infinitos detalles, me parecían la osamenta de un animal cuya reconstrucción fuera casi inimaginable.
Después de mirar largo rato la página de ofertas de empleo, sentía siempre una especie de parálisis. ¿Qué demonios quería? ¿Adónde quería ir? O, ¿adónde no quería ir? Se me hacía cada vez más incomprensible.
Como era habitual, oí al pájaro-que-da-cuerda chirriar en la copa de un árbol cercano. Ric-ric. Dejé el periódico, me incorporé y, recostado en una columna, contemplé el jardín. Unos instantes después, chirrió de nuevo. Se oía su ric-ric en la copa de un pino de un jardín próximo. Fijé la vista, pero no logré descubrir la figura de ningún pájaro. Sólo se oía su chirrido. Como siempre. De todos modos, el mundo ya tenía cuerda para un día.
Antes de las diez empezó a llover. No mucho. Una llovizna de ésas tan ligeras que te hacen dudar si llueve o no. Sólo al concentrar la mirada te das cuenta de que, en efecto está lloviendo. En el mundo puede darse la circunstancia de que llueva o la circunstancia de que no llueva y, entre ambas, en algún punto debe de estar la línea divisoria. Permanecí unos instantes sentado en el cobertizo mirando fijamente aquella línea que debía de encontrarse en algún punto.
¿Qué debía hacer hasta mediodía? ¿Ir a nadar a la piscina del barrio o al callejón a buscar el gato? Apoyado en una columna del cobertizo consideré ambas posibilidades durante unos instantes mientras miraba cómo caía la lluvia en el jardín.
La piscina o el gato.
Finalmente me decidí por el gato. Malta Kanoo había dicho que ya no estaba en el vecindario. Pero a mí, aquella mañana, me habían entrado unas ganas inexplicables de ir a buscarlo. La búsqueda del gato se había convertido ya en una de mis actividades cotidianas y, además, tal vez Kumiko se alegrara cuando supiese que había ido. Me puse un impermeable ligero. Decidí no llevarme el paraguas. Me calcé unas zapatillas de tenis, me metí en el bolsillo del impermeable las llaves de casa y unos cuantos caramelos de limón y salí a la calle. Ya había atravesado el jardín y tenía una mano sobre el muro cuando oí el timbre del teléfono. Inmóvil, agucé el oído. Pero no pude distinguir si era mi teléfono o el de algún vecino. En cuanto te alejas un paso de casa, todos los teléfonos suenan igual. Desistí, salté el muro de cemento y entré en el callejón.
Sentía la suavidad de la hierba a través de la delgada suela de goma de las zapatillas de tenis. El callejón estaba más silencioso que de costumbre. Me detuve un instante, contuve el aliento y agucé el oído, pero no pude oír nada. El teléfono había dejado de sonar. No se oía ni el canto de los pájaros ni el ruido de fondo de la ciudad. El cielo, sin fisuras, estaba pintado de un color gris uniforme. «En un día así, tal vez las nubes absorban los ruidos de la superficie de la tierra», pensé. No, no sólo absorbían el ruido. Absorbían también muchas otras cosas. Por ejemplo, las sensaciones.
Con las manos hundidas en los bolsillos del impermeable atravesé el estrecho callejón y llegué finalmente a la casa abandonada. Estaba allí, silenciosa como siempre. Con aquellas nubes plomizas como telón de fondo, la casa de dos plantas se erguía, con las persianas cerradas a cal y canto, con un aire en verdad melancólico. Parecía que un barco mercante hubiera embarrancado en el acantilado tras ser arrojado allí por las olas una noche lejana de tormenta. De no ser porque la hierba del jardín había crecido desde la vez anterior, si alguien me hubiera dicho que el tiempo se había detenido en aquel lugar, me lo habría creído. Gracias a los largos días lluviosos de la estación de los monzones, la hierba brillaba con un fresco color verde y exhalaba el olor salvaje que sólo puede emanar de algo que hunde sus raíces en la tierra. Justo en el centro de aquel mar de hierba, el pájaro de piedra, en una postura idéntica a la de la vez anterior, las alas desplegadas, a punto de emprender el vuelo. Pero, obviamente, no había ninguna posibilidad de que volara. Esto lo sabía yo y también lo sabía el pájaro. Inmovilizado en aquel lugar, sólo le cabía esperar que se lo llevaran a algún otro lugar o que lo derribaran. El pájaro no tenía ninguna otra posibilidad de abandonar el jardín. Lo único que allí se movía era una mariposa blanca fuera de estación que revoloteaba al azar sobre la hierba. La mariposa parecía una persona que, en plena búsqueda, hubiera olvidado qué estaba buscando. Tras cinco minutos de búsqueda infructuosa la mariposa desapareció.
Permanecí unos instantes apoyado en la cerca contemplando el jardín mientras chupaba un caramelo de limón. No había indicios del gato. No había indicios de nada. Aquello parecía un remanso de agua estancada donde alguna poderosa fuerza hubiera detenido el curso natural de la corriente.
De repente sentí la presencia de alguien a mis espaldas y me di la vuelta. Pero no había nadie. Sólo el seto de la casa de enfrente, al otro lado del callejón, y un pequeño portillo. El portillo donde había estado la chica. Sin embargo, ahora estaba cerrado y no se veía a nadie en el jardín que se extendía detrás. Todo permanecía en silencio, impregnado de una ligera humedad. Olía a lluvia y a hierba. Olía a mi impermeable. Tenía un caramelo de limón medio deshecho bajo la lengua. Aspiré hondo y todos los olores se fundieron en uno. Volví a mirar a mi alrededor. No había nadie. Al aguzar el oído, reconocí a lo lejos el ruido sordo de un helicóptero. Debía de volar por encima de las nubes. Pero también este ruido se fue alejando y pronto cayó de nuevo el silencio sobre el lugar.
En la entrada de la cerca que rodeaba el jardín había, por supuesto, una verja. Cuando la empujé para ver qué pasaba, se abrió con una facilidad casi decepcionante. Como si me invitara a pasar. Parecía que dijera: «No pasa nada. Es fácil. No tienes más que colarte dentro». Pero por muy deshabitada que estuviera la casa, entrar sin permiso en una propiedad ajena era ilegal, y no hacía falta, para saberlo, sacar a relucir los conocimientos legales amontonados uno sobre otro durante ocho años de ejercicio. Si un vecino veía a alguien dentro de la casa, le parecía sospechoso y llamaba a la policía, ésta vendría enseguida y me interrogaría. Yo les podría decir que buscaba el gato. Que mi gato había desaparecido y que lo estaba buscando por el barrio. La policía me preguntaría mi dirección y mi profesión. Entonces tendría que decirles que estaba en paro. Un hecho, sin duda, que les haría concebir sospechas. La policía estaba aquellos días terriblemente nerviosa por unos terroristas de extrema izquierda. Estaba convencida de que los terroristas tenían escondrijos en diversos lugares de Tokio donde ocultaban arsenales de rifles y bombas caseras bajo el suelo. Era posible que llamaran a mi mujer al trabajo para verificar mis explicaciones. Si lo hacían, a Kumiko le trastornaría mucho.
Pero entré en el jardín. Cerré velozmente el portillo detrás de mí. «¡No importa!», pensé. «Si tiene que pasar algo, que pase. Si quiere pasar algo, que pase. Me es igual».
Crucé el jardín despacio, lanzando miradas furtivas a mi alrededor. Mis zapatillas de tenis pisaban la hierba sin levantar ningún ruido. Había unos árboles frutales bajos, cuyo nombre desconocía, y un amplio cuadro de indómito césped. Pero ahora estaba tan entreverado con hierbajos que no podía distinguirse qué era qué. Unas enredaderas de feos troncos sarmentosos se habían enroscado alrededor de dos árboles frutales que parecían haber muerto por asfixia. Una hilera de osmanthus dispuesta junto a la verja aparecía escarchada de blanco por los huevos de los insectos. Un pequeño moscardón zumbó junto a mi oído unos instantes.
Pasé junto a la estatua de piedra, me encaminé hasta el lugar bajo el alero donde se apilaban las sillas de plástico blanco y tomé una. La silla de arriba estaba cubierta de barro, pero la de debajo no estaba tan sucia. Sacudí el polvo con la mano y me senté. Quedé oculto por los hierbajos, de modo que nadie podía verme desde el callejón. Como me encontraba debajo del alero, tampoco debía preocuparme por la lluvia. Sentado allí, silbé flojito mientras contemplaba el jardín que recibía aquella lluvia ligera. Durante unos instantes no me di cuenta de qué estaba silbando. Era la obertura de La gazza ladra, de Rossini. La misma melodía que estaba silbando mientras hervía los espaguetis y llamó aquella extraña mujer.
En el jardín desierto, mientras silbaba desentonando y contemplaba los hierbajos y el pájaro de piedra, sentí que había vuelto a la infancia. Me hallaba en un lugar secreto que nadie conocía. Nadie podía verme. Al pensarlo, me sentía en paz.
Levanté los pies hasta la silla, doblé las rodillas y apoyé el mentón entre las manos. Permanecí unos instantes con los ojos cerrados. Seguía sin oírse nada. La oscuridad tras mis párpados se parecía al cielo nublado, pero el gris era algo más oscuro. A cada instante venía alguien y me lo repintaba de otros grises de un tono algo distinto. Gris dorado, gris verdoso, un llamativo gris rojizo. Me admiró que existieran tantos grises. «El ser humano es asombroso», pensé. «Si permanece inmóvil diez minutos con los ojos cerrados, verá infinidad de grises».
Atento a esta gama de grises, silbé sin pensar en nada.
—Oye —dijo alguien.
Abrí los ojos de repente. Me incliné hacia un lado para mirar hacia la verja a través de los hierbajos. Estaba abierta. Abierta de par en par. Alguien había entrado detrás de mí. El corazón me latió más rápido.
—Oye —repitió ese alguien.
Era una voz femenina. Salió de detrás del pájaro de piedra. Se me acercó. Era la chica que la vez anterior tomaba el sol en la casa de enfrente. Llevaba la misma camiseta Adidas azul celeste, los mismos pantalones cortos, seguía arrastrando ligeramente la pierna. Sólo que ahora no llevaba gafas de sol.
—Oye, ¿qué diablos estás haciendo aquí? —preguntó.
—He venido a buscar el gato.
—¿De verdad? Pues no lo parecía. Aquí sentado, quieto, silbando con los ojos cerrados. No creo que así puedas encontrar el gato, la verdad. Enrojecí un poco.
—A mí me es igual, pero alguien que no te conociera pensaría que eres un pervertido, ¿sabes? Tienes que ir con cuidado —dijo—. Oye, tú no serás un pervertido, ¿no?
—No creo —repliqué.
Se me acercó y, tras invertir largo tiempo en elegir una silla no demasiado sucia del montón apilado bajo el alero y, al fin, efectuar una última y minuciosa inspección, la depositó en el suelo y se sentó.
—Además, no sé qué era, pero lo que silbabas sonaba fatal. ¿No serás marica?
—No creo —dije—. ¿Por qué?
—Es que he oído que los maricas silban muy mal. ¿Es verdad eso?
—Pues no lo sé —respondí.
A mí tanto me da que seas un marica, un pervertido, lo que te dé la gana —dijo—. ¿Cómo te llamas? Si no sé tu nombre no puedo llamarte.
—Tooru Okada —dije.
Repitió varias veces mi nombre para sí.
—Un poco vulgar, ¿no?
—Puede ser —repliqué—. ¿Pero no te parece que Tooru Okada suena a ministro de Asuntos Exteriores de antes de la guerra?
—Yo de eso no entiendo. Soy muy mala en historia. Pero, bueno, tanto da. ¿No tienes un apodo o algo así, señor Tooru Okada? Algo más fácil.
Reflexioné unos instantes, pero no logré recordar ningún apodo. En toda mi vida nadie me había puesto ninguno. ¿Por qué sería?
—Algo como oso o rana.
—Nada.
—¡Va! ¡Vamos! —dijo ella—. Piensa uno.
—Pájaro-que-da-cuerda —dije.
—¡Pájaro-que-da-cuerda! —gritó ella mirándome con la boca medio abierta—. ¿Y eso qué es?
—Un pájaro que da cuerda —dije—. Cada mañana, en la copa de un árbol, le da cuerda al mundo, ric-ric.
Ella volvió a mirarme en silencio.
—Se me ha ocurrido de repente —suspiré—. Es un pájaro que está siempre por el vecindario. Y chirría, ric-ric, desde un árbol cercano. Pero nadie lo ha visto todavía.
—¡Ah! —dijo—. Vale. De acuerdo. Es bastante difícil de decir, pero Tooru Okada es mucho peor. Vale, señor pájaro-que-da-cuerda.
—Gracias —dije.
Puso ambos pies sobre el asiento y apoyó el mentón en las rodillas.
—¿Y tú cómo te llamas? —pregunté.
—May Kasahara —dijo—. May de mayo.
—¿Has nacido en mayo?
—Lógico, ¿no? Vaya lío si hubiera nacido en junio y me hubieran puesto May.
—Sí, claro —dije—. ¿Aún no vas a la escuela?
—Te he estado mirando todo el rato, señor pájaro-que-da-cuerda —dijo May Kasahara sin responder a mi pregunta—. Cuando has abierto la puerta y has entrado en el jardín te estaba mirando con unos prismáticos desde dentro de casa. Siempre tengo a mano unos prismáticos pequeños. Y vigilo el callejón. Quizá no lo sepas, pero pasa mucha gente por aquí. Y no sólo gente. También animales. ¿Qué demonios estabas haciendo todo el rato aquí solo?
—Nada, estaba en la luna —dije—. Pensaba en cosas del pasado, silbaba…
May Kasahara se mordió las uñas.
—Tú eres un poco raro, ¿sabes?
—Yo no soy raro. Todo el mundo hace esas cosas.
—Sí, quizá sí. Pero para hacerlas, nadie entra aposta en una casa abandonada del vecindario. Si uno quiere estar en la luna, pensar en el pasado y silbar, todo eso puede hacerlo en el jardín de su casa, ¿no?
Pensé que tenía toda la razón del mundo.
—Por cierto, veo que Noboru Wataya todavía no ha vuelto —dijo ella. Hice un movimiento de cabeza negativo.
—¿No lo has visto desde el otro día?
—Era un gato con manchas marrones y la punta del rabo doblada, ¿verdad? No, no lo he visto. Y mira que he prestado atención desde entonces, pero no, no lo he visto.
May Kasahara sacó un paquete de Hope cortos de un bolsillo de sus pantalones y se encendió un cigarrillo con una cerilla de cartón. Permaneció unos instantes fumando en silencio y luego me miró fijamente.
—¿Tú no te estarás quedando calvo?
Inconscientemente, me llevé una mano a la cabeza.
—No —dijo May Kasahara—. Ahí no. En la frente, en el nacimiento del pelo. ¿No tienes más entradas de lo normal?
—Pues no me había dado cuenta.
—Seguro que te irás quedando calvo por ahí. Yo de eso entiendo. En tu caso, la línea del nacimiento del pelo irá retrocediendo.
Ella se agarró el pelo con fuerza, se lo echó para atrás y me mostró su blanca frente descubierta.
—Debes tener cuidado.
Me toqué el nacimiento del pelo. Quizá fueran imaginaciones mías, pero, ahora que lo decía, me pareció que había retrocedido. Me inquieté un poco.
—Dices que tenga cuidado, pero ¿cómo?
Bueno, en realidad no se puede hacer nada —dijo ella—. La calvicie no se puede prevenir. Las personas que tienen que quedarse calvas se quedan calvas, y cuando deben quedarse calvas, se quedan calvas. Nada puede impedirlo. Se habla mucho, ¿no?, de que si te cuidas el pelo no te quedas calvo. Pero es mentira. Mentira. Mira a Shinjuku y mira a los vagabundos que están tirados por ahí. No hay ni uno calvo. Y ellos no se lavan cada día el pelo con champú Clinique o Vidal Sassoon. ¿Crees que cada día se dan friegas en el cuero cabelludo con loción? Todo eso se lo inventan los fabricantes de cosméticos para sacarle el dinero a la gente con poco pelo.
—Claro —dije admirado—. ¿Y cómo es que sabes tantas cosas sobre la calvicie?
—He estado haciendo un trabajo de media jornada en una empresa de pelucas. Es que no voy a la escuela y tengo mucho tiempo libre. He estado realizando encuestas, estudios sobre eso. Por eso sé tantas cosas sobre los calvos. Tengo muchísima información.
—¡Ah, caramba!
—Pero ¿sabes? —dijo ella echando la colilla al suelo y apagándola con la suela del zapato—. En la empresa donde trabajo tenemos terminantemente prohibido usar la palabra «calvo». Debemos decir «persona con problemas capilares». Dicen que «calvo» es un término discriminatorio. Yo una vez, en broma, dije «persona con minusvalías capilares» y ellos se pusieron furiosos. «No se puede hacer broma sobre eso», me advirtieron. ¡Es que ellos trabajan muy en serio! ¿Sabes? La gente de este mundo es taaan seria.
Saqué los caramelos de limón del bolsillo, me metí uno en la boca y ofrecí otro a May Kasahara. Lo rechazó con un movimiento de cabeza y a cambio sacó otro cigarrillo.
—Oye, señor pájaro-que-da-cuerda —dijo May Kasahara—. Tú estabas en paro. ¿Todavía lo estás?
—Sí.
—¿Tú también tienes la intención de trabajar en serio?
—Claro —contesté. Pero me fui sintiendo cada vez menos seguro de mi afirmación—. No lo sé —rectifiqué—. Tengo la impresión de que necesito tiempo para pensar. No te lo puedo decir, ni yo mismo lo sé bien.
May Kasahara me miró unos instantes mordiéndose las uñas.
—Oye, ¿por qué no vienes a trabajar conmigo a la empresa de pelucas? No pagan gran cosa, pero el trabajo es fácil y deja mucho tiempo libre. No te lo pienses mucho. Si haces un trabajo ocasional de este tipo, quizá se te vayan aclarando las ideas. Además, será un cambio.
«No es mala idea», pensé.
—No es mala idea —dije.
—¡Ok! Entonces la próxima vez pasaré a buscarte —dijo—. ¿Dónde vives?
—Es un poco difícil de explicar. Vas hasta el fondo del callejón y, después de girar varias veces, a mano izquierda hay una casa con un Honda Civic aparcado. En el parachoques tiene pegado un adhesivo que dice: PAZ A TODOS LOS PUEBLOS DE LA TIERRA. Mi casa es la siguiente, pero como no hay entrada al callejón, tendrás que saltar un muro de cemento. Es un poco más bajo que yo.
—Entonces bien. Un muro así lo puedo saltar sin problemas.
—¿Ya no te duele la pierna?
Ella exhaló una bocanada de humo con un sonido parecido a un suspiro.
—No hay problema. Cojeo aposta porque no quiero ir a la escuela. Delante de mis padres hago cuento. Pero se ha convertido en un vicio. Hago ver que tengo la pierna mal incluso cuando no mira nadie, cuando no hay nadie más en la habitación. Soy perfeccionista. Ya lo dicen, ¿no? «Para engañar a los demás, engáñate primero a ti mismo». ¿No, señor pájaro-que-da-cuerda? ¿Eres valiente?
—No mucho —dije.
—¿Y nunca lo has sido, ni siquiera antes?
—Nunca, jamás lo he sido.
—¿Y curiosidad? ¿Tienes?
—Curioso sí lo soy, un poco.
—¿Y no crees que la curiosidad y la valentía se parecen? —dijo May Kasahara—. Donde hay valentía hay curiosidad, y donde hay curiosidad hay valentía, ¿no te parece?
—Pues sí. Es posible que se parezcan en algo —dije—. Quizás haya casos en que coincidan, tal como dices.
—Como cuando te cuelas en casa de los demás.
—Por ejemplo —admití pasándome el caramelo de limón encima de la lengua—. Cuando entras furtivamente en el jardín de los demás parece que la valentía y la curiosidad actúen juntas. A veces, la curiosidad puede despertar el coraje o avivarlo. Pero, en la mayoría de los casos, la curiosidad enseguida se desvanece. La valentía tiene que recorrer un camino mucho más largo. La curiosidad es igual que un amigo simpático en quien no puedes confiar. Te instiga y, cuando le parece, se va. Y entonces tú solo tienes que tirar adelante haciendo acopio de coraje.
Ella reflexionó unos instantes.
—Pues sí —dijo ella—. También se puede ver así, seguro.
May Kasahara se levantó y con una mano se sacudió el polvo de los fondillos del pantalón. Luego bajó la vista hacia mí.
—Oye, señor pájaro-que-da-cuerda, ¿quieres ver el pozo?
—¿El pozo? —pregunté—. ¿Qué pozo?
—Hay un pozo seco aquí —dijo ella—. A mí me gusta bastante. ¿Quieres verlo?
El pozo estaba al otro lado del jardín, junto a la casa. Era redondo, de un metro y medio de diámetro, y tenía una gruesa tapa redonda de madera fijada por dos bloques de cemento. Cerca del brocal del pozo, que se elevaba un metro desde el suelo, se erguía, protector, un viejo árbol. Diría que era un árbol frutal, pero desconozco su nombre.
El pozo, como todos los objetos que pertenecían a la casa, parecía llevar mucho tiempo abandonado, olvidado. Allí se respiraba algo que apetecía llamar «insensibilidad opresiva». Quizá cuando la gente los abandona, los objetos inanimados se convierten en objetos aún más inanimados.
Pero al acercarme y mirarlo con más atención, me di cuenta de que el pozo, en realidad, pertenecía a una época mucho más lejana que todo lo que lo rodeaba. Posiblemente, el pozo estaba allí desde antes de que se construyera la casa. A juzgar por la tapa era viejísimo. El brocal estaba revestido de una sólida capa de cemento, pero ésta parecía haber sido aplicada —tal vez con el propósito de reforzarlo— sobre la obra antigua. Incluso los árboles que se erguían junto al pozo daban la impresión de encontrarse allí desde mucho antes que los otros árboles de alrededor.
Levanté las piedras, quité los dos trozos con forma de media-luna en que se había dividido la tapa, apoyé una mano en el brocal y me asomé adentro, pero no alcancé a ver el fondo. Parecía bastante profundo y la mitad inferior se sumía en una oscuridad total. Lo olí. Sólo olía ligeramente a moho.
—No hay agua —dijo May Kasahara—. Es un pozo sin agua. «Un pájaro que no puede volar, un pozo sin agua», pensé. «Un callejón sin salida y…».
Ella tomó un trozo de ladrillo que había a sus pies y lo tiró al pozo. Poco después se oyó un pequeño ruido, seco y apagado. Sólo eso. Un rumor sequísimo, como si estuvieras triturando algo con la mano. Me incorporé y miré a May Kasahara a los ojos.
—¿Por qué será que no hay agua? ¿Se habrá secado o lo habrá llenado alguien de tierra?
Ella se encogió de hombros.
—Si alguien lo hubiese llenado de tierra, lo habría llenado del todo. Dejarlo así, a medias, no tiene sentido y, además, si alguien se cae dentro, puede hacerse daño.
¿No crees?
—Sí, seguro que tienes razón —reconocí—. Debe de haberse secado por algún motivo.
Me acordé, de repente, de lo que tiempo atrás había dicho el señor Honda. «Cuando debas ir hacia arriba, busca la torre más alta y sube hasta la cúspide. Cuando debas ir hacia abajo, busca el pozo más profundo y baja hasta el fondo». «Por el momento», pensé, «aquí ya tengo un pozo».
Me incliné de nuevo sobre el brocal y me quedé mirando fijamente las tinieblas, sin pensar en nada. «Ahí, en pleno día, está tan oscuro», pensé. Carraspeé y tragué saliva. En aquella oscuridad, mi carraspeo sonó como el carraspeo de otro. En mi saliva aún quedaba el gusto del caramelo de limón.
Tapé el pozo y puse los bloques de cemento encima, donde estaban antes. Miré el reloj. Ya eran casi las once y media. A mediodía tenía que llamar a Kumiko.
—Tengo que volver a casa —dije.
May Kasahara hizo una pequeña mueca.
—De acuerdo, señor pájaro-que-da-cuerda. Vete a casa.
Cuando cruzamos el jardín, el pájaro de piedra seguía mirando severamente el cielo con sus ojos de piedra. El cielo seguía cubierto, sin fisuras, de nubes grises, pero había parado de llover. May Kasahara arrancó un puñado de hierba y lo lanzó hacia el cielo. Como no había viento, las hebras fueron esparciéndose, una a una, a sus pies.
—Oye, aún falta mucho tiempo para que anochezca —dijo ella sin mirarme.
—Mucho tiempo —dije yo.