4

Una alta torre y un pozo profundo,

o lejos de Nomonhan

Al regresar a casa, Kumiko estaba de buen humor. De un humor excelente, podría decirse. Ya eran casi las seis cuando volví de la cita con Malta Kanoo y no tuve tiempo de preparar una cena en toda regla antes de que llegara Kumiko. Hice una cena sencilla a base de congelados. Nos los comimos con una cerveza. Ella habló de su trabajo, como hacía siempre que estaba de buen humor. A quién había visto aquel día en la oficina, qué había hecho, qué compañero suyo valía y cuál no: ese tipo de cosas.

Yo escuchaba, asintiendo. No prestaba atención a más de la mitad de lo que decía, pero no porque me fastidiara escuchar. Dejando a un lado el contenido del discurso, en la mesa me gustaba oírla hablar de su trabajo con tanto entusiasmo. «Hogar», pensé. En su seno, cada uno tiene que cumplir el rol que le ha sido asignado. Ella hablaba del trabajo, y yo preparaba la cena y escuchaba. Esto difería bastante de la vaga imagen que me había hecho del hogar antes de casarme. Pero era el hogar que yo había elegido. Yo, evidentemente, tenía una familia cuando era niño. Pero no la había elegido. Me había sido asignada de manera natural e irrefutable. Ahora vivía, sin embargo, en un mundo que había elegido mediante un acto de voluntad. Mi hogar. Quizá no fuera perfecto, pero, hubiera el problema que hubiese, yo estaba dispuesto a aceptar y tirar adelante este hogar, un hogar fundamentalmente mío. Era, en definitiva, algo que había elegido y, si surgían problemas en él, debía de tratarse de problemas inherentes a mi modo de ser.

—Entonces, ¿cómo ha quedado lo del gato? —preguntó.

Le conté por encima mi encuentro con Malta Kanoo en el hotel de Shinagawa. Le hablé de la corbata a topos. Que, por alguna razón, había desaparecido del armario ropero. También de que Malta Kanoo me había podido localizar enseguida en una sala llena de gente. Qué aspecto tenía ella, cómo hablaba. Le expliqué esas cosas. A Kumiko le hizo gracia lo del sombrero de plástico rojo. Pero pareció bastante decepcionada por el hecho de que no pudiera darnos ninguna respuesta clara sobre el paradero del gato.

—O sea, que ella tampoco sabe dónde está el gato —dijo con cara de preocupación—. Lo único que sabe es que ya no está por aquí.

—Pues más o menos —dije.

Decidí no mencionar las indicaciones de Malta Kanoo sobre la posible relación entre la desaparición del gato y la «corriente obstruida» del lugar donde vivíamos. Creía que esto, posiblemente, preocuparía a Kumiko. No quería incrementar aún más los problemas. Y tendríamos uno serio si ella empezaba a decir que aquél era un mal lugar y que teníamos que mudarnos de inmediato. Dada nuestra situación económica, eso era imposible.

—El gato ya no está por aquí. Esto es lo que ha dicho.

—O sea, que el gato ya no volverá más a casa.

—Esto no lo sé —dije—. Hablaba de una manera muy ambigua. Todo eran puras alusiones. Ha dicho que llamaría cuando supiera algo más preciso.

—¿Crees que podemos confiar en ella?

—No lo sé. Soy totalmente profano en estos temas.

Me serví cerveza en el vaso y miré cómo se asentaba la espuma. Mientras tanto, Kumiko permanecía acodada sobre la mesa con el mentón entre las manos.

—No acepta dinero, ni regalos, ni compensación de ningún tipo.

—¡Fantástico! —exclamé—. Entonces no hay problema. No quiere nuestro dinero, no quiere nuestra alma, tampoco quiere llevarse a la princesa. No tenemos nada que perder.

—Quiero que entiendas una cosa: este gato es muy importante para mí —dijo mi esposa—. O mejor debería decir que es muy importante para nosotros. Lo encontramos juntos una semana después de casarnos. Lo recuerdas, ¿verdad? Cuando lo recogimos.

—Claro que me acuerdo —dije.

—Todavía era muy pequeño y estaba empapado. Llovía mucho aquel día y yo te había ido a buscar a la estación. Con el paraguas. A la vuelta, encontramos el gatito abandonado dentro de una caja de cerveza junto a una bodega. Ha sido el primer gato que he tenido. Este gato es un símbolo muy importante para mí. Por eso no quiero perderlo.

—Lo entiendo muy bien —dije.

—Lo has buscado tú, lo he buscado yo, y no ha aparecido por ninguna parte. Ya hace diez días que ha desaparecido. Por eso no me ha quedado otra solución que llamar a mi hermano. Le he preguntado si conocía a alguna adivina o pitonisa que pudiera encontrar el gato. Ya sé que no te gusta pedirle nada a mi hermano, pero él entiende mucho de estas cosas, lo ha heredado de mi padre.

—Tradición familiar —dije con una voz tan fría como el viento del crepúsculo que cruza la ensenada—. Pero ¿qué tipo de relación hay entre Noboru Wataya y ella?

Mi mujer se encogió de hombros.

—Seguro que se han encontrado por casualidad en alguna parte. Últimamente parece que se está convirtiendo en una persona bastante conocida.

—Debe de ser eso.

—Dice que esta mujer posee poderes extraordinarios, pero que es bastante rara —explicó mi mujer clavando maquinalmente el tenedor en los macarrones gratinados—. ¿Cómo has dicho que se llamaba?

—Malta Kanoo. Malta Kanoo, porque ha hecho ejercicios espirituales en la isla de Malta.

—Sí, eso es. Malta Kanoo. ¿A ti qué te ha parecido?

—Pues, no sé qué decirte —dije. Miré mis manos sobre la mesa—. Al menos no me ha aburrido, y eso no es malo precisamente. El mundo está lleno de cosas que no podemos explicar. Hace falta alguien que llene este vacío. Y es mucho mejor que lo haga una persona que no sea aburrida que alguien que sí lo sea, ¿no te parece? Una persona como el señor Honda, por ejemplo. Mi mujer rió divertida al oír eso.

—Oye, era una buena persona, ¿no crees? A mí me gustaba el señor Honda.

—A mí también —dije.

Durante nuestro primer año de matrimonio, íbamos a visitar a un anciano, el señor Honda, una vez al mes. Era uno de los «poseídos por los espíritus» más apreciados por la familia Wataya, pero era tan terriblemente duro de oído que apenas entendía lo que le decíamos. Ni siquiera oía con audífono. Teníamos que hablarle en voz tan alta que hacía temblar el papel de los shooji[3]. Yo me preguntaba cómo conseguía, tan sordo, oír lo que susurraban los espíritus. Pero quizá fuera al contrario: cuanto más sordo, mejor se escuchan las palabras de los espíritus. El señor Honda perdió el oído por una herida de guerra. A causa de un cañonazo o de una granada de mano le estallaron los tímpanos cuando luchaba como suboficial del ejército de Kwantung en la batalla de Nomonhan, en 1939, contra las fuerzas aliadas de la Unión Soviética y de Mongolia en la zona fronteriza entre Mongolia Exterior y Manchukuo. Si íbamos a verlo, no era porque creyésemos en sus poderes espirituales. A mí nunca me han interesado estas cosas y, por lo que se refiere a Kumiko, tenía, comparada con sus padres y su hermano, una fe bastante tibia en los poderes sobrenaturales. Era supersticiosa hasta cierto punto, y un mal augurio podía preocuparla. Pero nunca participaba activamente en estas prácticas.

Íbamos a ver al señor Honda porque nos lo ordenó el padre de Kumiko. Para ser más explícitos, ésa fue la condición que puso para dar su consentimiento a nuestra boda. Como condición era bastante extraña, pero preferimos obedecer y evitar, así, problemas innecesarios. Hablando con honestidad, ni yo ni Kumiko pensábamos obtener con tanta facilidad el consentimiento de sus padres. El padre era funcionario. Hijo segundón de una familia, no precisamente rica, de campesinos de Niigata. Gracias a una beca había ingresado en la Universidad de Tokio y, tras licenciarse con notas sobresalientes, se había incorporado como funcionario de alto rango en el Ministerio de Transportes. Hasta aquí, todo era admirable. Sin embargo, como suele suceder con este tipo de personas, era terriblemente egocéntrico y soberbio. Acostumbrado a dar órdenes, no se cuestionaba lo más mínimo los valores del mundo al que pertenecía. Para él, la jerarquía lo era todo. Obedecía a ciegas a sus superiores y no vacilaba en humillar a las personas que estaban por debajo de él. Ni Kumiko ni yo creíamos que un individuo así aceptara gustoso como novio de su hija a un joven de veinticuatro años, sin un céntimo, sin posición, sin pedigrí, con un historial académico mediocre y sin perspectivas de futuro. En caso de que sus padres se opusieran de forma categórica, nuestra intención era casarnos por nuestra cuenta y vivir sin relacionarnos con ellos. Nos amábamos profundamente, éramos jóvenes y estábamos convencidos de poder ser felices juntos viviendo con estrecheces, separados de nuestros padres.

Y, en efecto, cuando fui a casa de Kumiko a pedir su mano, la reacción de sus padres fue terriblemente fría. Como si las puertas de todos los refrigeradores del mundo se hubieran abierto de par en par.

En aquella época, ya trabajaba en el bufete de abogados. Me preguntaron si pensaba presentarme a oposiciones para el Ministerio de Justicia. Les contesté que sí. En realidad, en aquella época, pese a tener serias dudas, aún pensaba que, ya que había llegado hasta allí, esforzándome un poco más podría arriesgarme a probarlo. Mirando con atención mis notas, saltaba a la vista que mis posibilidades de aprobar el examen eran escasas. En resumen, que yo no era en absoluto la persona adecuada para convertirme en esposo de su hija.

Que ellos dieran al final su consentimiento —lo que casi podía llamarse un milagro— fue gracias al señor Honda. El señor Honda pidió diversos datos sobre mí y afirmó con rotundidad que, si su hija quería casarse, no encontraría a nadie mejor que yo; que si ella decía que quería casarse conmigo, no podían oponerse so pena de desencadenar una catástrofe. En aquella época, los padres de Kumiko tenían una fe ciega en el señor Honda y no pudieron poner ninguna objeción. Y, así, no les quedó más remedio que aceptarme como prometido de su hija.

A pesar de ello, para su familia siempre fui un advenedizo, un huésped no invitado. En la primera época de nuestro matrimonio, Kumiko y yo los visitábamos, medio por obligación, dos veces al mes y comíamos juntos, pero resultó ser una experiencia verdaderamente horrible. Un acto que cabía situar a mitad de camino entre una penitencia absurda y un suplicio cruel. Tenía la impresión, mientras comíamos, de que su mesa era tan larga como la estación de Shinjuku. Ellos comían y hablaban en el extremo opuesto. Pero yo estaba demasiado lejos y sólo era una pequeña figura reflejada en sus pupilas. Al año de casados, tuve una violenta discusión con su padre y no volvimos a vernos. Me sentí, al fin, aliviado desde lo más hondo. Nada consume tanto a una persona como los esfuerzos innecesarios y absurdos. Después de casarme, me había esforzado durante un tiempo en mantener una buena relación con la familia de mi mujer. Y visitar al señor Honda una vez al mes era, a todas luces, el esfuerzo menos penoso.

Los honorarios del señor Honda los pagaba el padre de mi mujer. Nosotros sólo teníamos que ir a verlo una vez al mes a su casa de Meguro y llevar una botella de sake. Escuchábamos lo que tenía que decirnos y volvíamos a casa. Así de simple. Enseguida le tomamos cariño. Dejando aparte que era sordo y que siempre tenía puesta la televisión a todo volumen (algo realmente ensordecedor), era un anciano muy simpático. Le gustaba beber y se ponía muy contento cuando recibía la botella de sake.

Siempre íbamos a su casa por la mañana. Tanto en verano como en invierno estaba sentado en el kotatsu[4]. En invierno, una manta le cubría las piernas y las brasas estaban encendidas, y en verano no había ni manta ni brasas. Se trataba, al parecer, de un adivino bastante famoso, pero vivía con una austeridad extrema. Tanto, que casi parecía un ermitaño. Su casa era pequeña y el recibidor apenas era lo bastante amplio como para que una persona pudiera ponerse y quitarse los zapatos. El tatami estaba rozado y una cinta adhesiva unía los trozos del cristal roto de la ventana. Frente a la casa había un taller de reparación de coches y siempre había alguien que gritaba airado. El kimono del señor Honda era mitad camisón y mitad bata de trabajo y no mostraba signos de haber sido lavado hacía poco. Vivía solo y cada día iba a su casa una mujer a hacer la limpieza y prepararle la comida. Pero él, al parecer, se negaba categóricamente a que le lavaran la ropa, no sé por qué razón. Una barba descuidada proyectaba una ligera sombra blanca sobre sus mejillas enflaquecidas.

Entre los objetos que había en la casa, el único que poseía cierta magnificencia era, enorme, de presencia casi opresiva, un televisor en color. Siempre transmitía algún programa de la NHK. Nunca llegué a dilucidar si era porque el señor Honda adoraba los programas de la NHK, porque le daba pereza cambiar de canal o porque el televisor era especial y sólo sintonizaba con la NHK.

Cuando íbamos a su casa, él siempre estaba sentado frente al televisor, colocado directamente sobre el suelo, y mezclaba, incansable, los bastoncillos adivinatorios sobre el kotatsu. Mientras tanto, la NHK transmitía sin interrupción y a todo volumen programas de cocina, maneras de cuidar los bonsái, telediarios, debates políticos.

—Es posible que no te vaya el derecho —me dijo un día el señor Honda. Aunque también podía estar dirigiéndose a alguien situado veinte metros más lejos.

—¿Usted cree? —pregunté.

—Las leyes, después de todo, rigen todos los fenómenos que se producen sobre la faz de la tierra. Un mundo donde el Yin es el Yin y el Yan es el Yan. Un mundo donde yo soy yo y él es él. «Yo soy yo, él es él, atardecer de otoño». Pero tú no perteneces a este mundo. Tu sitio está encima o debajo.

—¿Qué es mejor, encima o debajo? —pregunté por simple curiosidad.

—No se trata de si es mejor o peor —dijo el señor Honda. Carraspeó y lanzó un esputo en un pañuelo de papel. Después de mirarlo unos instantes, arrugó el papel y lo echó a la papelera—. No es el tipo de cosas en que pueda decirse qué es lo mejor y qué lo peor. No se debe oponer resistencia a la corriente: hay que ir hacia arriba cuando hay que ir hacia arriba, y hacia abajo cuando hay que ir hacia abajo. Cuando debas ir hacia arriba, busca la torre más alta y sube hasta la cúspide. Cuando debas ir hacia abajo, busca el pozo más profundo y desciende hasta el fondo. Cuando no haya corriente, quédate inmóvil. Si te opones a la corriente, todo se seca. Si todo se seca, el mundo se ve envuelto por las tinieblas. «Yo soy yo, él es yo, atardecer de otoño». Cuando renuncias a mí, yo existo.

—¿Estamos ahora en uno de esos momentos en que no hay corriente? —preguntó Kumiko.

—¿Qué?

—¡QUE SI ESTAMOS AHORA EN UNO DE ESOS MOMENTOS EN QUE NO HAY CORRIENTE! —gritó Kumiko.

—Sí, ahora no la hay —dijo el señor Honda asintiendo para sí—. Por lo tanto, debe quedarse quieto. No debe hacer nada. Sólo debe tener cuidado con el agua. Es posible que él, en el futuro, sufra a causa de algo relacionado con el agua. Por el agua que no está donde debería estar. Por el agua que está donde no debería estar. En cualquier caso, debe tener mucho cuidado con el agua.

A su lado, Kumiko asentía con una cara extremadamente solemne. Pero yo sabía que ella estaba conteniéndose la risa.

—¿Qué tipo de agua? —pregunté.

—No lo sé. Agua —dijo el señor Honda—. La verdad es que yo también he sufrido mucho a causa del agua —añadió, ignorando mi pregunta—. En Nomonhan no había ni una gota de agua. La línea del frente era intrincada y el suministro de víveres se interrumpió. No había agua. Ni alimentos. Ni vendas. Ni municiones. Fue una guerra cruel. En la retaguardia, los mandos sólo pensaban en ocupar territorio lo antes posible. Del abastecimiento, nadie se preocupaba. Una vez, en tres días apenas bebimos agua. Por las mañanas, dejábamos que un trapo se empapara ligeramente de rocío, lo exprimíamos y así podíamos sorber unas gotas, pero sólo eso. No había más agua que ésa. Llegué a pensar que era mucho mejor morir. No hay nada peor en el mundo que la sed. Llegué a pensar que era preferible morir de un disparo que de sed. Compañeros a quienes habían disparado en el estómago nos pedían agua. Los hubo que se volvieron locos. Aquello era un infierno. Ante nuestros ojos fluía un gran río. Si íbamos allí, tendríamos toda el agua que quisiéramos. Pero no podíamos llegar hasta él. Entre nosotros y el río había una larga hilera de enormes tanques rusos con lanzallamas. Las ametralladoras enemigas estaban dispuestas como cientos de alfileres clavados en un cojín. En lo alto de la colina también había francotiradores. Incluso en mitad de la noche lanzaban bengalas luminosas, una tras otra. Todo lo que nosotros teníamos eran rifles de infantería del modelo 38, y veinticinco balas por persona. Muchos de mis compañeros, a pesar de todo, fueron a buscar agua al río. No pudieron soportarlo más. Pero ni uno volvió. Murieron todos. Ya lo ves, cuando hay que quedarse quieto, es mejor quedarse quieto. Tomó un pañuelo de papel, se sonó ruidosamente y, tras examinar unos instantes los mocos, arrugó el papel y lo tiró.

—Es duro esperar a que salga la corriente. Pero, cuando se tiene que esperar, se tiene que esperar. Mientras tanto, es mejor hacer como que se ha muerto uno.

—¿O sea que ahora es mejor que esté muerto? —pregunté.

—¿Qué?

—¿O SEA QUE DURANTE UN TIEMPO ES MEJOR QUE ESTÉ MUERTO?

—Exactamente —dijo—. Sólo muriendo flotas sobre la corriente, en Nomonhan.

Después de esto continuó hablando de Nomonhan una hora más. Nosotros simplemente escuchábamos. Durante el año en que estuvimos yendo una vez al mes a casa del señor Honda, apenas «recibimos sus indicaciones», tal como nos habían ordenado. Casi no hacía predicciones, ni cosas por el estilo. A nosotros siempre nos hablaba de la batalla de Nomonhan. Nos contaba cómo un cañonazo le había volado media cabeza a un lugarteniente que estaba junto a él, cómo se habían lanzado sobre un tanque soviético y lo habían incendiado con un cóctel Molotov, cómo habían perseguido entre todos y matado de un disparo al piloto de un avión soviético que había realizado un aterrizaje forzoso en el desierto. Cada relato era una interesante historia de suspense, pero cualquier historia del mundo tiende a perder su brillo cuando la oyes por séptima u octava vez. Además, no las contaba con el tono de voz adecuado a un relato. Tenías la sensación de que estaba gritando hacia el otro lado de un barranco un día de viento fuerte. Te daba la sensación de estar viendo una vieja película de Akira Kurosawa en la primera fila de un cine de barrio. Tanto que, cuando salíamos de su casa, no oíamos bien durante un rato.

—Pero a nosotros nos gustaba escucharlo, o al menos me gustaba a mí. Sus relatos eran historias que excedían los límites de mi imaginación. Casi todas eran terriblemente sangrientas, pero los pormenores de la batalla, oídos de boca de un anciano medio moribundo vestido con ropa sucia, perdían el sentido de la realidad y sonaban a historias fantásticas. Casi medio siglo atrás, en la zona fronteriza entre Manchuria y Mongolia, ellos habían luchado de forma encarnizada por un pedazo de tierra donde ni siquiera crecía la hierba. Antes de oír las historias del señor Honda, yo no sabía casi nada sobre la batalla de Nomonhan.

Ahora, en mi imaginación, era una batalla heroica. Ellos, sin armas, con las manos desnudas, desafiaron a las potentes unidades mecanizadas soviéticas y perecieron en el intento. Tantas tropas aplastadas, aniquiladas. Los oficiales que, para evitar la masacre, habían ordenado por decisión propia la retirada, perecieron inútilmente, impelidos por sus superiores al suicidio. Muchos de los soldados que cayeron en manos de los soviéticos se negaron a participar en el intercambio de prisioneros después de la guerra por miedo a ser acusados de deserción y acabaron enterrando sus huesos en tierras de Mongolia. El señor Honda fue desmovilizado a causa de su herida en el oído y se convirtió en adivino.

—Después de todo tuve suerte —dijo el señor Honda—. Si no hubiera perdido el oído, quizá me hubieran enviado al sur del Pacífico y ahora estaría muerto. A muchos de los soldados que sobrevivieron en Nomonhan los enviaron al sur del Pacífico y ya no volvieron. Para el ejército imperial, la batalla de Nomonhan fue una vergüenza y destinaron a todos los supervivientes al frente más peligroso. Era como si les dijeran: «id allí y no volváis sino muertos». Los oficiales de estado mayor que habían dado órdenes absurdas en Nomonhan hicieron después carrera en Tokio. Algunos de estos individuos se dedicaron en la posguerra a la política. Pero la memoria de casi todos los que perdieron la vida luchando bajo sus órdenes fue sofocada.

—¿Por qué la batalla de Nomonhan fue algo tan vergonzoso para el ejército? —pregunté—. Todos los soldados lucharon encarnizadamente, ¿no es cierto? Muchos de ellos murieron, ¿no es cierto? ¿Por qué los supervivientes fueron tratados con tanto cinismo?

No pareció haber oído mi pregunta. Volvió a mezclar sus bastoncitos adivinatorios.

—Debes tener cuidado con el agua —dijo.

Ése fue el final del relato de aquel día.

Después de la discusión con el padre de mi mujer, ya no volvimos a casa del señor Honda. Era el padre de mi mujer quien le pagaba y era evidente que no seguiría haciéndolo. Nuestra situación económica no nos permitía pagar sus honorarios (aunque, la verdad, no tenía la menor idea de a cuánto ascenderían). Cuando nos casamos estábamos, económicamente hablando, con el agua al cuello. Y pronto olvidamos al señor Honda. Lo olvidamos como, antes o después, la mayoría de jóvenes ocupados olvidan a la mayoría de ancianos.

Aquella noche, después de acostarme, seguí pensando en el señor Honda. Intenté confrontar lo que éste me había dicho sobre el agua con la historia del agua de Malta Kanoo. El señor Honda me había dicho que tuviera cuidado con el agua. Malta Kanoo había hecho ejercicios espirituales en la isla de Malta mientras realizaba su estudio sobre el agua. Quizá fuera una simple coincidencia, pero ambos daban una gran importancia al agua. Esto me preocupó un poco. Intenté recordar imágenes de la batalla de Nomonhan. Los tanques soviéticos y las posiciones de las ametralladoras, y el río fluyendo a sus espaldas. Y aquella sed terrible, insoportable. Pude oír nítidamente en la oscuridad el rumor de la corriente del río.

—Oye —me dijo mi mujer en voz baja—. ¿Estás despierto?

—Sí.

—Oye, se trata de la corbata de lunares. Acabo de acordarme. La llevé a finales de año a la tintorería. Estaba arrugada y pedí que me la plancharan. Me olvidé de ir a recogerla.

—¿A finales de año? —dije—. Ya hace más de seis meses.

—Sí, ya sabes que no me suelen pasar estas cosas. Ya me conoces. Nunca se me olvida nada. ¡Qué rabia! ¡Con lo preciosa que era aquella corbata! —Ella alargó una mano y me tocó el brazo—. La llevé a la tintorería enfrente de la estación. ¿Crees que todavía la tendrán?

—Mañana iré a mirar. Es posible que aún esté.

—¿Por qué lo piensas? Ya hace más de medio año. Muchas tintorerías, a los tres meses, se quedan con las cosas que la gente no ha ido a recoger. Pueden hacerlo, si quieren. ¿Por qué crees que aún estará?

—Porque Malta Kanoo me ha dicho que no me preocupe —dije—. Que la encontraré fuera de casa.

Sentí cómo se volvía hacia mí en la oscuridad.

—¿La crees?

—No sé por qué, pero empiezo a creer en ella.

—Un día de éstos empezarás a llevarte bien con mi hermano —dijo mi mujer en tono divertido.

—Quizá.

Después de que mi mujer se durmiera, seguí pensando en el campo de batalla de Nomonhan. Allí, todos los soldados dormían. Sobre sus cabezas, el cielo estaba cuajado de estrellas y los grillos chirriaban a cientos. Se oía el río. Me dormí escuchando el rumor de la corriente.