3

El sombrero de Malta Kanoo

Los tonos sorbete y Allen Ginsberg y las Cruzadas

Cuando sonó el teléfono me estaba preparando el almuerzo.

De pie en la cocina, había cortado dos rebanadas de pan y las había untado con mantequilla y mostaza, y las había cubierto después con rodajas de tomate y lonchas de queso. A continuación había puesto el sándwich sobre la tabla y me disponía a cortarlo por la mitad con un cuchillo. Y, justo en aquel momento, sonó el teléfono.

Lo dejé sonar tres veces y corté el sándwich por la mitad. Lo puse en un plato, sequé el cuchillo y lo guardé en un cajón. Luego me serví café caliente en una taza.

El teléfono continuó sonando. Pensé que ya habría sonado unas quince veces. Resignado, descolgué. Si podía evitarlo, no contestaba. Pero quizá fuera Kumiko.

—Oiga —dijo una voz femenina. No recordaba haberla oído jamás. No era la voz de Kumiko, ni tampoco era la voz de la mujer que pocos días antes me había hecho la extraña llamada mientras hervía espaguetis. Era una desconocida.

—Querría saber si vive aquí el señor Tooru Okada —dijo la mujer. Hablaba como si estuviera leyendo las frases escritas en un papel.

—Sí, vive aquí.

—Usted debe de ser el esposo de la señora Kumiko Okada.

—Sí, Kumiko Okada es mi mujer.

—Y el señor Noboru Wataya debe de ser el hermano mayor de su esposa.

—Sí —dije armándome de paciencia—. En efecto, Noboru Wataya es el hermano mayor de mi mujer.

—Me llamo Kanoo, para servirle.

Esperé en silencio a que mi interlocutora continuara hablando. El hecho de que mencionara al hermano mayor de mi esposa me puso en guardia de repente. Me rasqué el cogote con un lápiz que había junto al teléfono. Ella enmudeció durante cinco o seis segundos. A través del auricular no sólo no llegaba su voz, sino que no se oía ningún otro sonido. Quizá la mujer hubiera tapado el auricular con una mano y estuviera hablando con alguien a su lado.

—Oiga —la llamé, preocupado.

—Muchísimas gracias, señor. En este caso, si me lo permite, volveré a llamar más tarde —dijo de repente la mujer.

—Pero, oiga, espere un momento. ¿Qué…?

La llamada ya se había cortado. Me quedé unos instantes con el auricular en la mano, contemplándolo, inmóvil. Luego me lo apliqué de nuevo al oído. Pero, efectivamente, la llamada se había cortado.

Dudando todavía, me senté ante la mesa de la cocina, me bebí el café y me comí el sándwich. En el momento en que había sonado el teléfono, yo estaba pensando en algo, pero ahora no lograba recordar qué podía ser. Seguro que, mientras asía el cuchillo con la mano derecha, dispuesto a cortar el sándwich, estaba pensando en algo. Algo importante. Algo que desde hacía tiempo había intentado recordar sin éxito. Y me había venido a la cabeza de repente cuando estaba a punto de cortar el sándwich por la mitad. Pero ahora era incapaz de recordar de qué se trataba. Mientras comía el bocadillo, me esforcé en recordarlo. Fue inútil. Ese recuerdo ya había vuelto definitivamente a la región oscura de mi conciencia donde había vivido hasta entonces.

Cuando volvió a sonar el teléfono, ya había terminado de comer y de lavar los platos. Esta vez me puse enseguida.

—¡Hola! —dijo una voz de mujer. Era Kumiko.

—¡Hola! —saludé.

—¿Cómo estás? ¿Ya has comido? —dijo.

—Sí. Y tú, ¿qué has comido? —pregunté.

—Nada. He estado tan ocupada desde esta mañana que no he tenido tiempo de comer. Dentro de un rato saldré a comprar un bocadillo y me lo comeré aquí. Y tú, ¿qué has comido?

Se lo expliqué.

—¡Ah, caramba! —me dijo sin la menor envidia.

—Esta mañana pensaba decírtelo, pero luego se me ha olvidado. Creo que hoy te llamará una tal Kanoo.

—Ya ha llamado —le conté—. Hace un rato. Ha dicho mi nombre, el tuyo y el de tu hermano mayor, uno detrás de otro, y luego ha colgado sin decir qué quería. ¿De qué diablos se trata? ¿Qué es todo este asunto?

—¿Ha colgado?

—Sí, pero ha dicho que volvería a llamar.

—Entonces, cuando vuelva a llamar, haz lo que ella te diga, ¿oyes? Es un asunto muy importante. Es posible que tengas que ir a verla.

—¿Ir a verla? ¿Hoy? ¿Ahora?

—¿Qué pasa? ¿Tienes algo planeado? ¿Habías quedado con alguien?

—No —dije. Ni ayer, ni hoy, ni mañana. Ningún plan, ninguna cita. Nada. Nada en absoluto—. Pero ¿quién demonios es esa Kanoo? ¿Qué quiere de mí? Podrías decírmelo, ¿no? Me gustaría saber de qué va la cosa antes de que vuelva a llamar. Si se trata de un trabajo, no quiero tener nada que ver con tu hermano. Ya te lo dije.

—No, no se trata de tu trabajo —replicó ella con tono de fastidio—. Se trata del gato.

—¿Del gato?

—¡Oh, lo siento! Tengo que colgar. Me están esperando. En realidad, no tenía tiempo para llamar. Ya te he dicho que ni siquiera he tenido un rato para comer, ¿no? Te cuelgo, ¿eh? Volveré a llamarte en cuanto pueda.

—¡Oye! Ya sé que estás muy ocupada. Pero, ya que me metes en eso, al menos dime de qué se trata. ¿Qué diablos le pasa al gato? Esa tal Kanoo, ¿qué…?

—Haz lo que ella te diga. ¿De acuerdo? Es algo serio. Estate en casa y espera a que te llame, ¿vale? Te cuelgo, ¿eh? —dijo. Y colgó.

Cuando sonó el teléfono a las dos y media, estaba descabezando un sueño en el sofá. Pensé al principio que era el timbre del despertador. Y alargué el brazo para pulsar el botón y apagarlo. El despertador no se encontraba allí. No estaba durmiendo en la cama sino sobre el sofá. Y no era por la mañana sino por la tarde. Me incorporé y me acerqué al teléfono.

—Diga —contesté.

—Oiga —dijo una voz de mujer. Era la mujer que había llamado antes del mediodía—. ¿Es usted el señor Tooru Okada?

—Sí, soy yo.

—Me llamo Kanoo.

—Es usted quien ha llamado antes, ¿verdad?

—Sí, es cierto. Antes he sido terriblemente descortés. Oiga, señor Okada, me gustaría saber si está usted muy ocupado hoy.

—En realidad no tengo nada especial que hacer —dije.

—Bien, pues, en ese caso, ya sé que es algo con lo que no contaba, pero ¿cree que sería posible que nos viéramos? —dijo la mujer.

—¿Hoy? ¿Ahora mismo?

—Eso es.

Miré el reloj. No era necesario porque acababa de mirarlo hacía apenas treinta segundos. Quise asegurarme. Efectivamente, eran las dos y media.

—¿Va a llevarnos mucho tiempo? —pregunté.

—No creo que nos lleve mucho tiempo. Pero es posible que tarde más de lo que pienso. En este momento no se lo puedo decir con exactitud. Lo siento mucho —dijo la mujer.

Independientemente del tiempo que tardara, yo no tenía elección. Me acordé de las palabras de Kumiko: «Haz lo que ella te diga. Es un asunto serio». No tenía otra elección que hacer lo que ella dijera. Si Kumiko decía que era un asunto serio, el asunto era serio.

—De acuerdo. ¿Dónde puedo encontrarla? —pregunté.

—No sé si por casualidad conocerá usted el hotel Pacific, delante de la estación de Shinagawa… —dijo la mujer.

—Lo conozco.

—En la planta baja hay una cafetería. Le espero allí a las cuatro de la tarde. ¿Le parece a usted bien?

—Me parece bien.

—Tengo treinta y un años y llevaré un sombrero rojo de plástico —dijo la mujer.

«¡Uff!», pensé. Había algo extraño en su modo de hablar, algo que me confundía momentáneamente. Pero no podía explicar con claridad qué había de extraño en lo que había dicho. Tampoco podía decirse que una mujer de treinta y un años no pudiera llevar un sombrero rojo de plástico.

—De acuerdo —dije—. Creo que la reconoceré.

—¿Podría decirme, por si acaso, alguna característica de su aspecto físico? —preguntó la mujer.

Pensé en las posibles características de mi aspecto. ¿Cuáles debían ser mis características?

—Tengo treinta años. Mido un metro y setenta y dos, peso sesenta y tres kilos y llevo el pelo corto. No uso gafas.

Mientras hablaba, se me ocurrió que no se le podían llamar precisamente rasgos distintivos. En la cafetería del hotel Pacific de Shinagawa es probable que hubiese unas cincuenta personas con esta apariencia. Ya había estado allí antes una vez. La cafetería era enorme. Necesitaba una característica distintiva que saltara a la vista. Pero no se me ocurría ninguna. Por supuesto, no se podía decir que yo no tuviera características específicas. Estaba en paro y me sabía de memoria los nombres de todos los hermanos Karamazov. Pero, obviamente, eran cosas que no podían apreciarse desde el exterior.

—¿Qué ropa llevará usted? —preguntó la mujer.

—Pues… —no podía pensar con claridad—. No lo sé. Aún no lo he decidido. Es que ha sido todo tan repentino.

—Entonces, póngase una corbata de lunares —dijo ella con tono resuelto—. ¿Tiene usted una corbata de lunares?

—Sí, me parece que sí.

Tenía una corbata azul marino con pequeños lunares de color beige. Me la había regalado mi mujer dos o tres años atrás por mi cumpleaños.

—Entonces, ¿será tan amable de ponérsela? Y le agradezco de nuevo su amabilidad por aceptar encontrarse conmigo a las cuatro —dijo la mujer. Y luego colgó.

Abrí el armario ropero y busqué la corbata de lunares. Pero en el colgador de las corbatas no aparecía. Registré todos los cajones. Abrí todas las cajas de ropa que había en el armario empotrado. Pero la corbata de lunares no estaba en ninguna parte. Si la corbata estaba en casa, tenía que encontrarla. Kumiko era extremadamente ordenada con la ropa, y las corbatas no podían hallarse en otro sitio que en el que les correspondía.

Con la mano apoyada en la puerta del armario ropero intenté recordar cuándo me la había puesto por última vez. No había forma de que me acordara. Era una corbata elegante, de un gusto exquisito, quizá demasiado llamativa para llevarla en el bufete de abogados. Si hubiera ido con ella al despacho, seguro que alguien se me hubiera acercado durante la pausa del mediodía para hablarme largo y tendido de las excelencias de la corbata: «¡Qué corbata tan preciosa! Los colores son muy bonitos. Y es tan alegre». Y eso hubiera sido una especie de advertencia. En el despacho donde trabajaba no era un honor que te alabaran una corbata. Por eso nunca me la puse para ir al trabajo. Me la ponía para ir a los conciertos, a las cenas de compromiso, sólo en situaciones relativamente formales en el ámbito de mi vida privada. Situaciones en las que mi mujer decía: «Hoy vamos a vestirnos bien». No había muchas oportunidades, pero en estos casos siempre llevaba la corbata de lunares. Armonizaba con el traje azul marino y a mi mujer le gustaba. No logré recordar cuándo me la había puesto por última vez.

Eché una última mirada al armario ropero y me resigné. Por alguna extraña razón, la corbata de lunares había desaparecido. Qué remedio. Me puse el traje azul marino, una camisa azul y una corbata a rayas. Algo saldría de todo aquello. Quizás ella no me reconociera a mí.

Pero a mí me bastaba con buscar a una mujer de treinta y un años que llevara un sombrero rojo.

Desde que había dejado el trabajo dos meses atrás, no me había puesto el traje ni una sola vez. Ahora, después de tanto tiempo, me sentí constreñido por una sustancia ajena. Era tan rígido y pesado que no acababa de ajustarse a mi cuerpo. Me levanté, anduve un poco por la habitación, me detuve frente al espejo y me estiré las mangas, tiré de los bajos de la americana intentando amoldarla a mi cuerpo. Alargué los brazos, henchí el pecho, me doblé por la cintura y comprobé si durante los dos últimos meses se había producido algún cambio en mi figura. Volví a sentarme en el sofá. Pero no acababa de sentirme cómodo.

Hasta aquella primavera, yo había ido a trabajar cada día con el traje sin notar por ello ninguna incomodidad. En mi empresa eran muy estrictos con la indumentaria y exigían, incluso a los empleados de bajo rango como yo, ir a trabajar con traje. Y yo lo llevaba de la forma más natural del mundo.

Ahora, sentado solo en la sala de estar con el traje puesto, me sentía como si estuviera llevando a cabo algún acto equívoco e inmoral. Me remordía la conciencia como si estuviera falseando mi currículum vitae con propósitos mezquinos o como si me estuviera travistiendo a escondidas de mujer. Y cada vez me resultaba más difícil respirar.

Fui al recibidor, alcancé los zapatos de piel marrón del estante de los zapatos y me los puse con el calzador. Una fina pátina de polvo blanco los cubría.

No hubo necesidad de buscar a la mujer. Ella me encontró a mí primero. Al entrar en la cafetería, di una rápida vuelta por el local buscando a la mujer del sombrero rojo. Pero no vi a ninguna que lo llevara. Consulté mi reloj de pulsera: eran las cuatro menos diez. Me senté, bebí el agua que me habían traído y pedí un café a la camarera. Entonces oí que una voz de mujer decía mi nombre a mis espaldas. «¿Usted debe de ser el señor Tooru Okada?». Sorprendido, me di la vuelta. Ni siquiera habían pasado tres minutos desde que tomara asiento tras entrar y recorrer el local con la mirada.

La mujer vestía chaqueta blanca, una blusa de seda amarilla y, en la cabeza, llevaba el sombrero rojo. En un acto reflejo me levanté y me volví hacia ella. Hermosa era la palabra que mejor la definía. Al menos era mucho más bonita de lo que había imaginado al oír su voz por teléfono. Era esbelta, iba maquillada con discreción. Bien vestida.

Tanto la chaqueta como la blusa, ambas de muy buena calidad, estaban bien cortadas y, en la solapa de la chaqueta, lucía un broche de oro con forma de pluma. Hubiera podido ser la secretaria de dirección de una gran empresa. Sólo desentonaba, de forma irremisible, el sombrero rojo. ¿Por qué, yendo vestida con tanto esmero, se ponía en la cabeza una ganga tan inadecuada como aquel sombrero de plástico rojo? No comprendía la razón. Quizás había decidido utilizar el sombrero rojo como seña en las citas. No era una mala idea, desde luego. Si se juzgaba por su efectividad en llamar la atención, definitivamente no pasaba inadvertido.

Ella se sentó frente a mí y yo volví a tomar asiento.

—Veo que me ha reconocido enseguida —pregunté extrañado—. No he podido encontrar la corbata de lunares. Tiene que estar en alguna parte, pero no he podido encontrarla. No he tenido más remedio que ponerme ésta a rayas. Yo pensaba en encontrarla a usted. Sin embargo, usted me ha encontrado primero. ¿Cómo lo ha conseguido?

—Desde luego he sabido que era usted —dijo ella. Y dejó el bolso blanco de charol sobre la mesa, se quitó el sombrero de plástico rojo y lo puso encima. El bolso quedó completamente oculto bajo el sombrero. Tuve la sensación de que iba a hacer algún juego de manos: cuando levantara el sombrero, el bolso habría desaparecido.

—Pero yo llevaba una corbata diferente —dije.

—¿Una corbata? —preguntó. Y me miró la corbata con aire perplejo. Como si se preguntara de qué le estaban hablando. Luego asintió con la cabeza—: No tiene la menor importancia. No se preocupe por la corbata.

«¡Qué ojos tan raros!», pensé. Carecían extrañamente de profundidad. Eran bonitos, pero parecía como si no miraran. Planos como ojos de cristal. No lo eran, por supuesto. Los movía a la perfección, pestañeaba.

No me explicaba cómo, siendo la primera vez que nos veíamos, había conseguido reconocerme tan rápido, en aquella cafetería tan llena de gente. Casi todas las mesas estaban ocupadas y muchas de ellas por hombres de mi edad. Iba a preguntarle otra vez cómo me había reconocido tan deprisa. Pero no me pareció conveniente hacer preguntas superfluas. Y no añadí nada más.

La mujer detuvo al camarero que recorría el local con aire atareado y le pidió un agua Perrier. El camarero respondió que no tenían, que podía ofrecerle un agua tónica. La mujer se lo pensó un poco y dijo al fin que le parecía bien. Hasta que llegó el agua tónica permaneció en silencio. Yo tampoco dije nada.

Poco después, la mujer quitó el sombrero rojo de encima de la mesa y, tras abrir el cierre metálico del bolso, sacó un estuche de piel negro reluciente, de tamaño algo menor al de una cinta de casete. Era un estuche de tarjetas de visita. Llevaba un cierre. Era la primera vez que veía un estuche de tarjetas de visita con cierre. Sacó una con cuidado y me la ofreció. Yo, a mi vez, hice ademán de sacar mis tarjetas, pero cuando me llevé la mano al bolsillo interior de la americana, recordé que ya no tenía.

Su tarjeta era de plástico fino y parecía emanar un tenue perfume. Cuando me la acerqué a la nariz, el olor se hizo más evidente. Era incienso, sin duda. Y sólo había escrito un nombre en una línea de pequeñas letras negrísimas.

Malta Kanoo

«¿Malta?», pensé.

Le di la vuelta.

No había nada escrito.

Mientras hacía conjeturas sobre el significado de aquel nombre, vino el camarero, puso delante de la mujer un vaso con hielo y se lo llenó hasta la mitad de agua tónica. Dentro del vaso había un trozo de limón en forma de cuña. Después llegó una camarera con una bandeja y una cafetera plateadas, puso delante de mí una taza, la llenó de café y, con un gesto furtivo, como si depusiera un mal augurio en manos de alguien, dejó la cuenta en una bandejita y se marchó.

—No hay nada escrito —explicó Malta Kanoo. Yo todavía estaba mirando distraídamente el dorso, en blanco, de la tarjeta—. Sólo mi nombre. No es necesario poner ni el teléfono ni la dirección. Nadie me llama. Siempre soy yo quien llama a los demás.

—Claro.

Aquella respuesta sin sentido permaneció suspendida unos instantes en el aire, por encima de la mesa, como la isla que flota en el cielo de los viajes de Gulliver.

Bebió un sorbo con la paja, sosteniendo el vaso con ambas manos. Hizo una mueca extraña y dejó el vaso a un lado como si hubiera perdido el interés por él.

—Malta no es mi nombre verdadero —empezó Malta Kanoo—. Kanoo sí es mi apellido real. Pero Malta es mi seudónimo. Lo he tomado de la isla de Malta. ¿Ha estado alguna vez en Malta, señor Okada?

Le respondí que no. Nunca había estado allí. Ni tenía planeado ir a corto plazo. Ni tampoco había deseado ir jamás. Lo único que conocía de la isla de Malta era la melodía Sands of Malta, interpretada por Herb Alpert, que podía, sin exageración alguna, calificar de espantosa.

—He estado tres años en Malta. He vivido allí tres años. En Malta, el agua es malísima. Imbebible. Parece que estés bebiendo agua de mar rebajada. El pan también es salado, pero no porque se le añada sal, sino porque el agua es salada. Pero el pan no sabe mal. Me gusta el pan de Malta. —Asentí y me bebí el café—. Aunque en Malta el agua sea tan mala, hay un lugar especial donde brota un agua que tiene un efecto maravilloso sobre la configuración física. Es un agua única, misteriosa. Sólo brota en aquel lugar, en Malta. La fuente se halla entre las montañas y se tarda horas en subir hasta allí desde la aldea que se encuentra al pie de la montaña —continuó—. El agua no se puede trasladar. Si se lleva a otra parte pierde su efecto. Para beberla hay que desplazarse hasta allí. Ya se hablaba de ella en unos documentos que se conservan de la época de las Cruzadas. La llamaban el agua milagrosa. Incluso Allen Ginsberg fue a probarla. Y también fue Keith Richards. Yo he vivido tres años allí. En la pequeña aldea que está al pie de la montaña. Allí cultivaba un huerto, aprendía a tejer. Y cada día subía a la fuente y bebía de aquella agua. De 1976 a 1979. A veces no comía nada durante toda una semana. Sólo bebía agua. Durante toda una semana no probaba otra cosa. Es un ejercicio necesario. Supongo que se le podría llamar una práctica ascética. Así purificas tu cuerpo. Fue una experiencia realmente maravillosa. Por eso, cuando volví al Japón, tomé el nombre de Malta como seudónimo.

—¿Podría decirme cuál es su profesión? —le pregunté.

Malta Kanoo ladeó la cabeza.

—Hablando con propiedad, no es una profesión. Yo no cobro por mi trabajo. Me hacen consultas, hablo con las personas sobre la configuración del cuerpo. Éste es mi papel. También estudio las aguas que tienen efecto sobre la configuración corporal. Ganar dinero no me preocupa. Me basta con mi patrimonio personal. Mi padre tenía un hospital y nos cedió a mi hermana menor y a mí acciones y propiedades inmobiliarias, con lo que nos aseguró una renta vitalicia. Un consultor fiscal se encarga de gestionarlo todo. Cada año produce una renta regular. He escrito además varios libros y de aquí también devienen, aunque modestos, algunos ingresos. Mi trabajo sobre la configuración física lo realizo sin ánimo de lucro. Por eso no pongo en la tarjeta ni la dirección ni el teléfono. Soy yo quien llama a los demás.

Asentí. Pero sólo fue un ademán. Iba entendiendo, una a una, las palabras que decía, pero no lograba comprender el sentido global de su discurso.

¿La configuración corporal?

¿Allen Ginsberg?

La inquietud fue adueñándose de mí. Nunca he sido una persona de gran intuición. Pero allí olía algún problema nuevo, no me cabía la menor duda.

—Perdóneme, pero ¿podría explicármelo todo desde el principio? Hace un rato mi mujer me ha dicho que venga a verla y hable con usted sobre el gato. Y lo que usted me está contando, para serle sincero, no veo adónde me lleva. ¿Tiene alguna relación con el gato?

—La tiene —dijo—. Pero antes de hablar de ello hay algo que quiero que sepa, señor Okada.

Malta Kanoo abrió de nuevo el cierre del bolso y sacó un sobre blanco. Dentro había una fotografía. Me la entregó. «Es una fotografía de mi hermana pequeña», dijo. En la fotografía en color aparecían dos mujeres. Una era Malta, que también en la foto llevaba sombrero. Un sombrero amarillo de punto. También aquel sombrero desentonaba de manera desafortunada con la indumentaria. La hermana menor —cabía suponer que lo era, por lo que me había dicho— llevaba un traje de color pastel con sombrero a juego, de aquellos que estaban de moda a principios de los sesenta. Si no me equivoco, a esos colores los llamaban entonces «tonos sorbete». «Deben de gustarles mucho los sombreros a ambas», deduje. El peinado era muy parecido al que llevaba la primera dama de EE. UU. de la época, Jacqueline Kennedy. Y podía aventurarse que usaba laca a profusión. Iba muy maquillada, pero debajo se adivinaban unas facciones hermosas. La edad oscilaría entre los veinte y los veinticinco años. Después de mirarla unos instantes, devolví la fotografía a Malta Kanoo. Ella la puso de nuevo dentro del sobre, metió el sobre en el bolso y lo cerró.

—Mi hermana es cinco años menor que yo —explicó Malta Kanoo—. Ha sido ultrajada por el señor Noboru Wataya. Brutalmente violada.

«¡Uff!», pensé. Deseaba levantarme sin más e irme. Pero no pude moverme. Saqué un pañuelo del bolsillo, me sequé las comisuras de los labios y me lo volví a meter en el mismo bolsillo. Luego me aclaré la garganta.

—No conozco las circunstancias del incidente, pero si han agredido a su hermana, lo deploro sinceramente —dije, abordando el tema—. Me gustaría que supiera que mi cuñado y yo no tenemos una relación lo que se dice estrecha. Por lo tanto, si se trata de algo relacionado con ello…

—No le estoy cargando con la responsabilidad, señor Okada —atajó Malta Kanoo con tono cortante—. En absoluto. Si tuviera que culpar a alguien por lo ocurrido, primero y antes que a nadie me culparía a mí misma. Por no haber prestado la atención necesaria. Por no haber protegido a mi hermana como debería haber hecho. Cosa que, por una serie de circunstancias, me fue imposible. ¿Sabe, señor Okada? Este tipo de cosas ocurre. Como usted sabe muy bien, éste es un mundo violento y caótico. Y dentro de este mundo hay lugares aún más violentos, aún más caóticos. ¿Comprende? Lo que ha sucedido, ha sucedido. Mi hermana se recuperará de esta ofensa, de esta deshonra. Tendrá que recuperarse. Por suerte, no es algo irremediable. Tal como le he dicho a ella, podría haber sucedido algo infinitamente peor. Lo que más me preocupa es la configuración física de mi hermana.

—La configuración física —repetí.

Parecía que la configuración física era el tema recurrente en sus discursos.

—No puedo explicarle ahora las circunstancias anteriores y posteriores al incidente. Es un tema largo y complicado y, además, y ya sé que pecaré de descortés al hablar así, usted no está preparado para entender cabalmente el verdadero sentido de esta historia. Esto entra en la esfera de mi actividad profesional. No le he invitado para lamentarme. Y, por supuesto, usted no tiene ninguna culpa de lo sucedido. Esto no hace falta ni decirlo. Sólo quería que supiera que la configuración física de mi hermana ha sido, aunque sólo sea temporalmente, mancillada por el señor Wataya. Es probable que en lo sucesivo usted y ella estén, de alguna manera, en contacto. La razón es que, tal como le he dicho, ella es mi ayudante. Pensando en esta posibilidad, he querido que supiera de antemano lo que ha sucedido entre ella y el señor Wataya. Y que supiera también que este tipo de incidentes puede ocurrir en cualquier momento.

Hubo un corto silencio. Malta Kanoo me miraba fijamente, como queriendo decirme: «Por favor, reflexione sobre ello». Y lo hice. Sobre el hecho de que Noboru Wataya hubiese violado a la hermana de Malta Kanoo, sobre la relación del incidente con la configuración corporal. Sobre la relación entre esto y la desaparición del gato.

—He creído entender —aventuré tímidamente—, que ni usted ni su hermana piensan divulgar lo ocurrido… denunciarlo a la policía, por ejemplo…

—Por supuesto —dijo Malta Kanoo con rostro inexpresivo—. En realidad nosotras no queremos acusar a nadie. Nosotras queremos conocer con más exactitud la causa del incidente. Si no resolvemos este problema a través de un conocimiento pleno de la causa, es posible que ocurra algo todavía peor.

Al oír estas palabras me tranquilicé un poco. No me importaba demasiado que Noboru Wataya fuera acusado de violación, declarado culpable y enviado a la cárcel. Incluso pensaba que se lo merecía. Sin embargo, el hermano de Kumiko era una persona bastante conocida y, por lo tanto, se hablaría mucho del asunto y Kumiko sufriría, sin duda, un shock. Aunque sólo fuera para preservar mi salud mental, yo prefería que no hubiera mucho revuelo.

—El propósito que nos ha llevado a encontrarnos hoy ha sido, exclusivamente, el gato —dijo Malta Kanoo—. Es a causa del gato por lo que el señor Wataya se puso en contacto con nosotras. Su esposa, la señora Kumiko Okada, se dirigió a su hermano, el señor Wataya, para consultarle sobre el gato, y el señor Wataya, a su vez, se puso en contacto con nosotras.

¡Claro! Esto lo explicaba todo. Era una especie de adivina y le habían consultado sobre el paradero del gato. La familia Wataya siempre había creído con fanatismo en profecías, oráculos y otras cosas por el estilo. Cada uno era libre de creer lo que quisiera, por supuesto. Pero ¿por qué tuvo que violar a la hermana de una mujer así? ¿Por qué crearse problemas innecesarios?

—¿Está usted especializada en este tipo de búsquedas? —le pregunté.

Malta Kanoo me miró fijamente con sus ojos planos. Unos ojos que miraban como si estuvieran atisbando por la ventana el interior de una casa deshabitada. A juzgar por su expresión, no había comprendido en absoluto el sentido de mi pregunta.

—Vive usted en un lugar muy extraño, ¿verdad? —dijo ignorando mi pregunta.

—¿Ah, sí? ¿Y por qué diablos es extraño?

Malta Kanoo, sin contestar, empujó unos diez centímetros el vaso de agua tónica que apenas había tocado.

—Y los gatos son seres muy sensibles.

Un corto silencio cayó sobre nosotros.

—Suponiendo que el lugar donde vivo sea extraño y que los gatos sean seres muy sensibles —dije—, nosotros hace bastante tiempo que vivimos allí. Con el gato. ¿Por qué se ha ido ahora de repente? ¿Por qué no se fue antes?

—No se lo puedo asegurar, pero es posible que haya cambiado la corriente. Quizás algo haya obstruido la corriente.

—La corriente —dije.

—Todavía no sé si el gato está vivo o no. Pero una cosa es segura: no está cerca de su casa. Así que, por más que lo busque por el vecindario, no lo encontrará.

Tomé la taza y bebí un sorbo de café frío. Al otro lado de la ven tana lloviznaba. Unas nubes oscuras cubrían el cielo. La gente cruzaba en ambos sentidos el paso peatonal sosteniendo el paraguas con aire melancólico.

—Deme la mano —me dijo.

Extendí la mano derecha con la palma hacia arriba y la puse encima de la mesa. Pensé que quería adivinarme el porvenir leyéndome las líneas de la mano. Pero, aparentemente, Malta Kanoo no tenía ningún interés en ello. Alargó la mano en línea recta y puso su palma sobre la mía. Luego cerró los ojos y se quedó en la misma posición, inmóvil. Como si le recriminara algo en silencio a un amante infiel. La camarera se acercó y volvió a llenarme la taza de café intentando no mirar cómo uníamos en silencio Malta Kanoo y yo las manos sobre la mesa. La gente sentada en las mesas de alrededor nos lanzaba miradas furtivas. Yo estuve rezando todo el tiempo para que ningún conocido se acercara a aquel lugar.

—Intente recordar una cosa, sólo una, que haya visto hoy antes de venir aquí —dijo Malta Kanoo.

—¿Una sola? —pregunté.

—Una sola.

Me vino al pensamiento el minivestido floreado que había visto en la caja de ropa de mi mujer. No sé por qué. Pero eso fue lo que se me ocurrió de repente.

Aún permanecimos unos cinco minutos más con las manos unidas. Se me hicieron terriblemente largos. No sólo porque me molestaba que la gente de alrededor me mirara con curiosidad, sino porque en el tacto de su mano había algo inquietante. Su mano era extremadamente pequeña. No estaba ni caliente ni fría. Tampoco tenía el tacto íntimo de la mano de una amante, ni el funcional de la mano de un médico. El tacto de aquella mano se parecía a sus ojos. Cuando te tocaba, igual que cuando te miraba, tenías la sensación de haberte convertido en una casa desierta, vacía. Dentro no había ni muebles ni cortinas ni alfombras. Sólo una caja vacía. Al final, me soltó la mano y respiró hondo. Luego asintió varias veces con la cabeza.

—Señor Okada —dijo Malta Kanoo—, creo que está a punto de entrar en un periodo en el que le ocurrirán muchas cosas. La desaparición del gato probablemente no sea más que el principio.

—Muchas cosas —dije—. ¿Cosas buenas o malas?

Malta Kanoo ladeó un poco la cabeza como si estuviera pensando.

—Habrá cosas buenas y habrá cosas malas. Tal vez las haya que a primera vista parezcan buenas y luego resulten malas. Y otras que a primera vista parezcan malas y luego resulten buenas.

—Esto, la verdad, creo que puede aplicarse a todo el mundo —dije—. ¿No puede darme alguna información más concreta?

—Tal como usted ha dicho, es posible que lo que digo suene a lugar común —expuso Malta Kanoo—. Sin embargo, señor Okada, hay muchísimos casos en los que sólo se puede hablar de la esencia de las cosas diciendo lugares comunes. Intente entenderlo. No soy adivina, ni tampoco profetisa. Lo único que nosotras podemos decir son cosas vagas. En muchos casos son obviedades de las que no vale la pena ni hablar, en otros no son más que lugares comunes. Hablándole con honestidad, éste es el único modo que tenemos de avanzar. Las cosas concretas llaman ciertamente la atención. Pero a menudo no son más que fenómenos triviales. Son, como si dijéramos, rodeos innecesarios. Cuanto más nos esforzamos por mirar a lo lejos, más y más se generalizan las cosas.

Asentí en silencio. Pero, por supuesto, no había entendido una palabra de lo que me había dicho.

—¿Me permitirá llamar otra vez? —preguntó Malta Kanoo.

—Claro —dije yo.

A mí, sinceramente, no me apetecía que me llamara nadie. Pero no podía decirle otra cosa más que «claro».

Ella tomó el sombrero de plástico rojo de encima de la mesa con un gesto rapidísimo, agarró el bolso que había estado oculto debajo y se levantó. Sin saber cómo reaccionar, permanecí sentado en silencio.

—Quiero decirle una sola cosa trivial —dijo Malta Kanoo tras ponerse el sombrero rojo, mirándome desde arriba—. Su corbata a topos no la encontrará dentro de casa.