Los estragos de los cuchillos fueron apenas un principio de la autopsia inclemente que el padre Carmen Amador se vio obligado a hacer por ausencia del doctor Dionisio Iguarán. «Fue como si hubiéramos vuelto a matarlo después de muerto —me dijo el antiguo párroco en su retiro de Calafell—. Pero era una orden del alcalde, y las órdenes de aquel bárbaro, por estúpidas que fueran, había que cumplirlas». No era del todo justo. En la confusión de aquel lunes absurdo, el coronel Aponte había sostenido una conversación telegráfica urgente con el gobernador de la provincia, y éste lo autorizó para que hiciera las diligencias preliminares mientras mandaban un juez instructor. El alcalde había sido antes oficial de tropa sin ninguna experiencia en asuntos de justicia, y era demasiado fatuo para preguntarle a alguien que lo supiera por dónde tenía que empezar. Lo primero que lo inquietó fue la autopsia. Cristo Bedoya, que era estudiante de medicina, logró la dispensa por su amistad íntima con Santiago Nasar. El alcalde pensó que el cuerpo podía mantenerse refrigerado hasta que regresara el doctor Dionisio Iguarán, pero no encontró nevera de tamaño humano, y la única apropiada en el mercado estaba fuera de servicio. El cuerpo había sido expuesto a la contemplación pública en el centro de la sala, tendido sobre un angosto catre de hierro mientras le fabricaban un ataúd de rico. Habían llevado los ventiladores de los dormitorios, y algunos de las casas vecinas, pero había tanta gente ansiosa de verlo que fue preciso apartar los muebles y descolgar las jaulas y las macetas de helechos, y aun así era insoportable el calor. Además, los perros alborotados por el olor de la muerte aumentaban la zozobra. No habían dejado de aullar desde que yo entré en la casa, cuando Santiago Nasar agonizaba todavía en la cocina, y encontré a Divina Flor llorando a gritos y manteniéndolos a raya con una tranca.
—Ayúdame —me gritó—, que lo que quieren es comerse las tripas.
Los encerramos con candado en las pesebreras. Plácida Linero ordenó más tarde que los llevaran a algún lugar apartado hasta después del entierro. Pero hacia el medio día, nadie supo cómo, se escaparon de donde estaban e irrumpieron enloquecidos en la casa. Plácida Linero, por una vez, perdió los estribos.
—¡Estos perros de mierda! —gritó—. ¡Que los maten!
La orden se cumplió de inmediato, y la casa volvió a quedar en silencio. Hasta entonces no había temor alguno por el estado del cuerpo. La cara había quedado intacta, con la misma expresión que tenía cuando cantaba, y Cristo Bedoya le había vuelto a colocar las vísceras en su lugar y lo había fajado con una banda de lienzo. Sin embargo, en la tarde empezaron a manar de las heridas unas aguas color de almíbar que atrajeron a las moscas, y una mancha morada le apareció en el bozo y se extendió muy despacio como la sombra de una nube en el agua hasta la raíz del cabello. La cara que siempre fue indulgente adquirió una expresión de enemigo, y su madre se la cubrió con un pañuelo. El coronel Aponte comprendió entonces que ya no era posible esperar, y le ordenó al padre Amador que practicara la autopsia. «Habría sido peor desenterrarlo después de una semana», dijo. El párroco había hecho la carrera de medicina y cirugía en Salamanca, pero ingresó en el seminario sin graduarse, y hasta el alcalde sabía que su autopsia carecía de valor legal. Sin embargo, hizo cumplir la orden.
Fue una masacre, consumada en el local de la escuela pública con la ayuda del boticario que tomó las notas, y un estudiante de primer año de medicina que estaba aquí de vacaciones. Sólo dispusieron de algunos instrumentos de cirugía menor, y el resto fueron hierros de artesanos. Pero al margen de los destrozos en el cuerpo, el informe del padre Amador parecía correcto, y el instructor lo incorporó al sumario como una pieza útil.
Siete de las numerosas heridas eran mortales. El hígado estaba casi seccionado por dos perforaciones profundas en la cara anterior. Tenía cuatro incisiones en el estómago, y una de ellas tan profunda que lo atravesó por completo y le destruyó el páncreas. Tenía otras seis perforaciones menores en el colon trasverso, y múltiples heridas en el intestino delgado. La única que tenía en el dorso, a la altura de la tercera vértebra lumbar, le había perforado el riñón derecho. La cavidad abdominal estaba ocupada por grandes témpanos de sangre, y entre el lodazal de contenido gástrico apareció una medalla de oro de la Virgen del Carmen que Santiago Nasar se había tragado a la edad de cuatro años. La cavidad torácica mostraba dos perforaciones: una en el segundo espacio intercostal derecho que le alcanzó a interesar el pulmón, y otra muy cerca de la axila izquierda. Tenía además seis heridas menores en los brazos y las manos, y dos tajos horizontales: uno en el muslo derecho y otro en los músculos del abdomen. Tenía una punzada profunda en la palma de la mano derecha. El informe dice: «Parecía un estigma del Crucificado». La masa encefálica pesaba sesenta gramos más que la de un inglés normal, y el padre Amador consignó en el informe que Santiago Nasar tenía una inteligencia superior y un porvenir brillante. Sin embargo, en la nota final señalaba una hipertrofia del hígado que atribuyó a una hepatitis mal curada. «Es decir —me dijo—, que de todos modos le quedaban muy pocos años de vida». El doctor Dionisio Iguarán, que en efecto le había tratado una hepatitis a Santiago Nasar a los doce años, recordaba indignado aquella autopsia. «Tenía que ser cura para ser tan bruto —me dijo—. No hubo manera de hacerle entender nunca que la gente del trópico tenemos el hígado más grande que los gallegos». El informe concluía que la causa de la muerte fue una hemorragia masiva ocasionada por cualquiera de las siete heridas mayores.
Nos devolvieron un cuerpo distinto. La mitad del cráneo había sido destrozado con la trepanación, y el rostro de galán que la muerte había preservado acabó de perder su identidad. Además, el párroco había arrancado de cuajo las vísceras destazadas, pero al final no supo qué hacer con ellas, y les impartió una bendición de rabia y las tiró en el balde de la basura. A los últimos curiosos asomados a las ventanas de la escuela pública se les acabó la curiosidad, el ayudante se desvaneció, y el coronel Lázaro Aponte, que había visto y causado tantas masacres de represión, terminó por ser vegetariano además de espiritista. El cascarón vacío, embutido de trapos y cal viva, y cosido a la machota con bramante basto y agujas de enfardelar, estaba a punto de desbaratarse cuando lo pusimos en el ataúd nuevo de seda capitonada. «Pensé que así se conservaría por más tiempo», me dijo el padre Amador. Sucedió lo contrario: tuvimos que enterrarlo de prisa al amanecer, porque estaba en tan mal estado que ya no era soportable dentro de la casa.
Despuntaba un martes turbio. No tuve valor para dormir solo al término de la jornada opresiva, y empujé la puerta de la casa de María Alejandrina Cervantes por si no había pasado el cerrojo. Los calabazos de luz estaban encendidos en los árboles, y en el patio de baile había varios fogones de leña con enormes ollas humeantes, donde las mulatas estaban tiñendo de luto sus ropas de parranda. Encontré a María Alejandrina Cervantes despierta como siempre al amanecer, y desnuda por completo como siempre que no había extraños en la casa. Estaba sentada a la turca sobre la cama de reina frente a un platón babilónico de cosas de comer: costillas de ternera, una gallina hervida, lomo de cerdo, y una guarnición de plátanos y legumbres que hubieran alcanzado para cinco. Comer sin medida fue siempre su único modo de llorar, y nunca la había visto hacerlo con semejante pesadumbre. Me acosté a su lado, vestido, sin hablar apenas, y llorando yo también a mi modo. Pensaba en la ferocidad del destino de Santiago Nasar, que le había cobrado 20 años de dicha no sólo con la muerte, sino además con el descuartizamiento del cuerpo, y con su dispersión y exterminio. Soñé que una mujer entraba en el cuarto con una niña en brazos, y que ésta ronzaba sin tomar aliento y los granos de maíz a medio mascar le caían en el corpiño. La mujer me dijo: «Ella mastica a la topa tolondra, un poco al desgaire, un poco al desgarriate». De pronto sentí los dedos ansiosos que me soltaban los botones de la camisa, y sentí el olor peligroso de la bestia de amor acostada a mis espaldas, y sentí que me hundía en las delicias de las arenas movedizas de su ternura. Pero se detuvo de golpe, tosió desde muy lejos y se escurrió de mi vida.
—No puedo —dijo—: hueles a él.
No sólo yo. Todo siguió oliendo a Santiago Nasar aquel día. Los hermanos Vicario lo sintieron en el calabozo donde los encerró el alcalde mientras se le ocurría qué hacer con ellos. «Por más que me restregaba con jabón y estropajo no podía quitarme el olor», me dijo Pedro Vicario. Llevaban tres noches sin dormir, pero no podían descansar, porque tan pronto como empezaban a dormirse volvían a cometer el crimen. Ya casi viejo, tratando de explicarme su estado de aquel día interminable, Pablo Vicario me dijo sin ningún esfuerzo: «Era como estar despierto dos veces». Esa frase me hizo pensar que lo más insoportable para ellos en el calabozo debió haber sido la lucidez.
El cuarto tenía tres metros de lado, una claraboya muy alta con barras de hierro, una letrina portátil, un aguamanil con su palangana y su jarra, y dos camas de mampostería con colchones de estera. El coronel Aponte, bajo cuyo mandato se había construido, decía que no hubo nunca un hotel más humano. Mi hermano Luis Enrique estaba de acuerdo, pues una noche lo encarcelaron por una reyerta de músicos, y el alcalde permitió por caridad que una de las mulatas lo acompañara. Tal vez los hermanos Vicario hubieran pensado lo mismo a las ocho de la mañana, cuando se sintieron a salvo de los árabes. En ese momento los reconfortaba el prestigio de haber cumplido con su ley, y su única inquietud era la persistencia del olor. Pidieron agua abundante, jabón de monte y estropajo, y se lavaron la sangre de los brazos y la cara, y lavaron además las camisas, pero no lograron descansar. Pedro Vicario pidió también sus purgaciones y diuréticos, y un rollo de gasa estéril para cambiarse la venda, y pudo orinar dos veces durante la mañana. Sin embargo, la vida se le fue haciendo tan difícil a medida que avanzaba el día, que el olor pasó a segundo lugar. A las dos de la tarde, cuando hubiera podido fundirlos la modorra del calor, Pedro Vicario estaba tan cansado que no podía permanecer tendido en la cama, pero el mismo cansancio le impedía mantenerse de pie. El dolor de las ingles le llegaba hasta el cuello, se le cerró la orina, y padeció la certidumbre espantosa de que no volvería a dormir en el resto de su vida. «Estuve despierto once meses», me dijo, y yo lo conocía bastante bien para saber que era cierto. No pudo almorzar. Pablo Vicario, por su parte, comió un poco de cada cosa que le llevaron, y un cuarto de hora después se desató en una colerina pestilente. A las seis de la tarde, mientra le hacían la autopsia al cadáver de Santiago Nasar, el alcalde fue llamado de urgencia porque Pedro Vicario estaba convencido de que habían envenenado a su hermano. «Me estaba yendo en aguas —me dijo Pablo Vicario—, y no podíamos quitarnos la idea de que eran vainas de los turcos». Hasta entonces había desbordado dos veces la letrina portátil, y el guardián de vista lo había llevado otras seis al retrete de la alcaldía. Allí lo encontró el coronel Aponte, encañonado por la guardia en el excusado sin puertas, y desaguándose con tanta fluidez que no era absurdo pensar en el veneno. Pero lo descartaron de inmediato, cuando se estableció que sólo había bebido el agua y comido el almuerzo que les mandó Pura Vicario. No obstante, el alcalde quedó tan impresionado, que se llevó a los presos para su casa con una custodia especial, hasta que vino el juez de instrucción y los trasladó al panóptico de Riohacha.
El temor de los gemelos respondía al estado de ánimo de la calle. No se descartaba una represalia de los árabes, pero nadie, salvo los hermanos Vicario, había pensado en el veneno. Se suponía más bien que aguardaran la noche para echar gasolina por la claraboya e incendiar a los prisioneros dentro del calabozo. Pero aun ésa era una suposición demasiado fácil. Los árabes constituían una comunidad de inmigrantes pacíficos que se establecieron a principios del siglo en los pueblos del Caribe, aun en los más remotos y pobres, y allí se quedaron vendiendo trapos de colores y baratijas de feria. Eran unidos, laboriosos y católicos. Se casaban entre ellos, importaban su trigo, criaban corderos en los patios y cultivaban el orégano y la berenjena, y su única pasión tormentosa eran los juegos de barajas. Los mayores siguieron hablando el árabe rural que trajeron de su tierra, y lo conservaron intacto en familia hasta la segunda generación, pero los de la tercera, con la excepción de Santiago Nasar, les oían a sus padres en árabe y les contestaban en castellano. De modo que no era concebible que fueran a alterar de pronto su espíritu pastoral para vengar una muerte cuyos culpables podíamos ser todos. En cambio nadie pensó en una represalia de la familia de Plácida Linero, que fueron gentes de poder y de guerra hasta que se les acabó la fortuna, y que habían engendrado más de dos matones de cantina preservados por la sal de su nombre.
El coronel Aponte, preocupado por los rumores, visitó a los árabes familia por familia, y al menos por esa vez sacó una conclusión correcta. Los encontró perplejos y tristes, con insignias de duelo en sus altares, y algunos lloraban a gritos sentados en el suelo, pero ninguno abrigaba propósitos de venganza. Las reacciones de la mañana habían surgido al calor del crimen, y sus propios protagonistas admitieron que en ningún caso habrían pasado de los golpes. Más aún: fue Suseme Abdala, la matriarca centenaria, quien recomendó la infusión prodigiosa de flores de pasionaria y ajenjo mayor que segó la colerina de Pablo Vicario y desató a la vez el manantial florido de su gemelo. Pedro Vicario cayó entonces en un sopor insomne, y el hermano restablecido concilió su primer sueño sin remordimientos. Así los encontró Purísima Vicario a las tres de la madrugada del martes, cuando el alcalde la llevó a despedirse de ellos.
Se fue la familia completa, hasta las hijas mayores con sus maridos, por iniciativa del coronel Aponte. Se fueron sin que nadie se diera cuenta, al amparo del agotamiento público, mientras los únicos sobrevivientes despiertos de aquel día irreparable estábamos enterrando a Santiago Nasar. Se fueron mientras se calmaban los ánimos, según la decisión del alcalde, pero no regresaron jamás. Pura Vicario le envolvió la cara con un trapo a la hija devuelta para que nadie le viera los golpes, y la vistió de rojo encendido para que no se imaginaran que le iba guardando luto al amante secreto. Antes de irse le pidió al padre Amador que confesara a los hijos en la cárcel, pero Pedro Vicario se negó, y convenció al hermano de que no tenían nada de que arrepentirse. Se quedaron solos, y el día del traslado a Riohacha estaban tan repuestos y convencidos de su razón, que no quisieron ser sacados de noche, como hicieron con la familia, sino a pleno sol y con su propia cara. Poncio Vicario, el padre, murió poco después. «Se lo llevó la pena moral», me dijo Ángela Vicario. Cuando los gemelos fueron absueltos se quedaron en Riohacha, a sólo un día de viaje de Manaure, donde vivía la familia. Allá fue Prudencia Cotes a casarse con Pablo Vicario, que aprendió el oficio del oro en el taller de su padre y llegó a ser un orfebre depurado. Pedro Vicario, sin amor ni empleo, se reintegró tres años después a las Fuerzas Armadas, mereció las insignias de sargento primero, y una mañana espléndida su patrulla se internó en territorio de guerrillas cantando canciones de putas, y nunca más se supo de ellos.
Para la inmensa mayoría sólo hubo una víctima: Bayardo San Román. Suponían que los otros protagonistas de la tragedia habían cumplido con dignidad, y hasta con cierta grandeza, la parte de favor que la vida les tenía señalada. Santiago Nasar, había expiado la injuria, los hermanos Vicario habían probado su condición de hombres, y la hermana burlada estaba otra vez en posesión de su honor. El único que lo había perdido todo era Bayardo San Román. «El pobre Bayardo», como se le recordó durante años. Sin embargo, nadie se había acordado de él hasta después del eclipse de luna, el sábado siguiente, cuando el viudo de Xius le contó al alcalde que había visto un pájaro fosforescente aleteando sobre su antigua casa, y pensaba que era el ánima de su esposa que andaba reclamando lo suyo. El alcalde se dio en la frente una palmada que no tenía nada que ver con la visión del viudo.
—¡Carajo! —gritó—. ¡Se me había olvidado ese pobre hombre!
Subió a la colina con una patrulla, y encontró el automóvil descubierto frente a la quinta, y vio una luz solitaria en el dormitorio, pero nadie respondió a sus llamados. Así que forzaron una puerta lateral y recorrieron los cuartos iluminados por los rescoldos del eclipse. «Las cosas parecían debajo del agua», me contó el alcalde. Bayardo San Román estaba inconsciente en la cama, todavía como lo había visto Pura Vicario en la madrugada del lunes con el pantalón de fantasía y la camisa de seda, pero sin los zapatos. Había botellas vacías por el suelo, y muchas más sin abrir junto a la cama, pero ni un rastro de comida. «Estaba en el último grado de intoxicación etílica», me dijo el doctor Dionisio Iguarán, que lo había atendido de emergencia. Pero se recuperó en pocas horas, y tan pronto como recobró la razón los echó a todos de la casa con los mejores modos de que fue capaz.
—Que nadie me joda —dijo—. Ni mi papá con sus pelotas de veterano.
El alcalde informó del episodio al general Petronio San Román, hasta la última frase literal, con un telegrama alarmante. El general San Román debió tomar al pie de la letra la voluntad del hijo, porque no vino a buscarlo, sino que mandó a la esposa con las hijas, y a otras dos mujeres mayores que parecían ser sus hermanas. Vinieron en un buque de carga, cerradas de luto hasta el cuello por la desgracia de Bayardo San Román, y con los cabellos sueltos de dolor. Antes de pisar tierra firme se quitaron los zapatos y atravesaron las calles hasta la colina caminando descalzas en el polvo ardiente del medio día, arrancándose mechones de raíz y llorando con gritos tan desgarradores que parecían de júbilo. Yo las vi pasar desde el balcón de Magdalena Oliver, y recuerdo haber pensado que un desconsuelo como ése sólo podía fingirse para ocultar otras vergüenzas mayores.
El coronel Lázaro Aponte las acompañó a la casa de la colina, y luego subió el doctor Dionisio Iguarán en su mula de urgencias. Cuando se alivió el sol, dos hombres del municipio bajaron a Bayardo San Román en una hamaca colgada de un palo, tapado hasta la cabeza con una manta y con el séquito de plañideras. Magdalena Oliver creyó que estaba muerto.
—¡Collons de déu —exclamó—, qué desperdicio!
Estaba otra vez postrado por el alcohol, pero costaba creer que lo llevaran vivo, porque el brazo derecho le iba arrastrando por el suelo, y tan pronto como la madre se lo ponía dentro de la hamaca se le volvía a descolgar, de modo que dejó un rastro en la tierra desde la cornisa del precipicio hasta la plataforma del buque. Eso fue lo último que nos quedó de él: un recuerdo de víctima.
Dejaron la quinta intacta. Mis hermanos y yo subíamos a explorarla en noches de parranda cuando volvíamos de vacaciones, y cada vez encontrábamos menos cosas de valor en los aposentos abandonados. Una vez rescatamos la maletita de mano que Ángela Vicario le había pedido a su madre la noche de bodas, pero no le dimos ninguna importancia. Lo que encontramos dentro parecían ser los afeites naturales para la higiene y la belleza de una mujer, y sólo conocí su verdadera utilidad cuando Ángela Vicario me contó muchos años más tarde cuáles fueron los artificios de comadrona que le habían enseñado para engañar al esposo. Fue el único rastro que dejó en el que fuera su hogar de casada por cinco horas.
Años después, cuando volví a buscar los últimos testimonios para esta crónica, no quedaban tampoco ni los rescoldos de la dicha de Yolanda de Xius. Las cosas habían ido desapareciendo poco a poco a pesar de la vigilancia empecinada del coronel Lázaro Aponte, inclusive el escaparate de seis lunas de cuerpo entero que los maestros cantores de Mompox habían tenido que armar dentro de la casa, pues no cabía por las puertas. Al principio, el viudo de Xius estaba encantado pensando que eran recursos póstumos de la esposa para llevarse lo que era suyo. El coronel Lázaro Aponte se burlaba de él. Pero una noche se le ocurrió oficiar una misa de espiritismo para esclarecer el misterio, y el alma de Yolanda de Xius le confirmó de su puño y letra que en efecto era ella quien estaba recuperando para su casa de la muerte los cachivaches de la felicidad. La quinta empezó a desmigajarse. El coche de bodas se fue desbaratando en la puerta, y al final no quedó sino la carcacha podrida por la intemperie. Durante muchos años no se volvió a saber nada de su dueño. Hay una declaración suya en el sumario, pero es tan breve y convencional, que parece remendada a última hora para cumplir con una fórmula ineludible. La única vez que traté de hablar con él, 23 años más tarde, me recibió con una cierta agresividad, y se negó a aportar el dato más ínfimo que permitiera clarificar un poco su participación en el drama. En todo caso, ni siquiera sus padres sabían de él mucho más que nosotros, ni tenían la menor idea de qué vino a hacer en un pueblo extraviado sin otro propósito aparente que el de casarse con una mujer que no había visto nunca.
De Ángela Vicario, en cambio, tuve siempre noticias de ráfagas que me inspiraron una imagen idealizada. Mi hermana la monja anduvo algún tiempo por la alta Guajira tratando de convertir a los últimos idólatras, y solía detenerse a conversar con ella en la aldea abrasada por la sal del Caribe donde su madre había tratado de enterrarla en vida. «Saludos de tu prima», me decía siempre. Mi hermana Margot, que también la visitaba en los primeros años, me contó que habían comprado una casa de material con un patio muy grande de vientos cruzados, cuyo único problema eran las noches de mareas altas, porque los retretes se desbordaban y los pescados amanecían dando saltos en los dormitorios. Todos los que la vieron en esa época coincidían en que era absorta y diestra en la máquina de bordar, y que a través de su industria había logrado el olvido.
Mucho después, en una época incierta en que trataba de entender algo de mí mismo vendiendo enciclopedias y libros de medicina por los pueblos de la Guajira, me llegué por casualidad hasta aquel moridero de indios. En la ventana de una casa frente al mar, bordando a máquina en la hora de más calor, había una mujer de medio luto con antiparras de alambre y canas amarillas, y sobre su cabeza estaba colgada una jaula con un canario que no paraba de cantar. Al verla así, dentro del marco idílico de la ventana, no quise creer que aquella mujer fuera la que yo creía, porque me resistía a admitir que la vida terminara por parecerse tanto a la mala literatura. Pero era ella: Ángela Vicario 23 años después del drama.
Me trató igual que siempre, como un primo remoto, y contestó a mis preguntas con muy buen juicio y con sentido del humor. Era tan madura e ingeniosa, que costaba trabajo creer que fuera la misma. Lo que más me sorprendió fue la forma en que había terminado por entender su propia vida. Al cabo de pocos minutos ya no me pareció tan envejecida como a primera vista, sino casi tan joven como en el recuerdo, y no tenía nada en común con la que habían obligado a casarse sin amor a los 20 años. Su madre, de una vejez mal entendida, me recibió como a un fantasma difícil. Se negó a hablar del pasado, y tuve que conformarme para esta crónica con algunas frases sueltas de sus conversaciones con mi madre, y otras pocas rescatadas de mis recuerdos. Había hecho más que lo posible para que Ángela Vicario se muriera en vida, pero la misma hija le malogró los propósitos, porque nunca hizo ningún misterio de su desventura. Al contrario: a todo el que quiso oírla se la contaba con sus pormenores, salvo el que nunca se había de aclarar: quién fue, y cómo y cuándo, el verdadero causante de su perjuicio, porque nadie creyó que en realidad hubiera sido Santiago Nasar. Pertenecían a dos mundos divergentes. Nadie los vio nunca juntos, y mucho menos solos. Santiago Nasar era demasiado altivo para fijarse en ella. «Tu prima la boba», me decía, cuando tenía que mencionarla. Además, como decíamos entonces, él era un gavilán pollero. Andaba solo, igual que su padre, cortándole el cogollo a cuanta doncella sin rumbo empezaba a despuntar por esos montes, pero nunca se le conoció dentro del pueblo otra relación distinta de la convencional que mantenía con Flora Miguel, y de la tormentosa que lo enloqueció durante catorce meses con María Alejandrina Cervantes. La versión más corriente, tal vez por ser la más perversa, era que Ángela Vicario estaba protegiendo a alguien a quien de veras amaba, y había escogido el nombre de Santiago Nasar porque nunca pensó que sus hermanos se atreverían contra él. Yo mismo traté de arrancarle esta verdad cuando la visité por segunda vez con todos mis argumentos en orden, pero ella apenas si levantó la vista del bordado para rebatirlos.
—Ya no le des más vueltas, primo —me dijo—. Fue él.
Todo lo demás lo contó sin reticencias, hasta el desastre de la noche de bodas. Contó que sus amigas la habían adiestrado para que emborrachara al esposo en la cama hasta que perdiera el sentido, que aparentara más vergüenza de la que sintiera para que él apagara la luz, que se hiciera un lavado drástico de aguas de alumbre para fingir la virginidad, y que manchara la sábana con mercurio cromo para que pudiera exhibirla al día siguiente en su patio de recién casada. Sólo dos cosas no tuvieron en cuenta sus coberteras: la excepcional resistencia de bebedor de Bayardo San Román, y la decencia pura que Ángela Vicario llevaba escondida dentro de la estolidez impuesta por su madre. «No hice nada de lo que me dijeron —me dijo—, porque mientras más lo pensaba más me daba cuenta de que todo aquello era una porquería que no se le podía hacer a nadie, y menos al pobre hombre que había tenido la mala suerte de casarse conmigo». De modo que se dejó desnudar sin reservas en el dormitorio iluminado, a salvo ya de todos los miedos aprendidos que le habían malogrado la vida. «Fue muy fácil —me dijo—, porque estaba resuelta a morir».
La verdad es que hablaba de su desventura sin ningún pudor para disimular la otra desventura, la verdadera, que le abrasaba las entrañas. Nadie hubiera sospechado siquiera, hasta que ella se decidió a contármelo, que Bayardo San Román estaba en su vida para siempre desde que la llevó de regreso a su casa. Fue un golpe de gracia. «De pronto, cuando mamá empezó a pegarme, empecé a acordarme de él», me dijo. Los puñetazos le dolían menos porque sabía que eran por él. Siguió pensando en él con un cierto asombro de sí misma cuando sollozaba tumbada en el sofá del comedor. «No lloraba por los golpes ni por nada de lo que había pasado —me dijo—: lloraba por él.». Seguía pensando en él mientra su madre le ponía compresas de árnica en la cara, y más aún cuando oyó la gritería en la calle y las campanas de incendio en la torre, y su madre entró a decirle que ahora podía dormir, pues lo peor había pasado.
Llevaba mucho tiempo pensando en él sin ninguna ilusión cuando tuvo que acompañar a su madre a un examen de la vista en el hospital de Riohacha. Entraron de pasada en el Hotel del Puerto, a cuyo dueño conocían, y Pura Vicario pidió un vaso de agua en la cantina. Se lo estaba tomando, de espaldas a la hija, cuando ésta vio su propio pensamiento reflejado en los espejos repetidos de la sala. Ángela Vicario volvió la cabeza con el último aliento, y lo vio pasar a su lado sin verla, y lo vio salir del hotel. Luego miró otra vez a su madre con el corazón hecho trizas. Pura Vicario había acabado de beber, se secó los labios con la manga y le sonrió desde el mostrador con los lentes nuevos. En esa sonrisa, por primera vez desde su nacimiento, Ángela Vicario la vio tal como era: una pobre mujer, consagrada al culto de sus defectos. «Mierda», se dijo. Estaba tan trastornada, que hizo todo el viaje de regreso cantando en voz alta, y se tiró en la cama a llorar durante tres días.
Nació de nuevo. «Me volví loca por él —me dijo—, loca de remate». Le bastaba cerrar los ojos para verlo, lo oía respirar en el mar, la despertaba a media noche el fogaje de su cuerpo en la cama. A fines de esa semana, sin haber conseguido un minuto de sosiego, le escribió la primera carta. Fue una esquela convencional, en la cual le contaba que lo había visto salir del hotel, y que le habría gustado que él la hubiera visto. Esperó en vano una respuesta. Al cabo de dos meses, cansada de esperar, le mandó otra carta en el mismo estilo sesgado de la anterior, cuyo único propósito parecía ser reprocharle su falta de cortesía. Seis meses después había escrito seis cartas sin respuestas, pero se conformó con la comprobación de que él las estaba recibiendo.
Dueña por primera vez de su destino, Ángela Vicario descubrió entonces que el odio y el amor son pasiones recíprocas. Cuantas más cartas mandaba, más encendía las brasas de su fiebre, pero más calentaba también el rencor feliz que sentía contra su madre. «Se me revolvían las tripas de sólo verla —me dijo—, pero no podía verla sin acordarme de él». Su vida de casada devuelta seguía siendo tan simple como la de soltera, siempre bordando a máquina con sus amigas como antes hizo tulipanes de trapo y pájaros de papel, pero cuando su madre se acostaba permanecía en el cuarto escribiendo cartas sin porvenir hasta la madrugada. Se volvió lúcida, imperiosa, maestra de su albedrío, y volvió a ser virgen sólo para él, y no reconoció otra autoridad que la suya ni más servidumbre que la de su obsesión.
Escribió una carta semanal durante media vida. «A veces no se me ocurría qué decir —me dijo muerta de risa—, pero me bastaba con saber que él las estaba recibiendo». Al principio fueron esquelas de compromiso, después fueron papelitos de amante furtiva, billetes perfumados de novia fugaz, memoriales de negocios, documentos de amor, y por último fueron las cartas indignas de una esposa abandonada que se inventaba enfermedades crueles para obligarlo a volver. Una noche de buen humor se le derramó el tintero sobre la carta terminada, y en vez de romperla le agregó una posdata: «En prueba de mi amor te envío mis lágrimas». En ocasiones, cansada de llorar, se burlaba de su propia locura. Seis veces cambiaron la empleada del correo, y seis veces consiguió su complicidad. Lo único que no se le ocurrió fue renunciar. Sin embargo, él parecía insensible a su delirio: era como escribirle a nadie.
Una madrugada de vientos, por el año décimo, la despertó la certidumbre de que él estaba desnudo en su cama. Le escribió entonces una carta febril de veinte pliegos en la que soltó sin pudor las verdades amargas que llevaba podridas en el corazón desde su noche funesta. Le habló de las lacras eternas que él había dejado en su cuerpo, de la sal de su lengua, de la trilla de fuego de su verga africana. Se la entregó a la empleada del correo, que iba los viernes en la tarde a bordar con ella para llevarse las cartas, y se quedó convencida de que aquel desahogo terminal sería el último de su agonía. Pero no hubo respuesta. A partir de entonces ya no era consciente de lo que escribía, ni a quién le escribía a ciencia cierta, pero siguió escribiendo sin cuartel durante diecisiete años.
Un medio día de agosto, mientras bordaba con sus amigas, sintió que alguien llegaba a la puerta. No tuvo que mirar para saber quién era. «Estaba gordo y se le empezaba a caer el pelo, y ya necesitaba espejuelos para ver de cerca —me dijo—. ¡Pero era él, carajo, era él!». Se asustó, porque sabía que él la estaba viendo tan disminuida como ella lo estaba viendo a él, y no creía que tuviera dentro tanto amor como ella para soportarlo. Tenía la camisa empapada de sudor, como lo había visto la primera vez en la feria, y llevaba la misma correa y las mismas alforjas de cuero descosido con adornos de plata. Bayardo San Román dio un paso adelante, sin ocuparse de las otras bordadoras atónitas, y puso las alforjas en la máquina de coser.
—Bueno —dijo—, aquí estoy.
Llevaba la maleta de la ropa para quedarse, y otra maleta igual con casi dos mil cartas que ella le había escrito. Estaban ordenadas por sus fechas, en paquetes cosidos con cintas de colores, y todas sin abrir.