Los mejores momentos eran aquéllos en que se sentaban juntos, muy juntos. Los momentos en que ella sacaba el libro. El crujir de las hojas a medida que las iba pasando despacio, el olor de su perfume, la sensación de la suave tela de su blusa en la mejilla. En esos momentos, las sombras se mantenían apartadas. Todo aquello que había en el exterior y que les causaba temor y atracción a un tiempo dejaba de ser importante. Su voz, que ascendía y descendía en dóciles ondas. A veces, si estaban cansados, uno de los dos, o incluso ambos, se dormía en sus rodillas. Lo último que recordaban antes de que el sueño se apoderase de ellos era el relato, el rumor del papel y los dedos de ella acariciándoles el cabello.
Se trataba de un relato que habían oído cientos de veces. Se lo sabían de memoria y, pese a todo, cada vez que lo escuchaban, les sonaba nuevo. En ocasiones observaba a su hermana mientras escuchaba con la boca entreabierta y los ojos fijos en las páginas del libro. El cabello le caía como una cascada por la espalda, sobre el camisón. Él solía cepillarle la melena todas las noches. Era su misión.
Cuando ella les leía, se disipaba el deseo de cruzar la puerta cerrada y salir al mundo del otro lado. En esos momentos no existía más que un mundo lleno de color y de aventuras, plagado de dragones, príncipes y princesas. No una puerta cerrada. No dos puertas cerradas.
Él recordaba vagamente que, al principio, tenía miedo. Ya no. No ahora que ella olía tan bien y la sentía tan suave y su voz subía y bajaba de un modo tan rítmico. No ahora que sabía que ella lo protegía. No ahora que sabía que él era un pájaro cenizo.
Patrik y Martin llevaban un par de horas en la comisaría dedicándose a otros asuntos, a la espera de que Ola volviese a casa del trabajo. Sopesaron la posibilidad de ir allí y hablar con él directamente, pero decidieron esperar hasta las cinco, hora a la que concluiría su jornada laboral en la empresa Inventing. No existía razón alguna para exponerlo a una avalancha de preguntas por parte de sus compañeros de trabajo. De hecho, Kerstin les aseguró que no creía que Ola tuviese nada que ver con las cartas y las llamadas anónimas. Patrik no estaba tan seguro. Necesitaría suficientes pruebas de que así era, antes de desechar la idea. El montón de cartas había salido con destino al laboratorio de criminalística a última hora de la mañana y, además, había solicitado acceso a las listas de abonados que llamaron a Kerstin y a Marit en los períodos en que recibieron las llamadas anónimas.
Parecía que Ola acababa de salir de la ducha cuando les abrió la puerta. Había tenido tiempo de vestirse, pero aún llevaba el pelo mojado.
—¿Sí, de qué se trata? —preguntó impaciente. Ya no quedaba ni rastro de la expresión de dolor que habían advertido el lunes, cuando le comunicaron que su exmujer había muerto. O, por lo menos, no tan patente como la que observaron en la segunda visita a Kerstin.
—Queríamos hablar de nuevo con usted unos minutos.
—¿Ajá? —respondió Ola, aún impaciente y con expresión inquisitiva.
—Bueno, se trata de algunas circunstancias relacionadas con la muerte de Marit.
Al parecer, Ola lo entendió enseguida, porque se apartó a un lado y les indicó que entrasen.
—Pues está bien que hayan venido, porque yo pensaba llamarlos.
—¿Ah, sí? —preguntó Patrik al tiempo que se sentaba en el sofá. En esta ocasión, Ola no los condujo a la cocina, sino que les señaló el tresillo que había en la sala de estar.
—Sí, quería saber si pueden expedir una orden de alejamiento y prohibición de visitas.
Ola se sentó en un gran sillón de piel y cruzó las piernas.
—Ajá —intervino Martin con una rauda mirada inquisitiva a Patrik—. Y ¿contra quién querría que se redactara dicha orden?
En los ojos de Ola brilló un destello.
—Por el bien de Sofie, contra Kerstin.
Ni Patrik ni Martin mostraron la menor sorpresa.
—¿Y eso por qué, si puede saberse? —preguntó Patrik aparentando calma.
—¡No hay razón alguna para que Sofie vaya a casa de esa… de esa… persona! —respondió Ola con tanta animadversión que los salpicó a ambos de saliva. Se inclinó y, con los codos apoyados en las piernas, continuó—: Sofie ha ido hoy a verla. Cuando llegué a casa para el almuerzo, su mochila no estaba. Y he llamado a sus amigos. Seguro que se ha ido a casa de esa… bollera. Tendrá que haber alguna forma de impedírselo, ¿no? Quiero decir que, pienso mantener una conversación seria con Sofie cuando llegue a casa, por supuesto, pero debe existir una vía legal para impedir que la vea, ¿verdad? —Ola miraba alternativamente a Patrik y a Martin, exigiendo una respuesta.
—Pues… yo creo que será difícil —respondió Patrik, que veía cada vez más confirmadas sus sospechas. Aquello de lo que querían hablar con Ola se les antojaba no sólo posible, sino perfectamente verosímil—. La prohibición de visitas es una medida muy severa y no creo que sea aplicable en este caso —afirmó Patrik sin dejar de observar a Ola, que se mostraba claramente indignado.
—Pero, pero… —balbució Ola—. ¿Qué coño se supone que puedo hacer? Sofie tiene quince años y, si se niega a hacerme caso, no puedo encerrarla. Y esa mierda de… —Se tragó el insulto, aunque no sin dificultad—. Seguro que no va a colaborar. Cuando Marit vivía, me vi obligado a aguantar a esa… pero que tenga que seguir soportando esa mierda ahora, ¡no, hombre, de eso nada! —rugió estampando en la mesa tal puñetazo que Patrik y Martin dieron un respingo en sus asientos.
—En otras palabras, no aprueba el estilo de vida por el que optó su exmujer, ¿no es eso?
—¿Que optó por un estilo de vida, dice? —resopló Ola—. De no haber sido por esa puerca que le llenó a Marit la cabeza de grillos, esto jamás habría ocurrido. Marit, Sofie y yo aún estaríamos juntos. ¡Pero no! Marit no sólo destruyó su familia y nos abandonó a mí y a Sofie, sino que, además, ¡nos convirtió en el hazmerreír de todos! —Ola meneó la cabeza, como si aún le costase creerlo.
—¿Le demostró su disconformidad de alguna manera? —preguntó Patrik insidioso. Ola lo miró suspicaz.
—¿Qué quiere decir? Desde luego, nunca oculté lo que pensaba sobre el hecho de que Marit nos abandonase. Sin embargo, he sido muy discreto a la hora de hablar de los motivos. Que tu esposa se pase al equipo contrario no es algo que uno quiera ventilar. Verse abandonado por una tía… No es nada de lo que uno pueda ir pavoneándose por ahí, precisamente. —Intentó reír, pero la amargura tornó su risa en algo mucho más ominoso.
—Ya, pero… ¿no tomó ninguna medida en contra de su exmujer y de Kerstin?
—No entiendo qué quiere insinuar —respondió Ola entornando los ojos.
—Nos referimos a una serie de cartas amenazadoras y llamadas telefónicas intimidatorias —respondió Martin.
—¿Quién? ¿Yo? —Ola abrió los ojos de par en par. No resultaba fácil juzgar si su asombro era sincero o fingido—. Y, además, ¿qué importancia podría tener eso? Quiero decir, puesto que la muerte de Marit fue consecuencia de un accidente.
Patrik decidió aguardar unos minutos antes de corregir su afirmación. No quería revelar cuánto sabían de golpe, sino que prefería hacerlo poco a poco.
—Alguien les estuvo enviando cartas anónimas y llamándolas por teléfono, también amparándose en el anonimato.
—Ya, bueno, a mí no me parece sorprendente —respondió Ola con una sonrisa—. Ese tipo de personas suelen atraer sobre sí esa clase de atención. Puede que en las grandes ciudades se tolere, pero aquí no.
Patrik estaba a punto de desmayarse ante el exceso de prejuicios que demostraba aquel hombre. Le costó contener el impulso de agarrarlo por la camisa y decirle cuatro verdades. El único consuelo era que, a medida que hablaba, Ola iba cavando su propia tumba.
—Es decir, que no es usted el autor de las cartas ni de las llamadas, ¿no? —preguntó Martin con la misma expresión de desprecio mal disimulada.
—No, jamás me rebajaría a algo semejante. —Ola les sonrió con superioridad. Estaba tan seguro de sí mismo, y de su casa tan limpia y tan ordenada… Patrik sentía un deseo irrefrenable de alterar tanto orden.
—En ese caso, no pondrá objeción alguna a que le tomemos las huellas dactilares, ¿verdad? Para compararlas con las que el laboratorio científico encuentre en los sobres, claro.
—¿Mis huellas dactilares? —Su sonrisa se esfumó en un instante—. No lo entiendo. ¿Por qué indagar en eso ahora? —preguntó claramente preocupado. Patrik se carcajeó para sus adentros y una breve ojeada a la cara de Martin le reveló que también su colega disfrutaba de la situación.
—Primero, responda a la pregunta. ¿O puedo dar por sentado que no tiene inconveniente en dejarnos sus huellas? Así podremos descartarlo.
Ola empezó a retorcerse en el sillón de piel. Miró vacilante de un lado a otro y se puso a ordenar los objetos que había sobre la mesa de cristal. En opinión de los dos policías, aquello estaba ya en perfecto orden, pero al parecer Ola no compartía su parecer, pues lo fue desplazando todo unos milímetros aquí y otros milímetros allá, hasta que todo estuvo lo bastante recto como para que se serenase.
—Pues… —comenzó indeciso, como queriendo retardar su respuesta—. Bueno, he de confesarlo, entonces —dijo al fin, de nuevo con una sonrisa en los labios. Se retrepó con aire de haber recuperado el equilibrio que parecía haber perdido por un instante—. Sí, será mejor decir la verdad. Es cierto que les envié unas cartas y las llamé unas cuantas veces. Claro que fue una tontería, pero esperaba que Marit tomase conciencia de que la situación era insostenible y que recobrase el sentido común. Hubo un tiempo en que nosotros estábamos estupendamente. Y podíamos volver a estarlo. Pero tenía que abandonar aquel disparate y dejar de ponerse en ridículo a sí misma y al resto de la familia. Sobre todo por Sofie. Imagínense, si hubieran tenido que ir a la escuela con semejante equipaje. Los compañeros les habrían machacado. Marit tenía que comprenderlo. No funcionaría, sencillamente, aquello no funcionaría.
—Y, sin embargo, llevaba cuatro años funcionando, así que no parecía que tuviese mucha prisa por volver con usted —observó Patrik con fingida dulzura.
—Bueno, era cuestión de tiempo, simple cuestión de tiempo. —Ola empezó a trajinar de nuevo con los objetos de la mesa. De pronto, se dirigió vehemente a los dos policías—. Pero, bueno, lo que no entiendo es qué importancia puede tener eso ahora. Marit está muerta y, si Sofie y yo nos libramos de esa mujer, podremos seguir adelante. ¿Por qué hurgar en eso ahora?
—Porque hay una serie de indicios que apuntan a que la muerte de Marit no fue fruto de un accidente.
Un siniestro silencio inundó la sala de estar. Ola los miraba perplejo.
—¿Que no fue… un accidente? —El hombre los miraba nervioso de hito en hito—. ¿Qué están insinuando? ¿Que alguien…? —Dejó la pregunta inconclusa. Si su sorpresa no era auténtica, podía afirmarse que era un gran actor. Patrik habría dado casi cualquier cosa por saber lo que pasaba por la mente de Ola en aquellos momentos.
—Sí, creemos que pudo haber alguien involucrado en la muerte de Marit. Sabremos más dentro de muy poco, pero por ahora… usted es nuestro principal candidato.
—¿Yo? —preguntó Ola sin dar crédito a lo que acababa de oír—. Pero… si yo jamás le haría daño a Marit. ¡Yo la quería! ¡Yo sólo quería que volviéramos a ser una familia!
—Ya, y movido por ese gran amor, la amenazaba a ella y a su chica —sentenció Patrik rezumando sarcasmo.
Ola se estremeció al oír la expresión «su chica».
—Es que… ¡ella no lo entendía! Seguro que sufrió una especie de crisis de los cuarenta, las hormonas se le dispararon y, de alguna manera, eso le afectó al cerebro y por eso lo tiró todo por la borda. Llevábamos veinte años juntos, ¿se imaginan? Nos conocimos en Noruega cuando teníamos dieciséis y yo creía que siempre estaríamos juntos. Superamos juntos un montón de… —Se detuvo un instante, como si dudase, antes de reanudar su alegato—:… problemas cuando éramos jóvenes y teníamos todo lo que queríamos. Y luego, de pronto… —Ola había ido levantando la voz y ahora alzó los brazos en un gesto de impotencia, claro indicio de que aún no entendía lo que había sucedido hacía cuatro años.
—¿Dónde estuvo la noche del pasado domingo?
Patrik aguardaba una respuesta con expresión grave.
Ola le sostenía la mirada incrédulo.
—¿Me está preguntando si tengo una coartada? ¿Es eso? ¿Quiere que le dé mi puñetera coartada del domingo, es eso?
—Sí, eso es —respondió Patrik con absoluta serenidad.
Ola pareció estar a punto de perder la compostura, pero se controló.
—Estuve en casa toda la tarde. Yo solo. Sofie pasaba la noche en casa de una amiga, de modo que no hay nadie que pueda atestiguarlo. Pero así fue. —Los miró retador.
—¿Nadie con quien hablara por teléfono siquiera? ¿Ni un vecino que llamase a su puerta para pedirle un favor? —preguntó Martin.
—Nadie —repitió Ola.
—Vaya, pues eso no es nada bueno —comentó Patrik lacónico—. Significa que, si se confirma que la muerte de Marit no fue un accidente, usted sigue siendo sospechoso.
Ola rio con amargura.
—O sea, que ni siquiera están seguros. Y aun así vienen aquí y me exigen que presente una coartada —constató meneando la cabeza con displicencia—. Que me ahorquen si están en sus cabales. —Ola se puso de pie—. Creo que deberían marcharse.
Patrik y Martin se levantaron también.
—Sí, en realidad ya habíamos terminado. Pero es posible que volvamos.
Ola rio de nuevo.
—Sí, seguro que sí. —Dicho esto, se encaminó a la cocina y no se molestó en despedirse siquiera.
Patrik y Martin salieron sin que los acompañase a la puerta. Ya en la calle, se detuvieron de pronto.
—Bueno, ¿tú qué crees? —preguntó Martin subiéndose un poco más la cremallera para protegerse la garganta. Aún no había llegado el verdadero calor primaveral y el viento seguía soplando frío.
—No lo sé —admitió Patrik lanzando un suspiro—. Si tuviéramos la certeza de que lo que tenemos entre manos es una investigación de asesinato, habría sido más fácil, pero así… —Volvió a suspirar—. Si cayera en la cuenta de qué es lo que me resulta tan familiar de todo esto. Hay algo que… —Guardó silencio meneando la cabeza con amargura—. Nada, que no caigo. Tendré que repasarlo todo con Pedersen una vez más, por si da con alguna que otra pista. Y quizá los técnicos hayan conseguido sacar algo en limpio del coche.
—Sí, esperemos que sí —asintió Martin dirigiendo sus pasos hacia el coche.
—Oye, creo que me voy a ir a casa dando un paseo —le dijo Patrik.
—Pero ¿cómo vas a ir al trabajo mañana?
—Ya veré cómo lo hago. Quizá Erica pueda llevarme con el coche de Anna.
—Bueno, vale —respondió Martin—. Entonces me voy a casa yo también. Pia no se encontraba muy bien, así que hoy tendré que mimarla un poco más que de costumbre.
—Espero que no sea nada grave —se preocupó Patrik.
—¡Qué va! Pero lleva unas semanas algo mustia y con náuseas.
—¿No estará…? —comenzó Patrik, pero una mirada de Martin lo hizo detenerse. De acuerdo, lo había captado: no era el momento ideal para hacerle esa pregunta. Sonrió y se despidió de Martin, que ya estaba en el coche. ¡Qué ganas tenía de llegar a casa!
Lars le masajeaba los hombros a Hanna, que estaba sentada ante la mesa de la cocina, con los ojos cerrados y los brazos colgando inertes a ambos lados. Pero tenía la zona de los hombros dura como una piedra y Lars intentaba aliviar la tensión allí concentrada masajeando con mucho cuidado.
—¡Qué barbaridad! Deberías ir a un fisioterapeuta, tienes esta zona llena de contracturas.
—Sí, ya lo sé —respondió Hanna con una mueca de dolor mientras Lars presionaba una zona particularmente cargada—. ¡Ay! —se lamentó.
Lars paró enseguida.
—¿Te duele? ¿Quieres que lo deje?
—No, no, sigue —le rogó, aún con el dolor reflejado en la cara. Sin embargo, era un dolor agradable, la sensación de un músculo que se relaja y vuelve a colocarse en su lugar era maravillosa.
—¿Qué tal en el trabajo? —preguntó Lars sin dejar de masajearle los hombros.
—Pues mira, bastante bien —respondió Hanna—. Aunque un poco muermo. Ninguno de los colegas destaca por su perspicacia. Bueno, salvo Patrik Hedström, quizá. Y el otro, que es un poco más joven, Martin. Él también puede llegar a ser bueno. Pero Gösta y Mellberg… —Hanna rompió a reír—. Gösta se pasa los días jugando a videojuegos y a Mellberg apenas lo he visto. Se encierra en su despacho y de ahí no sale. En fin, que esto va a ser un reto.
Por un instante, la atmósfera se tornó ligera en la habitación. Sin embargo, los viejos fantasmas de siempre no tardaron en infiltrarse, emponzoñándolo todo. Tenían tanto que decirse. Era tanto lo que debían hacer. Pero nunca se decidían a abordarlo. El pasado se interponía entre los dos como un obstáculo descomunal que se les presentaba como insalvable. Se habían resignado. La cuestión era si querían superarlo siquiera.
Lars pasó del masaje a las caricias y de los hombros al cuello. Hanna emitió un leve gemido, aún con los ojos cerrados.
—Lars, ¿se acabará alguna vez? —le susurró mientras sus manos seguían acariciándole los hombros, la espalda, bajo la camiseta. Lars tenía la boca pegada a su oreja y Hanna sentía el calor de su aliento.
—No lo sé, Hanna. No lo sé.
—Pero… tenemos que hablar de ello. Algún día tendremos que hablar de ello. —Hanna oía el tono suplicante y desesperado que siempre acompañaba a su voz cuando salía a relucir ese tema.
—No, no tenemos por qué —respondió Lars, que ya empezaba a mordisquearle la oreja. Hanna intentó resistirse, pero, como de costumbre, el deseo empezaba a prender en su interior.
—Pero, y entonces, ¿qué vamos a hacer? —La desesperación se mezclaba con el deseo y, de repente, se volvió hacia él.
Con la cara muy pegada a la de ella, le dijo:
—Vivir nuestra vida juntos. Día tras día, hora tras hora. Hacer nuestro trabajo. Sonreír, y todo lo que se espera que hagamos. Y amarnos.
—Pero… —Lars interrumpió sus protestas con un beso. La rendición subsiguiente le resultaba tan familiar… Sus intentos de abordar el tema tenían siempre el mismo final. Hanna sentía las manos de Lars por todo el cuerpo. Dejaban un rastro ardiente tras de sí y, poco a poco, sintió que las lágrimas empezaban a brotar. Todos los años de frustración, de vergüenza, de pasión, tenían cabida en aquellas lágrimas. Lars las lamía con avidez y dejaba con su lengua un rastro húmedo en sus mejillas. Hanna intentó zafarse, pero su amor, su hambre, lo inundaba todo y no le permitía huir. Finalmente, Hanna cedió. Barrió de su cerebro cualquier idea, todo el pasado. Le devolvió sus besos y se aferró a él apretándose contra su cuerpo. Se quitaron la ropa con apremio, con urgencia, y se tumbaron en el suelo de la cocina. Lejos, muy lejos, Hanna se oía gritar a sí misma.
Después, como de costumbre, se sintió vacía. Y perdida.
—¡Pues sí que parecía mustio Patrik ayer cuando llegó a casa! —observó Anna estudiando la reacción de Erica, que intentaba concentrarse en el volante. Erica exhaló un suspiro.
—Sí, puede decirse que no está en buena forma. Esta mañana, cuando lo llevé a la comisaría, intenté hablar con él, pero no estaba muy parlanchín. Ya he visto antes esa expresión. Le está dando vueltas a algún asunto relacionado con el trabajo, una idea que no le da tregua. Y lo único que se puede hacer es darle tiempo. Tarde o temprano hablará.
—¡Hombres! —exclamó Anna, y una sombra apagó su semblante.
Erica la intuyó con el rabillo del ojo y sintió que se le encogía el estómago. Vivía con el temor constante de que Anna volviese a caer en la apatía, de que perdiese la chispa vital que había prendido en ella. Pero, en esta ocasión, su hermana logró desechar el recuerdo del infierno que había vivido, un recuerdo que se obstinaba en abrirse camino en su pensamiento.
—¿Es algo relacionado con el accidente de tráfico? —le preguntó.
—Eso creo —respondió Erica mirando bien a su alrededor antes de tomar la rotonda de Torp—. O, al menos, a mí me comentó que estaban investigando una serie de anomalías. Y también me dijo que el accidente le recordaba a algo.
—¿A qué? —preguntó Anna curiosa—. ¿A qué podría recordarle un accidente de tráfico?
—No lo sé, pero eso fue lo que dijo. Y que hoy investigaría el asunto más a conciencia, que intentaría llegar hasta el fondo.
—Me figuro que no has tenido ocasión de darle la lista, ¿verdad?
Erica rompió a reír.
—No, no he tenido el valor de enseñársela al verlo tan abatido. Intentaré dejárselo caer de la mejor forma posible durante el fin de semana.
—Bien —convino Anna, quien, sin que nadie se lo hubiese pedido, se había erigido en organizadora general y jefa del «proyecto boda»—. Lo más importante es que le hagas entender lo de su atuendo. Nosotras podemos ver algo hoy e incluso puedes elegir varias de las opciones, pero es él quien debe probarse la ropa.
—Sí, pero lo de su ropa no será problema. A mí me preocupa más la mía —confesó Erica en tono sombrío—. ¿Tú crees que en la tienda de vestidos de novia habrá una sección de tallas extra grandes?
Giró para acceder al aparcamiento de Kampenhof y se quitó el cinturón de seguridad. Anna hizo lo propio y se volvió hacia Erica.
—No te preocupes, estarás preciosa. ¡Ya verás! Y en seis semanas puedes perder un montón de peso. ¡Saldrá perfecto!
—Lo creeré cuando lo vea —se empecinaba Erica—. Prepárate para la realidad, ésta no será una empresa agradable.
Cerró el coche y se encaminó a la calle comercial, con Maja en el carrito. La tienda de vestidos de novia estaba en una de las estrechas callejuelas perpendiculares a la principal. Erica había llamado antes de salir para cerciorarse de que estaría abierta.
Anna no pronunció una sola palabra más hasta que no llegaron a la tienda. Justo cuando cruzaban el umbral le dio un apretón a Erica en el brazo, para infundirle ánimo. Después de todo, ¡iban buscando un vestido de novia!
Erica respiró hondo cuando se cerró la puerta y se vio dentro del comercio. Blanco, blanco y más blanco. Tul y encajes y perlas y lentejuelas. Una mujer menuda, muy maquillada y de unos sesenta años se les acercó solícita:
—¡Hola, adelante! —saludó en tono cantarín con una palmadita de entusiasmo. Teniendo en cuenta lo contenta que se había puesto al verlas, Erica pensó con cinismo que, seguramente, no acudirían allí muchas clientas.
Anna dio un paso al frente y tomó el mando.
—Estamos buscando un vestido de novia para mi hermana —explicó señalando a Erica, a lo que la señora dio otra palmadita.
—¡Oh, qué bien! ¿Va a casarse?
«No, ¡qué va!, es que me apetecía mucho tener un vestido de novia», pensó Erica irritada. Sin embargo, se guardó el comentario y no dijo ni una palabra.
Parecía como si Anna le hubiese leído el pensamiento, pues se apresuró a explicar:
—Sí, van a casarse el sábado de Pentecostés.
—¡Vaya! —exclamó la mujer horrorizada—. Entonces es urgente, muy urgente. Apenas queda poco más de un mes, ¡qué horror! No puede decirse que lo haya planeado con tiempo.
Una vez más, Erica se tragó un comentario airado al sentir en su brazo la mano de Anna, que intentaba calmarla. La señora les indicó que se acercasen y Erica la siguió vacilante. Aquella situación le resultaba tan… extraña… Claro que jamás había puesto un pie antes en una tienda de vestidos de novia, y eso bien podía explicar la sensación de extrañeza. Miró a su alrededor y sintió que la cabeza le daba vueltas, literalmente. ¿Cómo podría ella encontrar un vestido de novia allí, en medio de aquel mar de volantes y gasas?
Una vez más, allí estaba Anna, consciente de cómo se sentía. Le indicó a Erica que se sentara en el sillón, dejó a Maja en el suelo y, con voz firme y segura, le dijo a la mujer:
—¿Podría sacarnos varios modelos para que los vea mi hermana? Sin demasiados adornos, algo sencillo y clásico, aunque con algún detalle que destaque, ¿verdad? —preguntó mirando a Erica, que no pudo por menos de echarse a reír: Anna la conocía casi mejor que ella misma.
La propietaria de la tienda empezó a sacar un vestido tras otro. Erica negaba unas veces, afirmaba otras. Finalmente, seleccionaron cinco vestidos y Erica entró en el probador con el corazón en un puño. Aquélla no era su distracción favorita. Poder contemplar su cuerpo desde tres ángulos distintos al mismo tiempo mientras la luz implacable evidenciaba todo lo que quedaba oculto bajo la ropa invernal era una experiencia espeluznante. En todos los sentidos, observó Erica al comprobar que debería haberse pasado la cuchilla aquí y allá. En fin, ya era tarde para remediarlo. Muy despacio y con cuidado, se puso el primero de los vestidos. Era un modelo tipo funda, con un escote palabra de honor y, cuando fue a subir la cremallera, ya sabía que aquello no sería nada agradable.
—¿Qué tal va eso? —le gritó la mujer desde el otro lado de la cortina, con su tono de voz más entusiasta—. ¿Necesita ayuda con la cremallera?
—Sí, creo que sí —respondió Erica saliendo del probador muy a su pesar. Les dio la espalda para que la señora pudiera subirle la cremallera, tomó aire y se contempló en el espejo de cuerpo entero. Aquello no tenía remedio. No, no lo tenía. Sintió que las lágrimas acudían a sus ojos. No era así como se había imaginado de novia. En sus sueños, siempre había estado deliciosamente delgada, con el pecho firme y la piel tersa. La figura que la miraba desde el espejo, en cambio, parecía una variante femenina del muñeco de Michelin. Los pliegues se ondulaban claramente en la cintura, tenía la piel ajada y apagada por el frío invernal. El cuerpo del vestido había embutido sus carnes de modo que, por debajo de los brazos, sobresalían unos pliegues extraños en forma de molletes de piel y grasa. Tenía un aspecto horrible. Se aguantó las ganas de llorar y volvió a entrar en el probador. Sin saber cómo, logró bajarse la cremallera sin ayuda y se quitó el vestido. Tocaba probarse el siguiente. Aquél pudo ponérselo sin asistencia, de modo que salió a que la vieran Anna y la propietaria. En esta ocasión, no logró ocultar cómo se sentía y vio en el espejo que le temblaba el labio inferior, pues estaba al borde del llanto. Unas cuantas lágrimas rodaron por sus mejillas y se las enjugó con el reverso de la mano. No quería ponerse a llorar allí y hacer el ridículo, pero no podía evitarlo. Tampoco aquel vestido le quedaba bien. Como el anterior, era de corte sencillo, pero iba abrochado al cuello y con la espalda descubierta, lo que, al menos, eliminaba los pliegues de los brazos. En este caso, el mayor problema era la barriga. No conseguía imaginarse cómo podría ponerse lo bastante en forma como para sentirse guapa el día de su boda. Se suponía que tenía que ser divertido. Y llevaba toda la vida esperándolo, soñando con verse allí eligiendo y descartando y probándose un montón de hermosos vestidos de novia, uno tras otro. Imaginando cómo los ojos de todos se volvían para admirarla cuando se dirigiese al altar con su novio del brazo. En sus sueños, siempre parecía una princesa el día de su boda. Al ver que las lágrimas empañaban de nuevo sus ojos, Anna se levantó y posó una mano sobre su brazo desnudo:
—Pero, querida, ¿qué te pasa?
Erica sollozó.
—Es que… Es que… estoy tan gorda. Todo me queda espantoso.
—No estás gorda en absoluto, Erica. Aún te sobran unos kilos del embarazo y nada más. Y de aquí al día de la boda, nos habremos deshecho de ellos. Tienes un cuerpo precioso. Por ejemplo, mira el escote. Yo habría matado por un escote así el día que me casé.
Anna le señaló el espejo y Erica siguió su dedo con la vista, aunque a disgusto. En un principio no vio más que su cara patética, las mejillas húmedas y la nariz hinchada y enrojecida por el llanto. Pero después bajó la mirada y, bueno, sí, quizá Anna tuviese razón. Aquel escote no estaba nada mal.
Entonces se incorporó a la conversación la propietaria de la tienda.
—Le queda precioso, lo que ocurre es que no lleva la ropa interior adecuada. Si se lo prueba con un body o con una faja, esa barriguilla desaparecerá como por ensalmo. Si eso no es nada, mujer. Le aseguro que he visto cosas bastante peores en mis años de oficio. Su hermana tiene razón, tiene un cuerpo muy bonito, así que es cuestión de encontrar un vestido que lo realce. Venga, pruébese éste y verá cómo se anima. Este modelo le hará más justicia si cabe.
La mujer cogió uno de los vestidos que tenía colgados en el expositor y se lo entregó con gesto alentador. Erica se lo puso, aunque con escepticismo, y volvió a salir del probador. Respiró hondo, soltó el aire y se colocó delante del espejo con el estoicismo de un soldado que vuelve a la línea de fuego. Su cara se transformó de asombro. Aquello era otra cosa. Aquel vestido le quedaba… ¡le quedaba perfecto! Todo aquello que, con los anteriores, se veía espantoso, con éste se convertía en ventajas. La barriga aún sobresalía un poco más de la cuenta, desde luego, pero nada que no pudiera arreglarse con una buena faja. Miró asombrada a Anna y a la propietaria. Su hermana asintió encantada y la señora daba palmaditas de entusiasmo.
—¡Menuda novia! ¿Qué le decía yo? Este modelo es perfecto para su estatura y para sus formas.
Erica se miró una vez más en el espejo, aún un tanto escéptica, pero no pudo por menos de admitir que era verdad. Se veía guapa. Se sentía como una princesa. Si lograba perder algunos de los kilos de más en las semanas previas a la boda, ¡le quedaría perfecto! Se volvió hacia Anna.
—No voy a seguir probándome, me quedo con éste.
—¡Estupendo! —Se congratuló la señora—. Estoy segura de que quedará más que satisfecha. Si quiere, puede dejarlo aquí hasta que se acerque el día de la boda, así podemos hacer una última prueba unos días antes. Si hay que meterle de algún sitio, habrá tiempo.
—Gracias, Anna —le susurró Erica apretándole la mano. Anna le devolvió el gesto.
—Estás preciosa —le dijo. Y Erica creyó ver un destello de llanto en los ojos de su hermana. Fue un momento muy hermoso, un momento que se merecían, después de todo lo que había sucedido, de todo lo que habían pasado.
—Bien, ¿qué tal, cómo os sentís por ahora? —Lars miró a los jóvenes que tenía en círculo a su alrededor. Nadie pronunció una palabra. La mayoría se miraba los zapatos. Todos menos Barbie, que lo observaba con insistencia—. ¿Alguien quiere empezar? —Lars los miraba alentándolos y algunos de ellos empezaron a levantar la vista.
Finalmente, fue Mehmet quien tomó la palabra.
—Pues, bueno, no va mal —dijo sin añadir nada más.
—¿Podrías contarnos algo más? —Lars hablaba con una dulzura comedida.
—Pues, bueno, quiero decir que, por ahora, está guay. El trabajo no está mal y eso… —El joven volvió a guardar silencio.
—Y a los demás, ¿qué os parecen los puestos que os han asignado?
—¿Los puestos? —resopló Calle—. Yo me paso los días fregando platos asquerosos, pero pienso hablar con Fredrik esta tarde. Ya me ocuparé yo de que haya cambios en ese terreno —aseguró dirigiéndole a Tina una mirada elocuente, que la joven le devolvió con un destello de rabia en los ojos.
—Y tú, Jonna, ¿qué tal te ha ido a ti la semana?
Jonna era la única que parecía seguir hallando sus zapatos increíblemente interesantes. Murmuró algo ininteligible por respuesta, pero sin levantar la vista. Todos los componentes del círculo formado en el centro del gran local de la granja se inclinaron para oír mejor lo que decía.
—Perdona, no te hemos oído. ¿Podrías repetirlo? Además, me gustaría que nos mostraras un mínimo de respeto y que nos mirases a la cara cuando te diriges a nosotros. De lo contrario, parece que nos menosprecias. ¿Es eso, verdad, Jonna?
—Eso, ¿es verdad? —repitió Uffe dándole una patada en el pie—. ¿Es que te crees que eres mejor que nosotros o qué?
—Venga, Uffe, esa actitud no es muy constructiva que digamos —lo reconvino Lars—. Lo que pretendemos es crear un ambiente cálido y seguro en el que podáis expresar vuestros sentimientos y vivencias en un entorno tranquilo y acogedor.
—Esa frase es demasiado larga para Uffe, me temo —intervino Tina en tono burlón—. Tendrás que expresarte con más claridad, para que Uffe te siga.
—¡Gilipollas! —Fue la bien formulada respuesta de Uffe, que acompañó el improperio con una mirada llena de odio.
—Exactamente a esto me refiero —atajó Lars con más severidad en esta ocasión—. Esos ataques no os conducirán a nada. Todos os halláis en una situación extrema que puede ejercer una enorme presión psíquica sobre vosotros, y aquí tenéis la oportunidad de aliviar esa presión de un modo saludable.
Paseó la mirada por todos los congregados y los observó severamente uno a uno. Algunos asintieron. Barbie levantó la mano para pedir la palabra.
—¿Sí, Lillemor?
La joven bajó la mano.
—Para empezar, ya no me llamo Lillemor, ahora me llamo Barbie —respondió con un mohín que enseguida transformó en una sonrisa—. Pero sólo quería decir que esto me parece fantástico. Que todos tengamos la oportunidad de reunirnos así y decir lo que queramos. En Gran Hermano no tuvimos nada parecido.
—¡Anda ya! No seas pelota. —Uffe, que estaba medio tumbado en la silla, miraba a Barbie fijamente. La sonrisa de la joven se apagó y Barbie bajó la vista.
—Pues a mí me parece que ha dicho algo muy bonito —objetó Lars, que ahora asentía animando a Barbie—. Y, aparte de la terapia de grupo, podréis disfrutar de terapia individual. Bueno, creo que podemos dar por finalizada la parte común, y, Barbie, tú y yo quizá… ¿Quieres empezar tú con la terapia individual?
La joven levantó la vista y volvió a sonreír.
—¡Sí, me encantaría! Hay montones de cosas de las que necesitaría hablar.
—Perfecto —respondió Lars también con una sonrisa—. En tal caso, te propongo que nos sentemos en la habitación que hay detrás del escenario, así podremos hablar sin que nadie nos moleste. Después, iréis viniendo según el orden en el que estáis sentados en el círculo, es decir, después de Barbie, vendrá Tina, luego Uffe y así sucesivamente. ¿Os parece bien? —Nadie respondió y Lars tomó el silencio por un sí.
Tan pronto como Lars y Barbie cerraron la puerta, empezaron a hablar todos a la vez. Todos salvo Jonna que, como de costumbre, optó por guardar silencio.
—¡Menuda chorrada! —exclamó Uffe entre risas y golpeándose las rodillas.
Mehmet lo miró irritado.
—¿Qué pasa? Me gusta la idea. Ya sabes lo pirado que se queda uno después de un par de semanas en una cosa de éstas. A mí me parece de cine que, por una vez, piensen un poco en que los participantes estemos bien.
—Que los participantes estemos bien —lo remedó Uffe con voz chillona—. Eres como una tía, Mehmet, ¿lo sabías? Deberías presentar uno de esos programas de salud que dan en televisión. Aparecer en leggins y camiseta de tirantes y «yogarte», o como quiera que se diga.
—No le hagas caso, es que es idiota —intervino Tina mirando con animadversión a Uffe, que ahora dirigió hacia ella su atención.
—¿Qué coño estás diciendo, soplapollas? Tú es que te crees muy lista, ¿no? Vas por ahí fardando de buenas notas y de que puedes hacer frases largas y te crees superior a los demás. Y ahora, además, piensas que vas a ser estrella del pop. —Uffe soltó una carcajada burlona y miró a su alrededor como buscando apoyo en el grupo. Nadie lo miró siquiera, pero tampoco nadie protestó, de modo que Uffe prosiguió muy animado—. Eso no te lo crees ni tú, ¿verdad? Harás el ridículo y nos pondrás en ridículo a los demás. Ya te he oído darle coba al productor para que te deje cantar esta noche ese tema tuyo tan patético, y me muero de ganas de ver cómo te tiran tomates podridos. Joder, yo mismo pienso ponerme en primera fila para bombardearte.
—Uffe, cállate ya —ordenó Mehmet mirándolo a la cara—. Eres una mala persona y un imbécil, y lo que te pasa es que le tienes envidia a Tina, porque ella tiene talento, mientras que tú sólo cuentas con una breve carrera de gilipollas en un reality-show. Luego volverás al almacén a acarrear mierda.
Uffe volvió a reír, pero en esta ocasión su risa sonó un tanto nerviosa y hueca. Las palabras de Mehmet encerraban algo de verdad, y el sonido de esa verdad empezó a llenarlo de preocupación. Sin embargo, consiguió inhibir la sensación enseguida.
—No me creáis si no queréis, pero ya la oiréis esta noche. Los paletos del pueblo se morirán de risa.
—Uffe, eres un mierda y te odio, que lo sepas —le espetó Tina al tiempo que se levantaba con los ojos llenos de lágrimas. Una cámara la siguió y la joven empezó a correr para librarse de ella, pero no había donde refugiarse de las cámaras, que los seguían, ávidas, a todas partes.
Patrik no lograba concentrarse en ninguna otra cosa. El recuerdo del accidente de tráfico lo perseguía sin tregua. Si recordara qué era lo que le resultaba tan familiar en aquella muerte… Sacó la carpeta con todos los documentos relacionados con la investigación y se sentó para revisarlos una vez más. Por enésima vez. Como siempre que se concentraba en algo, también en esta ocasión se puso a murmurar y a hablar solo.
—Moratones alrededor de la boca, una tasa de alcohol insólita en una persona que, por si fuera poco y según sus familiares, no bebía nada.
Fue pasando el dedo por el informe de la autopsia en busca de algo que pudiera habérsele escapado en las lecturas anteriores, pero no halló nada que llamase su atención. Patrik cogió el auricular y marcó un número que conocía de memoria.
—Hola, Pedersen, soy Patrik Hedström, de la policía de Tanum. Oye, tengo delante el informe de la autopsia y me preguntaba si tienes cinco minutos para repasarlo conmigo una vez más.
Pedersen le respondió que no tenía inconveniente, de modo que Patrik continuó:
—Los moratones de la boca… ¿Tú crees que es posible establecer cuándo se los hizo? Vale…
Mientras hablaba, Patrik iba anotando las respuestas del forense en el margen.
—Y todo ese alcohol… ¿Es posible concretar el espacio de tiempo en el que lo ingirió o se lo hicieron ingerir? Bueno, no quiero la hora exacta o… en fin, también, claro, si es posible, pero vamos, si lo ingirió durante un período de tiempo prolongado o si se lo tomó de golpe… en fin, ya me entiendes.
Patrik prestaba la máxima atención a las respuestas de Pedersen, sin dejar de escribir.
—Interesante, muy interesante. ¿Encontraste algún otro detalle llamativo durante la autopsia?
Patrik dejó el bolígrafo un instante, mientras escuchaba. De pronto se dio cuenta de que estaba apretando tanto el auricular contra la oreja que ya empezaba a dolerle, de modo que aflojó un poco la presión.
—¿Restos de cinta adhesiva en la boca, dices? Sí, esa información es sin duda muy importante. Pero ¿no tienes nada más que ofrecerme? —Lanzó un suspiro al oír la respuesta negativa de Pedersen y, ciertamente frustrado, se frotó los ojos con el pulgar y el índice de la mano que le quedaba libre—. Vale, pues tendré que arreglarme con eso.
Colgó apesadumbrado. Desde luego, esperaba más. Sacó las fotos del lugar del accidente y empezó a examinarlas en busca de algo, cualquier cosa, que disparase su memoria encasquillada. Lo más irritante era que no estaba seguro al cien por cien de que hubiese nada que recordar. Cabía la posibilidad de que todo fuese una invención suya, de que se tratase de una sensación rara de déjà vu, de algo que hubiese visto en la televisión o en una película, o que hubiese oído de pasada. Quizá era eso lo que hacía que su cerebro se empecinase en obligarlo a buscar algo que no existía. Pero justo cuando se disponía a abandonar y dejar los documentos, un rayo atravesó las sinapsis de su cerebro. Se inclinó para observar con mayor detenimiento la foto que tenía en la mano y experimentó una incipiente sensación de triunfo. Tal vez no anduviese tan equivocado, después de todo. Tal vez fuese cierto que, en lo más recóndito de su cerebro, se hubiese ocultado algo concreto todo el tiempo.
Llegó a la puerta de una zancada. Había llegado el momento de bajar al archivo.
Fue dejando los productos en la cinta al tiempo que pasaba los códigos con gesto apático. Las lágrimas pugnaban por asomar a sus ojos, pero Barbie las retenía obstinada parpadeando continuamente. No quería hacer el ridículo poniéndose a llorar allí mismo.
La conversación de aquella mañana había removido tantos sentimientos… Tanta basura como había ido acumulando en el fondo, durante tanto tiempo, pero que ahora empezaba a emerger a la superficie. Observó a Jonna, sentada en la caja de enfrente. En cierto modo, la envidiaba. Quizá no su tendencia a estar «depre» y lo de los cortes. Barbie no sería capaz de llevar el cuchillo contra su propia carne como ella. Pero sí le envidiaba su indiferencia manifiesta ante lo que los demás pensaban y opinaban. Para Barbie, nada revestía mayor importancia que su aspecto y el modo en que los demás la percibían. No siempre fue así, como demostraron las fotos del colegio que sacó aquella mierda de diario vespertino. Unas fotos en las que aparecía menuda y escuálida, con el dichoso aparato en los dientes, unos pechos pequeños, casi inexistentes, y el cabello oscuro. Cuando publicaron las fotos en las portadas, creyó morir de desesperación. Pero no por la razón que todos sospechaban; no porque le preocupase que la gente supiera que tanto las tetas como el pelo eran falsos, no era tan imbécil, sino porque le dolía ver aquello de lo que ya no quedaba nada. La alegría de su sonrisa, llena de seguridad, llena de confianza. Se alegraba de ser quien era, una chica segura y satisfecha de la vida que tenía. Sin embargo, aquel día todo cambió. El día en que murió su padre.
Barbie y su padre habían vivido muy bien. Su madre murió de cáncer cuando ella era pequeña pero, de alguna manera, él había logrado hacer que se sintiera completa, nunca tuvo la sensación de que le faltase nada. Sabía que las cosas no fueron nada fáciles durante un tiempo, cuando ella era un bebé y su madre acababa de morir y cuando tuvo lugar aquel terrible suceso. Barbie había oído toda la historia, pero su padre pagó el precio, aprendió la lección, siguió adelante y se forjó una vida para sí mismo y para su hija. Hasta aquel día de octubre.
Cuando ocurrió, le pareció irreal. Toda su vida se derrumbó de un plumazo, se lo arrebataron todo. No había más familia ni más parientes a quienes recurrir, de modo que se vio arrojada a un mundo de familias de acogida y de condiciones de vida provisionales, y aprendió cosas que habría querido ignorar. Y la seguridad que antes sentía, desapareció por completo. Sus amigos no comprendieron que lo sucedido la cambió por dentro, que aquel día le arrebató algo fundamental de su ser, que nunca volvería a ser la misma. Lo intentaron un tiempo, pero luego la abandonaron a su destino.
Y fue entonces cuando comenzó la persecución, la búsqueda de reafirmación con chicos mayores y chicas de vida dura. Ya no bastaba con ser normal y parecer un chico. Ni tampoco bastaba con llamarse Lillemor. De modo que comenzó con lo que podía permitirse. Se tiñó el pelo de rubio en el baño de la casa de uno de los novios que pasaron por su vida. Cambió toda su ropa por otra nueva más corta, más estrecha, más sexy. Porque, en efecto, había descubierto cuál era el billete que la sacaría de aquella miseria: el sexo. Con sexo compraría atención y compraría cosas. Le daría la posibilidad de distinguirse de la mayoría. Un novio que tenía dinero le pagó la operación del pecho. A ella le habría gustado un poco más pequeño, pero pagaba él, de modo que él decidía. Quería la talla ciento diez, y ésa era la talla que tenía. Una vez realizada la transformación externa, sólo era cuestión de embalaje. El novio que sucedió al que le financió el pecho, la llamaba su pequeña Barbie, y así resolvió el asunto del nombre. Después, sólo le quedaba decidir en qué foro lanzar su nuevo yo. Comenzó con varios trabajos de modelo ligera de ropa o sin nada de ropa. Pero el programa Gran Hermano supuso su verdadero lanzamiento. Se convirtió en la gran estrella de la serie. Y no le importó lo más mínimo que toda Suecia hubiese podido seguir su vida sexual desde sus casas. ¿A quién iba a importarle? No existía una familia que la llamase para reprenderla por ponerlos en ridículo. Estaba sola en el mundo.
Por lo general, conseguía no pensar en lo que existía antes de Barbie. Había relegado a Lillemor a lo más recóndito de su conciencia, hasta el punto de que ya apenas existía. Y otro tanto había hecho con el recuerdo de su padre. No podía permitirse evocar su imagen. Para sobrevivir, debía evitar que el sonido de su risa o la sensación de su mano en la mejilla existiesen en la vida que ahora vivía. Sería demasiado doloroso. Pero la conversación mantenida con el psicólogo aquella mañana había tocado unas cuerdas que ahora vibraban pertinaces en su pecho. Sin embargo, no parecía ser la única afectada. El ambiente se enrareció una vez que todos y cada uno de los participantes hubieron pasado por aquella habitación, después de que cada uno de ellos pasara unos minutos con él. En algún que otro momento sintió que alguno de los demás la observaba con malevolencia, pero, cuando se daba la vuelta para ver de dónde procedía aquella sensación, ésta se esfumaba.
Al mismo tiempo, algo la inquietaba. Algo sobre lo que Lillemor intentaba llamar su atención, pero Barbie ignoraba la advertencia. Había cosas a las que no podía permitirse abrir las puertas.
Los productos seguían pasando por la cinta que tenía delante. No parecían terminar jamás.
Como de costumbre, la búsqueda en el archivo resultó un trabajo tan duro como aburrido. Nada parecía hallarse donde debía. Patrik estaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas, con un montón de cajas a su alrededor. Sabía qué tipo de documento estaba buscando y, con un exceso de ingenuidad, creyó que estaría en la caja donde se leía «Material de formación». Pero no. Oyó pasos en la escalera y levantó la vista. Era Martin.
—Hola. Annika me ha dicho que te había visto bajar. ¿Qué haces? —Martin contemplaba desconcertado el montón de cajas dispuestas en círculo alrededor de Patrik.
—Estoy buscando las notas de una conferencia a la que asistí en Halmstad hace un par de años. Pensaba que las encontraría archivadas con cierta lógica, pero ¡qué va! Algún imbécil se ha dedicado a cambiarlo todo de sitio, así que nada está en su lugar. —Arrojó en una caja un fajo de papeles que tampoco se hallaban donde debían.
—Ya, Annika lleva mucho tiempo quejándose de que no mantenemos ningún orden en la documentación que se archiva aquí. Los documentos de los que se encarga ella sí van a su sitio, dice, pero luego parece como si tuvieran pies.
—Sí, no me explico por qué la gente no puede simplemente dejar las cosas en el mismo lugar de donde las cogió. Sé que dejé las notas en una carpeta que archivé en esta caja. —Señaló la caja marcada con la leyenda «Material de formación», y continuó—: Pero ahora resulta que no está aquí. La cuestión es en qué caja estará la maldita carpeta. «Personas desaparecidas», «Casos resueltos», «Casos sin resolver», etcétera, etcétera. Lo que tú sugieras valdrá tanto como lo que sugiera yo —aseguró abarcando con un gesto del brazo las paredes de la pequeña sala repleta de cajas de arriba abajo.
—Bueno, a mí lo que me tiene fascinado es que archives las notas que tomas cuando vas a una conferencia. Las mías siguen en el despacho, hechas un verdadero lío.
—Ya, pues ahora comprendo que eso debería haber hecho yo. Pero, en mi infinita simpleza, consideré que quizá fuesen útiles para alguno de vosotros… —respondió Patrik con un suspiro al tiempo que cogía otro montón de documentos, que empezó a hojear enseguida. Martin se sentó a su lado en el suelo y se puso manos a la obra con otra de las cajas.
—En fin, te echaré una mano, así acabarás antes. ¿Qué es lo que buscas? ¿Qué conferencia era? Y ¿por qué buscas las notas que tomaste?
Patrik respondió sin apartar la vista de sus papeles:
—Pues lo que te he dicho, una conferencia celebrada en Halmstad en 2002, si no recuerdo mal. Trataba de casos raros sobre los que seguían existiendo interrogantes que no se habían resuelto.
—¿Y? —replicó Martin inquisitivo, aguardando una explicación.
—Bueno, te lo contaré cuando encontremos las notas. Por ahora sólo tengo una vaguísima idea, así que quiero refrescar mi memoria antes de decir nada.
—Vale —convino Martin, que dejó de insistir, aunque ahora sentía una gran curiosidad. Sin embargo, conocía a Patrik lo suficiente como para saber que de nada serviría presionarlo.
De pronto, Patrik alzó la vista y sonrió malicioso:
—Pero… bueno, te lo cuento si tú también me cuentas…
—¿Que te cuente yo? ¿El qué? —preguntó Martin desconcertado en un primer momento. Sin embargo, al ver la expresión jocosa de Patrik, comprendió enseguida a qué se refería su colega. Martin se echó a reír y le dijo:
—Vale, es un trato. Cuando tú me cuentes lo tuyo, yo te contaré lo mío.
Llevaban una hora de búsqueda infructuosa cuando Patrik exclamó:
—¡Aquí está! —Sacó ansioso los documentos de la funda de plástico.
Martin reconoció la caligrafía de Patrik e intentó leer el texto desde donde estaba, pero era imposible, de modo que tuvo que esperar mientras Patrik hojeaba los papeles. Tres páginas después, su índice se detuvo en el centro del folio. Patrik frunció el entrecejo y Martin intentó animarlo con el pensamiento a que leyera más rápido. Después de lo que a él se le antojó una eternidad, Patrik lo miró triunfante.
—Vale, primero tu secreto —le dijo.
—Vamos, venga ya. Me muero de curiosidad. —Martin se echó a reír e intentó arrebatarle a Patrik los documentos, pero su colega parecía estar preparado para la maniobra, porque los retiró con celeridad y los sostuvo en el aire.
—Olvídalo. Tú primero.
Martin dejó escapar un suspiro.
—Eres un chinche, ¿lo sabías? Bueno, pues sí, es lo que crees. Pia y yo vamos a tener un niño. A finales de noviembre. —Martin lo señaló con el dedo—. ¡Pero no le digas nada a nadie aún! Sólo está de ocho semanas, y queremos guardar el secreto hasta que llegue a los tres meses.
Patrik levantó ambas manos y agitó los documentos que tenía en la derecha.
—Te prometo que seré una tumba. Pero ¡joder! ¡Enhorabuena!
En el rostro de Martin se dibujó una sonrisa de oreja a oreja. Había estado a punto de contárselo a Patrik varias veces, porque se moría de ganas de difundir la buena noticia, pero Pia quería que esperasen hasta que hubieran pasado los meses más críticos, y así lo harían. En cualquier caso se alegraba de habérselo contado a alguien.
—Bueno, pues ya lo sabes. Y ahora, cuéntame por qué nos hemos pasado los últimos sesenta minutos aquí sentados cogiendo polvo.
Patrik adoptó enseguida una expresión grave. Le pasó a Martin los documentos y le señaló el párrafo por el que debía empezar a leer. Tras unos minutos, Martin lo miró perplejo.
—Como ves, no cabe la menor duda de que Marit fue asesinada —observó Patrik.
—No, desde luego que no.
Ya tenían una respuesta. Pero esa respuesta suscitaba montones de preguntas. Tenían muchísimo trabajo por delante.
Hacía tanto ruido con las bandejas que se oía hasta en la tienda. Mehmet asomó la cabeza por la trastienda del horno.
—¿Qué coño estás haciendo? ¿Quieres echar abajo el local?
—¡Pasa de mí, anda! —respondió Uffe desafiante, y volvió a aporrear con las bandejas.
—Sony… —Mehmet puso las manos en alto—. ¿Te has despertado con el pie izquierdo o qué?
Uffe no respondió. Se concentró en apilar las bandejas y, una vez hubo terminado, se sentó con gesto cansado. Empezaba a estar muy harto de aquello. Fucking Tanum no había satisfecho sus expectativas, al menos no hasta el momento. Que él tuviera que trabajar —en serio— era algo que no se le había pasado por la cabeza. Era, sin duda, un borrón en su hoja de servicios. Nunca había realizado un trabajo honrado en su vida. Algunos robos, algún que otro atraco y otras cosas por el estilo: eso era lo que le había garantizado hasta la fecha una vida de no trabajador. No es que fuese una vida de lujo, no; sólo se había atrevido a pequeños robos, aunque lo suficiente para no tener que currar. Y luego le surgió esto. Hasta la vida en la isla le resultó más fácil. Allí podía pasarse los días tomando el sol y cotilleando con los demás participantes. Con alguna que otra competición y entrega de premios Robinson de vez en cuando, pero, por lo demás, una vida ociosa. Y sí, joder, claro que pasaba hambre, pero a él eso no le preocupaba tanto.
Tampoco los demás participantes de Fucking Tanum eran como esperaba. Una panda de gilipollas. Mehmet, tan decente él, que trabajaba en el horno como una mula, de forma totalmente voluntaria. Calle, que participaba sólo para poder seguir siendo el rey de la plaza de Stureplan. Tina, una arrogante, que se creía tan superior que le entraban ganas de zumbarle. Y Jonna, una perdedora de mierda. Y aquello de los cortes, es que no conseguía explicárselo. Y, cómo no, Barbie. La expresión de Uffe se ensombreció enseguida. A esa zorra tenía que decirle un par de cosas. Si se había creído que podía opinar lo que le viniera en gana sin mayores consecuencias, estaba muy equivocada. Después de lo que le había dicho aquella mañana, lo tenía clarísimo, mantendría una charla con aquella imbécil de silicona.
—Uffe, ¿piensas hacer algo hoy o qué? —Simón lo miraba apremiante, y Uffe se levantó de la silla resoplando. Le dedicó una sonrisa a la cámara del techo y se dirigió a la tienda. Tendría que sacrificarse y currar un poco, qué remedio. Pero por la tarde… Barbie y él mantendrían una conversación muy seria por la tarde.
Cuando se marchaba a casa, Mellberg se detuvo un instante en el despacho de Hedström, que estaba con Martin. Parecían muy ocupados. La mesa estaba atestada de papeles y Martin escribía algo en el bloc. Patrik hablaba por teléfono y se había encajado el auricular entre el hombro y la oreja para, al mismo tiempo, poder rebuscar entre los papeles que tenía delante. Mellberg consideró por un instante la posibilidad de entrar y preguntarles qué era tan trascendental, pero, tras meditarlo convenientemente, decidió abstenerse. Tenía cosas más importantes que hacer. Por ejemplo, irse a casa y prepararse para la cita con Rose-Marie. Habían quedado a las siete en el restaurante Gestgifveriet, lo que significaba que disponía de dos horas para conseguir un aspecto tan presentable como fuera posible.
Jadeaba penosamente tras el corto paseo hasta su casa. Su condición física no era la que debiera, tenía que admitirlo. Cuando entró en el piso, de repente lo vio todo con los ojos de un extraño. Aquello no era suficiente, incluso él se daba cuenta. Si quería montarse un pequeño asedio nocturno en casa, debía hacer algo. Su cuerpo y su mente protestaron ante la idea de ponerse a limpiar un poco, pero, por otro lado, rara vez había tenido un acicate tan bueno. Sencillamente, causarle una buena impresión a la mujer con la que iba a verse aquella noche revestía para él una importancia insólita.
Una hora más tarde se dejó caer resoplando en el sofá, cuyos cojines había mullido por primera vez desde que llegó a aquella casa. De pronto, tuvo clarísimo por qué limpiaba tan de tarde en tarde. Muy simple: era demasiado esfuerzo. Sin embargo, cuando contempló el resultado, pudo constatar que la limpieza obraba verdaderos milagros con su hogar. Ya no ofrecía una apariencia tan miserable. Tenía varios muebles muy bonitos, que había heredado de sus padres y que, una vez liberados de la habitual capa de polvo, no podía decirse que tuviesen mal aspecto. El olor a rancio que se le adhería a la nariz nada más entrar, procedente de platos sin fregar y de otras fuentes igual de antihigiénicas, también había logrado espantarlo ventilando, y la encimera de la cocina, atiborrada por lo general de cacharros sucios, relucía ahora bajo el sol primaveral. Ahora sí que podía llevar allí a una mujer con la conciencia tranquila.
Mellberg miró el reloj y se levantó bruscamente. Tan sólo faltaba una hora para la cita con Rose-Marie y estaba sudoroso y lleno de polvo. Se vería obligado a recurrir al procedimiento de renovación abreviada. Sacó la ropa que había pensado ponerse. El repertorio no era tan amplio como hubiese querido. La mayoría de sus camisas y de sus pantalones, sometidos a una inspección más exhaustiva, presentaban una variada gama de manchas y llevaban mucho tiempo sin haber visto ni por asomo una plancha. Finalmente, el método de exclusión lo llevó a elegir una camisa blanca de rayas azules, un pantalón negro y una corbata roja con estampados del Pato Donald. Esta última le parecía de una elegancia notable, y él mismo debía admitir que el color rojo le favorecía mucho a la cara. En cambio, los pantalones pertenecían a la categoría de la ropa sin planchar, y, durante unos segundos, reflexionó sobre cómo resolver el problema. Buscó por todo el piso, pero la plancha brillaba por su ausencia. Estaba mirando distraídamente el sofá, cuando una brillante idea aterrizó en su cerebro. Entusiasmado, quitó los cojines del asiento y extendió los pantalones, alisándolos al máximo. Cierto que aquello no estaba muy limpio, pero esa cuestión ya la resolvería más tarde. En realidad, bastaría con cepillar un poco debajo de los cojines. Volvió a colocarlos y se sentó encima cinco minutos. Si volvía a aplastarlos otros cinco minutos después de ducharse, los pantalones quedarían seguramente como recién planchados. Suerte que no se había convertido en un solterón inútil, constató ufano para sus adentros. Aún tenía el ingenio suficiente para encontrar remedio para todo.
La gente empezaba a acudir en masa a la granja donde se celebraría el baile. Habían retirado las camas de los participantes y cada uno de ellos guardó bajo llave sus objetos personales. Aún no se le había permitido la entrada a nadie, de modo que la cola iba creciendo como una serpentina por todo el aparcamiento. Las chicas estaban ateridas de frío y daban saltitos para entrar en calor. El fresco viento primaveral hacía cuanto estaba en su mano para que se arrepintieran de haberse puesto las faldas más cortas y las camisetas más escotadas del armario. Sin embargo, las caras de cuantos formaban la cola expresaban la misma expectación. Aquello era lo más espectacular que había ocurrido en Tanum desde hacía años. Llegaron jóvenes de toda la comarca e incluso de más allá, de Strömstad y de Uddevalla. Todos observaban ansiosos la puerta que no tardaría en abrirse. Al otro lado se hallaban sus héroes, sus ídolos, los que habían logrado alcanzar aquello con lo que ellos mismos soñaban: ser famosos; recibir invitaciones a fiestas en las que codearse con otros famosos; salir en televisión. ¿Quién podía saberlo? Quizá aquella noche consiguieran apropiarse de un poco de ese brillo, hacer algo que atrajese la atención de las cámaras hacia ellos. Como le ocurrió a aquella chica en Fucking Töreboda. Consiguió ennoviarse con Andreas, el de El bar, y desde entonces también ella había participado varias veces en el programa. ¡Si lograran algo así! Las chicas se ajustaban la ropa nerviosas, sacaban la barra de labios del bolso y mejoraban lo existente con una capa más. Se arreglaban el pelo y se ponían laca e intentaban comprobar el resultado en pequeños espejos. La expectación vibraba en el ambiente.
Fredrik Rehn vio la cola desde la ventana y se echó a reír.
—Mirad, chicos, ahí vienen los figurantes. Venga, tenemos que sacarle a lo de esta tarde todo el partido posible, ¿eh? No os reprimáis, ¿vale? Bebed y divertíos y haced lo que os apetezca. —Entornó los ojos, antes de proseguir—. Pero hacedlo delante de las cámaras. Que a nadie se le ocurra escabullirse y pasarlo bien por su cuenta, ¿eh? Eso sería incumplimiento de contrato.
—Joder, suenas como Drinkenstierna —observó Calle. Varios de sus compañeros asintieron y acogieron con risas el comentario; todos menos Jonna, que no conocía sus celebérrimas giras por los bares.
Fredrik sonrió, pero con la mirada sombría.
—Bueno, haré como que no lo he oído, pero yo tengo clarísimo lo que queremos conseguir esta noche: entretener a la gente. Habéis sido elegidos porque sabéis darle marcha a cualquier sitio, y ésa es aquí vuestra misión. No lo olvidéis ni un segundo. No hemos invertido un montón de dinero en una producción como ésta sólo para que vosotros seis os distraigáis un poco bebiendo e incrementando vuestras posibilidades de ligar. Habéis venido a trabajar…
—Y entonces, ¿qué coño hace Jonna aquí? —preguntó Uffe riendo y mirando a su alrededor en busca de apoyo—. Ella no sería capaz de darle marcha ni a una residencia de ancianos…
Todos estaban ya acostumbrados a la crudeza de sus burlas, y Jonna no se molestó siquiera en levantar la vista, que mantenía fija en el suelo.
—Jonna ha alcanzado una enorme popularidad entre las chicas de catorce a diecinueve años. Muchas se identifican con ella, por eso la reclutamos para el programa. —Fredrik se dirigió a todo el grupo, pero, en su fuero interno, no pudo evitar darle la razón a Uffe. Aquella chica era como un agujero negro social. Absolutamente deprimente. Sin embargo, la decisión de admitirla vino de las altas esferas, de modo que no había más remedio que aceptarlo.
—Bueno, entonces, todo el mundo tiene claro lo que toca esta noche, ¿no? ¡Marcha, marcha, marcha! —exclamó señalando obsequioso la mesa preparada con las bebidas—. Y, cuando Tina interprete su canción, la animamos todos, ¿verdad? —preguntó mirando a Uffe, que respondió con un bufido.
—Bueno, sí, lo que tú digas. A ver, ¿podemos empezar a beber ya o qué?
—Claro, adelante —respondió Fredrik con una sonrisa que dejó al descubierto una hilera reluciente de dientes blancos—. ¡Esta noche haremos buena televisión! —Los animó con los dos pulgares en alto.
Un murmullo disperso le confirmó que habían oído sus palabras. Acto seguido, se lanzaron sobre las bebidas.
La gente que guardaba cola ya empezaba a entrar.
Cuando Patrik llegó a casa, Anna estaba preparando la cena. Erica se encontraba en la sala de estar, viendo con los niños el programa infantil Bolibompa. Maja manoteó entusiasmada cuando apareció en la pantalla el oso Björne, y Emma y Adrian parecían estar en trance. A Erica le rugía el estómago y, muerta de hambre, olisqueó el aire: un exquisito aroma a comida tailandesa le llegó desde la cocina. Anna le había prometido cocinar algo que fuese rico y ligero a la vez y, a juzgar por el olor, había mantenido la primera parte de su compromiso.
—Hola, cariño —saludó Erica sonriente cuando Patrik entró en la sala. Parecía agotado. Y, además, después de observarlo con algo más de atención, algo sucio—. ¿Qué has estado haciendo hoy? Pareces un poco… mugriento —le dijo al tiempo que le señalaba la camisa.
Patrik se miró la ropa y dejó escapar un suspiro. Empezó a desabotonarse la camisa.
—Estuve en el archivo de la comisaría, que está lleno de polvo, buscando unos papeles. Subo a darme una ducha rápida y a cambiarme y te lo cuento luego.
Erica lo vio desaparecer escaleras arriba en dirección al dormitorio y fue a la cocina.
—¿No acaba de llegar Patrik? Me ha parecido oír la puerta —dijo Anna sin apartar la vista de las cacerolas.
—Sí, era Patrik. Pero ha subido a ducharse y a cambiarse de ropa. Parece que hoy ha tenido un día duro en el trabajo.
Ahora Anna levantó la vista de los fogones.
—Vale, pues si me ayudas a poner la mesa, estará todo listo para cuando baje.
Justo a tiempo. Cuando Patrik bajaba la escalera con el pelo mojado y el chándal de estar por casa, Anna colocaba la cacerola en la mesa.
—¡Ñam! ¡Qué bien huele! —exclamó dedicándole una sonrisa a Anna. El ambiente en casa era totalmente distinto desde que su cuñada había despertado de nuevo a la vida.
—Un guiso tailandés, a base de leche de coco desnatada. Guarnición de arroz integral y verduras cocidas en el wok.
—¿A qué vienen esas ansias de comida saludable? —preguntó Patrik un tanto escéptico, ya menos seguro de que el sabor de la comida hiciese honor al aroma.
—Pues verás, tu futura esposa ha expresado su deseo de que los dos estéis estupendos cuando encaminéis vuestros pasos hacia el altar, de modo que el «Plan fantástico» empieza ahora mismo.
—Sí, bueno, en eso puede que tengas algo de razón —admitió Patrik tirándose ligeramente de la camiseta, con la idea de ocultar la barriga que había cogido en los últimos dos años—. ¿Y los niños? ¿No van a comer con nosotros?
—No, ellos están bien donde están —dijo Anna—. Así tendremos un rato tranquilo para nosotros.
—Pero ¿y Maja? ¿Estará bien sola?
Erica se echó a reír.
—¡Menudo padrazo estás hecho! Será sólo un rato. Y créeme, si hace algo, Emma vendrá como un rayo a chivarse.
Como una confirmación directa de sus palabras, se oyó la vocecita de Emma desde la sala de estar:
—¡Ericaaaaa, Maja está trasteando el vídeo!
Patrik se echó a reír y se levantó.
—Ya voy yo. Sentaos y empezad vosotras.
Las dos oyeron cómo reñía a Maja, justo antes de darle un beso y luego otro a los dos mayores. Cuando volvió a la cocina, parecía más relajado.
—Y bien, ¿qué es lo que te ha hecho trabajar tan duro todo el día?
Patrik les refirió brevemente lo sucedido. Tanto Anna como Erica dejaron los tenedores en el plato, fascinadas por la historia. Erica fue la primera en hablar.
—Pero ¿cuál crees que es la conexión? Y ¿cómo vais a proseguir la investigación?
Patrik terminó de masticar antes de responder.
—Martin y yo nos hemos pasado la mitad de la mañana haciendo algunas llamadas para recabar información. El lunes intentaremos llegar al fondo de la cuestión.
—¿Quieres decir que tienes libre el fin de semana? —preguntó Erica con tanta alegría como asombro. El trabajo de Patrik destrozaba más fines de semana de lo deseable.
—Sí, para variar. Y, de todos modos, a las personas con las que tengo que hablar no podré localizarlas hasta el lunes. Así que este fin de semana, ¡estoy a vuestra disposición, chicas! —exclamó con una amplia sonrisa que Erica no pudo, por menos, que devolver.
«¡Qué rápido ha pasado todo!», se dijo Erica. Tenía la sensación de que había sido ayer cuando empezaron su relación y, al mismo tiempo, como si llevasen juntos toda la vida. A veces olvidaba que había tenido una vida sin Patrik. Y pensar que, dentro de unas semanas, iban a casarse… Oyó parlotear a su hija en la sala de estar. Ahora que Anna empezaba a recuperarse, podía volver a disfrutar de todo como antes.
Ella ya estaba sentada a la mesa cuando él se presentó, con diez minutos de retraso. Los pantalones que había aplastado bajo los cojines del sofá no resultaron tan fáciles de cepillar. Entre otras cosas, se había adherido a la parte trasera un gran pegote de chicle y, para retirarlo, tuvo que emplearse a fondo con paciencia con uno de los cuchillos más afilados que tenía en la cocina. Claro que el tejido había quedado bastante deslucido después de que lo hubiera pasado por el cuchillo, pero estaba seguro de que no se advertiría si se estiraba bien la chaqueta. Se miró una última vez en el cristal reluciente de un cuadro enmarcado para asegurarse de que todo estaba en orden. Aquella noche había puesto especial cuidado en enrollarse artísticamente el pelo en la mollera. Ni un milímetro del reluciente cuero cabelludo debía quedar al descubierto. Constató satisfecho que llevaba los años tan bien como el pelo.
Una vez más quedó sorprendido por el brinco que le dio el corazón ante la sola contemplación de aquella mujer. Verdaderamente, hacía mucho tiempo que no le latía con aquel ímpetu en el pecho. ¿Qué tenía su cuerpo rechoncho de mujer de mediana edad para provocar en él semejante reacción? La única respuesta que se le ocurría eran los ojos. Eran del azul más intenso que había visto jamás y, en contraste con el tono rojizo con que se teñía el cabello, destacaban como dos soles. La miró como embrujado y tardó en responder cuando ella le tendió la mano para estrechársela. Sin embargo, reaccionó enseguida y, como si se contemplase desde arriba, se vio inclinándose para, de un modo bastante anticuado, tomarle la mano y besársela respetuosamente. Por un instante, se sintió como un imbécil, incapaz de comprender de dónde le vino el impulso. Pero luego comprobó que su acompañante parecía apreciarlo y sintió en el estómago una agradable sensación de calidez. Aún dominaba aquellas artes. Aún sabía cómo llevar el agua a su molino.
—¡Qué agradable es este sitio! Es la primera vez que vengo —aseguró ella con voz dulce mientras estudiaban la carta con atención.
—Es un local de primera clase, te lo aseguro —respondió Mellberg sacando pecho como si el Gestgifveriet fuera de su propiedad.
—Sí, y parece que se come muy bien —convino Rose-Marie mientras recorría con la mirada todas las exquisiteces que figuraban en la carta. Mellberg también ojeaba los platos y, por un instante, sintió que lo dominaba el pánico al ver los precios. Pero luego se encontró al otro lado de la carta con la mirada de Rose-Marie y su preocupación se aplacó. En una noche como aquélla el dinero no tenía la menor importancia.
Rose-Marie miró por la ventana, hacia el terreno de la granja.
—Al parecer iba a haber una fiesta esta noche.
—Sí, los del programa ése de televisión. En condiciones normales, aquí solemos vernos libres de ese tipo de espectáculos. Strömstad es, por lo general, el pueblo que cuenta con la oferta de ocio de la zona. Los colegas de allí son los que se encargan de la mayoría de los problemas de borracheras y los desmanes subsiguientes.
—¿Pensáis que habrá problemas? ¿De verdad que puedes tomarte esta noche libre? —Rose-Marie parecía preocupada.
Mellberg emitió una tosecilla y sacó el pecho un poco más. Era una sensación muy agradable la de poder sentirse importante en compañía de una mujer hermosa. Desde que, sin motivo alguno, lo trasladaron a Tanumshede, le había sucedido con escasísima frecuencia. Por alguna razón, a la gente de allí le costaba detectar sus cualidades.
—He puesto a dos hombres a vigilar el jolgorio de esta noche —respondió—. Así que podemos comer y pasar un buen rato sin sobresaltos. Un buen jefe sabe delegar, y me atrevería a afirmar que ésa es una de mis mejores cualidades.
La sonrisa de Rose-Marie le confirmó que ella no dudaba ni por un segundo de su excelencia como jefe. Aquello tenía visos de convertirse en una noche maravillosa.
Mellberg volvió a mirar a la granja. Luego se olvidó por completo de todo lo relacionado con el espectáculo. Para eso estaban Martin y Hanna. Él tenía cosas más agradables a las que dedicarse.
Antes de salir al escenario, practicó los pocos ejercicios de voz que conocía. A decir verdad, sólo iba a cantar en playback, de modo que bastaba con que fuese haciendo la mímica oportuna ante el micrófono, pero nunca se sabía. En una ocasión, en Örebro, la reproducción del playback dejó de funcionar de improviso y, como no había practicado lo suficiente, tuvo que cacarear la canción en directo. Y no quería que volviera a sucederle algo así.
Tina sabía que los demás se reían de ella a sus espaldas. Y mentiría si dijera que no le molestaba, pero, por otro lado, poco más podía hacer salvo subir a escena y demostrar de qué era capaz. Porque aquélla era, sin duda, su gran oportunidad. Su posibilidad de hacer carrera como cantante. Tina quería ser cantante desde niña. Había pasado muchas horas delante del espejo imitando a intérpretes pop con la comba o con cualquier cosa que tuviese a mano como micro. Y gracias a El bar tuvo la oportunidad de demostrar su valía. Antes de solicitar su participación en El bar, la convocaron a una audición en el programa Idol, pero aquella experiencia aún le dolía. Los imbéciles del jurado se la habían cepillado sin piedad, y lo habían pasado por televisión una y otra vez. Entre otras cosas, dijeron que era tan mala a la hora de cantar como Svennis a la hora de ser fiel. Al principio, no comprendió qué querían decir, y se quedó así, con una sonrisa bobalicona. Pero luego el bocazas de Clabbe empezó a carcajearse y a decir que debería darle vergüenza, irse a casa y esconderse. No demasiado ocurrente por parte de Clabbe, pero al menos ella lo entendió. La humillación se prolongó cuando, con los ojos llenos de lágrimas, intentó convencerlos de que retirasen lo que acababan de decir y explicarles que, hasta entonces, todo el mundo le había dicho siempre que tenía una voz preciosa. Que sus padres se emocionaban cuando la oían cantar. Que nadie nunca, en toda su vida, la había preparado para que la descalificaran de forma tan radical. Se sentía tan feliz aquella mañana en la cola. Miraba a su alrededor con expresión de triunfo, convencida de que sería una de las elegidas, cuya interpretación haría llorar a Kishti, el más duro de los miembros del jurado. Había elegido la canción con mucho esmero a fin de impresionarlos. Cantaría Without you, de Mariah Carey, su gran ídolo. Cantaría de modo que los miembros del jurado saltaran de sus asientos y, a partir de ahí, comenzaría para ella una nueva vida. Se lo imaginaba perfectamente. Fiestas con famosos e histeria de admiradores. Giras veraniegas y vídeos en el canal MTV, exactamente igual que Darin. Lo único que tenía que hacer era ser elegida como participante y luego dominar. Pero todo salió mal. En lugar de triunfar, la exhibieron humillándola y burlándose de ella una y otra vez. Que los productores de El bar la llamaran después fue un regalo del cielo. Era una oportunidad que no podía desaprovechar. Al cabo de un tiempo, logró averiguar qué la hizo fracasar en Idol. Naturalmente, era el pecho. Su canción les gustó, claro que sí, pero no quisieron que permaneciese en el programa porque sabían que no tendría éxito si carecía de los demás requisitos. Y, para las chicas, uno consistía en tener las tetas grandes. De modo que cuando comenzaron las grabaciones de El bar, decidió empezar a ahorrar. Guardaría cada céntimo que ganase, hasta reunir lo suficiente para la operación. Con una talla cien, no habría obstáculos. Pero no pensaba teñirse de rubio. Hasta ahí podíamos llegar. Después de todo, ella era una chica inteligente.
Leif bajó del camión de la basura tarareando una cancioncilla. Por lo general, sólo recogía en la zona de los alrededores de Fjällbacka, pero un brote de gastroenteritis galopante lo había obligado a hacer el turno de varios compañeros, con lo que ahora tenía que hacer más horas y, además, en una zona más extensa que de costumbre. Aunque a él no le importaba demasiado. A Leif le encantaba su trabajo y la basura era basura en todas partes. Con el paso de los años, había llegado a acostumbrarse incluso al olor. De hecho, en la actualidad apenas había un olor que lo hiciese arrugar la nariz. Por desgracia, su olfato atrofiado le impedía disfrutar del aroma de los bollos de canela recién horneados, por ejemplo, o del perfume de una mujer, pero eran gajes del oficio. A él le gustaba ir al trabajo, no todo el mundo podía decir lo mismo.
Leif se puso los grandes guantes de trabajo y pulsó uno de los botones del salpicadero. El camión de la basura, de color verde, emitió un silbido ronco, pero empezó a bajar el brazo mecánico que levantaría por los aires el contenedor de la basura para luego arrojar su contenido en la prensa. Normalmente podía quedarse sentado en el camión y hacer desde allí la maniobra, pero aquel contenedor estaba un poco torcido, así que tuvo que tirar de él con las manos hasta colocarlo en la posición correcta. Y allí estaba, mirando cómo el brazo mecánico del camión lo elevaba lentamente. Aún era muy temprano y Leif bostezaba cada poco. Solía irse pronto a la cama, pero el día anterior se habían quedado con los chicos. Él y su mujer adoraban a sus nietos y les permitieron que permaneciesen despiertos jugando más de lo debido. Pero valía la pena. Haberse convertido en abuelo puso el broche de oro a su vida. Sopló y vio ascender hacia el cielo la frágil nubecilla blanquecina. Sí que hacía frío, joder, y eso que ya estaban en abril. Claro que podía cambiar de repente. Leif miró a su alrededor y observó el barrio, compuesto en su mayoría por casas de veraneo. Pronto estarían habitadas, y la zona, llena de animación. Tendrían que vaciar todos y cada uno de los contenedores, de los que caerían restos de gambas, pero también botellas vacías de vino blanco que la gente no habría tenido ganas de llevar a la unidad de reciclado. Siempre la misma historia, igual verano tras verano. Volvió a bostezar y miró el contenedor, que se balanceaba en el aire, justo cuando se volcaba y su contenido se vaciaba en el camión. Se quedó petrificado. ¡Qué cojones!
Se abalanzó sobre el botón que detenía la prensa. Luego, sacó el móvil del bolsillo.
Patrik lanzó un hondo suspiro. El sábado no había resultado como él esperaba. Volvió a suspirar, más profundamente aún, y miró a su alrededor con resignación. Vestidos, vestidos y más vestidos. Tul y lazadas y lentejuelas y hasta el diablo y su tía. Empezó a sudar un poco y se tiró del cuello de la prenda de tortura que llevaba puesta. Le picaba y le apretaba en puntos extraños de su anatomía y le daba tanto calor como una sauna portátil.
—¿Y bien? —preguntó Erica inspeccionándolo con mirada crítica—. ¿Te sientes cómodo? —Se volvió hacia la propietaria de la tienda, que pareció encantada de verla entrar con él pisándole los talones—. Creo que habrá que arreglarlo un poco, los pantalones le quedan demasiado largos —dijo dirigiéndose a Patrik de nuevo.
—Eso no es problema, nosotros lo arreglamos.
La señora se inclinó y empezó a coger el dobladillo con alfileres. Patrik hizo una mueca imperceptible.
—¿Tiene que ser así de… estrecho? —protestó tirándose del cuello. Sentía que le faltaba la respiración.
—Este frac le queda perfecto —aseguró alegremente la señora, lo cual era un milagro, pues tenía dos alfileres en la comisura de los labios.
—Yo creo que me queda demasiado estrecho —insistió Patrik al tiempo que buscaba suplicante la mirada de Erica, con la esperanza de obtener un poco de apoyo.
Pero no hubo perdón. Erica dibujó lo que a él se le antojó una sonrisa diabólica y exclamó:
—¡Estás guapísimo! Querrás estar tan elegante como sea posible el día de nuestra boda, ¿no?
Patrik observó pensativo a su futura esposa. Empezaba a dar muestras de ciertas tendencias preocupantes. Tal vez las tiendas de trajes de novios provocasen esa reacción en las mujeres. Él, por su parte, no deseaba otra cosa que salir de allí cuanto antes. Comprendió resignado que sólo existía un modo de conseguirlo con rapidez. Con gran esfuerzo, se obligó a sonreír, sin dirigirse a nadie en particular.
—Sí —afirmó—. Creo que empiezo a encontrarme muy, muy cómodo con éste, así que nos decidimos por él.
Erica palmoteó encantada. Por enésima vez, Patrik se preguntó qué tendrían las bodas que hacían brillar así los ojos de las mujeres. Claro que a él también le hacía ilusión la idea de casarse, pero, si le hubiesen dado a elegir, habría sido suficiente con una historia mucho más discreta. Aunque, claro, no podía negar que la felicidad que irradiaba la mirada de Erica lo reconfortaba enormemente. Pese a todo, lo más importante para él era su felicidad y, si ello implicaba que, durante un día, se viera obligado a llevar un traje de pingüino, caluroso y que picaba, pues así sería. Se inclinó y la besó en los labios.
—¿Crees que Maja estará bien? —Erica se echó a reír.
—Piensa que Anna tiene dos hijos propios, yo creo que sabrá cuidar de Maja.
—Ya, pero ahora tiene tres niños a los que cuidar, imagínate que tiene que salir corriendo en busca de Adrian o de Emma y, mientras tanto, se le escapa Maja…
Erica lo interrumpió y, con una sonrisa, lo reconvino dulcemente:
—Anda, déjalo ya. Yo los he estado cuidando a los tres todo el invierno y todo ha ido bien. Y, además, Anna dijo que Dan se pasaría por casa, así que no tienes nada de qué preocuparte.
Patrik se relajó. Erica tenía razón, pero él siempre temía que algo malo le ocurriese a su hija. Quizá a causa de todo lo que había visto en su trabajo. Sabía demasiado bien las terribles desgracias que podían sobrevenirle a la gente. Y a los niños. Había leído en algún lugar que, cuando se tenían hijos, uno se pasaba el resto de su vida como si tuviese una pistola apuntándole a la sien. Y no estaba muy lejos de la verdad. El miedo siempre estaba al acecho. Había peligros por todas partes. Sin embargo, intentaría dejar de pensar en ello en aquel momento. Maja estaba bien, seguro. Y Erica y él habían tenido la oportunidad de pasar un rato juntos y a solas.
—¿Vamos a comer a algún sitio? —le propuso una vez que hubieron pagado en la tienda y después de darle las gracias a la señora. Brillaba un radiante sol primaveral, que los recibió cálido cuando salieron.
—Me parece una idea estupenda —aceptó Erica contenta, pasándole la mano por el brazo. Fueron así caminando por la calle comercial de Uddevalla, eligiendo entre los diversos restaurantes. Finalmente, se decidieron por un restaurante tailandés que había en una de las calles perpendiculares.
Y ya estaban a punto de adentrarse en la aromática atmósfera del local cuando sonó el teléfono de Patrik. Miró la pantalla. Joder, de la comisaría.
—No digas nada… —comenzó Erica moviendo la cabeza con gesto cansado. Por la expresión de su rostro, comprendió enseguida de dónde procedía la llamada.
—Tengo que atender esta llamada, Erica… —le dijo—. Pero ve entrando tú, seguro que no es nada importante.
Erica murmuró entre dientes su escepticismo, pero siguió la recomendación de Patrik. Él se quedó en la puerta y respondió con desgana manifiesta.
—Aquí Hedström. —La expresión de su semblante pasó, en un segundo, de la irritación a la perplejidad.
—¿Qué coño estás diciendo, Annika?
—…
—En un contenedor de basura.
—…
—¿Hay ya alguien en camino? ¿Martin? Ah, vale. Salgo hacia allí ahora mismo, pero estoy en Uddevalla, así que me llevará un rato. Dame la dirección exacta.
Hurgó en el bolsillo en busca de un bolígrafo, hasta que lo encontró. Pero, a falta de papel, tuvo que anotar la dirección en la palma de la mano. Luego colgó y respiró hondo. No sentía el menor deseo de decirle a Erica que tendrían que posponer el almuerzo e irse a casa enseguida.