A la cubertería de plata de Miss Leefolt le han salido unas extrañas manchas hoy. Debe de ser porque hay mucha humedad. Rodeo la mesa de jugar a las cartas, saco otra vez brillo a cada cubierto y compruebo que no falta ninguno. Hombrecito ya está en la edad de revolverlo todo y no para de cambiar de sitio cucharillas, monedas, horquillas y todo lo que encuentra al alcance de su mano. A veces, se esconde las cosas en el pañal. Cambiarlo es como abrir un cofre del tesoro.
Suena el teléfono y voy a la cocina a contestar.
—Me he enterao d'algo —dice Minny al aparato.
—¿De qué?
—Miss Renfro dice que está segura de que fue Miss Hilly la que se comió la tarta.
Minny se ríe mientras lo dice, pero mi corazón se acelera.
—¡Leches! Miss Hilly va a vení a esta casa en menos de sinco minutos. Más le vale empezá a acallá esos rumores cuanto antes.
Es una locura que estemos animando a esa mujer. ¡Me resulta todo tan confuso!
—He llamao a Ernestine la Man… —Minny se calla de repente. Miss Celia debe de haber entrado en casa—. Ya se fue. Lo que te decía: he llamao a Ernestine la Manca y me ha contao que Miss Hilly se ha pasao tol santo día al teléfono pegando voces. ¡Ah! Y Miss Clara ha descubierto el capítulo de su criada, Fanny Amos.
—¿Y la ha despedío?
Miss Clara ayudó a Fanny Amos para que pudiera mandar a su hijo a la universidad. Es una de las historias bondadosas del libro.
—Pos no. Sólo se quedó boquiabierta con el libro entre las manos.
—Grasias a Dios. Llámame si te enteras d'algo más —digo—. Y no te cortes si contesta Miss Leefolt. Dile que eres mi hermana enferma.
Señor, no te enfades conmigo por esta mentirijilla. Lo único que me faltaba ahora es que se pusiera mala mi hermana.
Unos minutos después de esta llamada, suena el timbre de la puerta. Estoy tan nerviosa que hago como que no lo he oído. Me da pánico mirar a la cara a Miss Hilly después de lo que le contó a Miss Skeeter. Todavía no puedo creerme que escribiera eso de la raja en forma de ele. Salgo a mi retrete y me quedo sentada pensando en lo que pasará si tengo que dejar a Mae Mobley. «Señor —rezo—, si van a apartarla de mí, dale por favor a alguien bueno. No la dejes a merced de la señorita Taylor para que le cuente que todo lo negro es sucio, ni de su abuela que la pellizca para que diga gracias, ni de la fría de Miss Leefolt». El timbre vuelve a sonar, pero no me muevo del retrete. Mañana, por si acaso, tengo que despedirme de Mae Mobley.
Cuando regreso al interior de la casa, oigo que las mujeres charlan en la mesa del salón. La voz de Miss Hilly suena más alta que las demás. Pego la oreja a la puerta de la cocina, temerosa de entrar al salón.
—¡…que no es Jackson! Ese libro es una basura, y estoy segura de que todo se lo inventó alguna maldita negra.
Oigo arrastrarse una silla y sé que Miss Leefolt está a punto de venir en mi busca. No puedo retrasarlo más, tengo que salir ahí fuera. Abro la puerta con la jarra del té helado en la mano. Rodeo la mesa, sin atreverme a levantar los ojos del suelo.
—Dicen que el personaje de Betty podría ser Charlene —comenta Miss Jeanie abriendo mucho los ojos.
A su lado, Miss Lou Anne tiene la mirada perdida, como si no le importara lo más mínimo el tema. Me gustaría poder abrazarla y decirle que doy gracias a Dios porque Louvenia trabaje para ella, pero sé que no puedo. Tampoco puedo contarle nada a Miss Leefolt porque, como de costumbre, está con cara de perro. El rostro de Miss Hilly, por su parte, parece morado como una ciruela.
—Y la criada del capítulo cuatro, ¿qué decís de ella? —continúa Miss Jeanie—. Sissy Tucker opina que…
—¡Ese libro no habla de Jackson! —grita Miss Hilly.
Asustada, doy un respingo mientras sirvo el té y una gota cae en el plato vacío de Miss Hilly. Me mira y, como por un imán, mis ojos se ven atraídos por los suyos.
—Has derramado un poco de té, Aibileen —dice muy despacito y con tranquilidad.
—Lo siento mucho, señora, ahora…
—¡Límpialo!
Temblorosa, limpio la gota con el trapo que llevo para sujetar el mango de la jarra.
Miss Hilly no aparta la vista de mí. Bajo la mirada, sintiendo que esta mujer y yo compartimos un secreto ardiente.
—Tráeme otro plato, uno que no hayas manchado con tu sucio trapo.
Le llevo otro plato. Lo mira a fondo e incluso se lo acerca a la nariz para olerlo. Luego, se gira hacia su amiga Miss Leefolt y comenta:
—Es imposible enseñar a esta gente a ser limpios.
Esa noche tengo que quedarme hasta tarde en casa de Miss Leefolt cuidando a los niños. Cuando Mae Mobley se duerme, saco mi cuaderno de oraciones y empiezo a escribir mi lista. Estoy muy contenta por Miss Skeeter. Me llamó esta mañana para decirme que había aceptado el trabajo. ¡Dentro de una semana se muda a Nueva York! Cada vez que oigo un ruido pego un respingo, pensando que Miss Leefolt va a aparecer por la puerta y decirme que lo ha descubierto todo. Cuando vuelvo a mi casa, estoy demasiado alterada para irme a la cama. Salgo a la oscuridad de la noche y recorro el camino hasta la puerta trasera de Minny. Encuentro a mi amiga sentada en la cocina leyendo el periódico. Es el único momento del día en el que no está limpiando, cocinando o regañando a alguien. La casa está tan tranquila que temo que haya pasado algo malo.
—¿Ande está tol mundo?
—Los críos dormíos y Leroy, en el trabajo.
Acerco una silla y me siento a su lado.
—Quiero sabé de una vez que nos va a pasá, Minny. Sé que debería dar grasias a Dios porque to no nos haya estallao todavía entre las manos, pero esta espera me está volviendo loca.
—No te preocupes, algo va a sucedé, y mu pronto —dice Minny como si estuviéramos hablando de la marca del café que nos tomamos.
—Minny ¿cómo pués está tan tranquila?
Me mira y se lleva la mano a la barriga, que le ha crecido bastante en las últimas dos semanas.
—¿Conoces a Miss Chotard, esa blanca pa la que trabaja Willie Mae? Ayer le preguntó a Willie Mae si de verdá la trataba tan mal como esa horrible mujé del libro. —Minny sonríe socarrona—. Willie Mae le contestó que, aunque podía mejorá algo, no era de las peores jefas que había tenío.
—¿De verdá le preguntó eso?
—Luego, Willie Mae se puso a contarle historias de otras blancas pa las que había trabajao, con sus cosas buenas y sus cosas malas, mientras la mujé la escuchaba atentamente. Willie Mae dice que en los treinta y siete años que lleva de criada nunca se había sentao en la misma mesa con su jefa.
Aparte de la historia de Louvenia, ésta es la primera cosa buena que oigo del libro. Intento disfrutar de ella, pero pronto regreso al presente.
—¿Qué hay de Miss Hilly? ¿Qué pasa con lo que nos contó Miss Skeeter? Minny, ¿no estás ni siquiera un poco preocupá?
Minny deja el periódico en la mesa y dice:
—Mira, Aibileen, no te voy a engañá. Tengo miedo de que Leroy se entere y me mate. También me preocupa que Miss Hilly le pegue fuego a mi casa. Pero, no pueo explicá mu bien por qué, tengo la sensación de que hemos hecho lo que debíamos.
—¿De verdá?
Minny suelta una carcajada y añade:
—Ay, Señó. Estoy empezando a hablá como tú, ¿te das cuenta? Será que me estoy haciendo mayó.
Le doy una patadita y reflexiono sobre lo que acaba de contarme. Hemos hecho algo justo y valiente, y mi amiga está orgullosa de ello y no quiere privarse de las consecuencias que implica, ni tan siquiera de las malas. Pero sigo sin comprender lo tranquila que está.
Minny vuelve a ojear su periódico. Al rato, me doy cuenta de que no está leyendo. Sólo mira las líneas, está pensando en otra cosa. De repente, se oye el sonido de la puerta de un coche que se cierra en la calle y Minny da un respingo. Entonces puedo ver todo el temor que intenta ocultar. «Pero ¿por qué? —me pregunto—. ¿Por qué quiere ocultármelo?».
La miro y empiezo a entender lo que está pasando. ¡Ahora me doy cuenta de lo que ha hecho Minny! No sé por qué no lo he captado hasta ahora. Minny se empeñó en poner la historia de la tarta para protegernos, a mí y a las otras criadas, pero no a ella. Era consciente de que con esto sólo conseguiría que Miss Hilly se enemistase más con ella, pero, de todos modos, lo hizo por el bien de las demás. Por eso no quiere que nadie se dé cuenta de lo asustada que está.
Me acerco a ella y tomo su mano entre las mías.
—Eres un ser adorable, Minny.
Entorna los ojos y me saca la lengua como si le acabara de ofrecer un plato de comida para perros.
—Mira que te lo digo siempre, Aibileen: estás empezando a chocheá.
Nos reímos. Es tarde y estamos muy cansadas, pero Minny se levanta, se sirve más café y prepara otra taza de té para mí. Bebemos con calma y charlamos hasta bien entrada la noche.
El día siguiente, sábado, la familia Leefolt al completo se encuentra en casa. Incluso Mister Leefolt está aquí hoy. Cuando entro a limpiar el dormitorio, veo que mi libro ya no descansa en la mesita de noche. Lo busco durante un rato, pero no sé dónde lo ha puesto. Por fin descubro que Miss Leefolt lo ha guardado en su bolso, que está tirado en el sofá. Esto significa que se lo lleva a todas partes. Echo un rápido vistazo y descubro que ya no tiene el marcapáginas.
Me gustaría mirarla a los ojos para adivinar qué sabe, pero Miss Leefolt se pasa casi todo el día en la cocina intentando preparar una tarta y no me deja que entre a ayudarla. Dice que es un pastel distinto de los míos, una receta de moda que ha encontrado en la revista Gourmet. Mañana organiza una merienda para su grupo parroquial y tenemos el salón lleno de cacharros para servir. Ha tomado prestados de Miss Lou Anne tres hornillos para calentar platos, y de Miss Hilly ocho juegos de cubiertos de plata, porque van a venir catorce personas, ¿y cómo va a ofrecer a esa gente de la parroquia un vulgar tenedor de acero?
Hombrecito está en el dormitorio de Mae Mobley jugando con su hermana y Mister Leefolt no para de deambular por la casa. De vez en cuando, se detiene ante el cuarto de Chiquitina y luego vuelve a merodear de aquí para allá. Probablemente piensa que, como es sábado, debería jugar con sus hijos, pero creo que no sabe cómo hacerlo.
No me quedan muchos sitios en la casa en los que pueda estar tranquila. Aunque sólo son las dos de la tarde, ya he dejado todas las habitaciones como los chorros del oro, he limpiado los baños, he lavado la ropa y he planchado todas las arrugas de esta casa, menos las de mi cara. Como hoy tengo prohibido entrar en la cocina, no quiero que Mister Leefolt piense que lo único que hago es jugar con los niños, así que, por último, termino dando vueltas por la casa como él.
Cuando Mister Leefolt se queda en el comedor, me asomo al cuarto de los pequeños y veo que Mae Mobley tiene un papel en la mano y le está enseñando algo a Ross. A Chiquitina le encanta jugar a hacer de profesora con su hermanito. Regreso al salón y me dedico a quitarle el polvo a los libros por segunda vez. Supongo que hoy, con tanta gente en casa, no podré despedirme de Chiquitina.
—Vamos a jugar a un juego —oigo que le dice Mae Mobley a su hermano en la habitación—. Siéntate en esta mesa. Estás en la cafetería Woolworf y eres negro. Yo soy blanca y voy a hacerte unas cosas, pero tú no puedes moverte, porque si no irás a la cárcel.
Salgo corriendo hacia su dormitorio, pero Mister Leefolt ya está observándolos desde la puerta. Me quedo detrás de él.
Mister Leefolt cruza los brazos y ladea un poco la cabeza. El corazón me late a mil por hora. Nunca he oído a Mae Mobley mencionando nuestros cuentos secretos más que a mí, y sólo cuando su madre no está en casa y nadie nos puede escuchar. Pero se encuentra tan concentrada en su juego que no se da cuenta de que su padre la está oyendo.
—Muy bien —dice Mae Mobley, ayudando a su hermano a trepar a la silla—. Ross, tú eres un actovista y tienes que quedarte en esta mesa del Woolworf. No puedes moverte.
Quiero hablar, pero no me sale ni una palabra. Mae Mobley se acerca muy despacito a Ross y le vacía por encima de la cabeza una caja de pinturas de cera, que caen rodando por el suelo. Hombrecito pone mala cara, pero Chiquitina le mira muy seria y dice:
—¡No te muevas! Tienes que ser valiente. Nada de violencias.
Después le saca la lengua y empieza a tirar de sus zapatitos. Hombrecito la mira con cara de estar pensando: «¿Por qué tengo que aguantar esta tontería?». Lloriquea y se baja de la silla.
—¡Has perdido! —exclama Chiquitina—. Ahora vamos a jugar a otro juego. Se llama «el asiento trasero del autobús», y tú vas a ser Rosa Parks.
—¿Quién te ha enseñado esas cosas, Mae Mobley? —pregunta Mister Leefolt.
Chiquitina gira la cabeza con ojos de pánico. Siento que pierdo el equilibrio. Sé que debería entrar en esa habitación y sacar a la pequeña del aprieto, pero me cuesta respirar. Mae Mobley me observa con expresión de duda y su padre se da la vuelta y ve que estoy detrás de él. Mister Leefolt me ignora y mira de nuevo a su hija.
—No sé —contesta Mae Mobley a su padre.
Chiquitina dirige la vista a un juego de mesa que hay en el suelo y hace amago de empezar a jugar con él. Ya la he visto actuar así antes y sé en lo que está pensando. Cree que, si finge estar entretenida con otra cosa, su padre la dejará tranquila.
—Mae Mobley, tu padre te ha hecho una pregunta. ¿Quién te ha enseñado esas cosas?
Mister Leefolt se agacha y se pone a la altura de su hija. No puedo ver su rostro, pero sé que está sonriendo porque Mae Mobley pone cara de niña tímida que quiere mucho a su papá. Entonces, Chiquitina dice fuerte y claro:
—¡La señorita Taylor!
Mister Leefolt se pone de pie. Se dirige directamente a la cocina y yo le sigo. Agarra a su esposa del hombro y le dice:
—¡Mañana mismo quiero que vayas a la escuela y cambies de clase a Mae Mobley! No quiero volver a verla con la señorita Taylor.
—¿Qué? ¡No puedo cambiarla de profesora así, de repente!
Contengo la respiración, pensando «Sí puedes, por favor».
—Haz lo que te digo.
Y, como suelen hacer los hombres, Mister Raleigh Leefolt se marcha de casa para no tener que dar explicaciones a nadie.
Me paso todo el domingo dando gracias a Dios por haber alejado a Chiquitina de la señorita Taylor. La frase «Gracias, Dios; gracias, Dios; gracias, Dios», no para de resonar en mi cabeza como un salmo. El lunes por la mañana, Miss Leefolt se arregla para ir a la escuela. Cuando sale de casa, no puedo evitar sonreír porque sé lo que va a hacer.
Mientras Miss Leefolt está fuera, me pongo a trabajar con la cubertería de Miss Hilly. Miss Leefolt la ha dejado en la mesa de la cocina después de la merienda de ayer. La lavo y me paso una hora entera sacándole brillo, preguntándome cómo lo hará Ernestine la Manca. Sacar brillo a una cubertería Grand Baroque, con todas sus curvas y pequeños detalles, es un trabajo para dos manos.
Cuando Miss Leefolt regresa, deja el bolso en la mesa y chasquea la lengua.
—¡Vaya! Quería devolver la cubertería a Hilly esta mañana, pero no me va a dar tiempo. He tenido que ir a la escuela de Mae Mobley, que resulta que se está resfriando, porque no para de estornudar. ¡Y ya son casi las diez!
—¿Mae Mobley está malita?
—Parece que sí —contesta Miss Leefolt con gesto de disgusto—. ¡Y encima llego tarde a la peluquería! Mira, Aibileen, cuando termines de sacarles brillo, lleva tú misma los cubiertos a casa de Hilly. Yo volveré después de comer.
Cuando acabo, envuelvo todos los cubiertos de Miss Hilly en un paño azul. Levanto a Hombrecito de la cama, que se acaba de despertar de la siesta y me sonríe.
—Venga, Hombrecito, vamos a cambiarte el pañal.
Lo tumbo en el cambiador y le quito el pañal mojado. ¡Santo Dios! Ahí dentro tiene tres piezas del mecano y una horquilla de su madre. Gracias al cielo, en el pañal sólo había pipí y no otra cosa.
—Chico —digo riendo—, eres como el cofre del tesoro.
El bebé hace muecas y sonríe. Señala la cuna, me acerco a ella y, rebuscando entre las sábanas, encuentro un rulo del pelo, una cucharilla y una servilleta. ¡Leches! Va a haber que hacer algo con este crío. Pero no ahora. Primero tengo que ir a casa de Miss Hilly.
Meto a Hombrecito en su cochecito y lo empujo por la calle en dirección a casa de Miss Hilly. Hace mucho calor, es un día soleado y tranquilo. Cuando llegamos al jardín, Ernestine abre la puerta. Un menudo y oscuro muñón asoma por la manga izquierda de su uniforme. No la conozco mucho, sólo sé que le encanta hablar y que va a la Iglesia Metodista.
—Güenos días, Aibileen —me saluda.
—Hola, Ernestine. ¿Nos has visto llegá?
Asiente con la cabeza y mira a Hombrecito, que observa asustado el muñón, como si fuera a saltarle encima.
—He salío antes de que se diera cuenta la jefa. —Ernestine baja la voz y añade—: ¿Ya t'has enterao?
—¿De qué?
Ernestine mira tras ella, y luego se acerca a mí.
—¿No lo sabes? ¡Lo que le ha pasao esta mañana a Flora Lou con su jefa, Miss Hester!
—¿La ha despedío?
Las historias de Flora Lou eran bastante fuertes. Estaba muy enfadada con Miss Hester. Todo el mundo cree que su jefa es una persona muy dulce, pero esa vieja blanca obligaba a Flora a lavarse las manos todas las mañanas con un «jabón especial para negros», que resulta que era lejía concentrada. Yo misma vi las quemaduras en las manos de Flora.
Ernestine niega con la cabeza y me cuenta lo que ha pasado:
—Miss Hester le vino con el libro esta mañana y empezó a gritarle: «¿Ésta soy yo? ¿Has escrito sobre mí?». Flora Lou le dijo: «No, señora. ¿Cómo voy a escribir yo un libro, si ni tan siquiera terminé la escuela?». Pero Miss Hester estaba atacá y le gritó: «¡Yo no sabía que la lejía quemaba la piel! ¡Tampoco me dijo nadie que el salario mínimo era un dólar veinticinco! Si no fuera porque Hilly está convenciendo a todo el mundo de que el libro no habla sobre Jackson, te pondría de patitas en la calle ahora mismo de una patada». Entonces, Flora Lou le preguntó: «¿Quiere decir que no me está despidiendo?», y Miss Hester le chilló: «¿Despedirte? No puedo despedirte porque la gente se enteraría de que soy la protagonista del capítulo diez. ¡Vas a quedarte a trabajar en esta casa el resto de tu vida!». Y Miss Hester le ordenó que terminara de fregá mientras murmuraba maldiciones en el salón.
—¡Leches! —exclamo un poco aturdida—. Espero… espero que con las demás salga to igual de bien.
Miss Hilly llama a gritos a Ernestine desde el interior de la casa.
—Yo no las tendría toas conmigo —susurra Ernestine.
Le entrego los cubiertos envueltos en el trapo. Estira el brazo bueno para recogerlos y, supongo que por costumbre, también el muñón.
Esa noche estalla una horrible tormenta. Yo no paro de sudar en la cocina mientras los truenos retumban fuera. Temblorosa, intento escribir mis oraciones. Flora Lou ha tenido suerte, pero ¿qué pasará con las demás? El no saber la respuesta me preocupa muchísimo y además…
Toc, toc, toc. Llaman a la puerta de casa.
«¿Quién será?», pienso mientras me levanto. El reloj de la cocina indica que son las nueve menos veinticinco. Fuera, llueve a cántaros. Cualquiera que me conozca bien, entraría por la puerta trasera.
Me acerco de puntillas a la puerta. Llaman otra vez, y del susto doy un respingo que casi me caigo de espaldas.
—¿Quién es? ¿Quién anda ahí? —pregunto, comprobando que el pestillo está echado.
—Soy yo.
¡Cristo! Respiro aliviada y abro la puerta. Es Miss Skeeter, completamente mojada y tiritando, con su mochila roja bajo el chubasquero.
—¡Santo Dios! Me ha asustao, Miss Skeeter.
—Lo siento. No pude llegar a la puerta trasera. Hay tanto barro en el jardín que no he sido capaz de pasar.
Está descalza y lleva en la mano sus zapatos embarrados. La dejo pasar y cierro la puerta con pestillo.
—¿La ha visto alguien?
—No se ve nada ahí fuera. Quería llamarte, pero con la tormenta no hay línea.
Algo debe de haber pasado para que venga a visitarme, pero me alegro de verla antes de que se marche a Nueva York. Hace seis meses que no la veía.
—¡A ver! Déjeme ve su pelo.
Miss Skeeter se quita la capucha y sacude una larga melena que le llega ya a los hombros.
—¡Qué bonito! —comento con toda sinceridad.
Ella sonríe un poco avergonzada mientras deja su mochila en el suelo.
—Mi madre lo odia.
Me río y contengo la respiración, preparándome para recibir las malas noticias que seguro ha venido a darme.
—Aibileen, las librerías están pidiendo más ejemplares del libro. Miss Stein me llamó esta tarde —dice, y me agarra las manos—. Van a lanzar otra edición. ¡Otros cinco mil libros!
—¡Vaya! No… no sabía que pudieran hacé eso —digo, tapándome la boca con la mano.
Nuestro libro va a entrar en otros cinco mil hogares, estará en sus estanterías, en las mesitas de noche, en los cuartos de baño…
—Por supuesto, nos darán más dinero. Por lo menos, cien dólares para cada una. Y, ¿quién sabe? Igual habrá más ediciones.
Me llevo la mano al corazón. Todavía no me he gastado ni un centavo de los primeros sesenta y un dólares que ganamos, ¡y ahora me dice que va a haber más dinero!
Miss Skeeter baja la mirada a su mochila y añade:
—Y hay algo más. El viernes, me pasé por el periódico y dejé el trabajo de la columna de Miss Myrna. —Toma aire y continúa—: Le dije al señor Golden que la nueva Miss Myrna deberías ser tú.
—¿Yo?
—Le conté que tú me habías estado ayudando a escribir las respuestas todo el tiempo. Dijo que se lo pensaría y hoy me ha llamado y dice que le parece bien, siempre que no se lo cuentes a nadie y que escribas los consejos como Miss Myrna.
Miss Skeeter posa sus zapatos llenos de barro en el felpudo, saca un cuaderno azul de su mochila y me lo entrega.
—Dijo que te pagaría lo mismo que a mí, diez dólares semanales.
¿Yo? ¿Yo trabajando para un periódico de blancos? Me siento en el sofá, abro el cuaderno y veo todas las cartas y los artículos de los últimos meses. Miss Skeeter se sienta a mi lado.
—Grasias, Miss Skeeter. Por esto y por to lo demás.
Sonríe y aspira profundamente, como si estuviera intentando contener las lágrimas.
—No pueo creé que mañana se vaya a Nueva Yó.
—Bueno, en realidad primero voy a ir a Chicago, sólo por una noche. Quiero visitar la tumba de Constantine.
—Me alegro de oírlo.
—Madre me enseñó la esquela. Está en las afueras de la ciudad. Al día siguiente, iré a Nueva York.
—Déle recuerdos a Constantine de mi parte.
Se ríe y comenta:
—Estoy muy nerviosa. Nunca he estado en Chicago, ni en Nueva York. Es la primera vez que vuelo en avión.
Permanecemos unos instantes en silencio, escuchando la tormenta. Recuerdo la primera vez que Miss Skeeter vino a mi casa y lo incómodas que nos sentimos en aquel entonces. Ahora, parece que sea de mi familia.
—Aibileen —me pregunta—, ¿tienes miedo de lo que pueda pasar?
—Na, estoy tranquila —contesto, girando la cabeza para que no pueda ver mis ojos.
—A veces, no sé si ha merecido la pena. Si te pasara algo… No podría vivir sabiendo que yo tuve la culpa.
Se tapa los ojos con la mano, como si no quisiera ver lo que puede ocurrir.
Voy un momento a mi cuarto y le traigo el paquete del reverendo Johnson. Lo desenvuelve y ojea el ejemplar del libro con las firmas de toda la gente.
—Iba a enviárselo a Nueva Yó, pero creo que es mejó que se lo lleve usté misma.
—No… no lo entiendo —dice—. ¿Esto es para mí?
—Sí, señorita —contesto, y le cuento lo que dijo el reverendo, que ella formaba parte de nuestra familia—. Y no se olvide de una cosa: cada firma que hay en ese libro significa que ha merecío la pena escribirlo.
Lee los agradecimientos y las pequeñas frases que ha escrito la gente, posando los dedos sobre las líneas con los ojos llenos de lágrimas.
—Estoy segura de que Constantine habría estao mu orgullosa de usté.
Miss Skeeter sonríe y me doy cuenta de lo joven que es. Después de todas las horas que hemos pasado escribiendo, del agotamiento y las preocupaciones, hacía mucho tiempo que no me fijaba en que todavía es una muchachita.
—¿Estás segura de que todo está bien? Si me marcho ahora, tal como están las…
—Váyase a Nueva Yó, Miss Skeeter, y viva su vida.
Sonríe, se seca las lágrimas, y dice:
—Gracias.
Esa noche me tumbo en la cama y empiezo a pensar. Estoy muy feliz por Miss Skeeter. Va a empezar una nueva vida. Las lágrimas resbalan por mis sienes hasta llegar a las orejas mientras me la imagino, con ese pelo largo y suelto que lleva, recorriendo las avenidas de la gran ciudad que he visto en la tele. Una parte de mí desearía poder comenzar también de nuevo. Esto de la columna de Miss Myrna es una novedad en mi vida, pero ya no soy joven, mi tiempo ya pasó.
Cuanto más intento dormir, más me doy cuenta de que me voy a pasar casi toda la noche despierta. Parece como si pudiera sentir el murmullo de toda la ciudad chismorreando sobre el libro. ¿Cómo puede dormir la gente con tanto alboroto? Pienso en Flora Lou, que estaría despedida de no ser porque Miss Hilly está convenciendo a todo el mundo de que la ciudad del libro no es Jackson. ¡Ay, Minny! ¡Qué buena eres! Nos has salvado el trasero a todas, menos a ti misma. Ojalá pudiera encontrar un modo de protegerte.
Miss Hilly las está pasando canutas. Todos los días aparece otra persona diciendo que cree que fue Hilly la que se comió la tarta, y ella tiene que volver a defenderse como gato panza arriba. Por primera vez en mi vida, me pregunto quién va a ganar esta batalla. Hasta ahora, es que Minny esté lejos de Leroy. Nunca antes le había oído decir que iba a dejar a Leroy, y Minny no es de las que habla por hablar. Cuando dice algo, lo cumple.
Preparo un biberón para Hombrecito y respiro aliviada. Siento que para mí ya se ha acabado el día, aunque apenas son las ocho de la mañana. Pero no estoy cansada, no sé muy bien por qué.
Abro la puerta del comedor y me encuentro a Miss Leefolt y a Miss Hilly sentadas a la mesa, una al lado de la otra, contemplándome. Durante un segundo, me quedo quieta como una tonta con el biberón en la mano. Miss Leefolt todavía lleva los rulos y su albornoz azul puestos. Miss Hilly, por el contrario, está arreglada y viste un traje pantalón de cuadros azules. Aún tiene ese desagradable herpes en la comisura del labio.
—Güenos días —saludo, y empiezo a andar hacia el cuarto de los niños.
—Ross está durmiendo todavía —me dice Miss Hilly—. No hace falta que vayas a verle.
Me detengo y miro a Miss Leefolt, que observa en silencio la raja en forma de ele en la mesa de su comedor.
—Aibileen —dice Miss Hilly después de humedecerse los labios—, faltan tres cubiertos en el paquete que me devolviste ayer. Concretamente, un tenedor y dos cucharas de plata.
Me quedo sin respiración.
—Esto… deje… deje que mire a ve en la cocina, igual me olvidé algo.
Miro a Miss Leefolt para ver si está de acuerdo conmigo, pero sigue con la vista clavada en la raja. Siento que un picor helado me asciende por la garganta.
—Sabes muy bien que esos cubiertos no están en la cocina, Aibileen —dice Miss Hilly.
—Miss Leefolt, ¿ha mirao en la cuna de Ross? A veces agarra cosas y se las mete en el…
Miss Hilly se ríe socarrona y dice:
—¿Has visto qué descaro, Elizabeth? ¡Está echándole la culpa a un bebé!
Intento recordar a toda prisa si conté los cubiertos antes de envolverlos en el paño. Creo que sí, siempre lo hago. Dios, dime que no va a acusarme de lo que pienso.
—Miss Leefolt, ¿ha mirao en la cocina, o en el armario de los cubiertos? ¿Miss Leefolt?
Pero sigue sin mirarme y no sé qué hacer. Todavía no soy consciente de lo mal que puede acabar esto. Puede que no se trate sólo de los cubiertos, puede que tenga que ver con Miss Leefolt y el capítulo dos.
—Aibileen —dice Miss Hilly—, o aparecen esos cubiertos para esta tarde o Elizabeth tendrá que denunciar el robo.
Miss Leefolt mira a Miss Hilly conteniendo el aliento, como si le sorprendiera este último comentario de su amiga. Entonces me pregunto si todo esto se les habrá ocurrido a las dos o sólo a Miss Hilly.
—Yo no he robao na, Miss Leefolt —digo.
Sólo de pronunciar esta frase me entran ganas de echar a correr.
—No sé, Hilly, está diciendo que ella no los tiene —susurra Miss Leefolt a su amiga.
Miss Hilly ignora por completo este comentario, me mira con gesto altivo y dice:
—Entonces, es mi deber informarte de que estás despedida, Aibileen. —Miss Hilly se suena la nariz y añade—: Y de que voy a llamar a la policía. Tengo muchos conocidos que trabajan en el cuerpo, ¿sabes?
—¡Mamáaa! —aulla de repente Hombrecito desde su cuna.
Miss Leefolt mira hacia el cuarto de su hijo y luego a Hilly, sin saber muy bien qué hacer. Supongo que estará pensando en cómo se las va a arreglar sin criada.
—¡Aaai-biii! —grita Hombrecito, y se echa a llorar.
—¡Aai-biii! —me llama otra vocecita.
¡Mae Mobley está en casa! ¡Claro! Estaba enferma y por eso no habrá ido a la escuela. Me llevo la mano al pecho. Dios, no permitas que vea esto. No dejes que escuche lo que dice de mí Miss Hilly. Se abre la puerta del pasillo y aparece Chiquitina. Nos mira con los ojos enrojecidos y tose.
—Aibi, me duele la jarjanta.
—Ah… Ahora mismo voy, Chiquitina.
Mae Mobley vuelve a toser. Su tos suena bastante mal, como el ladrido de un perro. Me acerco a ella, pero Miss Hilly me dice:
—Aibileen, no te molestes. Recuerda que ya no trabajas aquí. Elizabeth se ocupará de sus hijos.
Miss Leefolt mira a Hilly con una cara que parece decir: «¿De verdad tengo que hacerlo?». Sin embargo, se levanta y arrastra los pies por el salón. Lleva a Mae Mobley al cuarto de Hombrecito y cierra la puerta. Me quedo a solas con Miss Hilly.
Miss Hilly se reclina sobre el respaldo de la silla y dice:
—No me gustan los mentirosos.
La cabeza me da vueltas. Me gustaría sentarme.
—Yo no he robao esos cubiertos, Miss Hilly.
—No me refería a los cubiertos —dice, inclinándose sobre la mesa. En un susurro, para que no la oiga Miss Leefolt, añade—: Me refería a esas cosas que escribiste sobre Elizabeth. No tiene ni idea de que el capítulo dos es sobre ella y yo soy demasiado buena amiga como para contárselo. Igual no puedo mandarte a la cárcel por lo que escribiste sobre Elizabeth, pero sí por ser una ladrona.
«No voy a ir a la cárcel, no voy a ir a la cárcel», es lo único en lo que puedo pensar.
—¡Ah, se me olvidaba! Tengo una sorpresita preparada para tu amiga Minny. Voy a llamar a Johnny Foote para decirle que la despida ahora mismo. —Empiezo a ver borroso. Me tiembla todo el cuerpo y ya no puedo apretar más fuerte los puños—. Resulta que soy íntima de Johnny Foote, y hará lo que yo…
—¡Miss Hilly! —digo alto y claro.
Se queda callada, sorprendida. Apuesto a que hacía años que nadie la interrumpía al hablar.
—No se olvide de que sé algo sobre usté.
Me mira con mala cara, pero no dice nada, así que sigo hablando:
—Por lo que cuentan, en la cárcel una tiene mucho tiempo pa escribí cartas. —Estoy temblando y mi propia respiración me quema—. El suficiente pa escribí a toas y cada una de las mujeres de Jackson pa contarles la verdá sobre usté. Tiempo no falta, y el papel es gratis.
—Nadie se creerá lo que escribas, negra.
—Ya lo veremos. Dicen que se me da bastante bien.
Miss Hilly saca la punta de la lengua y se toca con ella el herpes. Después, aparta la mirada de mí. Antes de que pueda decir nada más, se abre la puerta de golpe y Mae Mobley, todavía en pijama, entra corriendo en el salón y se detiene a mi lado. Tiene hipo de tanto llorar y su naricita está roja como una amapola. Su madre debe de haberle contado que me marcho.
Ruego a Dios que no le haya repetido las mentiras de Miss Hilly.
Chiquitina se agarra a la falda de mi uniforme y no se suelta. Le pongo la mano en la frente y descubro que está ardiendo de la fiebre.
—Chiquitina, tiés que volvé a la cama.
—¡Nooo! —berrea—. No te vayas, Aibi.
Miss Leefolt sale del dormitorio con Hombrecito en los brazos y poniendo mala cara.
—¡Aibi! —me llama el pequeño.
—Hola, Hombrecito —susurro. Me alegro de que sea demasiado pequeño para comprender lo que está pasando—. Miss Leefolt, deje que lleve a la niña a la cocina pa darle una medisina. Tiene mucha fiebre.
Miss Leefolt mira a Miss Hilly, que permanece sentada con los brazos cruzados.
—Está bien, llévatela —dice Miss Leefolt.
Chiquitina me da su ardiente mano y la acompaño a la cocina. Vuelve a darle otro ataque de esa preocupante tos mientras busco la aspirina infantil y el jarabe para la tos. Sólo de estar aquí conmigo se tranquiliza un poco, pero todavía le caen lágrimas por la cara.
Siento a la pequeña sobre la encimera, machaco una de esas pastillitas rosadas, la mezclo con zumo de manzana y le doy una cucharada. Me doy cuenta de que le duele al tragar. Le acaricio el pelo. El trozo del flequillo que se cortó con las tijeras de la escuela está empezando a crecerle, pero sigue teniendo un peinado cómico. Últimamente, su madre ya no quiere ni mirarla a la cara.
—Por favor, Aibi, no te vayas —dice, y se echa a llorar otra vez.
—Tengo que hacerlo, Chiquitina. Lo siento.
En este momento, me echo a llorar. No quiero hacerlo porque sé que ella lo va a pasar peor, pero no puedo evitarlo.
—¿Por qué? ¿Por qué no quieres volver a verme? ¿Vas a cuidar a otra niña?
Arruga la frente, como cuando su madre le echa la bronca. Dios, siento que me están arrancando el corazón, pero, por lo menos, me alegro de que no haya escuchado lo que dijo Miss Hilly.
Envuelvo su carita con mis manos, y siento el preocupante calor de sus mejillas.
—No, Chiquitina. No me voy por eso. No quiero dejarte, pero… —¿Cómo voy a explicarle esto? No puedo contarle que me han despedido, no quiero que le eche la culpa a su madre y empeorar más aún las cosas entre las dos—. Es que me tengo que retirá, soy ya muy vieja. Tú vas a se mi última niña.
Lo que digo es cierto, aunque no sea por voluntad propia.
Dejo que llore unos momentos en mi pecho y luego vuelvo a tomar su carita entre mis manos. Respiro profundamente y le pido que haga lo mismo.
—Chiquitina —le digo—, tíes que recordá to lo que te he contao. ¿Lo harás?
Sigue llorando sin parar, pero, al menos, ya no tiene hipo.
—¿Lo de limpiarme bien el culito cuando termino?
—No, Chiquitina, lo otro. Lo de cómo eres.
Miro sus bonitos ojos marrones, fijos en los míos. ¡Leches! Esta niña tiene ojos de persona mayor, como si hubiera vivido mil años. Me parece ver, en lo más profundo de sus pupilas, la mujer que va a ser cuando crezca, como un flash del futuro. Será alta y andará con la cabeza erguida, orgullosa. Lucirá un hermoso peinado y, ya de mayor, se acordará de las palabras que le metí en la cabeza.
Entonces las dice, justo lo que yo necesitaba escuchar:
—Eres buena, eres lista, eres importante.
—¡Ay, Dios! —Abrazo su cuerpecito y siento que me acaba de dar un regalo—. Grasias, Chiquitina.
—De nada —contesta, como le he enseñado.
Vuelve a posar su cabeza en mi hombro y nos quedamos llorando un buen rato, hasta que Miss Leefolt entra en la cocina.
—Aibileen… —dice Miss Leefolt con toda tranquilidad.
—Miss Leefolt, ¿está segura… de que esto es lo que…?
Miss Hilly aparece detrás de ella y me mira con cara de pocos amigos. Miss Leefolt asiente con cara de culpabilidad.
—Lo siento, Aibileen. Hilly, si quieres denunciarla…, es cosa tuya.
Miss Hilly levanta la nariz y dice:
—Bueno, no vale la pena perder el tiempo por tres cubiertos.
Miss Leefolt respira aliviada. Durante un segundo, nuestros ojos se cruzan y puedo ver que Miss Hilly tenía razón. Miss Leefolt no sabe que ella es la protagonista del segundo capítulo. Y aunque lo sospechara, nunca sería capaz de admitir que es ella.
Aparto con delicadeza a Mae Mobley. La pequeña me mira a mí y luego a su madre con sus ojos febriles y soñolientos. Parece asustada ante la perspectiva de pasar los próximos quince años de su vida sin mí, pero suspira, demasiado cansada para pensar en ello. Le doy un beso en la frente y ella intenta agarrarse a mí de nuevo. Muy a mi pesar, tengo que retroceder un paso para impedírselo.
Entro en el cuarto de la lavadora y recojo mi abrigo y mi bolso.
Salgo por la puerta de atrás escuchando el terrible llanto de Mae Mobley. Recorro el camino hasta la calle llorando, consciente de lo mucho que voy a echar de menos a la niña. Rezo para que su madre pueda mostrarle un poco más de afecto. Pero, al mismo tiempo, me siento liberada en cierto modo, igual que Minny. Más libre que Miss Leefolt, que está tan atrapada por su forma de pensar que no fue capaz de reconocerse cuando leyó el libro. Más libre que Miss Hilly, que se va a pasar el resto de su vida intentando convencer a la gente de que no se comió la famosa tarta. Pienso que Yule May está en la cárcel por su culpa, pero Miss Hilly está atrapada en su propia prisión de por vida.
Son las ocho y media de la mañana y recorro la acera bajo el ardiente sol, preguntándome qué voy a hacer el resto del día, el resto de mi vida. Camino temblando y con lágrimas en los ojos. Una mujer blanca pasa a mi lado y me mira con mala cara. En el periódico, me van a pagar diez dólares a la semana. Además, tengo el dinero del libro, y parece que nos van a dar más. De todos modos, con eso no me llega para vivir el resto de mis días. No creo que pueda volver a encontrar un trabajo de sirvienta, no con Miss Leefolt y Miss Hilly diciendo por ahí que soy una ladrona. Mae Mobley ha sido mi último bebé blanco y el que llevo puesto será mi último uniforme.
Hace un sol cegador, pero tengo los ojos bien abiertos. Me siento en la parada del autobús como llevo haciendo los últimos cuarenta y pico años. Dentro de media hora estaré de nuevo en casa y mi vida estará… acabada. Quizá debería seguir escribiendo, no sólo para el periódico. Igual podría escribir sobre la gente que conozco, las cosas que he visto y he hecho… ¿Quién sabe? Es posible que no sea tan mayor para volver a empezar. Me río y lloro a la vez al pensar en esto, porque justo anoche decía que ya no tenía edad para comenzar una nueva vida.
FIN