Capítulo 26

El sábado por la mañana me levanto cansada y con el cuerpo molido. Entro en la cocina y me encuentro a Sugar contando los veinticinco dólares que ganó anoche trabajando en la Gala Benéfica. Suena el teléfono y mi hija se lanza sobre el aparato como un rayo. ¡Vaya! Parece que Sugar se ha echado novio y no quiere que su mamita se entere.

—Sí, señó, ahora se pone —dice Sugar, pasándome el auricular.

—¿Diga?

—Minny, soy Johnny Foote. Te llamo desde el coto de caza. Quería contarte que Celia está bastante disgustada. Anoche lo pasó mal en la fiesta.

—Sí, señó, ya lo suponía.

—Vaya, así que te enteraste —suspira—. Bueno, cuídala un poco esta semana, por favor, Minny. Voy a estar unos días fuera y… no sé. Si ves que no se le pasa, llámame y vuelvo antes si hace falta.

—Descuide, señó, me encargaré de ella. Ya verá cómo se pone bien.

No vi con mis propios ojos lo que sucedió en la fiesta, pero me lo contaron mientras fregaba en la cocina. Todos los camareros no hablaban de otra cosa.

¿T'has enterao? —me dijo Fanny—. Esa mujé de rosa pa la que trabajas s'ha emborrachao como un indio en día de paga.

Levanté la vista del fregadero y vi a Sugar acercarse a mí con los brazos en jarras.

—Es verdá, mamá. Acaba de vomitá en medio de la sala, con tol mundo mirando.

Sugar se dio la vuelta y empezó a carcajearse con las otras. No vio venir el tortazo que se llevó. La espuma que tenía en las manos saltó por los aires.

—¡Cierra el pico, Sugar! —le grité, llevándomela a una esquina—. No quiero volvé a oírte hablá mal de esa mujé. Gracias a ella pués comé y comprarte ropa. ¿Entendío?

Sugar asintió con la cabeza y seguí fregando, pero pude oír cómo murmuraba a mis espaldas:

Pos tú te metes con ella tol rato.

Me di la vuelta y la apunté con el dedo:

—Mira, bonita, yo tengo derecho a hacerlo porque me lo gano tos los días trabajando pa esa maldita loca.

El lunes, cuando llego al trabajo, me encuentro a Miss Celia tirada en la cama con el rostro cubierto por las sábanas.

Güenos días, Miss Celia —la saludo, pero ella me da la espalda sin mirarme.

A la hora de almorzar, le llevo una bandeja de bocadillos de jamón a la cama.

—No tengo apetito —me dice, tapándose la cara con la almohada.

Me quedo de pie mirándola. Parece una momia envuelta en las sábanas.

—¿Qué piensa hacé? ¿Pasarse tol día ahí tirá? —le pregunto, aunque ya la he visto hacerlo un montón de veces.

Sin embargo, en esta ocasión las cosas son diferentes. No lleva potingues en la cara ni sonríe como siempre.

—Por favor, déjame sola.

Intento convencerla de que lo que tiene que hacer es levantarse, ponerse su maldita ropa y olvidarse de todo, pero da tanta lástima ahí tumbada que me callo. Además, no soy su psicóloga ni me paga para eso.

El martes por la mañana, Miss Celia sigue en la cama. La bandeja de ayer descansa en el suelo, y los bocadillos están intactos. Lleva ese camisón zarrapastroso que se trajo del condado de Túnica, uno a cuadros azules con el volante del cuello deshilachado y manchas en el pecho, que parecen de carbón.

—Vamos, Miss Celia, déjeme cambiá esas sábanas. Por cierto, el serial está a punto de empezá. Parece que Miss Julia las va a pasá canutas, no se va a creé lo que hizo esa tonta con el doctó Bigmouth en el capítulo de ayer.

No reacciona ni se levanta.

Más tarde, le llevo una bandeja con un trozo de pastel de pollo, aunque lo que me gustaría es decirle que se animara y bajase a comer a la cocina.

—A ver, Miss Celia. Sé que lo que le sucedió en la Gala fue horrible, pero no pué pasarse el resto de su vida tirá en esa cama lamentándose.

Miss Celia se levanta, va al baño y cierra la puerta por dentro.

Aprovecho para hacer la cama. Cuando termino, recojo todos los pañuelos mojados con lágrimas y los vasos vacíos de la mesita de noche. Veo un taco de correo. ¡Por lo menos se ha levantado a mirar el buzón! Lo aparto para quitar el polvo a la mesita y entonces me fijo en un papel con las letras H. W. H. bien grandes en el encabezamiento. Antes de ser consciente de a quién pertenecen esas iniciales, ya he leído toda la carta:

Estimada Celia:

Las miembros de la Liga de Damas hemos decidido que, como compensación por el vestido que usted me rompió, haga una donación de no menos de doscientos dólares para nuestras campañas benéficas. Por otra parte, le rogamos que en el futuro se abstenga de ofrecerse como voluntaria para colaborar en cualquier actividad de nuestra asociación, pues su nombre ha sido incluido en nuestra lista de personas no gratas. Agradeceremos su comprensión al respecto.

Sírvase remitir el cheque a la Liga de Damas, Delegación de Jackson.

Atentamente,

Hilly Holbrook

Presidenta y Consejera de Finanzas

El miércoles por la mañana, Miss Celia sigue entre las sábanas. Hago mi trabajo en la cocina, intentando disfrutar del hecho de que no ande rondando a mi alrededor. Pero no puedo, porque el teléfono no para de sonar y, por primera vez desde que llegué a esta casa, Miss Celia no sale corriendo a contestar. A la décima llamada, no lo soporto más y contesto.

Voy al dormitorio de Miss Celia a avisarla.

—Mister Johnny al teléfono.

—¿Qué? ¡Pero si se supone que no sabe que… que trabajas aquí!

Suelto un profundo suspiro para dejarle claro que a estas alturas me importan un pimiento sus mentiras.

—Su marío me llamó el otro día a mi casa, Miss Celia. Se acabó la farsa.

—Dile que estoy dormida —contesta, cerrando los ojos.

Levanto el teléfono del dormitorio y, sin apartar la vista de Miss Celia, le digo a su marido que está en la ducha.

—Sí, señó, está mejó —miento, mientras la miro enfadada.

Cuelgo el aparato y le digo a Miss Celia:

—Quería sabe qué tal está usté.

—Ya lo he oído.

—He mentío por usté, ¿sabe?

Otra vez se tapa la cara con la almohada.

Al día siguiente por la tarde ya no puedo aguantar más. Miss Celia sigue en el mismo sitio en el que se ha pasado toda la semana. Su rostro está más delgado y su cabello, con el tinte dorado, se ha vuelto muy grasiento. La habitación empieza a oler a rancio. Estoy segura de que no se ha duchado desde el viernes.

—Miss Celia —le digo.

Me mira, pero no sonríe ni abre la boca.

—Mister Johnny va a volvé esta noche y le prometí que iba a cuidá de usté. ¿Qué va a pensá de mí si la encuentra tirá en la cama con ese apestoso camisón que lleva?

Miss Celia empieza a gimotear, le entra hipo y luego rompe a llorar como una niña.

—Nada de esto habría pasado si me hubiera quedado en el lugar al que pertenezco. Él tendría que haberse casado con alguna más apropiada. Debería haberse casado con… Hilly.

—Vamos, Miss Celia, no es pa

—¿Viste cómo me miró Hilly? Como si yo no fuera nadie. Una basura que Johnny encontró tirada en la cuneta.

—Lo que piense Miss Hilly no importa. No debe tené en cuenta la opinión de esa mujé.

—No estoy preparada para este estilo de vida. ¿Para qué quiero una mesa para doce personas en el comedor? Aunque se lo suplique de rodillas a la ciudad entera, nunca conseguiré traer a doce personas a cenar a esta casa.

Muevo la cabeza. Ya está otra vez quejándose de lo mucho que tiene.

—¿Por qué me odia así? Si ni siquiera me conoce —solloza Miss Celia—. Además, no sólo es por lo de Johnny. Me llamó mentirosa y me acusó de haberle regalado esa… tarta. —Se golpea con los puños en las rodillas y continúa llorando—. No habría vomitado de no ser por cómo me trató.

—¿Qué tarta? ¿De qué está hablando?

—Hi… Hi… Hilly ganó tu tarta, y me acusó de haber pujado por ella en su nombre, para gastarle no sé qué broma —dice entre gemidos y sollozos—. ¿Por qué iba a hacer yo eso? ¿Por qué iba a pujar por ella?

De repente, empiezo a darme cuenta de lo que está pasando. No sé quién pujó para que Hilly se llevara esa tarta, pero sé perfectamente que esa mujer se comería viva al que lo hiciera.

Contemplo la puerta. Una voz en mi interior me dice: «Minny, márchate. Déjalo estar y sal de aquí». Pero miro a Miss Celia, que se limpia los mocos en su viejo camisón, y me siento culpable.

—No puedo seguir haciéndole esto a Johnny. Ya he tomado una decisión, Minny. Me vuelvo a mi pueblo —solloza—. Me vuelvo a Sugar Ditch.

—¿Va a dejá a su marío sólo porque ha vomitao en una fiesta?

«¡Espera un momento!», me digo, abriendo los ojos todo lo que puedo. Miss Celia no puede abandonar a Mister Johnny… ¿Dónde demonios voy a trabajar yo?

Al recordarle lo del vómito, Miss Celia se hunde de nuevo en una crisis de llanto. Suspiro, la miro, y me pregunto qué puedo hacer.

¡Ay, Señor! Creo que ha llegado el momento. Ya es hora de que le cuente lo único que no le he dicho a nadie en toda mi vida. De cualquier modo, voy a perder mi empleo, así que, por probar, nada se pierde.

—Miss Celia… —le digo, sentándome en el sillón amarillo de la esquina.

Nunca me he sentado en esta casa más que en la cocina y aquel desgraciado día que lo hice en el suelo del cuarto de baño. Pero hoy las circunstancias son excepcionales.

—Sé por qué Miss Hilly se enfadó tanto… —le explico—. Con lo de la tarta, me refiero.

Miss Celia se suena estruendosamente la nariz en un pañuelo y me mira.

—Una vez le hice algo… terrible, horrible.

Se me acelera el corazón sólo de pensar en ello. Me doy cuenta de que no voy a poder explicarle la historia sentada en este sillón. Me levanto y me acerco al borde de la cama.

—¿El qué? —pregunta, sorbiéndose las lágrimas—. ¿Qué pasó, Minny?

—El año pasao, Miss Hilly me hizo vení a su casa un día, cuando yo todavía trabajaba pa su madre. Me dijo que iban a mandá a Miss Walter a una residencia de ancianos. Me asusté, porque tengo cinco hijos que alimentá y mi marío Leroy ya trabaja dos turnos en la fábrica. —Siento que me arde el pecho—. Sé que lo que hice no es muy cristiano, pero ¿qué tipo de persona es capaz de enviá a su propia madre a una residencia pa que la cuiden extraños? Me pareció que había algo malo en lo que hacía esa mujé que justificaba mi comportamiento.

Miss Celia se sienta en la cama y se limpia la nariz. Ahora parece estar prestando atención.

—Durante tres semanas, estuve buscando trabajo. Cada día, cuando terminaba en casa de Miss Walter, empezaba mi ruta. Fui a ver a Miss Childs y me mandó a paseo. Después pasé por casa de la familia Rawley, y tampoco me aceptaron. Ni ellos, ni los Rich, ni Patrick Smith, ni los Walker… Ni tan siquiera esos católicos que tienen siete hijos, los Thibodeaux. Nadie me quería.

—Oh, Minny, pobrecita… —dice Miss Celia—. ¡Qué mal lo debiste de pasar!

Tenso la mandíbula antes de continuar:

—Desde que era pequeña, mi mamita me decía que vigilara mi lengua, pero nunca le hice caso. Tengo fama de respondona en toa la ciudá, y me imaginaba que ésa sería la razón por la que nadie quería contratarme. Cuando sólo me quedaban dos días de trabajo en casa de Miss Walter, todavía no había encontrao otro empleo y empecé a asustarme de verdá. Con el asma de Benny, los gastos del colegio de Sugar, los de la pequeña Kindra… Ya las estábamos pasando canutas, y encima yo me iba a quedá sin trabajo. Entonces fue cuando Miss Hilly se pasó por casa de su madre pa hablá conmigo. Me dijo: «Ven a trabajar a mi casa, Minny. Te pagaré veinticinco centavos más que mi madre al día». Me estaba tentando con una zanahoria, como si yo fuera un caballo percherón. —Se me cierran los puños de la rabia al recordarlo—. Se pensaba que iba a aceptá quitarle el trabajo a mi amiga Yule May Crookle. Miss Hilly se cree que tol mundo es tan retorcío como ella.

Me paso la mano por la frente para secarme el sudor. Miss Celia me escucha sorprendida, con la boca abierta.

—Le contesté: «No, grasias, Miss Hilly». Me dijo que me pagaría cincuenta centavos más al día y le repetí: «Muchas grasias, señorita, pero no». Entonces me hundió en la miseria, Miss Celia. Me dijo que sabía que había estao en casa de los Childs, de los Rawley y de toas las otras familias que me rechazaron. Me dijo que les había contado a tos que yo era una ladrona. Nunca he robao na en mi vida, pero esa mujé contó ese embuste por toa la ciudá. Nadie va a contratá de criada a una negra mangante y con la lengua larga, así que no me quedaba más remedio que trabajá pa ella gratis… Por eso hice lo que hice.

Miss Celia pestañea y me pregunta:

—¿El qué, Minny?

—Le dije que se podía ir a comé mierda.

Miss Celia me mira alucinada.

—Después me fui a casa y me puse a prepará una de mis tartas. Eché el azúcar, chocolate de pastelería y vainilla de la buena que me había traío de México mi primo. Al día siguiente, la llevé a casa de Miss Walter. Sabía que Miss Hilly estaría allí porque ese día iban a vení los del asilo a recogé a su madre y así ella podría vendé la casa, arramblá con la cubertería de plata y rapiñá to lo que pudiera. En cuanto puse la tarta en la encimera, Miss Hilly sonrió pensando que estaba intentando hacé las paces con ella. Creyó que era mi forma de pedirle perdón por lo que le había dicho el día anterió. Me quedé allí mirando con mis propios ojos cómo se la comía. Se tragó dos trozos enteros, metiéndoselos en la boca como si nunca hubiera probao na tan rico. Cuando terminó, dijo: «Sabía que cambiarías de idea, Minny. Sabía que ibas a terminar aceptando mi oferta», y soltó una carcajada de niña engreía, como si to esto le hiciera mucha grasia. Entonces, Miss Walter dijo que tenía un poco de hambre y me pidió un trozo de tarta. Le contesté: «No, señora. Esta tarta es especial, sólo pa Miss Hilly». Pero Miss Hilly dijo: «Deja que mi madre la pruebe si quiere, pero sólo un trocito. Minny, ¿qué le pones para que te salga tan buena?». «Vainilla de la buena, de México», contesté, y ya no me pude aguantar más y le conté lo que había puesto en esa tarta.

Miss Celia me contempla petrificada. No me atrevo a mirarla a los ojos.

—Miss Walter se quedó boquiabierta. Nadie en esa cocina se atrevió a pronunciá palabra durante unos segundos. De lo sorprendidas que estaban, podría haberme escapao sin que se dieran cuenta. Pero entonces Miss Walter se empezó a reír con unas carcajadas tan fuertes que casi se cae de la silla. Todavía entre risas, dijo: «Vaya, Hilly, parece que esta vez te llevas tu merecido. Yo, en tu lugar, no volvería a andar contando mentiras sobre Minny, si no quieres que toda la ciudad se entere de que te has comido dos trozos de su mierda».

Miro avergonzada a Miss Celia, que me observa con los ojos como platos y una expresión de asco. Me empiezo a arrepentir de habérselo contado. Nunca volverá a confiar en mí. Regreso al sillón amarillo y me vuelvo a sentar.

—Lo siento, Miss Celia. Supongo que Miss Hilly pensó que usté conocía esa historia y que se estaba burlando de ella. No se habría puesto así con usté si yo no hubiera hecho lo que hice.

Miss Celia sigue mirándome embobada.

—Sólo quiero que sepa que, si se marcha y deja a Mister Johnny, entonces Miss Hilly habrá ganao la partida. Nos habrá hundío a mí y a usté. —Muevo la cabeza, y pienso en Yule May, que está en la cárcel, y en Miss Skeeter, que ha perdido a todas sus amigas—. Quedan pocas personas en esta ciudá a las que esa mujé no haya arruinao la vida.

Miss Celia permanece un rato en silencio. Después, me mira y se dispone a decir algo, pero cierra otra vez la boca. Por fin, me dice:

—Gracias… por… contármelo.

Y se vuelve a tumbar. Creo que ha llegado el momento de retirarme. Al cerrar la puerta de su habitación, puedo ver que sus ojos siguen abiertos como platos.

A la mañana siguiente descubro que Miss Celia por fin se ha levantado de la cama, se ha lavado el pelo y ya lleva otra vez la cara llena de maquillaje. Hace mucho frío en la calle, así que se ha vuelto a embutir en uno de sus ajustados jerséis.

—¿Contenta de tené a Mister Johnny en casa? —le pregunto.

No es que me importe mucho, lo que quiero saber es si todavía sigue con su idea de marcharse. Pero Miss Celia no está muy habladora hoy. Sus ojos parecen cansados y no se presta a sonreír por cualquier tontería como de costumbre. Señala hacia el jardín desde la ventana de la cocina y dice:

—Creo que voy a plantar unos rosales en la parte de atrás.

—¿Cuándo florecerán?

—Deberían hacerlo para la próxima primavera.

Me tomo como una buena señal que esté haciendo planes para el futuro. Imagino que alguien que tiene pensado escapar de casa de su marido no pierde el tiempo plantando unos arbustos que no florecerán hasta el año próximo.

Durante las siguientes semanas, Miss Celia se pasa las tardes trabajando en el jardín antes de que se oculte el sol de invierno. Una lluviosa y fría mañana llego a la casa y me la encuentro en la mesa de la cocina. Tiene el periódico delante de ella, pero su vista está fija en el árbol de mimosa.

Güenos días, Miss Celia.

—Hola, Minny.

Miss Celia permanece sentada, mira el árbol y juguetea con un bolígrafo en la mano. Está empezando a llover con fuerza. Las rosadas hojas de mimosa caen de las ramas y se acumulan en húmedos montones sobre la hierba.

—¿Qué quiere hoy pa comé? Nos queda rosbif y algo de pastel de pollo… —le pregunto, mirando en el frigorífico.

Tengo que tomar una determinación con Leroy, decirle cómo son las cosas. «O dejas de pegarme, o me voy. Y no pienso llevarme a los críos». Lo de los niños no es verdad, pero espero que le asuste más que otra cosa.

—No quiero nada.

Miss Celia se levanta y se quita un zapato de tacón y luego el otro. Se estira, con la mirada todavía fija en el árbol. Hace crujir los nudillos y sale por la puerta del jardín.

Desde la ventana, la veo agarrar el hacha. Me da un pequeño escalofrío, porque a nadie le hace gracia ver a una mujer loca con un hacha en la mano. La balancea en el aire, como si fuera un bate de béisbol en un golpe de prueba.

—¡Esta vez se acabó, preciosidad!

Se está empapando por la lluvia, pero no parece importarle. Empieza a dar hachazos al árbol. Ramas y hojas rosas salen despedidas en todas las direcciones.

Poso la bandeja de rosbif en la mesa de la cocina y la contemplo, esperando que esto no termine mal. Miss Celia aprieta los labios y se seca la lluvia de los ojos. En vez de cansarse, cada vez hunde con más violencia el hacha en el tronco.

—¡Miss Celia, venga acá, que llueve mucho! —le grito—. Ya lo hará Mister Johnny cuando vuelva.

Pero no me hace caso. Ha llegado a la mitad del tronco y el árbol empieza a bambolearse ligeramente, como mi padre cuando estaba borracho. Me siento en la silla en la que estaba leyendo Miss Celia y espero a que termine. Muevo la cabeza y ojeo el periódico. Entonces encuentro entre las páginas la carta de Miss Hilly junto a un cheque de Miss Celia por valor de doscientos dólares. Lo miro con atención y me fijo en que, en la parte inferior del cheque, en la casilla reservada para «observaciones», Miss Celia ha escrito con una preciosa caligrafía cursiva: «Para zampatartas Hilly».

Oigo un crujido y observo cómo el árbol se desploma. Montones de hojas revolotean por el aire y se pegan a su cabello dorado.