Capítulo 25

La Gala Benéfica Anual de la Liga de Damas de Jackson, o simplemente «la Gala», como la conoce todo el mundo por aquí, es famosa en esta ciudad y sus alrededores. A las siete en punto de un fresco atardecer de noviembre, los invitados empezarán a llegar al bar del hotel Robert E. Lee para el cóctel. A las ocho, se abrirán las puertas del salón de baile, cuyas ventanas están cubiertas por cortinones de terciopelo verde decorados con ramilletes de acebo natural.

Pegadas a las paredes, se han dispuesto unas mesas con las listas y los precios de los artículos subastados, donados por miembros de la Liga y por comerciantes locales. Se espera que la subasta recaude más de seis mil dólares este año, quinientos más que el anterior. Los beneficios se destinarán a los Pobres Niños Hambrientos de África.

En el centro de la sala, bajo una gigantesca lámpara de araña, hay veintiocho mesas dispuestas para la cena, que se servirá a las nueve. En un lateral, se encuentran la pista de baile y el estrado para la orquesta, justo enfrente de la tribuna desde la que Hilly Holbrook pronunciará su discurso.

Tras la cena, habrá un baile. Seguro que algunos de los caballeros se emborrachan, pero las damas jamás se permitirán caer tan bajo. Todas las integrantes de la Liga de Damas se consideran anfitrionas del evento, y las preguntas más habituales serán: «¿Se lo están pasando ustedes bien?», «¿Todo según lo previsto?» y «¿Ha hablado ya Hilly?». A nadie se le escapa que ésta es la noche de Hilly.

A las siete en punto, las parejas empiezan a presentarse en el recibidor del hotel y dejan sus abrigos de pieles a los camareros de color vestidos con fracs grises. Hilly, que lleva aquí desde las seis, luce un vestido largo de tafetán color granate, con cuello alto de volantes que trepan hasta su garganta y mangas ajustadas que descienden hasta las muñecas. Las únicas partes del cuerpo de Hilly que quedan a la vista son las manos y la cara.

Hay otras mujeres que visten un poco más atrevidas y, por aquí y por allá, se ven algunos hombros, pero sus guantes largos de piel aseguran que sólo unos pocos centímetros de brazo se expongan al público. Por supuesto, todos los años se presenta alguna invitada enseñando un poco de pierna o un asomo de escote. No suelen despertar muchos comentarios, porque no pertenecen a la Liga de Damas.

Celia Foote y su marido llegan más tarde de lo que habían planeado, a las siete y veinticinco. Cuando Johnny volvió a casa del trabajo, se quedó helado en la puerta del dormitorio y, con el maletín todavía en la mano, miró a su mujer y le preguntó:

—Celia, ¿no te parece que ese vestido es un poco… esto… abierto por arriba?

Celia le empujó hacia el lavabo.

—¡Ay Johnny! ¡Qué poco entendéis los hombres de moda! Venga, date prisa o llegaremos tarde.

Johnny se dio por vencido antes incluso de intentar hacerle cambiar de opinión. Además, lo cierto es que ya era un poco tarde.

El matrimonio Foote entra en el bar justo detrás del doctor Ball y su esposa. Los Ball se dirigen a la izquierda, Johnny a la derecha y, por un momento, Celia se queda en la entrada, debajo de las ramitas de acebo, con su deslumbrante vestido rosa chillón.

En el bar, parece que el tiempo se detiene. Los maridos se quedan con el vaso de whisky a medio trago contemplando ese bulto rosa que asoma por la puerta. Les cuesta un segundo enfocar bien. Al principio miran, pero no pueden ver. Poco a poco, van descubriendo que lo que tienen delante es de verdad (carne de verdad, escote de verdad, cabello rubio puede que no tan de verdad) y se les enciende el rostro. Parece que todos están pensando en lo mismo: «¡Ya era hora de que llegara!». Pero, entonces, notan las uñas de sus esposas clavadas en la mano y ponen gesto serio. En sus ojos se adivina el remordimiento, el despecho por su vida matrimonial («¡Nunca me puedo divertir!»), los recuerdos de juventud («¿Por qué no me fui a California aquel verano?»), la nostalgia del primer amor («¡Ay Roxanne…!»). Todo esto sucede en un lapso de apenas cinco segundos y, cuando termina, siguen mirando a Celia de reojo.

William Holbrook derrama la mitad de su Martini sobre el par de zapatos de charol que calza el principal donante de su campaña.

—Ay, Claiborne, perdona al torpe de mi esposo —se disculpa Hilly—. ¡William, tráele un pañuelo!

Pero ninguno de los dos hombres se mueve. La verdad es que lo único que les preocupa en ese momento es mirar a Celia.

Los ojos de Hilly siguen la dirección de las miradas y aterrizan en Celia. El centímetro de piel que asoma por el cuello de su vestido se pone rígido.

—Mira ese pecho —comenta un vejete—. Mirando ese par de melones me olvido de que tengo setenta y cinco años.

La esposa del anciano, Eleanor Causwell, una de las fundadoras de la Liga de Damas de la ciudad, pone mala cara y exclama, mientras se lleva una mano al pecho:

—El busto sólo se debe enseñar en el dormitorio y para alimentar a los bebés, nunca en reuniones de gente decente.

—¿Y qué quieres que haga la pobre mujer, Eleanor? ¿Que las deje en casa?

—¡Que se cubra! ¡Que se las tape!

Celia se cuelga del brazo de Johnny mientras avanzan por la sala. Se trastabilla un poco al andar, pero no está claro si es debido al alcohol o a los tacones. Dan una vuelta por la estancia y charlan con otras parejas, o mejor sería decir que Johnny habla y Celia sonríe. A veces se sonroja y, agachando la cabeza para mirarse el vestido, le pregunta a su marido:

—Johnny, ¿no te parece que igual voy demasiado elegante? En la invitación ponía que había que vestir formal, pero todas las mujeres que veo aquí parece que se hayan vestido para ir a misa.

Johnny le ofrece una sonrisa complaciente. Nunca se atrevería a reprocharle su atuendo con un «¡Te lo dije!». Por el contrario, le dice con voz melosa:

—Estás preciosa, cariño, pero si tienes frío puedes ponerte mi chaqueta sobre los hombros.

—¿Cómo me voy a poner una chaqueta de hombre encima de un vestido? —rechaza Celia entornando los ojos—. De todos modos, gracias, mi amor.

Johnny le acaricia la mano y le trae otra copa del bar, la quinta que se toma hoy, aunque eso él no lo sabe.

—Intenta hacer amistades, querida. Ahora vuelvo —dice, y se dirige al lavabo de hombres.

Celia se queda sola. Se sube un poco el escote del vestido, que cada vez está más cerca de su ombligo. Canturrea una canción de campo, moviendo nerviosa el pie mientras busca algún rostro conocido a su alrededor.

—… Liza, querida Liza, hay un agujero en el cubo

Por fin, ve a Hilly a lo lejos y, poniéndose de puntillas, la saluda haciendo un gesto con la mano por encima de las cabezas de la gente.

—¡Hilly! ¡Yuju!

Hilly se aparta de la conversación que está manteniendo a unas cuantas mesas de distancia, sonríe y le devuelve el saludo moviendo la mano, pero cuando Celia se acerca a ella, se escabulle entre la multitud.

Celia se detiene y da un nuevo trago a su copa. A su alrededor se forman grupitos que hablan y se ríen de todas esas cosas de las que se suele hablar y reír en las fiestas, supone Celia.

—¡Anda! ¿Qué tal, Julia? —dice Celia.

Le habían presentado a esta mujer en una de las pocas fiestas a las que asistieron Celia y Johnny después de casarse.

Julia Fenway sonríe y mira a su alrededor desesperada.

—Soy Celia, Celia Foote. ¿Qué tal estás? ¡Me encanta tu vestido! ¿Dónde lo has comprado, en la tienda de Jewel Taylor?

—No, Warren y yo estuvimos hace unos meses en Nueva Orleans… —Julia vuelve a mirar a su alrededor, pero no encuentra a nadie cerca para salvarla—. Estás… muy glamurosa.

Celia se acerca un poco a ella y le confiesa:

—Le he preguntado a Johnny, pero ya sabes cómo son los hombres. ¿Tú crees que voy demasiado elegante con este vestido?

Julia se ríe, pero ni tan siquiera entonces mira a Celia a los ojos.

—¡Qué va, qué va! Estás perfecta.

Una compañera de la Liga pellizca a Julia en el brazo.

—Disculpadme. Julia, te necesitamos un segundo.

Se marchan y Celia se queda sola de nuevo.

Cinco minutos más tarde, se abren las puertas del comedor y la multitud empieza a avanzar. Los invitados buscan las mesas que les han asignado mirando las tarjetitas que recogieron en la entrada. Todos sueltan exclamaciones de admiración al pasar frente a los expositores de los productos a subasta, llenos de cuberterías de plata, vestidos infantiles cosidos a mano, pañuelos de algodón, toallitas bordadas, un juego de té para niños importado de Alemania…

Minny está en una mesa al fondo de la estancia secando vasos.

—Aibileen —susurra a su amiga—, ahí la tienes.

Aibileen levanta la vista y contempla a la mujer que hace un mes llamó a la puerta de Miss Leefolt.

—Más les vale a las señoras tener bien ataos a sus maríos esta noche —contesta.

—Si la ves hablando con Miss Hilly, avísame —dice Minny, frotando con esmero el borde de un vaso.

D'acuerdo. No te preocupes, me he pasao tol día haciendo unas oraciones especiales por ti.

—Mira, ahí está Miss Walter. ¡Vieja bruja! Y Miss Skeeter.

Skeeter lleva un vestido de terciopelo negro con manga larga y un recatado cuello redondo que resalta su cabello rubio y sus labios rojos. Ha venido sola y ofrece una sensación de vacío. Echa un vistazo al salón, con cara de aburrida. Entonces ve a Aibileen y a Minny, que apartan la mirada al instante.

Una de las sirvientas de color, Clara, se acerca a la mesa y levanta un vaso.

—Aibileen —susurra, sin apartar la vista del vaso al que saca brillo—, ¿es ésa?

—¿A qué te refieres?

—Si ésa es la que escribe historias de criadas de coló. ¿Por qué lo hace? ¿Qué busca? Me han dicho que se pasa por tu casa toas las semanas.

Aibileen agacha la cabeza.

—Mira, guapa, se supone que eso es un secreto.

Minny mira para otro lado. Nadie sabe que está metida en esa historia, ni ella ni las otras criadas. Sólo saben lo de Aibileen.

Clara asiente.

—No te preocupes, no se lo voy a decí a nadie.

Skeeter toma algunas notas en su cuaderno para el artículo sobre la Gala Benéfica que se publicará en el boletín de la Liga de Damas. Contempla el salón, fijándose en los verdes cortinones, los ramitos de acebo, las rosas rojas y las hojas secas de magnolia dispuestas como centros de mesa. Sus ojos se posan en Elizabeth, que está a unos metros de ella, rebuscando en su bolso. Parece agotada, pues apenas hace un mes que ha dado a luz. Skeeter observa cómo Celia Foote se acerca a Elizabeth, quien, cuando levanta la vista y ve quién se le aproxima, empieza a toser y se lleva la mano a la garganta como para protegerse de un posible ataque.

—¿No sabes dónde meterte, Elizabeth? —le pregunta Skeeter.

—¿Qué? ¡Ah, hola, Skeeter! ¿Cómo estás? —Elizabeth le dirige una rápida sonrisa—. Sólo me… estaba entrando mucho calor aquí dentro. Creo que necesito respirar un poco de aire fresco.

Skeeter contempla cómo Elizabeth se escabulle mientras Celia Foote la persigue con su horrible vestido tintineando a cada paso. «Éste va a ser el notición de la noche —piensa Skeeter—. Ni la decoración floral, ni cuántas arrugas se le forman al vestido de Hilly en el trasero. Este año, el titular será El despropósito de vestido de Celia Foote».

Pasado un rato, se anuncia la cena y todo el mundo se dirige a los asientos que se les han asignado. Celia y Johnny se sientan con un grupo de parejas de fuera de la ciudad, amigos de amigos que en realidad no son amigos de nadie. A Skeeter le toca compartir mesa con un grupo de matrimonios locales, pero no junto a la presidenta Hilly, ni tan siquiera al lado de la secretaria Elizabeth. La sala bulle con conversaciones y elogios a la organización y al Chateaubriand. Tras el plato principal, Hilly sube al estrado y se sitúa en la tribuna. Después de una tanda de aplausos, sonríe al público y empieza a hablar:

—Buenas noches. Os agradezco a todos vuestra presencia. ¿Estáis disfrutando de la cena?

Hay gestos y voces de conformidad.

—Antes de empezar con los anuncios, me gustaría dar las gracias a todas las personas que han contribuido a que esta velada sea un éxito.

Sin girar la cabeza, Hilly hace un gesto hacia su izquierda, donde hay una fila de dos docenas de mujeres de color con sus uniformes blancos. Tras ellas se encuentra una docena de hombres, también de color, con sus fracs grises y blancos.

—Un fuerte aplauso para el servicio, por esta magnífica cena que nos han preparado y por los postres que han hecho para la subasta. —Hilly toma una tarjeta y, a partir de aquí, lee—: A su modo, contribuyen a que la Liga de Damas logre su objetivo de enviar comida a los Pobres Niños Hambrientos de África, una causa que estoy segura de que ellos también apoyan de todo corazón.

Los blancos de las mesas aplauden a las criadas y los camareros. Algunos de los sirvientes sonríen, pero la mayoría mira al infinito por encima de las cabezas de la multitud.

—A continuación, me gustaría dar las gracias a las no miembros presentes en esta sala que nos han ofrecido su tiempo y su ayuda. Gracias a vosotras, nuestro trabajo ha sido mucho más fácil.

Hay un ligero aplauso y algún frío intercambio de sonrisas y gestos entre miembros y no miembros. «¡Qué pena! —parece que piensan las miembros—. Es una verdadera lástima que no tengáis clase suficiente para que os admitamos en nuestra asociación». Hilly sigue dando gracias y reconociendo esfuerzos con un tono encendido y patriótico. Se sirve el café y los maridos se lo toman, pero la mayoría de las mujeres siguen embelesadas el discurso de Hilly.

—… gracias a la ferretería Boone… no nos podemos olvidar de la tienda de Ben Franklin… —Termina su lista con—: Y, por supuesto, queremos agradecer al donante anónimo que nos ofreció, humm…, «suministros» para la Iniciativa de Higiene Doméstica.

Se escuchan algunas risas nerviosas, pero la mayor parte de los asistentes vuelve la cabeza para comprobar si Skeeter ha tenido agallas para presentarse.

—Me gustaría que, en lugar de ser tan tímida, esta persona subiera a esta tribuna y aceptara nuestra gratitud. Sinceramente, sin su generosa ayuda no habríamos podido realizar tantas instalaciones.

Skeeter tiene la vista fija en el estrado, sin inmutarse y con un gesto de estoicismo. Hilly sonríe abiertamente y continúa con su discurso:

—Y, por último, quisiera dar las gracias a mi marido, William Holbrook, por donar un fin de semana en su coto de caza. —Le guiña un ojo a su esposo, baja la voz y añade—: Y no os olvidéis: ¡Vota a Holbrook para senador del Estado!

Los presentes sueltan una carcajada cómplice ante el gesto de Hilly.

—¡Un momento! ¡Me están llamando desde Virginia! —Hilly simula que tiene un teléfono en la mano y endereza el cuerpo—: No, no me presento con él, pero tengan clara una cosa, señores congresistas, si se les ocurre tocar el tema de la segregación en las escuelas, voy a la capital y lo soluciono yo misma.

Se oyen carcajadas ante este numerito cómico. El senador Whitworth y su esposa, sentados a una mesa frente al estrado, asienten y sonríen. Al fondo de la estancia, Skeeter baja la vista a su regazo. Durante la hora del cóctel habló un poco con el senador, pero su esposa se lo llevó antes de que el hombre le diera un segundo abrazo. Stuart no ha venido.

Cuando terminan la cena y el discurso, la gente se levanta para el baile y los hombres se dirigen a la barra. Hay prisas por acercarse a las mesas de la subasta para realizar las últimas pujas. Dos ancianas se enzarzan en una lucha por el exclusivo juego de té para niños. Se ha corrido el rumor de que perteneció a una familia real y que unos contrabandistas lo sacaron de Alemania oculto en un carro tirado por asnos, hasta que terminó en la tienda de antigüedades Magnolia de la calle Fairview en Jackson, Misisipi. El precio saltó de quince dólares a ochenta y cinco en unos minutos.

En una esquina, junto a la barra, Johnny bosteza. Celia tiene el ceño fruncido.

—No me puedo creer lo que Hilly ha dicho sobre las no miembros que colaboraron en la organización de la Gala Benéfica. ¡Si me dijo que no necesitaban ayuda!

—Bueno, ya les ayudarás el año que viene —dice Johnny.

Celia busca a Hilly con la mirada. Cuando la encuentra, descubre esperanzada que en ese momento no hay mucha gente a su alrededor.

—Johnny, ahora mismo vuelvo —dice.

—Vale, pero luego nos vamos pitando de aquí. Estoy harto de llevar este traje de mono.

Richard Cross, compañero de Johnny en el coto de caza de patos, le da una palmada en la espalda. Comentan algo y se ríen. Sus miradas se pierden entre la multitud.

Celia casi consigue llegar hasta Hilly esta vez, pero de nuevo la mujer se escabulle subiendo al estrado. Celia retrocede unos pasos, temerosa de abordar a Hilly en el lugar en el que hace unos minutos parecía tan poderosa. Se dirige entonces al aseo, y Hilly aprovecha para acercarse a la esquina en la que Johnny charla con su amigo.

—¡Vaya, Johnny Foote! —dice, dándole un cariñoso apretón en el brazo—. ¡Qué sorpresa verte aquí, con lo poco que te gustan a ti estas fiestas!

—¿Sabes que mañana se abre la temporada de caza? —comenta Johnny, suspirando.

Hilly le sonríe con sus labios pintados de color caoba, a juego con su vestido. Debe de haberse pasado días buscando el pintalabios apropiado.

—Me aburre escuchar decir lo mismo a todos los hombres. Johnny Foote, ¿no te puedes perder un día de caza? Antes hacías esas cosas por mí.

Johnny entorna los ojos y murmura:

—Celia nunca me habría perdonado que no viniéramos.

—Por cierto, ¿dónde está tu mujercita? —pregunta Hilly sin apartar la mano del brazo de Johnny y tirando de él—. ¿No se habrá quedado vendiendo perritos calientes en un campo de fútbol de Luisiana?

Johnny la mira molesto por el comentario, aunque es cierto, así fue como conoció a Celia.

—¡Vamos, vamos, sabes que sólo estaba bromeando! Estuvimos saliendo juntos demasiado tiempo como para poder permitirnos algunas licencias, ¿verdad?

Antes de que Johnny pueda responder, alguien toca el hombro de Hilly, que se vuelve y va hacia la siguiente pareja entre risitas. Johnny suspira cuando ve que Celia se acerca.

—Bueno —le dice a Richard—, ahora ya podemos marcharnos. Me levanto dentro de… —Mira su reloj—. Cinco horas.

Richard no aparta los ojos de Celia mientras avanza hacia ellos. De repente, la mujer se detiene, se agacha para recoger una servilleta que se le ha caído y ofrece una generosa vista de su escote.

—Pasar de Hilly a Celia debe de haber sido todo un cambio, Johnny.

Johnny asiente con un gesto.

—Pues como si me hubiera pasado toda la vida en la Antártida y de repente me hubiese mudado a Hawai.

Richard suelta una carcajada.

—Como acostarte en un seminario y despertarte en la residencia femenina de la universidad —añade Richard, y los dos se ríen.

Luego, Richard comenta en voz baja:

—Como la primera vez que te comes un bombón.

—¡Eh! Recuerda que estás hablando de mi mujer —corta Johnny, y le recrimina con la mirada.

—Perdona, Johnny —murmura Richard—, no pretendía ofenderte.

Celia se incorpora y suspira decepcionada.

—Hola, Celia. ¿Qué tal? —saluda Richard—. Estás preciosa.

—Gracias, Richard.

A Celia se le escapa un sonoro hipo y frunce el ceño, cubriéndose la boca con una servilleta.

—¿Ya se te ha subido la bebida? —le pregunta Johnny.

—Sólo está divirtiéndose un poco, ¿verdad, Celia? —dice Richard—. De hecho, os voy a pedir un cóctel que te encantará. Se llama Alabama Slammer.

Johnny mira con enfado a su amigo y dice:

—De acuerdo, pero luego nos vamos a casa.

Tres Alabama Slammers más tarde, se anuncian los ganadores de la subasta a sobre cerrado. Susie Pernell se sube al estrado mientras la gente pulula entre las mesas fumando y bebiendo, baila las canciones de Glenn Miller y Frankie Valli o protesta por los agudos pitidos del micrófono. Se leen los nombres y los ganadores reciben sus artículos con la emoción de a quien le ha tocado la lotería, cuando en realidad han pagado tres, cuatro o cinco veces el valor de los productos que se llevan: manteles y camisones con puntillas hechas a mano adquiridos con altas pujas; extraños cubiertos de plata, que siempre tienen mucho éxito, como aparatos para servir los huevos rellenos, para quitarle el pimiento a las aceitunas rellenas, para romper los muslos de los pichones… Después llegan los postres: bizcochos, bandejas de praliné y nougat y, por supuesto, la tarta de Minny.

—… y la ganadora de la mundialmente famosa tarta de chocolate y crema de Minny Jackson es… ¡Hilly Holbrook!

En esta ocasión hay más aplausos de lo habitual, no sólo porque Minny sea famosa por sus recetas, sino porque el nombre de Hilly provoca aplausos cada vez que se pronuncia.

Hilly abandona la conversación en la que estaba inmiscuida y se vuelve.

—¿Cómo? ¿Han dicho mi nombre? ¡Pero si no he pujado por nada!

«Como siempre, maldita tacaña», piensa Skeeter, sentada sola en una mesa apartada.

—Hilly, acabas de ganar la tarta de Minny Jackson. ¡Enhorabuena! —dice una mujer a su izquierda.

Hilly escruta las caras del salón con el ceño fruncido.

Minny, al oír que pronuncian su nombre y el de Hilly en la misma frase, se pone alerta. Tiene una taza de café sucia en una mano y una pesada bandeja de plata en la otra, pero se queda paralizada, sin atreverse a dar un paso adelante.

Hilly la localiza con la mirada, pero tampoco se mueve, sólo sonríe ligeramente.

—Vaya, parece que alguien ha pujado en mi nombre por esa tarta. ¡Qué amable!

Sigue sin apartar los ojos de Minny, quien, al darse cuenta, apila el resto de tazas en la bandeja y sale hacia la cocina a toda velocidad.

—¡Enhorabuena, Hilly! No sabía que te gustaran tanto las tartas de Minny —dice con voz chillona Celia, que ha aparecido por detrás de Hilly sin que ésta se diera cuenta. Al acercarse, tropieza con una silla y se escuchan risitas a su alrededor. Hilly permanece quieta, observando cómo avanza hacia ella.

—Celia, ¿se trata de una broma?

Skeeter se aproxima un poco. Está aburrida de esta velada tan predecible y cansada de ver los rostros avergonzados de antiguas amigas temerosas de acercarse a hablar con ella. Celia es lo único interesante que hay en este salón.

—Hilly —dice Celia, mientras la toma del brazo—, llevo toda la noche intentando hablar contigo. Creo que ha habido un malentendido entre nosotras y si me dejas que te lo explique…

—¿Qué haces? ¡Déjame en paz! —dice Hilly rechinando los dientes.

Mueve la cabeza e intenta apartarse de su lado, pero Celia le tira de la manga del vestido.

—¡No, espera! No te marches, escúchame…

Hilly pega un tirón, pero Celia la retiene por el brazo. Hay un momento de fricción entre ambas, Hilly intentando escapar y Celia sujetándola, y de repente un sonido de tela que se rasga corta el ambiente.

Celia observa sorprendida el trozo de tela roja que se le ha quedado en la mano. Acaba de arrancar el puño caoba del vestido de Hilly.

Hilly se mira el brazo y se toca la muñeca desnuda.

—Pero ¿qué intentas hacerme? —bufa entre dientes—. Esa maldita negra que tienes de criada lo ha planeado todo, ¿verdad? Sé lo que te ha contado y lo que has estado chismorreando con todo el mundo esta noche…

Un grupo de gente se ha reunido a su alrededor, y escucha y mira a Hilly con gestos de preocupación.

—¿Chismorreando? No sé a qué te…

Hilly agarra a Celia por el brazo y le grita:

—¿A quién se lo has contado?

—Bueno, sí, Minny me dijo por qué no quieres ser mi amiga…

Susie Pernell sube la voz para anunciar más ganadores por el micrófono, forzando a Celia a hablar más alto.

—Sé que piensas que Johnny y yo tuvimos una historia a tus espaldas… —grita.

En la parte delantera de la sala, se escuchan risas y más aplausos por algún comentario. Justo cuando Susie Pernell se calla para mirar sus notas, Celia exclama en voz alta:

—¡Pero me quedé embarazada después de que rompierais!

El eco de estas palabras retumba en las paredes del salón. Por unos segundos, todo el mundo permanece en silencio.

Las mujeres que están cerca de ellas arrugan la nariz y algunas se echan a reír.

—La mujer de Johnny está borracha —comenta alguien.

Celia mira a su alrededor, secándose el sudor que resbala por su maquillada frente.

—No te culpo porque pienses mal de mí, es normal si crees que Johnny te engañó conmigo.

—Johnny nunca sería capaz de…

—Y siento haberte felicitado, pensaba que te ilusionaría ganar esa tarta.

Hilly se agacha y recoge del suelo un botón de su vestido. Después se acerca a Celia para que nadie pueda oírla.

—Puedes decirle a tu negra que si le cuenta a alguien más lo de la tarta, lo pagará caro. Te crees que eres muy simpática pujando por mí para la tarta, ¿verdad? ¿Qué te figuras, que sobornándome voy a admitirte en la Liga de Damas?

—¿Qué?

—Dime ahora mismo a quién más le has contado lo de…

—Yo no he hablado con nadie sobre tartas, ¿qué…?

—¡Mentirosa! —exclama Hilly, pero rápidamente recupera la compostura y sonríe—. Ahí viene Johnny. ¡Johnny! Creo que tu mujercita necesita que la atiendas un poco.

Hilly dirige la vista a las mujeres que hay a su alrededor, compartiendo con ellas su broma.

—Celia, ¿qué pasa? —pregunta Johnny.

Celia le mira con gesto extrañado, y luego hace lo mismo con Hilly.

—No entiendo nada. Me acaba de llamar mentirosa y ahora me acusa de haber pujado en su nombre por la tarta y…

Se calla, mira a su alrededor como si no reconociera a nadie. Las lágrimas asoman a sus ojos. De repente, suelta un quejido, se dobla y vomita sobre la alfombra.

—¡Oh, mierda! —dice Johnny, llevándosela hacia la pared.

Celia aparta el brazo de Johnny y echa a correr hacia los aseos. Su marido sale detrás de ella.

Hilly tiene los puños cerrados de la tensión. Su rostro se pone de color carmesí, casi del mismo tono que su vestido. Da unos pasos y agarra a un camarero del brazo.

—¡Tú! Limpia eso antes de que empiece a oler.

Al momento un grupo de mujeres con cara de circunstancias la rodean, le hacen preguntas y estiran los brazos como si intentaran protegerla.

—Me habían dicho que Celia estaba enganchada a la bebida, pero no sabía que también se dedicara a inventarse cosas —le cuenta Hilly a una de las Susies. Es un rumor que ya intentó difundir sobre Minny por si acaso la historia de la tarta salía a la luz—. ¿Cómo llaman a este tipo de gente?

—¿Mentirosos compulsivos?

—¡Eso es! Una mentirosa compulsiva. —Hilly camina con las mujeres a su lado—. Celia le obligó a casarse con ella haciéndole creer que se había quedado embarazada. Supongo que ya entonces era una mentirosa compulsiva.

Después de que Celia y Johnny se hayan ido, la fiesta va decayendo poco a poco. Las mujeres de la Liga de Damas parecen agotadas y cansadas de tanto sonreír. Se habla de la subasta, de que las canguros de los niños tienen que volver a casa, pero sobre todo se habla de Celia Foote y su vomitona en plena fiesta.

A medianoche, cuando la sala está casi vacía, Hilly sube al estrado y ojea los sobres de las pujas. Mueve los labios mientras calcula la recaudación, pero sigue con la vista perdida, moviendo la cabeza. Mira al suelo y maldice porque tiene que empezar a contar de nuevo.

—Hilly, me voy a tu casa.

Hilly levanta la vista de sus papeles. Es su madre, Miss Walter, que parece más frágil que de costumbre con esa ropa formal. Lleva un vestido largo azul cielo con cuentas de 1943. Una orquídea blanca se marchita a la altura de su clavícula. A su lado, una mujer de color la acompaña.

—Mamá, no se te ocurra sacar nada del frigorífico cuando llegues a casa, no quiero que me tengas toda la noche despierta con tus dolores de estómago. Te vas directamente a la cama, ¿entendido?

—¿No puedo comerme un trocito de la tarta de Minny?

Hilly mira enfadada a su madre.

—Esa tarta está en la basura.

—Pero ¿por qué la has tirado? ¡Si la gané para ti!

Hilly se queda callada un momento, asimilando la noticia.

—¿Qué? ¿Tú pujaste por esa tarta en mi nombre?

—Puede que no me acuerde de mi nombre ni de en qué país vivo, pero tú y esa tarta sois dos cosas de las que nunca me olvidaré.

—Serás… ¡Vieja inútil!

Hilly tira los papeles que estaba revisando, esparciéndolos por el suelo.

Miss Walter se da la vuelta y avanza con dificultad hacia la puerta, agarrada del brazo de la mujer de color.

—Lo que son las cosas, Bessie… —dice—. Mi hija ya se ha vuelto a cabrear conmigo.