Capítulo 24

Mientras espero a que Miss Celia regrese a casa, no hago más que fregar en la cocina. He hecho jirones el trapo de tanto estrujarlo. Esa loca se levantó esta mañana, se embutió en el jersey rosa más ajustado que encontró en su armario, lo cual no es moco de pavo, y exclamó:

—Minny, he decidido que voy a pasarme por casa de Elizabeth Leefolt, así que me marcho ahora mismo, antes de que me entren las dudas otra vez.

Y se largó en su auto Bel Aire descapotable con la falda pillada por la puerta.

Me he pasado toda la mañana temblando como un flan hasta que sonó el teléfono. Era Aibileen, que tenía un ataque de hipo de lo nerviosa que estaba. Miss Celia no sólo les había contado a las otras que Minny Jackson servía en su casa, sino que además dijo que Miss Leefolt «me recomendó». Aibileen no había podido enterarse de más. Esas cotorras no tardarán ni cinco minutos en descubrirlo todo.

Así que, ahora, sólo me queda esperar, esperar a ver lo siguiente: uno, si despiden a la mejor amiga que tengo en el mundo por haberme conseguido un trabajo; dos, si Miss Hilly le contó a Miss Celia esas mentiras de que soy una ladrona; dos y medio, si Miss Hilly le explicó a Miss Celia lo que le hice para vengarme de esos embustes. No me arrepiento de la terrible trastada que le hice, pero ahora que Miss Hilly se las ha arreglado para que su criada se pudra en la cárcel, no quiero ni imaginarme lo que me podría hacer a mí.

El coche de Miss Celia no aparece hasta las cuatro y diez, una hora después de que haya terminado mi trabajo. La mujer se acerca sonriente hacia la casa, como si tuviera algo que contarme. Me subo las medias, nerviosa.

—¡Minny! ¿Qué haces aquí tan tarde? —me grita.

—¿Qué ha pasado en casa de Miss Leefolt? —le pregunto sin andarme con rodeos, pues necesito saber la verdad.

—¡Vete, por favor! Johnny puede llegar en cualquier momento —dice, empujándome hacia el cuarto de baño donde guardo mis cosas—. Mañana te lo cuento todo.

Por primera vez desde que trabajo aquí, no me apetece marcharme a mi casa. Quiero escuchar lo que Miss Hilly ha dicho sobre mí. Si alguien te cuenta que tu criada es una ladrona es como si te dijeran que el profesor de tus hijos es un sobón. No le concedes el beneficio de la duda, la mandas al infierno a las primeras de cambio.

Pero Miss Celia no va a contarme nada. Me echa de casa para poder seguir con su pantomima, tan retorcida como una enredadera. Mister Johnny ya sabe que trabajo aquí; Miss Celia sabe que su marido lo sabe, pero Mister Johnny no sabe que Miss Celia sabe que él lo sabe. Y gracias a esta ridícula situación, tengo que marcharme a las cuatro y diez, consciente de que me pasaré toda la noche sin dormir pensando en Miss Hilly.

Al día siguiente, al salir hacia el trabajo, suena el teléfono de mi casa. Es Aibileen.

—He llamao a la pobre Fanny esta mañana porque sé que te habrás pasao toa la noche dándole vueltas. —La «pobre» Fanny es la nueva criada de Miss Hilly, aunque deberíamos llamarle la «idiota de Fanny» por aceptar trabajar para esa mujer—. Ha oído que Miss Leefolt y Miss Hilly creen que fuiste tú la que se inventó to esto de la recomendación pa que Miss Celia te diera el trabajo.

¡Buff!, respiro aliviada.

—Me alegro de que no t'hayan metío en medio —digo—, aunque ahora Miss Hilly andará diciendo de mí que, además de ladrona, soy una mentirosa.

—No te preocupes por mí —dice Aibileen—. Lo que tiés que hacé es evitá que Miss Hilly hable con la bocazas de tu jefa.

Cuando llego al trabajo, Miss Celia sale por la puerta. Se va de compras a buscar un vestido para la Gala Benéfica del mes que viene.

Dice que quiere ser la primera en llegar a la tienda. Las cosas ya no son como cuando estaba preñada, ahora no hay forma de que se pase un minuto en casa.

Salgo al patio trasero y quito el polvo a las sillas del jardín. Los pájaros escapan volando en desbandada cuando me ven, haciendo vibrar al arbusto de las camelias. Miss Celia siempre me insiste para que recoja las flores que se caen y las ponga en casa, pero ya me conozco yo las camelias, ya. Te traes un ramo a casa, pensando que están frescas, y en cuanto te acercas a olerlas te das cuenta de que acabas de meter en tu hogar a un ejército de ácaros.

Oigo el ruido de un palo al partirse detrás de los arbustos, y luego otro. Me quedo helada y un escalofrío me recorre la espalda. Estamos en mitad de ninguna parte, nadie oiría mis gritos en kilómetros a la redonda. Afino el oído, pero no me llega nada. Me imagino que serán recuerdos de la antigua aprensión que tenía porque Mister Johnny me descubriera. O igual estoy paranoica porque anoche estuve trabajando con Miss Skeeter en el libro. Siempre que hablo con esa mujer me pongo de los nervios.

Finalmente, sigo limpiando las sillas de la piscina, recogiendo del césped las revistas de cine de Miss Celia y los pañuelos que esa marrana deja tirados por el jardín. De repente, suena el teléfono en la casa. Se supone que no tengo que contestar al teléfono mientras Miss Celia siga guardando el gran secreto de mi existencia a Mister Johnny. Pero ahora ella no está en casa, y podría ser Aibileen con noticias. Vuelvo al interior y cierro la puerta.

—Residencia de Miss Celia.

Dios, espero que no sea la propia Miss Celia la que llama.

—Hilly Holbrook al aparato. ¿Con quién hablo?

El corazón se me detiene. Durante cinco segundos, me convierto en un cuerpo vacío, sin sangre en las venas.

Bajo la voz e intento que suene ronca para parecer otra persona.

—Soy Doreena, la criada de Miss Celia.

¿Doreena? ¿Por qué habré utilizado el nombre de mi hermana?

—¿Doreena? Creía que la sirvienta de Miss Foote se llamaba Minny Jackson.

—Minny… dejó el trabajo.

—¿De verdad? Pásame a Miss Foote.

—Está… de viaje. En la costa, por…

Mi cerebro pedalea a mil por hora intentando inventar más detalles.

—¿Cuándo volverá?

—Dentro de unos cuantos días.

—Bueno, cuando llegue, dile que he llamado. Soy Hilly Holbrook, de Emerson. Mi número es seis, ocho, cuatro, cero. ¿Entendido?

—Sí, señorita. Se lo diré.

Dentro de cien años, maldita bruja.

Me aferro al borde de la encimera, esperando a que el corazón me vuelva a latir con normalidad. No me preocupa que Miss Hilly me encuentre. A ver, con sólo consultar la guía de teléfonos y buscar Minny Jackson en Tick Road podría conseguir mi dirección. Tampoco me importan los embustes que cuente sobre mí, podría explicarle a Miss Celia lo que pasó, decirle que no soy ninguna ladrona e igual hasta me cree. Lo que lo estropea todo es la terrible trastada.

Cuatro horas más tarde Miss Celia aparece cargada con cinco cajas apiladas una encima de la otra. La ayudo a llevarlas hasta el dormitorio y me quedo quieta detrás de la puerta para escuchar si empieza a llamar a las mujeres de la Liga de Damas, como de costumbre. En efecto, oigo que levanta el auricular, pero al instante cuelga. La muy idiota sigue con su manía de comprobar si hay línea por si alguien la llamase.

Aunque estamos en la tercera semana de octubre, el verano parece no haberse marchado y sigue machacándonos con su ritmo de secadora. El césped del jardín de Miss Celia todavía está de un verde maravilloso y las dalias anaranjadas siguen sonriéndole al sol. Por la noche, los malditos mosquitos salen a la caza de sangre. Las cajas de compresas para el sudor han subido a tres centavos y mi ventilador eléctrico está estropeado en el suelo de la cocina.

Una mañana, tres días después de la llamada de Miss Hilly, llego con media hora de adelanto a trabajar. He dejado a Sugar encargada de llevar a los críos a la escuela. Pongo el café en la máquina y añado el agua. Apoyo el trasero en la encimera. ¡Qué tranquilidad! Me he pasado toda la noche esperando este momento.

El frigorífico empieza a zumbar después de tirarse un rato en silencio. Poso la mano en la puerta para sentir su vibración.

—¡Qué pronto has venido, Minny!

Abro el frigorífico y escondo la cabeza dentro.

Güenos días —la saludo desde el cajón de las verduras.

«Todavía es pronto para que me vea», digo para mis adentros. Toco unas alcachofas y las frías espinas del tallo se me clavan en las manos. Con la espalda inclinada de este modo, el dolor aumenta.

—Voy a prepararle a Mister Johnny y a usté un asado y… unas… —pero las palabras se me atascan en la garganta.

—Minny, ¿te pasa algo?

Antes de que me dé cuenta, Miss Celia está junto a la puerta del frigorífico. Mi rostro se tensa y el corte de la ceja se vuelve a abrir. La sangre caliente se desliza por mi rostro como si me pasaran una cuchilla por la cara. Normalmente, Leroy no me deja marcas visibles, pero esta vez sí.

—Ay, cariño, siéntate. ¿Te has caído? —Miss Celia pone los brazos en jarras sobre su camisón rosa—. ¿Has vuelto a tropezar con el cable del ventilador?

—Estoy bien —le digo, y procuro girarme para que no pueda verme.

Pero Miss Celia se acerca a mí y contempla con asco el corte, como si fuera lo más doloroso que ha visto en su vida. Una vez, una blanca me dijo que la sangre de las personas de color parece más roja. Saco del bolsillo una bola de algodón y la aprieto contra el rostro.

—No es na. Me resbalé en la bañera.

—Minny, eso está sangrando. Creo que necesitas puntos. Espera, que llamo al doctor Neal. —Descuelga el teléfono de la pared, pero enseguida cuelga—. ¡Anda! Si está de caza con Johnny. Pues llamaré al doctor Steele.

—Miss Celia, no necesito a ningún doctó.

—Necesitas atención médica, Minny —protesta, y levanta otra vez el teléfono.

¡No me lo puedo creer! ¿De verdad esta idiota necesita que se lo explique? Rechinando los dientes, le digo:

—Miss Celia, esos médicos de los que habla no tratan a la gente de coló.

Cuelga otra vez.

Me doy la vuelta y me dirijo al fregadero. Intento concentrarme. «Esto no es asunto de nadie, Minny, haz tu trabajo y ya está». Pero no he pegado ojo en toda la noche. Leroy no ha parado de gritarme, me lanzó el tarro del azúcar a la cabeza y tiró mi ropa por el porche. A ver, cuando se pone tibio a vino barato es una cosa, pero… ¡Ay! Siento una humillación tan pesada que me parece que me aplasta contra el suelo… Esta vez Leroy no estaba como una cuba. Esta vez me pegó totalmente sobrio, sin una gota de alcohol en las venas.

—Salga de aquí, Miss Celia, déjeme hacé mi trabajo —digo, porque necesito quedarme un rato a solas.

Al principio, pensé que Leroy se había enterado de que colaboro con las historias de Miss Skeeter. Era la única razón que se me ocurría para que me moliera a palos. Pero no mencionó el tema. Parecía que me estuviera pegando sólo por el placer de hacerlo.

—Minny —dice Miss Celia, mirando otra vez el corte—, ¿estás segura de que te hiciste eso en la bañera?

Dejo correr el agua del grifo para que haya algo de ruido en la habitación.

—Ya se lo he dicho, me lo hice en la bañera, ¿está claro?

Me mira con recelo y, señalándome con el dedo, añade:

—Está bien, pero ahora mismo voy a prepararte un café y quiero que te tomes el día libre, ¿entendido?

Miss Celia se dirige a la máquina de café y prepara dos tazas. Pone leche en la suya y luego se detiene y me contempla sorprendida.

—No sé cómo tomas el café, Minny.

—Igual que usté —digo, entornando los ojos.

Echa dos azucarillos en cada taza. Me sirve el café y se queda de pie, mirando por la ventana que da al jardín trasero, con la mandíbula tensa. Empiezo a fregar los platos de la noche anterior, deseando que me deje en paz.

—¿Sabes? —dice en voz baja—. Puedes contármelo todo, Minny, no pasa nada.

Sigo fregando, sintiendo que me arde la nariz.

—Cuando vivía en Sugar Ditch vi muchas cosas. De hecho…

La miro, dispuesta a decirle que no se meta en mis asuntos, cuando de repente sus ojos se abren como platos y dice con voz extraña:

—Minny, creo que deberíamos llamar a la policía.

Dejo caer mi taza, que salpica de café la mesa.

—¡Ah, no, eso sí que no! No pienso meté a la policía de por medio en mis…

Señala a la ventana y dice:

—Hay un hombre ahí fuera.

Me vuelvo para mirar en la dirección que me indica. Hay un hombre, ¡desnudo!, entre los arbustos de azaleas. Parpadeo para comprobar que es verdad lo que estoy viendo. Es alto, blanco y paliducho. Está de espaldas a nosotras a unos cinco metros de la ventana. Tiene el pelo enmarañado y largo como los mendigos. Aunque sólo puedo verle la espalda, está claro que se está tocando.

—¿Quién es ese tipo? —me susurra Miss Celia—. ¿Qué está haciendo aquí?

El hombre mira hacia nosotras, como si nos hubiera oído. Las dos abrimos la boca, pues el muy guarro se agarra el cipote entre las manos y nos lo ofrece como si fuera un bocadillo.

—¡Ay, Dios mío! —dice Miss Celia.

Los ojos del hombre buscan la ventana y se encuentran con los míos. Me observa desde el césped y siento un escalofrío. Parece que me conociera. Me mira con desprecio, como si me mereciera cada mal trago que he sufrido, cada noche que me he pasado sin dormir, cada tortazo que me ha dado Leroy. Como si me mereciera todo eso y más.

El hombre empieza a darse puñetazos en la palma de su mano con un ritmo lento. ¡Placa, placa, placa! Como si supiera perfectamente lo que va a hacerme. Siento que la herida de mi ceja vuelve a abrirse.

—¡Tenemos que llamar a la policía! —susurra Miss Celia.

Busca con los ojos el teléfono que está al otro lado de la cocina, pero no se atreve a moverse de su sitio.

—Tardarán tres cuartos de hora en llegá hasta aquí —digo—. Pa entonces, ese tipo ya habrá tirao la puerta abajo.

Corro a la puerta del jardín y echo el pestillo. Me dirijo a la entrada principal y la cierro también, agachada cuando paso ante la ventana de la cocina. Con mucho sigilo, miro por la ventanita que hay junto a la puerta del jardín, mientras Miss Celia le vigila desde la de la cocina.

El hombre se acerca muy despacito a la casa, sube las escaleras del porche e intenta abrir la puerta. Observo cómo sacude el pomo sintiendo que el corazón me golpea con fuerza las costillas. Escucho a Miss Celia en el teléfono:

—¿Policía? ¡Están invadiendo nuestra propiedad! Un hombre desnudo está intentando entrar en…

Me aparto de la ventanita justo antes de que una piedra la atraviese y evito que los fragmentos de cristal me den en la cara. Por la ventana de la cocina, veo que el hombre retrocede unos pasos, buscando otro lugar por el que intentarlo. «Señor —rezo—, no quiero hacerlo. No me obligues a hacerlo».

El hombre nos contempla de nuevo desde fuera de la casa. Sé que no podemos quedarnos aquí paradas como unas pavas esperando a que entre. Lo tiene muy fácil, basta con que rompa una de las grandes ventanas del salón y colarse dentro.

Ay, Dios, ya sé lo que me toca hacer. Tengo que salir ahí fuera y plantarle cara.

—Quédese aquí, Miss Celia —le ordeno con voz temblorosa.

Voy en busca del cuchillo de caza de Mister Johnny que está dentro de su funda en la habitación del oso. El filo es demasiado corto, tendría que acercarme demasiado al hombre para poder rozarle, así que agarro también la escoba. Miro al exterior y veo que está en medio del jardín; observa la casa, discurriendo cómo entrar.

Abro la puerta trasera y salgo. Desde el jardín, el hombre me sonríe, enseñándome los dos únicos dientes que le quedan en la boca. Deja de darse golpes en la palma de la mano y vuelve a sobarse, ahora con un ritmo más suave.

—¡Cierre la puerta! —bufo a Miss Celia—. Déjela cerrá.

Oigo el pestillo de la puerta. Me cuelgo el cuchillo del cinturón del uniforme, asegurándome de que está bien prieto, y sujeto la escoba con ambas manos.

—¡Fuera de aquí, loco! —grito.

Pero el hombre ni se inmuta. Avanzo unos pasos, y él hace lo mismo. Empiezo a rezar: «Señó, protégeme de este blanco desnudo…».

—¡Tengo un cuchillo! —aúllo.

Me acerco un poco más y él también. Cuando estoy a un par de metros, no puedo parar de jadear. Los dos nos miramos a los ojos.

—¡Eres una negra gorda! —me dice en voz alta mientras se la menea más rápido.

Contengo la respiración, me abalanzo sobre él y le ataco con la escoba. ¡Pumba! Pero fallo por unos centímetros. El hombre escapa de mí dando saltitos. Embisto de nuevo contra él y sale corriendo hacia la casa, en dirección a la puerta trasera junto a la que Miss Celia nos observa por la ventana.

—¡La negra no puede alcanzarme! ¡La negra está muy gorda y no puede correr!

Llega al porche y me asusto al pensar que va a intentar derribar la puerta. Sin embargo, se vuelve y empieza a rodear la casa con esa salchicha hinchada en la mano.

—¡Sal de aquí! —grito mientras le persigo.

Siento un dolor agudo en la ceja, pues el corte se me está abriendo cada vez más.

Corro detrás de él, por los arbustos y junto a la piscina, asfixiada y jadeando. Se detiene al borde del agua y aprovecho para acercarme y darle un buen escobazo en el trasero. ¡Pumba! El palo se parte y el cepillo sale volando.

—¡No me ha dolido! —exclama, mientras sigue tocándose abajo—. ¿Quieres un bocadillo de rabo, negra? ¡Anda, ven, toma un poco de rabo!

Le persigo otra vez por el jardín, pero el hombre es demasiado alto y rápido y yo ya no puedo más. Los golpes que intento darle con lo que me queda de escoba son cada vez más alocados y ya casi no soy capaz de andar. Me detengo y me agacho un poco, con la respiración acelerada, apoyándome en el palo de la escoba. Me busco el cuchillo en la cintura, pero no está. Me doy la vuelta y… ¡plas!

Me tambaleo un poco. Me silban los oídos con tanta fuerza que siento que me voy a desmayar. Me tapo la oreja pero el zumbido suena más alto. El muy bastardo me ha dado un puñetazo en el lado de la cara donde tengo el corte.

Se acerca otra vez y cierro los ojos. Sé lo que va a hacerme, sé que tengo que apartarme pero no puedo. ¿Dónde está el cuchillo? ¿No lo tendrá él? Este pitido es como una pesadilla.

—¡Largo de aquí ahora mismo o te mato! —retumba una voz en mi cabeza.

Abro los ojos y veo a Miss Celia con su camisón rosa de satén. Lleva un pesado y afilado atizador de chimenea en la mano.

—¡Hombre!, ¿la blanquita también quiere un poco de bocadillo de rabo?

El hombre se vuelve y apunta con su pene a Miss Celia, que se acerca lentamente a él, moviéndose como una gata. Contengo la respiración mientras el tipo salta de un lado a otro, riéndose y haciendo chocar sus desnudas encías. Miss Celia, mientras tanto, se queda quieta.

Pasados unos segundos, el hombre frunce el ceño. Parece enfadado porque Miss Celia no reacciona ante sus locuras, no intenta golpearle ni le grita. Entonces, mira hacia mí y me dice:

—¿Qué pasa contigo? ¿La negra está cansada y no…? ¡Pumba!

La mandíbula del hombre se desencaja y un chorro de sangre le sale de la boca. Se tambalea, intenta darse la vuelta y Miss Celia le atiza en el otro lado de la cara, como queriendo ayudarle a recuperar el equilibrio.

El hombre se trastabilla con la mirada perdida y cae de morros.

—¡Santo Dios! Le… ¡Le ha noqueao! —grito.

En mi interior, una voz me pregunta con toda tranquilidad, como si estuviéramos tomándonos un té en el jardín: «¿Esto está sucediendo de verdad? ¿Una mujer blanca le acaba de romper la crisma a un hombre blanco para salvarme a mí, a una negra? ¿O el puñetazo que me ha dado este tipo me ha partido la cabeza y estoy tirada en el suelo, muerta?».

Intento enfocar la mirada. Miss Celia gruñe algo, levanta el atizador y, ¡pataclam!, le zurra en los muslos.

Esto no puede estar pasando, todo es muy extraño.

¡Pataclam! Le vuelve a pegar, esta vez en los hombros. Con cada golpe, Miss Celia suelta un juramento.

—Le… le digo que le ha noqueao, Miss Celia —repito.

Pero resulta evidente que Miss Celia no está muy convencida. A pesar del pitido que tengo en los oídos, puedo escuchar los golpes que le da. Suenan igual que cuando parto huesos de pollo en la cocina. Me incorporo e intento centrarme antes de que esto termine en un asesinato.

—Ya vale, Miss Celia, ya vale… De hecho —preciso mientras forcejeo con ella para quitarle el atizador—, puede que esté muerto.

Consigo quitarle el objeto, que sale por los aires y aterriza sobre el césped. Miss Celia se aparta de él y escupe sobre la hierba. Se ha manchado de sangre el camisón rosa de satén y la tela se le pega a las piernas.

—No está muerto —dice.

—Pero casi —apunto.

—¿Te ha hecho daño, Minny? —me pregunta, sin apartar la vista del hombre—. ¿Te duele mucho?

Noto que la sangre me resbala por la cara, pero sé que es del corte que me hizo Leroy al tirarme el tarro de azúcar, que se ha vuelto a abrir.

—Bueno, no me ha hecho tanto daño como usté a él.

El hombre suelta un gemido y las dos retrocedemos un paso. Me hago con el atizador y el mango de la escoba, pero para mantenerlos lejos de Miss Celia.

El hombre se da la vuelta en el suelo. Tiene sangre a ambos lados de la cara y los ojos cerrados por los moratones. Su mandíbula está desencajada, pero, no sé muy bien cómo, consigue ponerse de pie y empieza a alejarse con pasos inestables. Ni siquiera nos mira. Nos quedamos allí observando cómo atraviesa cojeando los arbustos y desaparece entre los árboles.

—No creo que llegue mu lejos —digo, con el puño cerrado sobre el atizador—. Le ha zurrao de lo lindo.

—¿Tú crees?

—¡Se parecía a Joe Louis con una barra de hierro! —digo, mirándola de arriba abajo.

Se aparta un mechón de cabello rubio del rostro y me mira como si le doliera que me hayan pegado. De repente, me doy cuenta de que debería darle las gracias pero, la verdad, no me salen las palabras. Es algo totalmente nuevo para mí. Lo único que acierto a decir es:

—Ha estao muy fuerte… y decidida.

—Se me daba bien pelear. —Mira hacia los árboles y se seca el sudor de la frente con la palma de la mano—. Si me hubieras conocido hace diez años…

No tiene potingues en el rostro ni laca en el pelo, y su camisón parece un viejo vestido de campo. Aspira profundamente y entonces puedo ver a la muchacha blanca de baja estofa que era hace diez años. Una chica dura que no dejaba que nadie se metiera con ella.

Miss Celia se da la vuelta y la sigo al interior de la casa. Encuentro el cuchillo junto a un rosal y lo recojo. ¡Ay, señor! Si ese hombre lo hubiera visto, ahora estaríamos muertas. En el baño de invitados, me lavo el corte y lo tapo con una tirita blanca. Me duele un montón la cabeza. Cuando salgo, escucho a Miss Celia hablando por teléfono con la policía del condado de Madison.

Me lavo las manos preguntándome qué más me espera en este día tan horrible. Se supone que llegados a cierto punto no pueden sucederte más calamidades. Intento volver a pensar en la vida real otra vez. Quizá debería quedarme a dormir en casa de mi hermana Octavia esta noche, para que Leroy se dé cuenta de que no pienso tolerar que me vuelva a pegar. Entro en la cocina y pongo las alubias a cocer a fuego lento. ¿A quién intento engañar? Sé perfectamente que esta noche acabaré en casa.

Escucho cómo Miss Celia termina de hablar con la policía y cuelga el teléfono. Después, lleva a cabo su penoso ritual de volver a levantar el auricular para comprobar que hay línea.

Esa misma tarde hago algo horrible. Mientras conduzco de regreso a casa veo a Aibileen andando desde la parada del autobús. Mi mejor amiga me hace un gesto con la mano, pero finjo no verla, a pesar de que paso a su lado y ella lleva su llamativo uniforme blanco.

Cuando llego a casa, me pongo una bolsa con hielos en el ojo. Los niños todavía no han vuelto del colegio y Leroy está dormido en la habitación. No sé qué hacer, ni con Leroy, ni con Miss Hilly. Y encima, esta mañana un blanco desnudo me ha atizado un puñetazo en la oreja. Me quedo sentada contemplando las grasientas paredes de la cocina. ¿Por qué nunca consigo que estén limpias?

—¡Minny Jackson! ¿Quién te has creío que eres pa no montá a la vieja Aibileen en tu coche?

Suspiro y giro mi magullada cabeza para que pueda verla.

—¡Córcholis! —exclama.

Miro de nuevo a la pared.

—Aibileen —digo, con un suspiro—, no te vas a creé lo que me ha pasao hoy.

—Ven a mi casa, te preparo un café y me lo cuentas.

Antes de salir, me quito el llamativo vendaje y lo meto en el bolso con la bolsa de hielos. Para mucha gente en este barrio, un corte en la ceja no sería motivo de comentarios. Pero yo tengo hijos que van a la escuela, un coche que funciona y hasta un frigorífico con congelador. Estoy orgullosa de mi familia, y la humillación que me produce esta herida es peor que el dolor.

Sigo a Aibileen por callejones y patios traseros, evitando el tráfico y las miradas. Me alegro de que mi amiga me conozca tan bien y haya elegido este camino apartado de la vista de los vecinos.

Ya en su pequeña cocina, Aibileen prepara la cafetera para mí y la tetera para ella.

—Bueno, ¿qué piensas hacé al respecto? —me pregunta Aibileen, y sé que se refiere a lo del ojo.

Dejar a Leroy, ni lo considero. Muchos hombres de color abandonan a sus familias, pero eso es algo que las mujeres no podemos hacer. ¿Quién se encargaría de los críos?

—He pensao en irme a casa de mi hermana, pero no puedo llevá a los críos, tienen que ir a la escuela.

—No pasa na si los críos se pierden unos días de clase, sobre to si es pa protegerte.

Me pongo otra vez la venda y me aplico la bolsa de hielos para que no esté tan hinchado cuando esta noche lo vean los niños.

—¿Le has vuelto a decí a Miss Celia que te has caío en la bañera?

—Sí, pero no se lo ha creío.

—¿Por qué? ¿Qué t'ha dicho? —pregunta Aibileen.

¡Mejó di qué ha hecho! —exclamo, y le cuento a Aibileen cómo Miss Celia le partió la crisma al tío desnudo con el atizador.

Aunque ha sucedido esta mañana, me parece que hayan pasado ya diez años desde entonces.

—Si ese fulano hubiera sío de coló, ya estaría muerto. Le habrían puesto en busca y captura en tos los estaos del país —dice Aibileen.

—¡Quién lo iba a decí! ¡Con lo modosita y fina que parecía la señorita! Pues casi se lo carga…

Aibileen se ríe y me pregunta:

—¿Cómo dices que lo llamaba?

—«Bocadillo de rabo». ¡Maldito chiflao!

Tengo que contenerme para no echarme a reír, porque se me abriría el corte otra vez.

—¡Leches, Minny! Te pasa cada cosa…

—¿Cómo pué ser que esta mujé sepa defenderse tan bien de un perturbao, pero se arrastre detrás de Miss Hilly como rogándole que le pegue? —digo, aunque lo último que me preocupa ahora son los sentimientos de Miss Celia, por más que me siente bien hablar de las miserias de otra.

—Parece que te importe esa mujé —comenta Aibileen sonriendo.

—Es que no ve los límites, Aibileen. No es consciente de las barreras que hay entre ella y yo, o entre ella y Hilly.

Aibileen da un largo trago a su té. Pasado un rato, la miro y le pregunto:

—¿Por qué te quedas tan callá? Sé que quieres decí algo.

—Sí, pero si lo hago me vas a acusá de hacé filosofía barata.

—Adelante. No me da miedo tu filosofía.

—Pues mira, te lo diré: no tiés razón.

—¿Qué dices?

—Lo que oyes. Estás hablando de cosas que en realidá no existen.

Muevo la cabeza delante de mi amiga.

—Por supuesto que existen las barreras, y además sabes tan bien como yo ande están.

Aibileen niega con un gesto.

—Antes creía en ellas, pero ya no. Sólo existen en nuestras cabezas. Hay gente, como Miss Hilly, empeñá en convencernos de que están ahí, pero no es verdá.

—Sí que existen, porque si las cruzas te castigan —protesto—. Por lo menos, a mí me pasa.

—Sabes que muchas mujeres creen que si le respondes al marío, estás cruzando las barreras y por eso mereces que te pegue. ¿Tú piensas así?

Bajo la mirada a la mesa y respondo:

—Sabes que pa mí no se aplica esa barrera.

—¡Porque no existe! Sólo está en la cabeza de Leroy. Y las barreras entre blancos y negros tampoco existen. Se las inventaron hace mucho tiempo. Y también las que separan a las señoritas bien y a la gente de clase baja.

Pienso en cómo salió Miss Celia al jardín atizador en mano, cuando podía haberse escondido detrás de la puerta. No sé, siento una punzada. Me gustaría que entendiera cómo son las cosas con Miss Hilly. Pero ¿cómo explicárselo a una tonta como ella?

—Entonces, pa ti, ¿tampoco hay barreras entre la criada y la señora?

Aibileen menea la cabeza.

—No son más que posiciones, como en un tablero de ajedré. Quién trabaja pa quién no significa na.

—Entonces, si le cuento a Miss Celia la verdá, que Miss Hilly no la considera digna de entrá en su círculo de amistades, ¿no estaré cruzando ninguna barrera? —Tomo mi taza de café. Estoy haciendo un gran esfuerzo por entenderlo, pero las palpitaciones de mi herida rebotan en mi cerebro—. Pero, espera… Si le digo que Miss Hilly no es de su clase… ¿No estaré admitiendo que existe una barrera entre ellas?

Aibileen se ríe y me agarra la mano.

—Lo único que quiero decirte es que no hay barreras pa la bondad.

—¡Puff! —Me vuelvo a poner el hielo en la cabeza—. Bueno, igual intento decírselo, antes de que esa mujé vaya a la Gala Benéfica con su ropa rosa y haga un ridículo tremendo.

—¿Vas a ir este año? —pregunta Aibileen.

—Si Miss Hilly va a está en la misma sala que Miss Celia contando sus mentiras sobre mí, me gustaría está presente. Además, Sugar quiere hacé un poco de dinero pa Navidá. Le vendrá bien empezá a aprendé a serví en fiestas.

—Yo también estaré —dice Aibileen—. Miss Leefolt me pidió hace ya tres meses que preparara una tarta de bizcocho pa la subasta.

—¿Otra vez ese pastel tan soso? ¿Por qué a los blancos les gusta tanto el bizcocho? ¡Sé hacer una docena de tartas mucho más ricas!

—Deben de pensá que eso da un toque sofisticao. —Aibileen mueve la cabeza—. Me da pena Miss Skeeter. Sé que no quiere ir, pero Miss Hilly le ha dicho que si no va se quedará sin su trabajo.

Me termino el excelente café de Aibileen y observo la puesta de sol. Por la ventana entra una brisa más fresca.

—Creo que ha llegao la hora de marcharme —digo, aunque me quedaría el resto de mi vida en la acogedora cocina de Aibileen escuchando mientras ella me explica cómo funciona el mundo.

Esto es lo que más me gusta de mi amiga, que es capaz de abordar las cosas más complicadas de la vida y reducirlas a algo tan sencillo y pequeño que te cabe en el bolsillo.

—¿Quieres vení con los críos a dormí aquí?

—No —digo, mientras me suelto el vendaje y lo meto en el bolso. Mirando a la taza de café vacía, añado—: Quiero que me vea. Que ese cerdo vea lo que le ha hecho a su mujé.

—Llámame si se pone violento, ¿d'acuerdo?

—No necesito teléfono. Desde aquí podrás oír sus gritos pidiéndome clemencia.

El termómetro que hay junto a la ventana de la cocina de Miss Celia cae de veinticinco grados a quince, y luego a doce en menos de una hora. Por fin llega un frente frío que trae aire fresco de Canadá, Chicago o algún sitio de por ahí. Estoy limpiando los guisantes mientras pienso en lo curioso que resulta que estemos respirando el mismo aire que hace un par de días respiraba la gente de Chicago. Sin ningún motivo en particular, me pregunto si ahora mismo me estarán viniendo a la cabeza Sears Roebuck o Shake'n Bake porque alguien en Illinois estuvo pensando en ellos anteayer. Con estas tribulaciones, por lo menos consigo no acordarme de mis problemas durante cinco minutos.

Me costó unos cuantos días, pero por fin elaboré un plan. No es muy bueno, pero algo es algo. Sé que cada minuto que dejo pasar estoy dando una oportunidad a Miss Celia para que llame a Miss Hilly. Ya he esperado demasiado, y además las dos mujeres se verán las caras en la Gala Benéfica la semana que viene. Me pongo enferma sólo de pensar en Miss Celia, llena de maquillaje, alternando con todas esas señoritas como si fueran sus mejores amigas, y la cara que pondrá cuando le hablen de mí. Esta mañana, encontré al lado de la cama de Miss Celia la lista de cosas que quiere hacer antes de la gala: «Arreglarme las uñas; ir a la mercería; llevar el esmoquin a la tintorería y al planchador; llamar a Miss Hilly».

—Minny, ¿no te parece que este nuevo tinte para el pelo es un poco hortera?

Me la quedo mirando sin responder.

—Mañana pienso ir a la peluquera para que me lo tiña otra vez —dice sentada a la mesa de la cocina, con un puñado de muestras de tinte esparcidas delante de ella como una baraja de cartas—. ¿Cuál te gusta más? ¿Dorado o Marilyn Monroe?

—¿Por qué no le gusta el coló natural de su pelo?

La verdad es que no tengo ni idea de cuál es su color original, pero seguro que será mejor que ese dorado latón o ese horrible rubio de las muestras que me enseña.

—Creo que el dorado es un poco más alegre, para fiestas y cosas así, ¿no te parece?

—Bueno, si quiere que su cabeza parezca una cazuela de latón…

Miss Celia se ríe con su risita tonta. Debe de pensar que estoy bromeando.

—¡Ah! Tengo que enseñarte este nuevo esmalte de uñas.

Rebusca en el bolso y saca un frasco de algo tan rosa que parece que te lo puedas comer. Lo abre y empieza a pintarse las uñas.

—Por favor, Miss Celia, no se ponga eso encima de la mesa, es muy difícil de…

—¡Mira! ¿No es perfecto? Además, tengo dos vestidos a juego. ¡Exactamente el mismo tono!

Sale corriendo y regresa sonriente con un par de vestidos rosa chillón. Son largos, están llenos de lentejuelas y abiertos por la pierna. Cuelgan de la percha por unos tirantes tan delgados como un alambre. ¡Se la van a comer en esa fiesta!

—¿Cuál te gusta más? —me pregunta.

Señalo el que tiene menos escote.

—¡Oh, vaya! Yo prefiero el otro. Mira el ruidito que hace cuando ando.

Agita el vestido y me la imagino tintineando de un lado a otro en esa fiesta metida en esa cosa. No sé cuál es el equivalente blanco de una furcia de Juke Joint[9], pero seguro que todo el mundo se lo llama y ella ni se dará cuenta de lo que pasa, sólo oirá los cuchicheos a su paso.

—¿Sabe, Miss Celia? —digo muy despacito, como si se me acabara de ocurrir—. En lugá de llamá tanto a esas señoritas, debería hacerse amiga de Miss Skeeter Phelan. Me han dicho que es mu maja.

Le pedí hace unos días este favor a Miss Skeeter, que intentara ser amable con Miss Celia para mantenerla apartada de las otras mujeres. Hasta ahora le tenía prohibido a Miss Skeeter responder a las llamadas de Miss Celia, pero en este momento es la única opción que me queda.

—Creo que usté y Miss Skeeter se llevarían mu bien —añado, forzando una gran sonrisa.

—¡Oh, no! —Miss Celia me mira con los ojos muy abiertos, sujetando ese par de vestidos de cabaretera—. ¿No te has enterado? ¡Las damas de la Liga no soportan a Skeeter Phelan!

¿Usté la conoce? —pregunto, cerrando los puños.

—He oído hablar de ella en la peluquería. Dicen que es la mayor vergüenza que ha conocido esta ciudad. También dicen que fue ella quien puso todos esos retretes en el jardín de Hilly Holbrook. ¿No viste las fotos que salieron en el periódico hace unos meses?

Rechino los dientes y tengo que esforzarme para no decir lo que pienso.

—Le he preguntao si la conoce.

—Pues no, pero si a todas no les cae bien debe de ser… bueno, algo debe… —responde, y su voz se va apagando como si sus propias palabras la hirieran.

Náuseas, asco, incredulidad… Todas esas sensaciones se enroscan a mi alrededor como la masa de un brazo de gitano. Me doy la vuelta y me sitúo frente al fregadero para resistir la tentación de terminar su frase. Me seco las manos con tanta fuerza que me hago daño. Ya sabía que esta mujer era tonta, pero no me imaginaba que fuera una hipócrita.

—¿Minny? —dice Miss Celia a mis espaldas.

—¿Sí, señora?

Habla tranquila, pero puedo notar la vergüenza en su voz.

—No me invitaron a entrar en su casa. Me tuvieron en la puerta como a un vendedor de enciclopedias.

Me vuelvo y veo que tiene los ojos clavados en el suelo.

—¿Por qué lo hacen, Minny? —susurra.

¿Qué puedo decirle? ¿Que es por su ropa, por su pelo, por cómo se le marcan las tetas en esos jerséis minúsculos que se pone? Pienso en las palabras de Aibileen sobre las barreras y la bondad. Recuerdo que mi amiga escuchó decir en casa de Miss Leefolt por qué a las mujeres de la Liga no les cae bien Miss Celia y me parece la respuesta más amable de todas.

—Porque saben que se quedó preñá de Mister Johnny y les molesta que apareciera de repente y se casara con uno de sus hombres.

—¿Lo saben?

—Además, porque Miss Hilly y Mister Johnny estuvieron saliendo juntos una buena temporá.

Parpadea un segundo y me dice:

—Johnny me contó que salió con ella, pero… ¿fue durante mucho tiempo?

Me encojo de hombros como si no supiera la respuesta, aunque la sé. Cuando empecé a trabajar en casa de Miss Walter, hace ya ocho años, Miss Hilly no paraba de hablar de que algún día se casaría con Mister Johnny.

—Creo que lo dejaron más o menos cuando usté lo conoció —digo.

Espero que le duela saber que su vida social está acabada. Que no tiene sentido seguir llamando a las señoritas de la Liga de Damas. Pero, por el modo en que arruga el entrecejo, parece que esté haciendo álgebra. De repente, su rostro empieza a distenderse, como si hubiera descubierto algo.

—Entonces… ¡Hilly debe de creer que yo tonteé con Johnny cuando todavía salían!

—Probablemente. Y por lo que me han dicho, Miss Hilly todavía le quiere. Aún no le ha olvidao.

Suponía que una persona normal, al enterarse de que una mujer anda detrás de su marido, se pondría en guardia automáticamente. Pero me he olvidado de que Miss Celia no es una persona normal.

—¡Claro! ¡Por eso no me traga! —dice, sonriendo por todas las deducciones que ha debido de hacer para llegar a esta conclusión—. Pero no me odian, sólo les molesta lo que hice.

—¿Qué dice? ¡La odian porque consideran que no es de su clase!

—Bueno, voy a tener que explicarle a Hilly que no soy una robanovios. Mira, se lo pienso decir el viernes, cuando la vea en la Gala Benéfica.

Sonríe como si acabara de descubrir la vacuna de la polio, contenta con su plan para ganarse la amistad de Miss Hilly.

Llegados a este punto, estoy ya demasiado cansada para seguir intentándolo.

El viernes de la Gala Benéfica, me quedo hasta tarde limpiando la casa de arriba abajo. Luego, frío un plato de chuletas de cerdo. Me imagino que cuanto más brillantes estén los suelos y más limpios los cristales de las ventanas, más posibilidades tendré de conservar mi trabajo el lunes. Lo más inteligente que puedo hacer, si Mister Johnny tiene vela en este entierro, es plantarle a ese hombre un buen plato de chuletas de cerdo ante las narices.

Se supone que hoy no vendrá hasta las seis, así que a las cuatro y media saco brillo una vez más a la encimera y me dirijo al interior de la casa, donde Miss Celia lleva cuatro horas arreglándose. He dejado para el final su dormitorio y su cuarto de baño para que, cuando llegue, Mister Johnny los encuentre relucientes.

—¡Miss Celia! Pero ¿qué es esto?

Hay medias colgando de las sillas, bolsos tirados por el suelo, bisutería suficiente para vestir a una familia de furcias, cuarenta y cinco pares de zapatos de tacón, abrigos, bragas, sujetadores y una botella de vino blanco medio vacía sobre el tocador, sin un posavasos.

Comienzo a recoger todas sus malditas cosas y a apilarlas en la silla. Lo mínimo que puedo hacer es pasar la aspiradora.

—¿Qué hora es, Minny? —pregunta Miss Celia desde el cuarto de baño—. Recuerda que Johnny estará aquí a las seis.

—Todavía no son las cinco —digo—, pero hoy tengo que marcharme pronto.

Debo pasar a recoger a Sugar y estar en la fiesta antes de las seis y media para empezar a servir.

—¡Ay, Minny! ¡Estoy tan ilusionada! —Oigo el vestido de Miss Celia tintinear detrás de mí—. ¿Qué te parece?

Me doy la vuelta.

—¡Santo Dios!

Con ese vestido me ha dejado tan ciega como Stevie Wonder. El rosa chillón y las lentejuelas plateadas brillan desde sus enormes tetas hasta las uñas de los pies, pintadas también de rosa.

—Miss Celia —exclamo—, tápese un poco antes de que se le escape algo.

Se sube un poco el vestido.

—¿No es precioso? ¿A que es el vestido más bonito que has visto en tu vida? Me siento como una estrella de Hollywood.

Parpadea, moviendo las pestañas postizas que sobresalen de sus ojos castaños. Lleva toda la cara untada de maquillaje, pintura y colorete. El peinado dorado le envuelve la cabeza como si llevara una pamela. Por la raja del vestido asoma una pierna hasta bien entrado el muslo. Aparto la vista porque me da vergüenza mirarla. Todo en ella rezuma sexo, sexo y más sexo.

—¿De dónde ha sacao esas uñas?

—He estado esta mañana en la tienda de cosméticos. Ay, Minny, estoy tan nerviosa que siento mariposas en el estómago.

Le da un buen trago a su copa de vino y se tambalea un poco sobre los taconazos.

—¿Qué ha comío hoy, Miss Celia?

—Nada. Estoy demasiado nerviosa para comer. ¿Y estos pendientes? ¿Me quedan bien?

—Quítese ese vestío y ahorita mismo le preparo unos bocadillos.

—¡Déjalo, Minny! Tengo un nudo en el estómago, no puedo comer nada.

Me dispongo a quitar la botella de vino de encima del carísimo tocador pero Miss Celia se me adelanta, se sirve lo que queda en el vaso y me la ofrece vacía con una sonrisa. Recojo el abrigo de pieles que ha dejado en el suelo. Esta mujer está empezando a acostumbrarse a tener criada.

Cuando hace unos días me enseñó el vestido, ya me di cuenta de lo descocado que era (está claro que ella lo ha elegido por el escote), pero no me hacía a la idea de lo impresionante que queda su cuerpo embutido en esa prenda. Parece que va a reventar, como una palomita de maíz. En las doce Galas Benéficas que llevo a mis espaldas, lo más exagerado que he visto es algún codo desnudo, pero nunca escotes ni hombros.

Entra en el cuarto de baño y se pone más colorete en sus brillantes mejillas.

—Miss Celia —digo, rezando con los ojos cerrados para que me salgan las palabras adecuadas—, cuando vea a Miss Hilly esta noche…

—No te preocupes, lo tengo todo planeado —me corta, sonriendo delante del espejo—. Cuando Johnny vaya al baño, pienso contarle que ya no estaban juntos cuando empecé a salir con él.

Suspiro.

—No me refería a eso… Es que… ella igual le habla de… le habla de mí.

—¿Quieres que le dé recuerdos de tu parte? —dice, saliendo del cuarto de baño—. ¡Claro! Como pasaste tantos años trabajando para su madre…

La miro. Con su conjunto rosa chillón y con tanto vino encima casi bizquea. Le entra un poco de hipo. En este estado, no merece la pena contárselo.

—No, señorita. No le diga na —suspiro.

Me da un abrazo.

—Te veré esta noche. Estoy tan contenta de que también vayas a estar… Así tendré a alguien con quien hablar.

—Miss Celia, yo voy a está en la cocina.

—¡Ay! Tengo que encontrar ese broche de… de cómo-se-llamen esas piedras…

Taconea hasta el armario y revuelve todas las cosas que acabo de ordenar.

«¿Por qué no te quedas en casa, palurda?», es lo que me gustaría decirle, pero ya no puedo. Es demasiado tarde. Ahora todo depende de Miss Hilly. La suerte está echada para Miss Celia, y quién sabe, puede que también para mí.