Capítulo 23

El verano avanza, aplastándonos como una ardiente apisonadora. Todas las personas de color de Jackson nos pegamos a la primera tele que encontramos para ver a Martin Luther King frente al Capitolio, diciéndonos que tiene un sueño. Lo sigo desde el salón del sótano de la iglesia. Nuestro reverendo, el padre Johnson, participa en la marcha, y me pongo a buscar su rostro entre la multitud. No me puedo creer que haya tanta gente: doscientos cincuenta mil, dicen en la tele. Y lo más asombroso es que sesenta mil son blancos.

—En Misisipi, las cosas marchan al revés del resto del mundo —dice el reverendo King, y todos asentimos porque sabemos que es cierto.

Agosto y septiembre pasan, y cada vez que veo a Miss Skeeter la encuentro más delgada y con la mirada más recelosa. Intenta sonreír, como si no le resultara tan duro haberse quedado sin amigas.

En octubre, Miss Hilly se sienta a la mesa del comedor de Miss Leefolt, que está tan preñada que casi no es capaz de centrar la mirada. Miss Hilly lleva una bufanda de piel alrededor del cuello, aunque estamos a quince grados en la calle. Con el dedo meñique estirado mientras sujeta la taza de té, dice:

—Skeeter pensó que era muy lista al hacer que dejaran todos esos retretes en mi jardín. Pues mira, le ha salido el tiro por la culata. Ya hemos instalado tres de esos váteres en garajes y jardines. Hasta William dijo que fue una bendita suerte inesperada.

No le voy a contar esto a Miss Skeeter, no puedo decirle que ha terminado contribuyendo a la causa contra la que luchaba. Pero pronto me entero de que no servirá de nada ocultárselo, porque Miss Hilly añade:

—Anoche le escribí una nota de agradecimiento a Skeeter. Le dije que nos ha ayudado mucho con la Iniciativa de Higiene Doméstica.

Con Miss Leefolt ocupada cosiendo ropitas para el nuevo bebé, Mae Mobley y yo pasamos cada minuto del día juntas. Se está haciendo ya muy grande para que la pueda llevar en brazos todo el rato, o igual soy yo la que está muy gorda. Para compensarla, le doy un montón de achuchones.

—¡Cuéntame mi cuento secreto! —me susurra con una gran sonrisa.

Siempre quiere que le cuente su cuento secreto, es lo primero que me pide en cuanto entro en casa, que le cuente una de las historias que me invento.

Entonces aparece Miss Leefolt con el bolso, preparada para marcharse.

—Mae Mobley, voy a salir. Ven a dar un abrazo a mamá.

Pero Mae Mobley no se mueve.

Miss Leefolt se queda con una mano apoyada en la cintura, esperando su premio.

—Vamos, Mae Mobley —le digo.

Le doy un golpecito con el codo y la pequeña se acerca para abrazar con fuerza a su madre, casi con desesperación, pero Miss Leefolt está ya ocupada buscando las llaves dentro del bolso. Sin embargo, parece que a Mae Mobley ya no le molesta como antes la indiferencia de su madre, aunque yo casi no puedo ni mirarla.

—¡Venga, Aibi! —me dice Mae Mobley después de que su madre se haya marchado—. Cuéntame mi cuento secreto.

Vamos a su habitación, nuestro lugar favorito para pasar el rato. Me siento en el sillón y ella trepa por mis piernas, sonríe y da saltitos.

—¡Cuéntame! ¡Cuéntame el cuento del regalo y el papel marrón!

Está tan ilusionada que no para quieta. Salta de mi regazo y da unas volteretas por el suelo para tranquilizarse un poco. Después, vuelve a trepar.

Es su cuento preferido, porque con él siempre se lleva dos regalos. Busco una bolsa marrón del supermercado Piggly Wiggly, arranco un trozo y envuelvo con él algo, un caramelo, por ejemplo. Luego, con el papel blanco de las bolsas de la tienda Cole envuelvo otro. Chiquitina quita los envoltorios muy seria mientras le explico que no es el color de fuera lo que importa, sino lo que hay en el interior.

—Hoy te voy a contá un cuento diferente —le digo, pero primero me quedo inmóvil, escuchando para asegurarme de que Miss Leefolt no ha vuelto a casa porque se haya olvidado algo. No hay moros en la costa—. Hoy voy a contarte el cuento del hombre del espacio.

Le encantan las historias de extraterrestres. Su programa preferido de la tele es Mi marciano favorito. Saco las antenas que hice anoche con papel de aluminio y nos las ponemos. Una para ella, otra para mí. Parecemos un par de locas con esos chismes en la cabeza.

—Érase una vez un marciano sabio que bajó a la Tierra pa enseñarnos algunas cosas —empiezo el cuento.

—¿Un marciano? ¿Cómo de grande?

—Oh, pos como de un metro noventa.

—¿Cómo se llama?

—Marciano Luther King.

Contiene la respiración sorprendida y apoya la cabeza en mi hombro. Siento su corazoncito de tres años latiendo contra mi pecho, aleteando como una mariposa sobre mi blanco uniforme.

—Era un marciano mu simpático, el señó King. Se parecía a nosotros: nariz, boca, pelo en la cabeza… Pero a veces la gente se reía de él y, bueno, había algunos que eran mu malos con él.

Puedo crearme muchos problemas por contarle estas historias, sobre todo como se entere Mister Leefolt. Pero Mae Mobley sabe que son nuestros «cuentos secretos».

—¿Por qué, Aibi? ¿Por qué se portaban tan mal con él? —me pregunta.

—Porque era verde.

Esta mañana el teléfono de Miss Leefolt sonó un par de veces y en ninguna de las dos me dio tiempo a responder. La primera porque estaba persiguiendo a Chiquitina, que corría desnuda por el jardín, y la segunda porque me encontraba haciendo mis cosas en mi retrete de fuera. Como era de esperar, Miss Leefolt, que salió de cuentas hace ya tres (sí, ¡tres!) semanas, tampoco pudo contestar al teléfono. Pero no me esperaba que me echara la bronca por no llegar yo. ¡Leches! Debería haberlo sabido cuando me levanté esta mañana.

Anoche, estuve trabajando con Miss Skeeter en las historias hasta casi la medianoche. Estoy derrengada, pero acabamos el capítulo ocho, lo cual significa que sólo nos quedan cuatro para terminar. El 5 de enero es la fecha límite y no sé si vamos a tenerlo listo.

Ya estamos en el tercer miércoles de octubre, así que hoy toca partida de bridge en casa de Miss Leefolt. Todo ha cambiado desde que expulsaron a Miss Skeeter. Ahora vienen Miss Jeanie Caldwell, esa que le llama «cariño» a todo el mundo, y Miss Lou Anne, la que sustituyó a Miss Walter. Todas son muy educadas y serias, y se pasan las dos horas de la partida dándose coba las unas a las otras. Ya no resulta divertido escucharlas.

Estoy sirviendo el último té helado cuando, ding-dong, suena el timbre. Corro a la puerta para que Miss Leefolt vea que no soy tan lenta como ella dice.

Cuando abro, me quedo alelada ante la visión de un rosa tan chillón. Es la primera vez que veo a esta mujer, pero he oído hablar de ella a Minny tantas veces como para reconocerla al instante. ¿Qué otra persona en esta ciudad iba a meter unas tetas tan grandes en un jersey tan minúsculo?

—¡Hola! —saluda, humedeciendo sus labios llenos de pintalabios.

Alarga la mano hacia mí y pienso que me va a entregar algo. Me dispongo a agarrar lo que sea y… resulta que me da un ligero apretón de manos.

—Me llamo Celia Foote. Quería ver a Miss Elizabeth Leefolt, por favor.

Estoy tan ensimismada por todo ese rosa que me cuesta unos segundos darme cuenta de lo mal que esto puede terminar para mí, y para Minny. Ha pasado ya tiempo, pero la mentira que le contamos a esta mujer sigue ahí.

—Yo… esto… —le diría que no hay nadie en casa, pero la mesa de bridge está a apenas dos metros detrás de mí.

Me vuelvo y veo que las cuatro mujeres miran a la puerta con las bocas tan abiertas que se les podría colar una mosca. Miss Caldwell le dice algo al oído a Miss Hilly. Miss Leefolt se pone en pie con torpeza y fuerza una sonrisa.

—Hola, Celia —dice Miss Leefolt—. ¡Cuánto tiempo!

Miss Celia carraspea y dice en voz demasiado alta:

—Hola, Elizabeth. Pasaba a verte para… —parpadea al ver la mesa donde están las otras mujeres—. Pero no, os estoy interrumpiendo. Ya… vendré otro día.

—No, no. ¿Qué puedo hacer por ti? —dice Miss Leefolt.

Miss Celia toma aire y su pecho se hincha aún más en su ajustadísimo jersey rosa. Por un instante, creo que todas pensamos lo mismo: «¡A ver si esta mujer va a estallar como un globo!».

—Quería ofreceros mi ayuda para la Gala Benéfica de la Liga de Damas.

Miss Leefolt sonríe y dice:

—¡Ah! Bueno, yo…

—Se me da bastante bien confeccionar ramos de flores. Todo el mundo me lo decía en mi pueblo. Hasta mi criada me lo comentó, justo después de decir que era la peor cocinera que había visto en su vida. —Suelta una risita tonta mientras se me corta la respiración al oír la palabra «criada». La mujer recupera la compostura y añade—: También puedo hacer otras cosas, como enviar invitaciones, pegar sellos…

Miss Hilly se levanta de la mesa, se acerca un poco y dice:

—No necesitamos ayuda, pero nos encantaría que Johnny y tú asistierais a la gala, Celia.

Miss Celia sonríe y pone una cara de agradecimiento tan sincero que partiría el corazón a cualquiera… que tenga corazón.

—Oh, gracias. Iremos encantados.

—Es un viernes, el 29 de noviembre en…

—… el hotel Robert E. Lee —termina la frase Miss Celia—. Ya lo sabía.

—Podemos venderte alguna entrada. Johnny vendrá contigo, ¿verdad? Tráele unas entradas, Elizabeth.

—Si hay algo en lo que pueda ayudaros…

—No, no hace falta —dice Hilly sonriendo—. Lo tenemos todo ya organizado.

Miss Leefolt llega con un sobre. Saca un par de entradas, pero Miss Hilly le quita el sobre de las manos.

—Ya que estás aquí, Celia, ¿por qué no compras entradas para tus amigos?

Miss Celia se queda helada por un segundo.

—Oh, vale —responde.

—¿Qué tal diez? Para ti, Johnny y ocho amigos. Así podréis tener una mesa para vosotros solos.

Miss Celia sonríe de manera tan forzada que empieza a temblar.

—Creo que con dos bastará.

Miss Hilly saca dos entradas y le devuelve el sobre a Miss Leefolt, que se retira a guardarlo.

—Espera que saque la chequera. ¡Por suerte la metí en el bolso esta mañana! Es que Minny, mi criada, me pidió que le trajera un hueso de jamón de la ciudad.

Mientras Miss Celia intenta garabatear como puede el cheque apoyándolo en la rodilla, yo permanezco petrificada, pidiendo a Dios que Miss Hilly no se haya dado cuenta de lo que esta mujer acaba de decir. Por fin, le pasa el cheque, pero Miss Hilly está con el ceño fruncido, pensando.

—Perdona… ¿Cómo has dicho que se llama tu criada?

—Minny Jackson. ¡Ay! ¡Carajo! —Miss Celia se tapa la boca con la mano—. Le prometí a Elizabeth que nunca diría que ella me la recomendó, y ya estoy yéndome de la lengua.

—Elizabeth… ¿te recomendó a Minny Jackson?

Miss Leefolt regresa del dormitorio.

—Aibileen, la niña se ha despertado. Ve a verla ahora mismo, que no soy capaz de levantar un alfiler del suelo con este dolor de espalda.

A toda prisa, voy al cuarto de Mae Mobley, pero en cuanto me asomo a su puerta veo que Chiquitina se ha vuelto a dormir. Regreso corriendo al comedor y llego justo cuando Miss Hilly está cerrando la puerta.

Miss Hilly se sienta, con cara de estar más feliz que unas castañuelas.

—Aibileen —dice Miss Leefolt—, puedes empezar a servir las ensaladas, estamos esperando.

Voy a la cocina. Cuando regreso al comedor, los platos que llevo en la bandeja tiemblan casi tanto como mis dientes.

—… la que robó toda la plata de tu madre y…

—… pensaba que todo el mundo en esta ciudad sabía que esa negra era una ladrona…

—… nunca jamás se me ocurriría recomendar…

—… ¿habéis visto qué ropa llevaba? Pero ¿quién se habrá…?

—Pienso enterarme de qué está pasando, aunque pierda la vida en el intento —dice Miss Hilly.