Capítulo 22

—¿Cuántos añitos cumple hoy esta niña tan mayó?

Mae Mobley, todavía en la cama, me enseña dos deditos remolones y dice:

—Mae-Mo, dos.

—¡No, no, no! ¡Hoy ya tiés tres!

Le levanto un dedo más y le canto la canción que mi padre me cantaba en mis cumpleaños:

Tres soldaditos salen por la puerta, dos dicen: ¡Alto!, uno dice: ¡Adelante!

Chiquitina ya duerme en una cama de mayores porque la cuna la están preparando para el nuevo bebé.

—El año que viene cantaremos Cuatro soldaditos salen a comé, ¿vale?

Chiquitina arruga la nariz porque ahora tiene que acordarse de decir «Mae-Mo, tres», cuando desde que es capaz de recordar, siempre le ha dicho a la gente «Mae-Mo, dos». Cuando eres pequeño sólo te preguntan dos cosas: cómo te llamas y cuántos años tienes, así que mejor saberse la respuesta.

—Soy Mae Mobley, tres —dice.

Salta de la cama con el pelo revuelto. La calva que tenía de bebé en la nuca le está volviendo a aparecer. Si la peino, consigo tapársela durante un rato, pero por lo general no aguanta mucho. Tiene el pelo muy fino y está perdiendo los rizos. Al final del día se le queda muy enmarañado. A mí me trae sin cuidado que no sea especialmente guapa, pero intento dejarla lo más bonita posible para que su mamá no se lo eche en cara.

—Ven a la cocina —le digo—, te voy a prepará un desayuno especial de cumpleaños.

Miss Leefolt ha ido a la peluquería. Parece que no le importa mucho no estar en casa cuando su única hija se despierte la mañana del primer cumpleaños del que tendrá conciencia. Por lo menos, Miss Leefolt le ha comprado lo que quería. Cuando llegué esta mañana, la mujer me condujo a su dormitorio y me enseñó una gran caja posada en el suelo.

—¿Verdad que le gustará? —me preguntó—. ¡Habla, anda y hasta llora!

En el interior de esa enorme caja rosa con lunares envuelta con celofán, había una muñeca tan grande como Mae Mobley. Se llama Allison, es rubia, tiene el pelo rizado y los ojos azules y lleva un vestido rosa de volantes. Cada vez que la anunciaban en la tele, Mae Mobley daba un bote, abrazaba el aparato y pegaba la cara a la pantalla, contemplándola muy seria. Miss Leefolt parecía que se iba a echar a llorar mirando la muñeca. Supongo que la tacaña de su madre nunca le regaló lo que quería cuando era pequeña.

En la cocina, preparo una papilla de maicena y le echo unas golosinas por encima. La meto al horno para que quede un poco crujiente y la adorno con trocitos de fresa. Para esto sirve la maicena, no es más que un pretexto para comer cualquier otra cosa.

En el bolsillo tengo las tres velitas rosas que me he traído de casa. Las saco, les quito el papel en el que las envolví para que no se doblaran, las enciendo y llevo la papilla a la trona que está junto a la mesa de linóleo blanco en medio de la estancia.

—¡Feliz cumpleaños, Mae Mobley dos! —digo.

—¡Soy Mae Mobley, tres! —protesta sonriendo.

¡Pos claro que sí! Venga, sopla las velas, Chiquitina, antes de que la cera caiga en la papilla.

Contempla las llamitas y se ríe.

—¡Sopla, pequeña!

Las apaga de un soplido, relame los restos de papilla que han quedado pegados en las velas y empieza a comer. Pasado un rato, me sonríe y me pregunta:

—Aibi, ¿cuántos años tienes?

—Aibileen tié cincuenta y tres.

Abre los ojos como platos. Para ella, debe de ser como si tuviera mil.

—¿Y haces… cumpleaños?

Pos claro —me río—. Por desgracia, cada año soy más vieja. Fíjate, la próxima semana será mi cumpleaños.

No me puedo creer que vaya a cumplir cincuenta y cuatro años. ¿Cómo ha podido pasar tan rápido el tiempo?

—¿Tienes bebés? —pregunta.

—¡Tengo diecisiete! —digo entre risas. Todavía no sabe contar hasta diecisiete, pero es consciente de que es un número grande—. Si los ponemos a tos juntos, no cabrían en esta cocina.

Abre aún más sus enormes ojos marrones.

—¿Dónde están los bebés?

—Por toa la ciudá. Son los bebés a los que he cuidao.

—¿Y por qué no vienen a jugar conmigo?

—Porque casi tos son ya mayores. Muchos hasta tienen sus propios bebés.

Madre mía, qué lío tiene en la cabeza. Se pone a pensar, como si estuviera echando cuentas.

—Tú también eres uno de mis bebés. Tos los niños a los que cuido los considero míos —añado.

Mueve contenta la cabecita y se estira en la trona.

Me pongo a fregar los platos. Esta noche celebrarán la fiesta de cumpleaños y vendrá la familia. Tengo que preparar las tartas. Primero, haré una con glaseado de fresa. Si por ella fuera, Mae Mobley se pasaría todo el día comiendo fresas. Después prepararé la otra.

—¿Por qué no hacemos una tarta de chocolate? —me dijo ayer Miss Leefolt.

La mujer está de siete meses y no puede parar de comer chocolate, pero yo ya había preparado todos los ingredientes para la tarta de fresa desde hace más de una semana. No puede ser que un día antes del cumpleaños me venga con ésas.

—Esto… ¿Y por qué no mejó una tarta de fresa? Ya sabe que es la prefería de Mae Mobley —le contesté.

—¡Ay, qué va! Si a ella le encanta el chocolate. Voy a ir al supermercado y te traeré todo lo que necesitas.

¡Qué chocolate ni qué ocho cuartos! Así que tendré que preparar dos tartas. Por lo menos, Chiquitina podrá soplar dos tandas de velas.

Friego el bol de la papilla y le doy a la niña un vaso de zumo de uva. Está con su vieja muñeca, esa a la que llama Claudia, que tiene el pelo pintado, se le cierran los ojos y cuando se cae al suelo suelta un gritito lastimero.

—¿Éste es tu bebé? —le pregunto mientras palmea la espalda de la muñeca como queriendo hacerla eructar.

La pequeña asiente y dice:

—Aibi, tú eres mi mamá de verdad.

Ni tan siquiera me ha mirado mientras decía estas palabras, las ha soltado como quien habla del tiempo.

Me arrodillo a su lado mientras ella juega.

—Tu mamá está en la peluquería. Chiquitina, sabes mu bien quién es tu mamá.

Niega con la cabeza y abraza su muñeca.

—¡No! Yo soy tu bebé —dice.

—Mae Mobley, sabes que eso de que tengo diecisiete bebés es broma. No es verdá, yo sólo he tenío un hijo.

—Ya lo sé —dice—. Yo soy tu hija. Los otros bebés que has dicho eran mentira.

Ya me había pasado antes que los bebés a los que cuido me confundan con su madre. La primera palabra que dijo John Green Dudley fue «mamá», y cuando la pronunció me estaba mirando a mí. Pero pronto empezó a llamar a todo el mundo «mamá», hasta a su padre o a él mismo. Lo hizo durante mucho tiempo y nadie le dio importancia. Sin embargo, cuando empezó a jugar a vestiditos, a ponerse las faldas de su hermana y a echarse Chanel Número 5, todos nos preocupamos un poco.

Estuve mucho tiempo sirviendo en casa de los Dudley, casi seis años. Cada tarde, su padre bajaba al niño al garaje y le zurraba con la manguera, intentando expulsar la chica que tenía dentro. Yo no podía soportarlo. Al regresar a casa, abrazaba a mi Treelore con tanta fuerza que casi lo asfixiaba. Cuando empezamos a trabajar en las historias, Miss Skeeter me preguntó cuál fue el peor momento que he vivido como sirvienta. Le contesté que fue cuando el hijo de una de mis jefas nació muerto, pero no era verdad. Fueron todos y cada uno de los días, desde 1941 hasta 1947, que me pasé esperando tras la puerta del garaje a que terminaran las palizas. Me gustaría haberle dicho a John Green Dudley que no iba a ir al infierno, que no era un monstruo de feria porque le gustaran los chicos. Ojalá le hubiera susurrado cosas bonitas al oído como hago ahora con Mae Mobley. En lugar de eso, me quedaba sentada en la cocina, esperando para ponerle pomada en las heridas que le dejaban los manguerazos.

En ese momento oímos llegar el coche de Miss Leefolt. Me pongo un poco nerviosa pensando en qué hará la mujer si escucha esto de «mamá». Mae Mobley también parece preocupada. Empieza a menear las manos como una gallinita.

—¡Chist! ¡No se lo cuentes! —me dice—. Me pegará.

Así que ya ha tenido esta conversación con su madre, y por lo visto a Miss Leefolt no le ha gustado un pelo.

Cuando Miss Leefolt entra con su nuevo peinado, Mae Mobley no le dice ni hola y sale corriendo hacia su habitación, como si tuviera miedo de que su madre pudiera escuchar lo que hay dentro de su cabeza.

La fiesta de cumpleaños de Mae Mobley estuvo bien, o al menos eso me dijo Miss Leefolt al día siguiente. El viernes por la mañana, llegué y me encontré tres cuartas partes de la tarta de chocolate en la encimera, pero ni resto de la de fresa. Esa misma tarde, Miss Skeeter se pasa para darle unos papeles a Miss Leefolt. En un momento en que su amiga se retira al baño, Miss Skeeter aprovecha para colarse en la cocina.

—¿To listo pa esta noche? —le pregunto.

—Todo listo. Allí estaré.

Miss Skeeter no sonríe casi desde que Mister Stuart y ella dejaron de salir juntos. He escuchado a Miss Hilly y a Miss Leefolt hablar mucho del tema.

Miss Skeeter se sirve un refresco de la nevera y me dice en voz baja:

—Hoy terminaremos el capítulo de Winnie y este fin de semana empezaré a organizarlo todo. Después no podremos quedar hasta el jueves, le prometí a Madre que la llevaría a Natchez el lunes para una historia de la Asociación de Hijas de la Revolución Americana. —Miss Skeeter entrecierra un poco los ojos, algo que hace cuando piensa en algo importante—. Estaré fuera tres días, ¿vale?

D'acuerdo. Le vendrá bien descansá un poco.

Se dirige hacia el salón pero, antes de salir, se vuelve y me dice:

—Recuerda, me marcho el lunes por la mañana y estaré tres días fuera, ¿entendido?

—Sí, señorita —asiento, preguntándome por qué me lo habrá repetido dos veces.

No son más que las ocho y media de la mañana del lunes y el teléfono de casa de Miss Leefolt no para de sonar.

—Residencia de Miss Lee…

—¡Que se ponga Elizabeth ahora mismo!

Corro a avisar a Miss Leefolt, que se levanta de la cama, arrastra los pies por la cocina con los rulos y el camisón puestos, y agarra el auricular. Parece que Miss Hilly esté hablando con un megáfono y no con un teléfono. Puedo oír todo lo que dice.

—¿Has pasado por mi casa?

—¿Qué? ¿De qué estás habla…?

—¡Lo ha puesto en el boletín, debajo de lo de los retretes! ¡Le dije bien clarito que podían dejar en mi casa los abrigos usados, no los…!

—Espera que mire el buzón. No sé de qué estás…

—¡Cuando la pille, me la cargo!

La línea se corta. Miss Leefolt se queda contemplando el auricular. Luego, se pone una chaqueta sobre el camisón y me dice, mientras busca las llaves del coche:

—Tengo que salir un momento. Vuelvo enseguida.

A pesar de su embarazo, sale corriendo por la puerta, se sube al coche y arranca. Contemplo a Mae Mobley, que me mira sorprendida.

—A mí no me preguntes, Chiquitina. No tengo ni idea de lo que ocurre.

Lo único que sé es que Hilly y su familia regresaban hoy de pasar el fin de semana en Memphis. Siempre que Miss Hilly está de viaje, lo único de lo que habla Miss Leefolt es de adonde ha ido su amiga y cuándo volverá.

—Venga, Chiquitina —digo al cabo de un rato—. Vamos a da un paseo, a ver qué ha pasao.

Andamos por la calle Devine, giramos a la izquierda, luego a la izquierda otra vez y subimos por la calle Myrtle, donde vive Miss Hilly. A pesar de que estamos en agosto, es un paseo agradable porque todavía no hace mucho calor. Los pájaros revolotean y cantan. Mae Mobley me da la mano y balanceamos los brazos jugando. Unos cuantos coches pasan a nuestro lado, lo cual es extraño porque Myrtle es una calle sin salida.

Al doblar la curva que termina frente al blanco caserón de Miss Hilly es cuando los vemos.

Mae Mobley señala con el dedo y se ríe:

—¡Mira! ¡Mira, Aibi!

Nunca en mi vida vi algo así. Habrá unas tres docenas de tazas de váter repartidas por el césped de Miss Hilly. De diferentes colores, formas y tamaños: azules, rosas, blancas… Unas sin tapa, otras sin cisterna…, viejas y modernas, de cadena y de manecilla… Parecen una reunión de personas, algunas con la tapa levantada hablando y otras con la tapa bajada escuchando.

Nos apartamos a la cuneta, porque el tráfico en la pequeña calle está empezando a atascarse. Los coches giran en la rotonda al final del camino y pasan con las ventanillas bajadas frente a la casa. La gente se ríe y grita:

—¡Mira la casa de Hilly! ¡Mira todos estos trastos!

Contemplan los retretes como si fuera la primera vez que ven uno.

—Uno, dos, tres…

Mae Mobley empieza a contarlos. Llega hasta doce y luego tengo que seguir yo.

—Veintinueve, treinta, treinta y uno… Treinta y dos váteres, Chiquitina.

Nos acercamos un poco y puedo ver que no sólo están en el césped, hay otros dos en la entrada al garaje, uno frente a otro, y uno más en las escaleras del porche, como si estuviera esperando a que Miss Hilly le abra la puerta.

—Mira qué gracioso ése…

Pero no me da tiempo a terminar la frase porque Chiquitina se escapa de mi mano y corretea por el jardín. Llega a la taza rosa en medio del césped y levanta la tapa. Antes de que me dé cuenta, se baja los pantalones y se pone a hacer pipí. Corro en su busca mientras suenan media docena de cláxones a mis espaldas y un hombre con sombrero hace fotos.

El coche de Miss Leefolt está aparcado frente a la casa, detrás del de Miss Hilly, pero no se ve a ninguna de las dos. Deben de estar dentro discutiendo a voces cómo solucionar este lío. Las cortinas están echadas y no se ve ni una rendija. Cruzo los dedos, esperando que no hayan pillado a Chiquitina haciendo sus cosas delante de medio Jackson. Creo que es hora de volver a casa.

En el camino de regreso, Chiquitina no para de preguntarme por los retretes: «¿Por qué están ahí? ¿De dónde han venido? ¿Puedo ir a jugar con Heather en los váteres?».

Ya de vuelta en casa de Miss Leefolt, el teléfono se pasa el resto de la mañana sonando. No contesto. Espero a que se calme para poder llamar a Minny. Pero entonces Miss Leefolt entra dando un portazo en la cocina y salta sobre el aparato a mil kilómetros por hora. Escuchándola, no tardo en enterarme de lo que ha pasado.

Miss Skeeter publicó por fin en el boletín de la Liga de Damas la nota con la historia de los retretes de Hilly: la lista de motivos por los cuales los blancos y los negros no debemos compartir el váter. En la misma página, más abajo, añadió un anuncio sobre la recogida de abrigos usados, como se supone que tenía que hacer. Pero, en lugar de abrigos, escribió: «Pueden dejar sus retretes usados en el 228 de Myrtle Street. Estaremos fuera de la ciudad, así que déjenlos frente a la puerta».

Sólo se equivocó en una palabra, o al menos supongo que eso es lo que Miss Skeeter le contará a su amiga.

Por desgracia para Miss Hilly, estos días no hay muchas noticias interesantes en la prensa: nada sobre Vietnam ni sobre el alistamiento; también está dicho todo cuanto había que decir sobre esa iglesia que volaron en Alabama matando a esas pobres niñas de color… Al día siguiente, la casa de Miss Hilly con las tazas de váter aparece en la portada del Jackson Journal. Hay que reconocer que es una foto divertida. Es una pena que no sea en color para poder ver el contraste entre los rosas, los verdes y los blancos. Deberían titularla «la integración de los retretes».

El titular dice: «¡Pase y siéntese!». No hay ningún artículo, sólo la imagen con un breve pie de foto: «La casa de Hilly y William Holbrook, en Jackson, Misisipi, era un lugar digno de ver esta mañana».

Cuando digo que no hay muchas noticias en la prensa, no me refiero sólo a Jackson, sino a todo el país, a todo Estados Unidos. Lottie Freeman, que sirve en la casa del gobernador, donde reciben los periódicos de tirada nacional, me dijo que la foto había salido en la sección de curiosidades del New York Times, y que en todos los sitios aparecía el nombre: «Casa de Hilly y William Holbrook, Jackson, Misisipi».

En casa de Miss Leefolt se reciben muchas llamadas telefónicas esta semana. Miss Leefolt no para de asentir con la cabeza mientras Miss Hilly se desahoga con ella. Una parte de mí se troncha de risa por lo de los retretes, pero otra quiere llorar. Miss Skeeter está corriendo un gran riesgo al enfrentarse abiertamente a Miss Hilly. Hoy regresa de Natchez, espero que me llame. Ahora me puedo imaginar por qué se fue.

El miércoles por la mañana, todavía no he tenido noticias de Miss Skeeter. Preparo la tabla de planchar en la sala. Miss Leefolt llega a casa acompañada de Miss Hilly y se sientan a la mesa del comedor. No había vuelto a ver el pelo a Miss Hilly desde lo de los retretes; supongo que ahora no saldrá mucho. Bajo el volumen de la tele y presto oídos a su conversación.

—Míralo. Éste es el libro del que te hablé.

Miss Hilly abre un librito y pasa las páginas mientras Miss Leefolt mueve la cabeza.

—Sabes lo que esto significa, ¿verdad? ¡Quiere cambiar estas leyes! ¿Por qué, si no, iba a andar con este libro por ahí?

—¡No me lo puedo creer! —dice Miss Leefolt.

—No puedo demostrar que hiciera a propósito lo de los retretes, pero esto… —levanta el libro y da una palmadita en la cubierta—. Esto es una prueba evidente de que está metida en algo. Pienso contárselo también a Stuart.

—Pero si ya no están juntos.

—Bueno, de todos modos tiene que saberlo, imagínate que le diera por intentar reconciliarse con ella. Lo hago por el bien de la carrera del senador Whitworth.

—Pero igual lo del boletín fue de verdad un despiste. Quizá quería…

—¡Elizabeth! —Hilly se cruza de brazos—. No me refiero a lo de los retretes, estoy hablando de las leyes de este gran Estado. Quiero que pienses en una cosa: ¿te gustaría que Mae Mobley se tuviera que sentar en el colegio al lado de un niño negro? —Miss Hilly me mira y baja la voz, pero esta mujer nunca ha sabido hablar con discreción—. ¿Quieres que los negros vengan a vivir a este barrio? ¿Que te toquen el culo cada vez que sales a la calle?

Levanto la mirada y veo que está empezando a hacer mella en Miss Leefolt, que se pone tensa, muy seria y formal.

—A William le dio un ataque cuando vio lo que hizo en nuestra casa. No puedo permitir que siga manchando mi reputación, no con las elecciones tan cerca. He pedido a Jeanie Caldwell que sustituya a Skeeter en nuestras partidas de bridge.

—¿La has echado del grupo de bridge?

—¡Por supuesto! Y también pienso echarla de la Liga de Damas.

—¿Puedes hacerlo?

—¡Pues claro que puedo! Pero quiero esperar a tenerla sentada en el salón de actos y que todas vean lo idiota que es, para que se dé cuenta del daño que se está haciendo con esas ideas suyas. —Miss Hilly mueve la cabeza—. Necesita aprender que no puede seguir así. Entre nosotras es una cosa, pero cuando se entere más gente va a estar metida en un buen lío.

—Es cierto, en esta ciudad hay muchos racistas —dice Miss Leefolt.

—Los hay, los hay —asiente Miss Hilly.

Pasado un rato, se levantan y se marchan. Me alegro de no tener que verles la cara durante un rato.

A mediodía, Mister Leefolt viene a comer a casa, algo poco habitual en él. Se sienta a la mesita del desayuno y me dice mientras ojea el periódico:

—Aibileen, prepárame algo para almorzar, por favor. —Dobla el periódico por la mitad y añade—: Quiero un poco de rosbif.

—Sí, señó.

Le pongo un mantelito, una servilleta y unos cubiertos de plata. Mister Leefolt es alto y muy delgado. No tardará en estar completamente calvo, pues sólo le queda un pequeño círculo de pelo por detrás de la cabeza, pero nada por delante.

—¿Te quedarás para ayudar a Elizabeth con el nuevo bebé? —me pregunta mientras lee el periódico. Por lo general, nunca me presta atención.

—Sí, señó.

—Porque me han dicho que te gusta mucho cambiar de trabajo.

—Sí, señó.

Es cierto. Casi todas las criadas se pasan toda su vida con la misma familia, pero yo no. Tengo mis motivos para cambiar de trabajo cuando los críos llegan a los ocho o nueve años. Me costó unos cuantos empleos aprenderlo.

—Es que lo que mejó se me da es cuidá bebés.

—¡Vaya! Así que no te consideras una criada, sino más bien una especie de niñera. —Deja el periódico y me mira—. Estás especializada, como yo.

No digo nada, sólo asiento con un ligero gesto de la cabeza.

—Yo, por ejemplo, hago declaraciones de la renta a empresas, pero no a particulares.

Empiezo a ponerme nerviosa. En los tres años que llevo aquí, nadie había hablado tanto tiempo conmigo.

—Debe de ser difícil tener que buscar un trabajo nuevo cada vez que los niños empiezan a ir a la escuela.

—Al final siempre sale algo.

No responde nada, así que me dispongo a sacar la carne.

—Cuando se cambia mucho de trabajo, como tú, es importante tener buenas referencias.

—Sí, señó.

—Me han dicho que conoces a Skeeter Phelan, la amiga de Elizabeth.

No levanto la cabeza. Muy despacito, empiezo a cortar lonchas de rosbif una tras otra. El corazón me debe de latir a mil por hora.

—A veces me pregunta cosas sobre limpieza del hogá, pa sus artículos.

—¿Ah, sí?

—Sí, señó. Me pide consejos de limpieza.

—No quiero que hables más con esa mujer. Ni para darle consejos de limpieza, ni para decirle hola, ¿entendido?

—Sí, señó.

—Si me entero de que habéis vuelto a hablar, estarás metida en un buen lío, ¿entendido?

—Sí, señó —susurro, preguntándome qué sabrá este hombre.

Mister Leefolt regresa a su periódico.

—Me comeré el rosbif en un bocadillo. Ponle un poco de mayonesa, y no tuestes demasiado el pan, no me gusta muy seco.

Esa noche, estoy sentada con Minny a la mesa de mi cocina. Por la tarde, me entró un temblor en las manos y no ha parado desde entonces.

—¡Estúpido blanco! —dice Minny.

—Me gustaría sabé por qué me ha dicho eso.

Llaman a la puerta trasera y Minny y yo nos miramos. Sólo una persona toca así en mi puerta, los demás pasan sin llamar. Abro y me encuentro a Miss Skeeter.

—Estoy con Minny —le susurro, porque cuando vas a entrar a una habitación siempre es bueno saber si Minny está dentro.

Me alegro de que haya venido. Tengo muchas cosas que contarle y no sé por dónde empezar. Me extraña ver que Miss Skeeter luce algo parecido a una sonrisa en el rostro. Supongo que todavía no habrá hablado con Miss Hilly.

—Hola, Minny —saluda al entrar.

Güenas, Miss Skeeter —responde Minny mirando por la ventana.

Sin darme tiempo a abrir la boca, Miss Skeeter se sienta y empieza a hablar:

—Se me han ocurrido unas cuantas ideas mientras estuve fuera. Aibileen, creo que deberíamos empezar el libro con tu capítulo —dice, sacando unos papeles de su raída mochila roja—, luego el de Louvenia y después saltar al de Faye Belle, porque no conviene poner tres historias dramáticas seguidas. El resto lo ordenaremos más tarde. El tuyo, Minny, creo que debería estar al final.

—Miss Skeeter… Tengo que hablá con usté de algunas cosas —digo.

Minny y yo nos miramos.

—Yo me tengo que ir —tercia Minny, enfurruñada como si no estuviera cómoda en la silla.

Se dirige a la puerta pero, antes de salir, da una ligera palmadita en el hombro de Miss Skeeter mirando al frente, como si no lo hubiera hecho a propósito, y después se marcha.

—Han pasao muchas cosas mientras estaba fuera, Miss Skeeter —le digo, frotándome la nuca.

Le cuento que Miss Hilly le enseñó el librito a Miss Leefolt y que sólo Dios sabe a quién más se lo habrá mostrado.

—Ya me las arreglaré con lo de Hilly —dice Miss Skeeter—. Además, esto no te implica a ti, ni a las otras criadas, ni al libro.

Entonces le cuento lo que me dijo Mister Leefolt, lo claro que me dejó que no debía hablar con ella ni tan siquiera para los artículos sobre limpieza. No me gusta contarle estas cosas, pero al final va a enterarse y prefiero ser yo quien se lo cuente primero.

Me escucha con atención y hace algunas preguntas. Cuando termino, dice:

—Ese Raleigh es un charlatán. De todos modos, tendré que redoblar la precaución cuando vaya a visitar a Elizabeth. No volveré a entrar en la cocina.

Puedo notar que no le afecta mucho lo que está pasando: los problemas que tiene con sus amigas, el cuidado que debemos tener… Le cuento lo que dijo Miss Hilly de humillarla delante de los miembros de la Liga de Damas, que la han echado del grupo de bridge, que Miss Hilly va a contárselo todo a Mister Stuart, para que no se le ocurra intentar arreglar las cosas con ella.

Miss Skeeter aparta la vista e intenta sonreír.

—Si te digo la verdad, nada de eso me importa.

Fuerza una sonrisa que me hace estremecerme, porque veo que todo el mundo está preocupado: blancos, negros, todos lo estamos.

—Sólo… Prefería contárselo yo antes de que se enterara en la ciudá —digo—. Ahora que sabe lo que le espera, ándese con mucho cuidao.

Se muerde el labio, asiente y dice:

—Gracias, Aibileen.