Capítulo 19

Estamos en 1963. La «Era Espacial» le llaman a estos tiempos: un hombre acaba de dar la vuelta a la Tierra en un cohete; han inventado una píldora para que las mujeres casadas no se queden embarazadas; se puede abrir una lata de cerveza con un dedo en lugar de con un abridor… Sin embargo, en la casa de mis padres hace el mismo calor que en 1899, el año en que fue construida por mi bisabuelo.

—Madre, por favor —le ruego—, ¿cuándo vais a instalar el aire acondicionado?

—Si hemos sido capaces de sobrevivir hasta ahora sin frío artificial, no veo por qué tenemos que poner uno de esos artilugios que afean la ventana.

Así que, a medida que avanza julio, me veo obligada a abandonar mi dormitorio del ático y dormir en un catre en el porche trasero, protegido por mosquiteras. Cuando éramos niños, Constantine, Carlton y yo dormíamos ahí fuera en verano cuando mis padres se iban de boda a la ciudad. Aunque hacía un calor infernal, Constantine se ponía un antiguo camisón que la tapaba desde la barbilla hasta los dedos de los pies. Nos cantaba canciones para dormirnos. Tenía una voz tan hermosa que no me podía creer que nunca hubiera asistido a clases de canto. Madre siempre me decía que no se puede aprender nada sin unas buenas clases. Todavía se me hace extraño pensar que no hace tanto Constantine estaba aquí, en este mismo porche, y ahora no está y nadie me dice nada sobre ella. Me pregunto si volveré a verla algún día.

Junto al catre tengo la máquina de escribir sobre una mesita metálica oxidada. Debajo está mi mochila roja. Me seco la frente con el pañuelo de Padre y me pongo hielos en las muñecas. Aunque estoy en el porche, el termómetro, regalo de Maderas Avery, ha saltado de treinta a treinta y cinco, para quedarse luego en unos redondos cuarenta grados. Por suerte, Stuart nunca viene de día.

Contemplo la máquina de escribir sin saber qué hacer. No tengo nada que redactar, y es una sensación desagradable. Hace un par de semanas, Aibileen me dijo que era posible que Yule May, la criada de Hilly, nos ayudase. Que cada vez que hablaba con ella mostraba más interés. Pero, después del asesinato de Medgar Evers, con la policía arrestando y zurrando a la gente de color a diestro y siniestro, supongo que estará asustada.

Quizá debería pasarme por casa de Hilly y hablar yo misma con Yule May. Pero no, Aibileen tiene razón, probablemente la asuste más de lo que ya está y eche a perder cualquier oportunidad que tuviéramos de convencerla.

A la sombra de la casa, los perros bostezan y aúllan. Uno de ellos suelta un apagado ladrido al ver aparecer una camioneta con una cuadrilla de jornaleros que trabajan para Padre. Cinco negros saltan de la caja del vehículo y levantan nubes de polvo cuando sus pies tocan el suelo. Por un momento se quedan aturdidos y con cara de agotamiento. El capataz se pasa un pañuelo rojo por la oscura frente, los labios y el cuello. Hace un calor tan inhumano que no sé cómo aguantan ahí quietos, cociéndose al sol.

Una solitaria brisa agita las páginas de la revista Life que tengo a mi lado, en cuya portada aparece una sonriente Audrey Hepburn sin una pizca de sudor en los labios. Empiezo a pasar sus arrugadas páginas, buscando la historia de la astronauta soviética. Ya sé lo que me voy a encontrar en la página siguiente. Detrás de la foto de la mujer hay una imagen de Carl Roberts, un profesor de escuela negro de Pelahatchie, una localidad a unos cincuenta kilómetros de aquí. «En abril, Carl Roberts les contó a unos reporteros de Washington cómo es la vida de un negro en Misisipi, y definió al gobernador como un "tipo patético, con menos ética que una mujer de la calle". El cuerpo de Roberts apareció colgado de un nogal y marcado con hierro al rojo vivo, como el ganado».

Lo mataron por hablar, por contar la verdad. Recuerdo que, hace tres meses, pensaba que me resultaría muy fácil conseguir que una docena de criadas aceptaran colaborar conmigo. Me imaginaba que todas estarían deseosas de contarle sus historias a una blanca. ¡Qué estúpida he sido!

Cuando ya no puedo soportar más el calor, me siento en el único sitio fresquito de todo Longleaf: el coche de Madre. Pongo el motor en marcha y cierro las ventanillas. Me levanto el vestido hasta que casi se me ven las bragas y pongo el aire acondicionado a toda potencia. Reposo la cabeza en el asiento y noto que el mundo se desvanece, atrapada por el olor a refrigerante y a cuero de la tapicería del Cadillac. Oigo el ruido de un vehículo que aparca delante de casa, pero no abro los ojos. Un segundo más tarde, se abre la puerta del copiloto.

—¡Ostras, qué bien se está aquí dentro!

—¿Qué haces tú aquí? —grito, bajándome el vestido.

Stuart cierra la puerta y me besa en los labios.

—Sólo me he pasado a saludar. Salgo ahora mismo hacia la costa para una reunión.

—¿Cuándo volverás?

—Dentro de tres días. Tengo que ver a unos tipos de la Comisión de Gas y Petróleo de Misisipi. Ojalá lo hubiera sabido antes.

Me agarra la mano y sonrío. Llevamos ya dos meses saliendo un par de veces por semana, contando la fatídica primera cita. Supongo que para otras chicas será muy poco tiempo, pero para mí supone la relación más larga que he tenido nunca, y la mejor.

—¿Quieres venir? —me pregunta.

—¿A Biloxi? ¿Ahora?

—¡Ahora! —dice, posando su mano en mi pierna.

Como siempre que hace esto, doy un respingo. Miro su mano y luego me aseguro de que Madre no nos está espiando.

—¡Vamos! Aquí hace mucho calor. Además, me alojo en el hotel Edgewater, justo delante de la playa.

Me río, y eso me hace bien, después de lo preocupada que he estado estas últimas semanas.

—En el Edgewater…, ¿eh? ¿Juntos tú y yo? ¿En la misma habitación?

Asiente con la cabeza y me pregunta:

—¿Piensas que podrás escaparte?

A Elizabeth le daría algo sólo de pensar en compartir habitación con un hombre sin estar casados, y Hilly me diría que soy idiota sólo por considerarlo. Ambas conservaron su virginidad con la misma furia con la que un niño se niega a compartir sus juguetes. Sin embargo, me lo pienso.

Stuart se me acerca. Huele a pino, a tabaco y a jabón del caro, del que en mi familia nunca usamos.

—A mi madre le daría un síncope, Stuart. Además, tengo muchas cosas que hacer…

¡Ay, Dios, qué bien huele este hombre! Me mira como si quisiera comerme, y me entran escalofríos con el aire del Cadillac.

—¿Estás segura? —susurra, y me besa en la boca, pero sin tanta educación como antes.

Todavía tiene la mano posada en la parte superior de mi muslo. Me pregunto si se portaría así con su ex novia, Patricia. No sé si se acostaban juntos, pero sólo la idea de que la tocara me pone enferma y le aparto de mí.

—Yo… No puedo —digo—. Sabes que no puedo engañar a mi madre.

Suelta un largo suspiro decepcionado y me mira con una cara de desengaño que me encanta. Ahora comprendo por qué se resisten las chicas. Esa dulce mirada apesadumbrada merece la pena.

—Mejor que no mientas —dice al fin—. Ya sabes que odio las mentiras.

—¿Me llamarás desde el hotel? —le pregunto.

—Pues claro. Siento tener que marcharme tan rápido. ¡Ah! Casi se me olvida. Mis padres quieren que vengáis a cenar a casa el sábado de la semana que viene.

Enderezo la espalda en el asiento. Todavía no conozco a sus padres.

—¿A qué te refieres… con eso de «vengáis»?

—Pues a ti y a tus padres. Que vengáis a la ciudad y conozcáis a mi familia.

—Pero… ¿por qué con mis padres?

—Mamá y papá quieren conocerlos —contesta, encogiéndose de hombros—. Y yo quiero que te conozcan.

—Pero…

—Lo siento, muñeca —dice, recogiéndome el pelo detrás de la oreja—. Tengo que irme. Te llamo mañana por la noche, ¿vale?

Le respondo asintiendo con un gesto. Sale al calor, sube a su coche y saluda a Padre, que se acerca caminando por la pista.

Me quedo sola en el Cadillac, preocupada. El sábado de la semana que viene, cena en casa del señor senador, con Madre haciendo un millón de preguntas y comportándose como si estuviera desesperada por conseguirme un marido. Seguro que saca el tema de la cuenta que tengo en el banco.

Tres noches terriblemente calurosas más tarde, sin haber recibido noticias de Yule May ni de ninguna otra criada, Stuart pasa por casa en su viaje de regreso de la costa. Estoy harta de pasarme el día entero delante de la máquina escribiendo las noticias del boletín de la Liga de Damas y los consejos de Miss Myrna. Bajo las escaleras corriendo y Stuart me abraza como si hubiera pasado semanas sin verme.

Se ha puesto bastante moreno. Tiene la espalda de la camisa arrugada de conducir y las mangas subidas. Me dedica su sonrisa perpetua de diablillo. Nos sentamos en la sala de estar en sillones separados, esperando a que Madre se vaya a dormir. Padre lleva en la cama desde que se puso el sol.

Stuart tiene los ojos clavados en los míos mientras Madre parlotea sin descanso sobre el calor y sobre cómo parece que Carlton por fin ha encontrado a «la definitiva».

—Estamos encantados ante la idea de cenar con tus padres, Stuart. Por favor, coméntaselo a tu madre.

—Descuide, señora. Lo haré.

Me sonríe otra vez. Hay tantas cosas que me gustan en él: el modo en el que me mira a los ojos cuando hablamos; sus manos duras al tacto pero con las uñas limpias y bien cortadas; el roce de sus dedos en mi cuello… Mentiría si dijera que no me agrada tener a alguien con quien acudir a bodas y fiestas. Ya no tengo que soportar la mirada de Raleigh Leefolt al ver que otra vez tienen que cargar conmigo, ni ese gesto hosco que pone cuando tiene que guardar mi abrigo junto al de su esposa o traerme una bebida.

Además, ahora Stuart me sirve como escudo en casa. En cuanto pone el pie en nuestro hogar, me siento protegida, a salvo. Madre no se atreve a criticarme delante de él, por miedo a que se dé cuenta de mis defectos, y tampoco me lleva la contraria porque sabe que reaccionaría mal y le respondería, reduciendo con eso mis posibilidades de matrimonio. Para Madre es muy importante mostrar sólo una de mis caras y conseguir que mi verdadero yo no aparezca antes de que ya no haya «vuelta atrás».

Por fin, a las nueve y media, Madre se alisa la falda, dobla su mantita con precisión milimétrica, como si se tratara de una carta con gran valor sentimental, y dice:

—Bueno, creo que ha llegado la hora de irse a la cama. —Me mira y añade—: ¿No te parece que ya es un poco tarde?

Sonrío con dulzura. Tengo veintitrés años, ¡por Dios!

—Pues claro que no, mamá.

Se marcha, y Stuart y yo nos miramos sonriendo.

Esperamos.

Se oyen los pasos de Madre por la cocina, una ventana que se cierra, un grifo que se abre… Pasados unos segundos, escuchamos el ruido de la puerta de su dormitorio al cerrarse. Entonces, Stuart se levanta y dice:

—Ven aquí.

De una zancada se coloca a mi lado, me agarra las manos, las lleva a sus caderas y me besa en la boca como si fuera una bebida que lleva todo el día deseando tomarse. He oído hablar a las otras chicas de que cuando te besan parece que te derrites, pero yo siento que crezco, que me hago más alta y veo cosas que estaban ocultas detrás de una tapia, colores que nunca antes había percibido.

Tengo que hacer un esfuerzo para apartarle de mi lado. Tengo cosas que decirle.

—Ven aquí. Siéntate.

Nos sentamos en el sofá. Intenta besarme otra vez, pero aparto la cara. Procuro no mirarlo a los ojos, que parecen más azules en contraste con el moreno de su piel, ni fijarme en el vello de sus brazos, que está dorado por el sol, como si se lo hubiera decolorado.

Trago saliva, preparándome para hacerle la temible pregunta:

—Stuart, cuando estabas prometido, ¿tus padres se enfadaron después de lo que pasó con Patricia?

Al momento, se le borra la sonrisa y sus labios se tensan.

—Mi madre se enfadó mucho —dice, mirándome a los ojos—. Se llevaba muy bien con ella.

Empiezo a lamentar haber sacado el tema, pero tenía que saberlo.

—¿Cómo de bien?

Mira a su alrededor, buscando algo en el salón.

—¿Tenéis algo para beber? ¿Bourbon?

Me dirijo a la cocina y le sirvo una copa de la botella que utiliza Pascagoula para cocinar, rebajándola con agua. Aquella primera vez que se presentó en el porche de casa, Stuart ya dejó claro que el tema de su ex novia era tabú. Pero necesito saber qué pasó. No sólo por curiosidad. Tengo que aprender qué reglas se puede una saltar sin que te abandonen, y cuáles son las más importantes.

—Entonces, ¿eran buenas amigas? —insisto.

Dentro de nueve días voy a conocer a su familia. Madre ya ha organizado una visita para mañana a los almacenes Kennington, para preparar el vestuario.

Stuart da un largo trago a su bebida, frunce el ceño y dice:

—Se pasaban el día encerradas en su cuarto conversando sobre ramos de flores y sobre quién se había casado con quién. —El más mínimo rastro de su pícara sonrisa ha desaparecido—. A mi madre le afectó mucho cuando… lo nuestro se acabó.

—Entonces…, ¿me comparará con Patricia?

Stuart pestañea un segundo y luego contesta:

—Probablemente.

—¡Genial! Me muero de ganas por que llegue el momento —ironizo.

—Mi madre es sólo un poco… protectora. Le preocupa que vuelvan a hacerme daño —dice, apartando la vista.

—¿Dónde está ahora Patricia? ¿Todavía vive por aquí o…?

—No, se marchó. Está en California. ¿Podemos cambiar de tema?

Suspiro y me reclino en el respaldo del sofá.

—Bueno… Tus padres, por lo menos, ¿saben lo que pasó? Es decir, ¿se supone que yo puedo saberlo?

Empiezo a sentirme furiosa porque no me quiere contar algo tan importante como esto.

—Skeeter, ya te lo he dicho, odio hablar de… —Se interrumpe, rechina los dientes y añade, bajando la voz—: Mi padre sólo sabe una parte de la historia, pero mi madre conoce la verdad, igual que los padres de Patricia… y ella, por supuesto. —Se termina el resto de su copa de un trago y añade—: Porque ella sabe muy bien lo que hizo, mierda.

—Stuart, sólo quiero saber qué pasó para no cometer yo el mismo error.

Me mira e intenta reír, pero le sale algo más parecido a un gruñido.

—Tú nunca serías capaz de hacer algo similar ni en un millón de años.

—Pero ¿qué? ¿Qué hizo?

—Skeeter —suspira y posa su vaso—, estoy muy cansado. Creo que es mejor que me marche.

A la mañana siguiente, entro en la calurosa cocina asustada sólo de pensar en el día que tengo por delante. Madre está en su cuarto preparando nuestra salida de tiendas para comprar el vestuario para la cena con los Whitworth. Llevo puestos unos vaqueros azules y una blusa ancha.

—Buenos días, Pascagoula.

Güenos días, señorita. ¿Le sirvo su desayuno?

—Sí, por favor.

Pascagoula es pequeñita y lista. Aprende rápido. El pasado mes de junio le dije que me gustaban el café solo y la tostada con poca mantequilla, y desde entonces no he tenido que recordárselo. En eso se parece a Constantine, que nunca se olvidaba de nuestros gustos. A veces me pregunto cuántos desayunos de mujeres blancas tendrán grabados estas criadas en su cerebro. ¿Qué se siente al pasarte media vida recordando las preferencias de otras personas respecto a la cantidad de mantequilla en la tostada, de azúcar en el café o cada cuánto hay que cambiarles las sábanas?

Pascagoula prepara el café y lo deja en la mesa delante de mí, pero no me lo acerca. Aibileen me dijo que hay que hacerlo así para evitar que las manos de las criadas rocen las de las señoras. No recuerdo cómo lo hacía Constantine.

—Gracias —le digo—. Muchas gracias.

Parpadea sorprendida y me ofrece una ligera sonrisa.

—De… nada.

Me doy cuenta de que es la primera vez que le doy las gracias de todo corazón. Parece incómoda.

—Skeeter, ¿estás lista? —grita Madre desde su cuarto. Le contesto que sí. Me como la tostada deseando que esta historia de las compras termine rápido. Ya soy un poco mayorcita para que mi madre tenga que elegirme la ropa. Levanto la mirada y veo que Pascagoula me observa desde el fregadero. Se gira con presteza cuando la miro.

Ojeo el Jackson Journal que hay en la mesa. Mi próxima columna de Miss Myrna, en la que desvelo los misterios de las manchas de agua dura, no sale hasta el lunes. En la sección de noticias nacionales hay un artículo sobre una nueva pastilla, Valium dicen que se llama, que «ayuda a las mujeres a superar las dificultades del día a día». Ay, Dios, me tomaría diez de esas pastillas ahora mismo.

Alzo los ojos y me sorprendo al comprobar que Pascagoula está a mi lado.

—Esto… ¿quieres algo, Pascagoula? —le pregunto.

—Tengo que decirle algo, Miss Skeeter. Algo sobre…

—¡Eugenia! ¡No puedes ir a Kennington en vaqueros! —me recrimina Madre desde el marco de la puerta.

Antes de que me dé cuenta, Pascagoula ha desaparecido de mi lado, se ha desvanecido como el humo. En menos de un segundo está de nuevo en el fregadero, ajustando la manguera de goma negra del lavavajillas al grifo.

—Sube a tu cuarto y ponte algo decente, anda.

—Madre, voy a salir con lo que llevo puesto. ¿De qué sirve ir arreglada a comprarse ropa nueva?

—Eugenia, por favor, no me lo pongas más difícil de lo que ya es.

Madre regresa a su cuarto, pero sé que las cosas no han terminado aquí. El sonido del lavavajillas llena la estancia. El suelo vibra bajo mis pies descalzos, y el ruido es suficiente para cubrir nuestra conversación. Contemplo a Pascagoula en el fregadero.

—¿Querías decirme algo, Pascagoula? —le pregunto.

Pascagoula mira al suelo. Es muy bajita, casi la mitad de alta que yo. Es tan tímida que tengo que apartar la mirada cuando le hablo. Se acerca un poquito.

—Yule May es prima mía —me informa Pascagoula entre el ruido de la máquina.

Aunque habla entre susurros, no hay nada de timidez en el tono de su voz.

—No… lo sabía.

—Nos llevamos mu bien. El otro día vino a mi casa a ver qué tal estaba y me contó lo que está usté haciendo.

Entrecierra los ojos y supongo que va a decirme que deje a su prima en paz.

—Esto… cambiamos los nombres. ¿Te lo dijo? No quiero meter a nadie en problemas.

—El sábado me dijo que iba a participá. Ha intentao llamá a Aibileen pero no ha podío encontrarla. Tenía que habérselo dicho antes, pero… —añade, y vuelve a mirar hacia la puerta.

Estoy estupefacta.

—¿En serio? ¿Va a colaborar?

Me pongo en pie. Sin pensar mucho en lo que digo, le pregunto:

—Pascagoula… ¿Te gustaría ayudarnos con tus historias?

Me mira fijamente y dice:

—¿Quiere que le cuente cómo es trabajá pa… pa su mamita de usté?

Nos miramos, seguramente pensando en lo mismo: lo incómodo que resultaría para ella contarlo y para mí escucharla.

—No tienen por qué ser historias de mi madre —respondo con rapidez—. Podrías hablarme de otros trabajos que hayas tenido antes.

—Éste es mi primé empleo en el servicio doméstico. Antes trabajaba en el comedó de la Residencia de Ancianos, hasta que la trasladaron a Flowood.

—¿Quieres decir que a mi madre no le importó que éste fuera tu primer trabajo en una casa?

Pascagoula mira al suelo de linóleo rojo, tímida otra vez.

—Nadie más quería trabajá pa su mamita —dice—. No después de lo que pasó con Constantine.

Poso las manos en la mesa muy despacio.

—¿Y a ti qué te parece… lo que pasó?

El rostro de Pascagoula palidece. Parpadea unas cuantas veces y se me hace evidente que va a mentirme.

—Yo no sé na de lo que pasó, señorita. Sólo quería contarle lo que me dijo Yule May.

Se dirige al frigorífico, lo abre y rebusca algo en su interior.

Suelto un largo y profundo suspiro. Cada cosa a su tiempo.

En esta ocasión ir de compras con Madre no resulta tan insoportable como de costumbre, seguramente porque estoy de muy buen humor después de enterarme de la decisión de Yule May. Madre se sienta en una silla frente al cambiador, mientras me decido por el primer traje que me pruebo, uno de popelina azul claro con chaqueta a juego de cuello redondo. Lo dejamos en la tienda para que le saquen el dobladillo. Me extraña que Madre no se pruebe nada. Al cabo de sólo media hora, me dice que está cansada, así que volvemos a Longleaf y, al llegar, sube directamente a su dormitorio a echarse una siesta.

Pienso en Aibileen y llamo a casa de Elizabeth con el corazón en un puño, pero es Elizabeth la que responde. No tengo las agallas de preguntar por Aibileen. Después del susto que nos dimos con el tema de la mochila, me prometí ser más prudente.

Así que espero a la noche, con la esperanza de que Aibileen esté en casa. Me siento sobre la lata de harina, con los dedos metidos en una bolsa de arroz seco. Al primer tono de llamada, contesta.

—¡Aibileen, Yule May va a colaborar! Ha dicho que sí.

—¿Qué? ¿Cuándo se ha enterao?

—Esta tarde. Pascagoula me lo dijo. Yule May no pudo localizarte.

—¡Leches! Me cortaron el teléfono porque iba mal de dinero y no pagué la factura. ¿Ha hablao con Yule May?

—No. Pensé que sería mejor que lo hicieras tú primero.

—Mire, llamé a casa de Miss Hilly esta tarde desde donde Miss Leefolt, pero me dijeron que Yule May ya no trabajaba allí y me colgaron. He preguntao a la gente, pero nadie sabe na.

—¿Hilly la ha despedido?

—No lo sé. Espero que haya sío ella la que dejó el trabajo.

—Llamaré a Hilly para enterarme. Ay, Señor, espero que esté bien.

—Ahora que me han devuelto la línea, voy a seguí intentando llamá a Yule May.

Llamo cuatro veces a casa de Hilly, pero nadie contesta. Por último, telefoneo a Elizabeth y me dice que Hilly se ha ido a Port Gibson porque el padre de William está enfermo.

—¿Sabes si le ha pasado algo… con su criada? —dejo caer del modo más natural posible.

—Pues mira, ahora que lo dices, mencionó algo sobre Yule May, pero tenía mucha prisa y me colgó porque iba a hacer las maletas.

Me paso el resto de la noche en el porche trasero, practicando las preguntas, ansiosa por saber qué historias va a contarme Yule May sobre Hilly. A pesar de nuestras diferencias, Hilly sigue siendo una de mis mejores amigas. Pero el libro, ahora que parece que está en marcha, es más importante que nada.

A medianoche, me tumbo en el catre. Los grillos cantan detrás de la mosquitera. Dejo que mi cuerpo se hunda contra los muelles del fino colchón. Los pies me sobresalen de la cama. Los muevo nerviosa, disfrutando de una sensación de alivio por primera vez en meses. Todavía no he llegado a la docena, claro, pero ya he conseguido una criada más.

Al día siguiente, estoy frente al televisor viendo las noticias de las doce. El reportero de guerra Charles Warring cuenta que sesenta soldados americanos han fallecido en Vietnam. Me parece tan triste que sesenta hombres tengan que morir en un lugar tan alejado de sus seres más queridos… Supongo que me preocupo tanto a causa de Stuart, pero Charles Warring parece exultante mientras da la noticia.

Saco un cigarrillo y luego lo devuelvo al paquete. Estoy intentando dejar de fumar, pero la cena de esta noche me tiene de los nervios. Madre me ha estado regañando por fumar y sé que debería dejarlo, pero tampoco creo que me vaya a morir por el tabaco. Me gustaría poder pedirle a Pascagoula que me contara más cosas sobre lo que le dijo Yule May, pero nuestra criada llamó esta mañana para decir que tenía un problema y que no podría venir hasta la tarde.

Oigo a Madre en el porche trasero, ayudando a Jameso a hacer helado. Incluso desde la otra punta de la casa se oye el estruendo del hielo machacado y el crujido de la sal. El sonido es delicioso y me entran ganas de tomarme un helado fresquito, pero tardará horas en estar listo. Por supuesto, en un día caluroso nadie prepara helado a mediodía, es una tarea nocturna, pero a Madre se le ha metido en la cabeza que tiene que hacer helado de melocotón, así que al diablo con el calor.

Salgo al porche trasero a echar un vistazo. La enorme máquina plateada de triturar hielo está fría y suda. El suelo del porche tiembla. Jameso está sentado sobre un cubo dado la vuelta, con las rodillas a ambos lados del aparato, girando la manivela de madera con las manos cubiertas por guantes. Sale vapor del montón de hielo que se derrite.

—¿Todavía no ha venido Pascagoula? —pregunta Madre, echando más crema a la máquina.

—No —contesto.

Madre está sudando. Se recoge un mechón de pelo detrás de la oreja.

—Ya añado yo la crema, mamá. Pareces acalorada.

—No lo harás bien. Déjame hacerlo a mí —contesta, y me manda meterme en casa.

En las noticias ahora tenemos a Roger Sticker retransmitiendo desde la oficina postal de Jackson con la misma sonrisa estúpida que el reportero de guerra.

—… este moderno sistema de direcciones de correo se llama «Código postal». Sí, han oído bien: «Código postal». A partir de ahora tendrán que escribir cinco números en la parte inferior del sobre…

Muestra un sobre a los telespectadores y nos enseña exactamente dónde tenemos que escribir los números. Un hombre vestido con un mono de obrero y sin dientes comenta a la cámara:

—Nadie va a usar esos números. ¡Si todavía no sabemos utilizar bien el teléfono!

Oigo que se cierra la puerta principal. Pasado un minuto, Pascagoula aparece en la sala de estar.

—Madre está fuera, en el porche de atrás —le digo, pero Pascagoula no sonríe ni me mira.

Me entrega un pequeño sobre y dice:

—Se lo iba a enviá por correo, pero le dije que mejó se lo traía yo.

En el sobre está escrita mi dirección y no tiene remitente. Por supuesto, tampoco aparece el código postal. Pascagoula sale hacia el porche.

Abro la carta. Está escrita a mano con bolígrafo negro, sobre las líneas azules de una página de cuaderno escolar.

Querida Miss Skeeter:

Quería decirle que siento mucho no poder ayudarle con sus historias. Ahora me resulta imposible y me gustaría poder contárselo en persona. Como usted sabe, yo trabajaba para una de sus amigas. No estaba contenta en esa casa y muchas veces pensé en dejar el trabajo, pero me daba miedo hacerlo. Me daba miedo no volver a encontrar otro empleo si ella hablaba mal de mí.

Probablemente no sepa que, al terminar el instituto, entré en la universidad. Habría terminado la carrera de no ser porque me casé. Es una de las pocas cosas que lamento en mi vida, no haber terminado los estudios. Sin embargo, tuve unos gemelos que me ayudaron a llevarlo mejor. Mi marido y yo llevamos diez años ahorrando para poder enviarlos a la Universidad de Tougaloo, pero por mucho que trabajamos, todavía no hemos reunido dinero suficiente para los dos. Mis chicos son los dos muy listos y se merecen una buena educación, pero sólo tenemos dinero para uno. ¿Usted se imagina lo que supone tener que decidir cuál de tus hijos irá a la universidad y cuál tendrá que dedicarse a asfaltar carreteras? ¿Cómo se puede decir a un hijo que le quieres lo mismo que a su hermano, pero que no tendrá la oportunidad de salir adelante en la vida? No se puede. Se busca un modo de solucionarlo, el que sea.

Supongo que esta carta se puede considerar una confesión. Le robé a esa mujer un horrible anillo con un rubí, con la esperanza de poder pagar el resto de la educación de mis hijos. Un anillo que nunca se puso y que sentía que me lo merecía por todo lo que he tenido que aguantar trabajando para ella. Ahora, por supuesto, ninguno de mis hijos irá a la universidad. La fianza que piden por mi libertad es casi todo el dinero que hemos ahorrado.

Atentamente,

Yule May Crookle

Pabellón de Mujeres número 9

Penitenciaría del Estado de Misisipi

¡La penitenciaría! Siento un escalofrío. Miro a mi alrededor buscando a Pascagoula, pero ha salido de la habitación. Quiero preguntarle cuándo ha sucedido, cómo demonios ha podido pasar todo tan rápido, qué podemos hacer. Pero Pascagoula está fuera ayudando a Madre; imposible hablar con ella ahora. Siento náuseas y apago la televisión.

Pienso en Yule May, sentada en una celda escribiendo esta carta. Apuesto a que sé de qué anillo habla, uno que le regaló su madre cuando cumplió dieciocho años. Hilly lo llevó a tasar hace tiempo y descubrió que ni tan siquiera era un rubí, sino un granate sin apenas valor. Nunca volvió a ponérselo. Aprieto los puños.

El sonido de la trituradora de hielo en el porche me suena como si estuvieran machacando huesos. Me dirijo a la cocina y espero a Pascagoula. Quiero respuestas. Se lo diré a Padre a ver si puede hacer algo, si conoce a algún abogado que acepte ayudarla.

Esa misma tarde, a las ocho, subo las escaleras del porche de Aibileen. Se supone que hoy teníamos nuestra primera entrevista con Yule May y, aunque sé que no va a tener lugar, he decidido pasarme de todos modos. Llueve y sopla un viento enfurecido. Tengo que ajustarme bien el chubasquero y tapar con él la mochila. Sigo pensando que debería haber llamado a Aibileen para hablar de lo que ha pasado, pero no he sido capaz de hacerlo. En su lugar, me he llevado a Pascagoula al piso de arriba para que Madre no pudiera oírnos y le he preguntado por todo.

—Yule May consiguió un buen abogao —me contó Pascagoula—, pero dicen que la mujé del juez es una buena amiga de Miss Holbrook. Lo normal habría sido una condena de seis meses por robo cometío, pero Miss Holbrook consiguió que se la subieran a cuatro años. La sentencia estaba escrita antes de empezá el juicio.

—Puedo pedirle ayuda a mi padre. Podría intentar conseguirle un abogado… blanco.

Pascagoula me ha contestado, moviendo la cabeza:

—El abogao que tenía era blanco.

Llamo a la puerta de Aibileen sintiendo mucha vergüenza. No debería estar pensando en mis problemas cuando Yule May está en prisión, pero soy consciente de lo que esto va a suponer para el libro. Si a las criadas ya les daba miedo ayudarnos, ahora tendrán pánico.

La puerta se abre y aparece un hombre negro con alzacuellos que se queda observándome extrañado. Desde el interior, Aibileen dice:

—No pasa na, reverendo, déjela entrá.

El hombre duda un poco, pero al fin se aparta y me deja pasar.

Entro y me encuentro a unas veinte personas apretujadas entre la pequeña sala de estar y el pasillo. No cabe un alfiler en la casa. Aibileen ha sacado todas las sillas de la cocina, pero la mayoría de la gente está de pie. Diviso a Minny en un rincón, todavía con el uniforme. También reconozco a Louvenia, la criada de Lou Anne Templeton, a su lado. Pero a las demás no las conozco.

Aibileen se acerca a mí. También lleva el uniforme blanco y los zapatos ortopédicos del trabajo.

Güenas, Miss Skeeter —me susurra.

—Igual… —digo en voz baja, señalando hacia la puerta—. ¿Me paso un poco más tarde?

Aibileen mueve la cabeza y me dice:

—A Yule May le ha sucedío algo horrible.

—Lo sé.

La habitación se queda en completo silencio, sólo roto por algunas toses y el crujido de una silla. En la mesita de madera se apilan libros de salmos.

—Me acabo de enterá —dice Aibileen—. La arrestaron el martes y el miércoles ya estaba en la cárcel. Dicen que el juicio apenas duró quince minutos.

—Me ha enviado una carta —le comento—. Me habla de sus hijos. Pascagoula me la entregó.

—¿Le contó que sólo le faltaban setenta y cinco dólares pa podé pagá los estudios de sus hijos? Le pidió un adelanto a Miss Hilly, ¿sabe? Le aseguró que se lo devolvería en unas semanas, pero la mujé no aceptó y le dijo que un buen cristiano no da limosna a alguien sano y capaz, que es mejó enseñá a pescá a un pobre que darle un pescado.

Dios, me puedo imaginar a Hilly soltando ese maldito discurso. Casi no me atrevo a mirar a Aibileen a los ojos.

Toas las parroquias nos hemos unío. Vamos a juntá dinero pa enviá a los dos muchachos a la universidá.

La estancia permanece en silencio. Sólo se oye el cuchicheo entre Aibileen y yo.

—¿Piensas que puedo hacer algo? ¿Alguna forma de ayudaros? ¿Dinero, o…?

—No. La parroquia ya ha preparao un plan pa pagá al abogao. Queremos contratarle pa cuando le revisen la condicional. —Aibileen agacha la cabeza. Seguro que está muy dolida por Yule May, pero sospecho que también es consciente de que la historia del libro se acabó—. Pa cuando salga de la cárcel, los chicos estarán terminando la carrera. Le han metío cuatro años y una multa de quinientos dólares.

—No sabes cuánto lo siento, Aibileen.

Miro a mi alrededor, a los que están en la habitación. Todos agachan la cabeza, como si mis ojos les quemaran. Bajo la mirada al suelo.

—¡Esa mujé es el diablo! —aúlla Minny desde la otra punta del sofá. Me estremezco, esperando que no se refiera a mí—. ¡El demonio ha enviao a Hilly Holbrook a esta ciudá pa destruí toas las vidas que pueda! —grita de nuevo Minny, y se limpia la nariz con la manga de su uniforme.

—¡Minny, ya está bien! —dice el reverendo—. Encontraremos una forma de ayudarla.

Contemplo sus rostros descompuestos, y me pregunto qué se puede hacer.

En la habitación reina de nuevo un insoportable silencio. Hace mucho calor y huele a café quemado. De repente, soy una extraña aquí, aunque ya casi había conseguido acostumbrarme al lugar. Pero ahora siento que el desprecio y la culpa me queman.

El calvo reverendo se seca los ojos con un pañuelo.

—Gracias, Aibileen, por habernos permitido reunirnos en tu casa para rezar.

Empiezan a levantarse de sus asientos y a despedirse con solemnes gestos de cabeza, buscan sus bolsos y se calan sus sombreros. El reverendo abre la puerta, y entra el aire húmedo del exterior. Una mujer con pelo rizado gris y un abrigo negro pasa a mi lado. De pronto, se detiene delante de donde yo estoy con mi mochila.

Lleva el abrigo un poco abierto y puedo ver que debajo hay un uniforme blanco.

—Miss Skeeter —me dice, muy seria—, quiero colaborá en lo de sus historias.

Me vuelvo y miro a Aibileen, que enarca las cejas, boquiabierta. Busco a la mujer, pero ya está saliendo por la puerta.

—Yo también quiero ayudá, Miss Skeeter —dice otra mujer, alta y delgaducha, con la misma cara de seriedad que la primera.

—Esto… Yo… Gracias —es lo único que acierto a decir.

—Y yo, Miss Skeeter. Me gustaría colaborá con usté —comenta una mujer con un abrigo rojo que pasa apurada a mi lado sin apenas mirarme a los ojos.

A partir de la siguiente, empiezo a contar: cinco, seis, siete… Respondo con un gesto afirmativo y no se me ocurre nada más que decir gracias. Gracias, gracias a todas. Siento un alivio amargo, porque han tenido que detener a Yule May para conseguir esto.

Ocho, nueve, diez, once… Ninguna sonríe cuando me dice que quiere colaborar. La estancia se va vaciando. Al final, sólo queda Minny, que permanece en pie en la otra esquina con los brazos cruzados sobre el pecho. Cuando todas se han marchado, me mira; por un segundo, sus ojos se cruzan con los míos y los dirige rápidamente hacia las cortinas marrones que cierran la ventana a cal y canto. Por el ligero temblor de sus labios, puedo adivinar cierta satisfacción oculta tras su cara de mala leche. Estoy segura de que Minny está detrás de esto.

Con todo el mundo de vacaciones fuera de la ciudad, nuestro grupo de bridge no se ha reunido a jugar una partida desde hace más de un mes. El miércoles, quedamos en casa de Lou Anne Templeton, que nos recibe con efusivos abrazos y «qué-bueno-verte».

—Ay, Lou Anne, pobrecita. ¿Estás otra vez con tus eccemas? —le pregunta Elizabeth, porque Lou Anne lleva un vestido de lana gris en pleno verano—. ¡Mira que tener que llevar manga larga con el calor que hace!

Lou Anne baja la vista, visiblemente avergonzada.

—Pues sí, cada vez lo tengo peor.

No puedo soportar el contacto con Hilly cuando se me acerca. Cuando me aparto de su abrazo, actúa como si no se hubiera dado cuenta. Pero después se pasa toda la partida mirándome con los ojos entornados.

—¿Qué vas a hacer? —le pregunta Elizabeth a Hilly—. Ya sabes que puedes dejarme los niños cuando quieras, pero… bueno…

Antes de la partida, Hilly dejó a Heather y a William en casa de Elizabeth para que Aibileen los cuide mientras jugamos al bridge. Pero puedo leer el mensaje implícito en la agria sonrisa de Elizabeth: aunque adora a Hilly, no está dispuesta a compartir su criada con nadie.

—¡Lo sabía! Sabía que esa mujer era una ladrona desde el primer día.

Mientras Hilly nos cuenta la historia de Yule May, dibuja un gran círculo en el aire con el dedo para que nos hagamos una idea del enorme tamaño de la piedra, ese «rubí» de incalculable valor.

—Una vez la pillé llevándose de casa la leche caducada. Así empiezan todas. Primero te quitan un poco de jabón de lavadora, luego desaparecen toallas y ropas y, antes de que te des cuenta, te están robando las joyas para empeñarlas y gastarse el dinero en alcohol. Sólo Dios sabe qué más se habrá llevado.

Tengo que aguantarme las ganas de partirle esos dedos que no para de mover, pero me contengo. Dejemos que piense que todo va bien. Es más seguro para todos.

Cuando termina la partida, salgo corriendo para preparar la cita de esta noche en casa de Aibileen. Me alivia descubrir que no hay nadie en casa. Ojeo la lista de mensajes que me ha dejado Pascagoula: han llamado Patsy mi compañera de tenis, y Celia Foote, a quien apenas conozco. ¿Qué querrá de mí la esposa de Johnny Foote? Minny me hizo prometer que no la llamaría nunca y no tengo tiempo para andar preocupándome por ella. Tengo muchas entrevistas que preparar.

Esa tarde, a las seis, estoy sentada a la mesa de la cocina de Aibileen. Hemos decidido que me pase por su casa casi todas las noches hasta terminar el libro. Cada dos días, una mujer diferente llama a la puerta del patio trasero de Aibileen, se sienta conmigo y me cuenta sus historias. Once criadas han aceptado colaborar con nosotras. Contando a Aibileen y a Minny, esto hace un total de trece mujeres. Miss Stein me pidió doce, así que estamos teniendo suerte. Aibileen se queda en la cocina, cerca de nosotras, escuchando. La primera sirvienta se llama Alice. Nunca pregunto el apellido.

Le explico a Alice que nuestro proyecto consiste en recopilar historias reales sobre las criadas y sus experiencias al servicio de familias blancas. Le entrego un sobre con cuarenta dólares que he conseguido ahorrar entre mi sueldo por la columna de Miss Myrna, la asignación semanal que me pasa Padre y el dinero que me da Madre para que me lo gaste en el salón de belleza al que nunca voy.

—Es probable que nunca se llegue a publicar —les digo a todas—, y en caso de que se publique, no sacaremos mucho dinero con ello.

La primera vez que dije esto bajé la vista avergonzada, no sé muy bien por qué. Siento que, por ser blanca, estoy obligada a ayudarlas económicamente.

—Aibileen ya me dejó claro ese punto —me contestan muchas—. No hago esto por dinero.

Les repito las normas que hemos decidido seguir para proteger su identidad: que es fundamental que no le cuenten esto a ninguna persona que no esté en el proyecto, y que en el libro se cambiarán sus nombres, así como el de la ciudad y el de las familias para las que trabajan. Me gustaría poder colarles, como última pregunta: «Ah, y por cierto, ¿conocías a Constantine Bates?», pero estoy segura de que Aibileen me diría que no es una buena idea. Bastante miedo tienen ya.

—Ahora viene Eula. Va a ser como intentá abrí una almeja muerta. No se agobie si ve que no habla mucho.

Aibileen me prepara antes de cada entrevista. Le preocupa tanto como a mí que las asuste antes de que empiecen.

Eula, la almeja muerta, empieza a hablar antes incluso de sentarse, sin que le diga nada, y no para hasta las diez de la noche.

—… si les pedía un aumento, me lo daban. Cuando necesité un sitio pa viví, me ayudaron con el alquiler. Una vez, el doctó Tucker vino en persona a mi casa pa sacá una bala del brazo de mi marío, porque decía que mi Henry se podría cogé cualquié cosa en el hospital pa la gente de coló. Llevo cuarenta y cuatro años trabajando pal doctó Tucker y Miss Sissy, y siempre se han portao mu bien conmigo. Tos los viernes le lavo el pelo a la señora. Creo que esa mujé no sabría lavarse el pelo sola. —Por primera vez en toda la noche, se calla por un momento y pone cara de tristeza y preocupación—. Si me muero antes que ella, no sé quién le va a lavá el pelo a Miss Sissy.

Intento no sonreír demasiado cuando las escucho. No quiero que sospechen de mí. Alice, Fanny Amos y Winnie son tímidas, hay que tirarles de la lengua mientras siguen con los ojos clavados en el suelo. A Flora Lou y a Cleontine parece que les hayan dado cuerda y parlotean sin descanso mientras tecleo tan rápido como puedo. Cada cinco minutos tengo que pedirles que, por favor, hablen más despacio. La mayoría de las historias son tristes y amargas. Me lo esperaba. Pero también hay un buen número de anécdotas divertidas. Siempre llega un momento en que todas miran a Aibileen, como preguntándole: «¿Estás segura de que puedo contarle esto a una blanca?».

—Aibileen, ¿qué pasará si… si esto se publica y descubren quiénes somos? —pregunta la tímida Winnie—. ¿Qué crees que nos harían?

Nuestros ojos forman un triángulo en la cocina y nos quedamos un rato mirándonos. Inspiro hondo, dispuesta a convencerla de que estamos siendo muy cuidadosas al respecto.

—A un primo de mi marío… le cortaron la lengua. Fue hase ya tiempo. Habló con unos tipos de Washington sobre el Klan. ¿Cree que nos van a cortá la lengua a nosotras también por hablá con usté?

No sé qué responder. Lenguas cortadas… Dios mío, nunca se me había pasado esto por la imaginación. Sólo la cárcel, falsas acusaciones, multas…

—Esto… estamos teniendo mucho cuidado —contesto, pero sé que suena a excusa débil y poco convincente.

Miro a Aibileen, que también parece preocupada.

—No lo sabremos hasta que no suceda, si sucede, Winnie —comenta Aibileen con tono tranquilizador—. Pero supongo que será diferente a lo que se ve en televisión. Las mujeres blancas no actúan igual que sus maríos.

Miro a Aibileen, sorprendida. Nunca ha compartido conmigo los detalles de lo que piensa que nos sucederá. Me gustaría cambiar de tema, no creo que nos haga ningún bien seguir hablando de esto.

Tiés razón —dice Winnie, moviendo la cabeza—, las mujeres blancas no son como los hombres. Seguramente nos harán cosas peores.

—¿Adónde vas? —grita Madre desde la sala de estar.

Llevo la mochila a la espalda y las llaves de la camioneta en el bolsillo.

—Al cine —respondo sin detenerme.

—Ya fuiste ayer al cine. Ven aquí, Eugenia.

Retrocedo unos pasos y me quedo en el marco de la puerta. Las úlceras de Madre se han reactivado y la pobre sólo ha cenado un poco de caldo de pollo. Padre hace ya una hora que se fue a dormir y me apena dejarla sola, pero no puedo quedarme.

—Lo siento, mamá, llego tarde. ¿Quieres que te traiga algo cuando venga?

—¿Qué película vas a ver y con quién? Esta semana has salido casi todas las noches.

—Con… unas chicas. Estaré de vuelta a las diez. ¿Te encuentras bien?

—Sí, estoy bien —suspira—. Bueno, hasta luego.

Me dirijo al coche, sintiéndome culpable por dejar a Madre cuando es evidente que está mal. Gracias a Dios, Stuart está en Texas, porque a él no le podría engañar con tanta facilidad. Hace tres noches se pasó por aquí y nos quedamos sentados en la mecedora del porche escuchando el canto de los grillos. Estaba tan cansada de haberme pasado la noche anterior trabajando hasta tarde que me costaba mantener los ojos abiertos, pero no quería que se marchase. Recosté mi cabeza en su regazo y estiré el brazo para acariciarle la incipiente barba.

—¿Cuándo vas a dejarme leer algo de lo que escribes? —me preguntó.

—Puedes leer la columna de Miss Myrna. La semana pasada hice un gran ensayo sobre el moho.

Stuart sonrió y meneó la cabeza.

—No; quiero leer lo que piensas de verdad. Estoy seguro de que no tiene nada que ver con limpieza doméstica.

En ese momento me pregunté si sospecha que le oculto algo. Me asustó la idea de que pudiera descubrir lo de las historias, pero me emocionó que estuviera interesado en mis textos.

—Ya me lo enseñarás cuando estés preparada, no quiero forzarte.

—Puede que te deje leerlo algún día —contesté, sintiendo que se me cerraban los ojos.

—Duerme, pequeña —me susurró acariciándome el pelo—. Déjame que me quede un poco más contigo.

Con Stuart fuera de la ciudad durante los siguientes seis días, puedo dedicarme plenamente a las entrevistas. Cada noche, me dirijo a casa de Aibileen tan nerviosa como la primera vez. Las mujeres son altas y bajas, negras como el asfalto o marrones como el caramelo. Si tienes la piel muy clara, me dijeron, no te contratan. Cuanto más negra, mejor. A veces la conversación se torna banal y se dedican a quejarse por los bajos salarios, las muchas horas de trabajo, los insoportables críos… Pero en ocasiones surgen historias como la del bebé que murió en los brazos de la criada, mirándola con sus ojos azules, vacíos y estáticos mientras se iban apagando.

—Olivia se llamaba. Era un bebé mu chiquitín. Me agarraba el deo con su manita y le costaba mucho respirá —me cuenta Fanny Amos, nuestra cuarta entrevistada—. Su mamá no estaba en casa, había salío a la tienda pa comprá pomada mentolá. Sólo estábamos su padre y yo. El hombre no me dejó que la tumbara en la cuna, me ordenó que la tuviera en brazos hasta que llegara el doctó. El bebé se quedó frío en mi regazo.

En sus relatos se puede sentir un odio palpable hacia las mujeres blancas, pero también un cariño inexplicable. Faye Belle, ya con parálisis y la piel gris, no es capaz de recordar su edad. Sin embargo, sus historias se desenrollan como una madeja. Se acuerda de cómo se escondió con una niñita blanca en un arcón cuando los soldados del Norte pasaron por su casa. Ochenta años más tarde, cuando aquella niña blanca estaba en su lecho de muerte, la abrazó, le dijo que la quería y que había sido su mejor amiga. Ambas juraron que la muerte no cambiaría esto y que el color de la piel no significaba nada. Los nietos de aquella mujer todavía le pagan el alquiler. A veces, cuando se siente con fuerzas, Faye Belle va a su casa y les limpia la cocina.

Louvenia es la quinta entrevistada. Es la criada de la insulsa Lou Anne Templeton, y la he visto alguna vez cuando acudo a su casa a jugar al bridge. Louvenia me cuenta que a su nieto, Robert, lo dejaron ciego a principios de este año por colarse en un servicio para blancos. Recuerdo haberlo leído en el periódico mientras Louvenia espera a que termine de teclear. Sin embargo, no hay rastro de rencor en su voz. Descubro que Lou Anne, una mujer que siempre me había parecido una sosa alelada y a quien nunca he prestado mucha atención, le dio dos semanas libres y pagadas a Louvenia para que pudiera ocuparse de su nieto, y que durante esos días le llevó comida a su casa siete veces. También me entero de que, cuando llamaron a Louvenia para contarle lo que había pasado, Lou Anne la llevó en coche al hospital para gente de color y se quedó seis horas esperando con ella hasta que terminaron de operar al chico. Lou Anne nunca nos ha contado esto, y puedo comprender perfectamente por qué.

También hay historias desagradables de hombres blancos que han intentado abusar de las criadas. Winnie contó que el señor de su casa la obligaba a acostarse con él una y otra vez. Con Cleontine también lo intentaron, pero ella se resistió, hasta que una vez lo hirió en la cara y nunca más volvió a intentarlo. Pero lo que me sorprende constantemente es esa dicotomía entre el amor y el desprecio. Muchas fueron invitadas a asistir a bodas de niños a los que habían criado, pero sólo si acudían con el uniforme blanco. Son cosas que ya conocía, pero al oírlas de boca de una persona de color, es como si las escuchara por primera vez.

Después de que se marchara Gretchen, transcurrieron varios minutos antes de que nos atreviéramos a hablar.

—Lo mejó es que sigamos adelante —dice por fin Aibileen— y que no… tengamos en cuenta a ésta.

Gretchen es prima de Yule May. Estaba en la reunión para rezar por ella organizada por Aibileen hace unas semanas, pero pertenece a otra parroquia.

—No entiendo por qué aceptó participar, si…

Quiero irme a mi casa. Tengo los músculos del cuello en tensión y me tiemblan los dedos de teclear y por el efecto de las palabras de Gretchen.

—Lo siento. No sabía que iba a hacé eso.

—Tú no tienes la culpa, Aibileen —digo.

Me gustaría preguntarle cuánto hay de verdad en las palabras de Gretchen, pero no puedo. No me atrevo a mirar a Aibileen a la cara.

Le expliqué las «reglas» a Gretchen, igual que había hecho antes con las demás. Gretchen se reclinó sobre el respaldo de la silla. Creí que estaba pensando en una historia que contarme, pero de repente dijo:

—Debería darte vergüenza. No eres más que una blanquita intentando ganar unos dólares a costa de la gente de color.

Miré en dirección a Aibileen sin saber muy bien qué responder a esto. ¿Acaso no había quedado claro el tema del dinero? Aibileen inclinó la cabeza, como si no estuviera segura de haber oído bien.

—¿Te crees que alguien va a leer esto? —se burló Gretchen.

El uniforme de trabajo le marcaba un cuerpo bonito. Llevaba los labios pintados del mismo rosa que usamos mis amigas y yo. Es joven y hablaba sin levantar la voz en un correcto inglés, como si fuera una blanca. No sé por qué, eso empeoraba las cosas.

—Todas las mujeres de color a las que has entrevistado han sido muy amables contigo, ¿verdad?

—Sí —contesté—, muy amables.

Gretchen me miraba fijamente a los ojos.

—Pues que sepas que te odian, ¿vale? Te odian a muerte. Pero eres tan idiota que piensas que les estás haciendo un favor.

—No tienes por qué participar. Tú te ofreciste a…

—¿Sabes la única cosa amable que una mujer blanca ha hecho por mí en la vida? Darme el currusco de su pan. Las mujeres de color que vienen aquí sólo están jugando contigo, blanquita. Nunca te contarán lo que de verdad piensan de ti.

—¡No tienes ni idea de lo que me han contado las demás! —protesté.

Estaba sorprendida por el enorme enfado que de repente sentía y la facilidad con la que había surgido.

—Dilo, blanquita, di la palabra que te viene a la cabeza cada vez que una de nosotras entra por la puerta: «Negra».

Aibileen se levantó de su taburete y le gritó:

—¡Ya basta, Gretchen! Vete a tu casa.

—¿Sabes una cosa, Aibileen? Eres tan idiota como esta mujer —replicó Gretchen.

Me sorprendió ver cómo Aibileen señalaba la puerta y le decía entre dientes:

—¡Sal de mi casa!

Gretchen se marchó, pero a través del cristal de la puerta me lanzó tal mirada que me dio un escalofrío.

Dos noches después estoy sentada frente a Callie. Tiene el pelo rizado y gris en su mayor parte. A sus sesenta y siete años, todavía viste uniforme. Es una mujer gruesa y voluminosa. Partes de su cuerpo cuelgan a ambos lados de la silla. Todavía estoy nerviosa por la entrevista con Gretchen.

Espero a que Callie termine de remover el té. En una esquina de la cocina de Aibileen hay una bolsa llena de ropa con un par de pantalones blancos que asoman. La casa de Aibileen siempre está muy limpia y ordenada, por eso me extraña que no se ocupe de esa bolsa.

Callie empieza a hablar lentamente y yo tecleo, agradecida por el ritmo pausado de su relato. Tiene la vista perdida detrás de mí, como si hubiera una pantalla de cine a mi espalda y pudiera ver las escenas que está describiendo.

—Trabajé treinta y ocho años pa Miss Margaret. La mujé tenía una nenita que no paraba de llorá y lo único que la calmaba era que la llevaran en brazos, así que yo la envolvía en un fular, me la ataba a la cintura y durante to un año la llevé encima. Ese bebé estuvo a punto de romperme la espalda. Me tenía que poné bolsas de hielo toas las noches, y todavía sigo haciéndolo. Pero la adoraba, y también quiero mucho a Miss Margaret. —Bebe un trago de té mientras tecleo las últimas palabras. Levanto los ojos y ella continúa—: Miss Margaret siempre m'obligaba a taparme el pelo con un pañuelo porque decía que la gente de coló no nos lavamos nunca la cabeza. Cada vez que le sacaba brillo a la cubertería de plata, contaba a ver si faltaba alguna pieza. Cuando, treinta años más tarde, Miss Margaret se murió de problemas de mujé, fui a su funeral. Su marío me abrazó y lloró en mi hombro. Al terminá el entierro, el hombre me dio un sobre. Dentro había una carta de Miss Margaret en la que me decía: «Gracias por conseguir que mi hija dejara de llorar. Nunca lo he olvidado».

Callie se quita las gafas de pasta negra y se seca los ojos.

—Si alguna mujé blanca lee algún día mi historia, sólo quiero que recuerde esto: que dar las grasias de corazón cuando piensas en to lo que alguien ha hecho por ti —mueve la cabeza y mira la mesa llena de arañazos—, es algo mu bonito.

Callie me observa, pero no soy capaz de mirarle a los ojos.

—Disculpadme un minuto —me excuso.

Me sujeto la frente entre las manos. No puedo evitar pensar en Constantine. Nunca le di las gracias, no como se lo merecía. Nunca se me ocurrió siquiera que no tendría oportunidad de hacerlo.

—¿Se encuentra bien, Miss Skeeter? —pregunta Aibileen.

—Estoy… Estoy bien. Sigamos adelante.

Callie pasa a su siguiente historia. La caja de zapatos Dr. Scholl amarilla que reposa en la encimera detrás de ella sigue llena de sobres. A excepción de Gretchen, las otras diez criadas depositaron en ella el dinero que les entregué, para pagar los estudios de los hijos de Yule May.