Capítulo 18

El lunes por la mañana, mientras conduzco hacia la casa de Miss Celia, ensayo las frases que tengo que decir: «Sé que me fui de la lengua…», en cuanto entre en la cocina; «Sé que lo que dije estaba fuera de lugar…», mientras dejo el bolso en la silla; «Y… y…», ésta es la parte más difícil, «Y lo siento».

Ya en la casa, me preparo mientras oigo a Miss Celia que arrastra los pies. No sé lo que va a pasar, si estará cabreada, si me tratará con indiferencia, o si simplemente volverá a decirme que estoy despedida. Lo único que sé es que tengo que hablar yo primero.

—Buenos días —me saluda.

Miss Celia todavía está en camisón. No se ha peinado, y tampoco se ha puesto el pringue con el que se maquilla todas las mañanas.

—Miss Celia, tengo que decirle algo…

Suelta un gemido y se lleva la mano al estómago.

—¿Se… encuentra bien?

—No es nada.

Pone una tostada y algo de jamón en un plato, pero luego lo aparta todo.

—Miss Celia, quería decirle que…

Sale y me deja con la palabra en la boca. Parece que estoy metida en un buen lío.

Me pongo a hacer mi trabajo. Puede que esté loca por actuar como si no me hubieran despedido y seguramente no me paguen por lo que haga hoy, pero me encargo de las labores de la casa como si nada hubiera pasado. Después del almuerzo, enciendo la tele y miro el culebrón de Miss Christine, As the World Turns, mientras plancho. Por lo general, Miss Celia se sienta a verlo conmigo, pero hoy no lo hace. Cuando termina el programa, la espero un rato en la cocina, pero tampoco se presenta para su lección. La puerta de su dormitorio sigue cerrada y a eso de las dos no me queda otra cosa por hacer que limpiar su cuarto. El miedo se me agarra al estómago. Ojalá le hubiera dicho lo que tenía que decirle esta mañana, cuando tuve la oportunidad.

Me dirijo a la parte trasera de la casa y observo la puerta cerrada de su dormitorio. Llamo pero no me contesta. Finalmente, me arriesgo y abro.

La cama está vacía. Ahora tengo que lidiar con otra puerta cerrada, la del cuarto de baño.

—¡Voy a hacé el dormitorio! —grito.

No hay respuesta, aunque sé que está dentro. La noto detrás de esa puerta. Estoy sudando, quiero hablar con ella y terminar de una vez con esta maldita historia.

Recorro la habitación con la bolsa de la colada y meto la ropa sucia de todo el fin de semana. La puerta del cuarto de baño sigue cerrada y no se oye nada detrás. Supongo que el lavabo estará hecho un asco. Escucho a ver si hay algo de vida mientras estiro las sábanas sobre la cama. La almohada es la cosa más sucia que he visto nunca y está aplastada en las puntas como un enorme perrito caliente amarillento. La sacudo sobre el colchón y coloco la colcha.

Limpio el polvo de la mesita de noche de la señorita y de la pila de números de la revista Look que amontona en el suelo, junto al libro de bridge que encargó. Ordeno los libros de la mesita de Mister Johnny. Este hombre lee un montón. Veo que tiene Matar a un ruiseñor y me fijo en la portada.

—¡Vaya! Mira lo que tenemos aquí —murmuro en voz baja.

Un libro que habla de negros. Me pregunto si algún día veré el libro de Miss Skeeter en alguna mesita de noche. Por supuesto, sin que aparezca mi verdadero nombre.

De repente, oigo un ruido. Algo ha chocado contra la puerta del baño.

—¡Miss Celia! —grito de nuevo—. Estoy aquí. Sólo pa que lo sepa.

Pero no recibo respuesta.

«No es de mi incumbencia lo que suceda ahí dentro», pienso para mis adentros. Luego, vuelvo a gritar ante la puerta:

—Voy a terminá mi trabajo y me marcho antes de que llegue Mister Johnny con la pistola.

Espero que esto la saque de su encierro, pero no.

—Miss Celia, queda algo de reconstituyente debajo del lavabo. Tómeselo y salga pa que pueda limpiá ahí dentro.

Finalmente, me callo y me quedo mirando la puerta. ¿Estoy despedida o no? En caso de que no lo esté, ¿será que esta mujer está tan bebida que no me oye? Mister Johnny me pidió que la cuidara. No creo que dejarla inconsciente en la bañera sea precisamente a lo que se refería.

—Miss Celia, diga algo pa sabé por lo menos que sigue viva.

—Estoy bien.

Su voz no suena nada bien.

—Son casi las tres —digo mientras espero de pie en medio del dormitorio—. Mister Johnny no tardará en llegá.

Tengo que saber qué está pasando. Quiero ver si está borracha y tirada ahí dentro. Y, si no estoy despedida, tengo que limpiar ese cuarto de baño para que Mister Johnny no piense que la criada que tiene en secreto es una vaga y me despidan por segunda vez en una semana.

—Vamos, Miss Celia. ¿Qué le pasa? ¿Se ha hecho otra vez un estropicio con el tinte del pelo? La última vez le ayudé a arreglarlo, ¿s'acuerda? No se preocupe, volverá a quedarle bonito.

De repente, el pomo se gira y la puerta se abre lentamente. Miss Celia está sentada en el suelo, a la derecha de la puerta. Tiene las rodillas dobladas bajo el camisón.

Me acerco un poco. De perfil, veo que tiene la cara del color del suavizante: azul lechoso.

También veo que hay sangre en el retrete. Mucha sangre.

—¿Está con el periodo, Miss Celia? —susurro.

Se me abren las fosas nasales.

Miss Celia no se da la vuelta para mirarme. Hay una línea de sangre en el dobladillo de su blanco camisón, como si hubiera estado metido en el retrete.

—¿Quiere que llame a Mister Johnny? —le pregunto.

Aunque intento evitarlo, no puedo dejar de mirar esa taza llena de sangre. Hay algo que flota. Algo que parece… sólido.

—¡No! —niega Miss Celia, con la vista clavada en la pared—. Acércame… mi agenda de teléfonos.

Corro a la cocina, busco el cuadernito y regreso a toda prisa. Cuando intento dárselo, Miss Celia lo rechaza con un gesto de la mano.

—Por favor, llama tú —dice—. Busca en la T: doctor Tate. Yo no puedo.

Paso las delgadas páginas. Conozco a ese doctor Tate, es el médico de casi todas las blancas para las que he servido. También sé que cada martes, mientras su esposa está en la peluquería, le da un «tratamiento especial» a Elaine Fairley. «Taft… Taggert… Tann». ¡Por fin, alabado sea el Señor!

Me tiemblan las manos mientras marco los números. Una mujer blanca contesta. «Celia Foote, en la carretera veintidós, en el condao de Madison», digo lo mejor que puedo sin vomitar en el suelo. «Sí, señora. Sangra mucho, mucho. ¿Sabe cómo llegá hasta aquí?» Me responde que, por supuesto, conoce el camino, y cuelga.

—¿Va a venir? —pregunta Celia.

—Sí, va a vení —respondo.

Me entran náuseas otra vez. No creo que pueda volver a limpiar ese retrete sin que me den arcadas.

—¿Quiere una coca-cola? Le traeré una coca-cola.

En la cocina, saco una botella del frigorífico. Regreso al baño, la dejo en el suelo y me aparto lo más posible de esa taza llena de rojo, pero sin dejar sola a Miss Celia.

—Igual debería meterse en la cama, Miss Celia. ¿Cree que pué levantarse?

Miss Celia se inclina hacia delante e intenta incorporarse. Me acerco para ayudarla y veo que tiene toda la parte de atrás del camisón empapada y que el suelo está manchado con algo que parece un moco rojo, que se ha incrustado en las rendijas que hay entre las baldosas. No será fácil limpiarlo.

Cuando consigo que se ponga en pie, Miss Celia resbala en un charquito de sangre y se agarra al borde del inodoro para no caerse.

—Déjame quedarme… Quiero quedarme aquí.

—Como usté quiera —digo, y salgo al dormitorio—. El doctó Tate no tardará en llegá. Le han llamao a su casa.

—Quédate conmigo, Minny, por favor.

De ese retrete sale un olor pestilente, a algo fresco y horrible. Tras pensármelo un poco, me siento en el suelo, con la mitad de mi trasero en el cuarto de baño y la otra mitad fuera. Ahora que lo tengo a la altura de los ojos, puedo olerlo mejor. Huele a carne, como las hamburguesas descongelándose en la encimera. Me entra un escalofrío ante esta idea.

—Vamos fuera mejó, Miss Celia. Necesita que le dé el aire…

—No puedo manchar la alfombra… Johnny se enteraría.

Las venas de sus brazos parecen muy negras bajo su piel paliducha. Su rostro está cada vez más blanco.

—Se le está poniendo mala cara. Beba un poco de coca-cola.

Da un sorbo a la botella y dice:

—¡Ay, Minny!

—¿Cuánto tiempo lleva así?

—Desde esta mañana —contesta, y rompe a llorar apoyando la cara en el brazo.

—No pasa na, se pondrá bien.

Mi voz suena tranquilizadora, confiada, pero por dentro mi corazón late acelerado. El doctor Tate viene para curar a Miss Celia, pero ¿qué vamos a hacer con lo del retrete? ¿Qué se supone que tengo que hacer, tirar de la cadena? ¿Y si se atasca en las cañerías? Lo mejor será sacarlo de ahí. ¡Ay, Dios! ¿Cómo voy a hacer eso?

—Hay mucha sangre —se queja, apoyándose en mí—. ¿Por qué he sangrado tanto esta vez?

Levanto la barbilla y lanzo una mirada al retrete. Aparto la vista pasado un segundo.

—No dejes que Johnny lo vea. ¡Ay, Dios…! ¿Qué hora es?

—Las tres menos cinco. Todavía tenemos algo de tiempo.

—¿Qué deberíamos hacer? —me pregunta.

¿Deberíamos? Santo Dios, preferiría que no utilizara el «nosotros» al hablar de este asunto.

—Supongo que una de nosotras tendrá que sacarlo de ahí —digo, apartando la vista.

Miss Celia me mira con sus ojos enrojecidos.

—¿Y dónde lo vamos a tirar?

No me atrevo a mirarla a la cara.

Pos supongo que… en el cubo de la basura.

—Por favor, hazlo ya —ruega, y mete la cabeza entre las rodillas como si estuviera avergonzada.

Ahora ya ni tan siquiera utiliza el «nosotros». Ahora es un simple «Hazlo ya». Tú vas a sacar a mi bebé muerto de ese retrete.

Pero ¿acaso tengo otra opción?

Oigo que se me escapa un gemido. Las baldosas del suelo se me clavan en las nalgas. Cambio de posición, gruño e intento pensar un poco. A ver, cosas peores habré hecho en mi vida, ¿verdad? Ahora mismo no se me ocurre ninguna, pero seguro que algo tiene que haber.

—Por favor —me ruega Miss Celia—, no puedo seguir viéndolo.

—Está bien —asiento, como si supiera lo que estoy haciendo—. Voy a ocuparme de eso.

Me pongo en pie e intento ser práctica. Sé dónde tirarlo: en la papelera blanca que está junto al retrete, y luego lo llevaré a la calle. Pero ¿cómo voy a sacarlo de la taza? ¿Con la mano?

Me muerdo el labio e intento calmarme. Quizá sería mejor esperar… A lo mejor el médico quiere llevárselo cuando venga, para examinarlo. Si consigo sacar a Miss Celia de aquí unos minutos, igual no tengo que pasar por este mal trago.

—Ahora mismo me encargo —digo, con voz tranquilizadora—. ¿De cuántos meses cree que estaba?

Me arrimo al retrete sin atreverme a mirar.

—No sé; ¿cinco meses? —Miss Celia se tapa la cara con una toallita—. Me estaba duchando y empecé a notar que empujaba, que me dolía. Me senté en el váter y salió, como si quisiera escapar de mi interior.

Empieza a sollozar de nuevo, con los hombros caídos.

Con mucho cuidado, bajo la tapa del retrete y me vuelvo a sentar en el suelo.

—Como si prefiriera morir antes que estar un segundo más dentro de mí.

—Mire, si ha pasao así es porque Dios lo ha querío. Algo no iba bien dentro de usté y la naturaleza ha tenío que actuá. La próxima vez to saldrá bien, ya lo verá.

Entonces me acuerdo de las botellas que descubrí y la rabia se apodera de mí.

—Es… la segunda vez que me pasa.

—¡Santo Dios!

—Nos casamos porque me quedé embarazada —dice Miss Celia—, pero… también lo perdí.

No puedo resistir más sin decírselo:

—Entonces, ¿por qué demonios bebe? ¿No sabe que estando preñá una no puede ponerse tibia a whisky?

—¿Whisky?

¡Por favor! No puedo aguantar esa mirada de «¿de qué estás hablando?». Por lo menos, con la tapa bajada el olor no es tan intenso. ¿Cuándo va a llegar ese maldito médico?

—¿Pensabas que yo…? —Niega con la cabeza y dice con los ojos cerrados—: ¡Pero si es un tónico reconstituyente! Me lo prepara una indígena choctaw de la parroquia de Feliciana…

—¿Una choctaw? —repito, y parpadeo incrédula. Esta mujer es más tonta de lo que imaginaba—. ¡No se puede confiá en los indios! ¿No sabe que les envenenamos su maíz? Podría estar intentando envenenarla a usté pa vengá a su tribu.

—El doctor Tate me dijo que no era más que agua con melaza —solloza en su toallita—. Tenía que intentarlo. Tenía que hacerlo.

Noto cómo se me relaja todo el cuerpo del alivio que siento al escuchar eso.

—Estas cosas necesitan un poco de tiempo, Miss Celia. Lo que le ha pasao es algo normal, a usté no le sucede na malo. Confíe en mí, que he parío cinco hijos.

—Pero es que Johnny quiere tener hijos ya. ¡Ay, Minny! —Mueve la cabeza—. ¿Qué va a hacer si se entera?

Pos superarlo, eso es lo que va a hacé. Se olvidará enseguida porque eso a los hombres se les da mu bien. Pronto estará pensando en el siguiente.

—No sabía nada sobre éste. Ni tampoco sobre el anterior.

—¡Pero si m'ha dicho que se casó con usté por eso!

—Lo del primero sí lo sabía. —Suelta un largo suspiro—. La verdad es que éste es mi… cuarto aborto.

Miss Celia deja de llorar. Ya no me quedan buenas palabras que decirle. Por unos minutos, no somos más que dos personas preguntándose por qué las cosas tienen que ser así.

—Pensaba —suspira—, que si reposaba, si traía a alguien para encargarse de la casa y de hacer la comida, este bebé podría salir adelante. —Oculta la cabeza en la toalla y solloza—: ¡Quería que se pareciera a Johnny!

—Mister Johnny es un hombre atractivo, tiene el pelo mu bonito…

Miss Celia se quita la toalla de la cara y me mira.

Levanto los brazos, porque me doy cuenta de lo que acabo de decir.

—Tengo que salí a respirá un poco. Hace mucho caló aquí dentro.

—¿Cómo sabes…?

Miro a mi alrededor, intentando pensar en una mentira, pero al fin suspiro y digo:

—Miss Celia, su marío lo sabe to. Un día vino a casa y me encontró.

—¿Qué?

—Sí, señora. Me pidió que no se lo dijera pa que siguiera creyendo que está orgulloso de usté. Ese hombre la quiere mucho, Miss Celia, lo he visto en su cara.

—Pero… ¿desde cuándo lo sabe?

—Desde hace… unos meses.

—¿Meses? ¿Se… se enfadó conmigo por haberle mentido?

¡Pos claro que no! Incluso me llamó unas semanas después pa asegurarse de que no dejaba el trabajo. Dice que tiene miedo de morirse de hambre si me voy.

—¡Ay, Minny! —exclama entre lágrimas—. Lo siento. De verdad que siento todo por lo que te he hecho pasar.

—Bueno, en peores líos me he visto.

Pienso en mi pelo teñido de azul, o en cuando tenía que comer en el porche con un frío de mil demonios, y lo comparo con este momento. Alguien tiene que encargarse de lo que hay en el retrete.

—No sé qué más hacer, Minny.

—El doctó Tate le dirá que vuelva a intentarlo, y supongo que seguirá su consejo.

—Ese hombre siempre me grita. Dice que estoy malgastando mi vida todo el día tirada en la cama —se desahoga, moviendo la cabeza—. Es una persona mala y desagradable.

Se aprieta la toalla contra los ojos y, pasado un rato, añade:

—No puedo seguir así.

Cuanto más llora, más blanca se pone.

Intento que tome unos sorbos más de coca-cola, pero no quiere. Casi no es capaz de levantar la mano para rechazarlos.

—Me estoy poniendo… mala. Voy a…

Agarro la papelera y la sujeto mientras Miss Celia vomita en su interior. Entonces noto algo húmedo. Bajo la vista y veo que está perdiendo sangre tan deprisa que ha llegado hasta donde estoy sentada. Cada vez que se mueve, pierde más. No creo que nadie pueda soportar una hemorragia como ésa.

—¡Póngase recta, Miss Celia! Respire profundo, venga —le digo, pero se desploma en mis brazos.

—No, no, no. No se va a dormí ahora. ¡Vamos, vamos!

Trato de levantarla, pero no es capaz de sostenerse en pie. Noto lágrimas en mis ojos. Ese maldito médico ya debería estar aquí con una ambulancia. En los veinticinco años que llevo limpiando casas, nadie me ha dicho lo que hay que hacer cuando tu señorita blanca se te muere entre los brazos.

—¡Vamos, Miss Celia! —le grito, pero no es más que un saco blanco e inmóvil. Lo único que puedo hacer es sentarme, temblar y esperar.

Los minutos se hacen eternos hasta que suena el timbre de la puerta trasera. Apoyo la cabeza de Miss Celia en una toalla, me quito los zapatos para no dejar huellas de sangre por toda la casa y corro hacia la puerta.

—¡Ha perdío el conocimiento! —le digo al médico.

La enfermera me aparta de un empujón, entra corriendo y se dirige al dormitorio, como si supiera el camino. Saca un frasquito de sales y lo coloca debajo de la nariz de Miss Celia, que mueve la cabeza, suelta un gritito y abre los ojos.

La enfermera me ayuda a quitarle el camisón a Miss Celia. Tiene los ojos abiertos, pero apenas es capaz de tenerse en pie. Extiendo unas toallas en la cama y la tumbamos. Voy a la cocina, donde el doctor Tate se está lavando las manos.

—Está en el dormitorio —le digo.

«No en la cocina, matasanos». El doctor Tate tendrá unos cincuenta años y me saca un par de cabezas. Es muy blanco y tiene la cara alargada y estrecha, totalmente inexpresiva. Por fin veo que se dirige al dormitorio.

Antes de que abra la puerta, le toco en el hombro y le digo:

—La señora no quiere que su marío lo sepa. No se va a enterá, ¿verdá?

Me lanza una mirada de desprecio, como si fuera una negra tonta, y dice:

—¿No le parece que lo que está pasando no es de su incumbencia?

Entra en el dormitorio y cierra la puerta delante de mis narices.

Voy a la cocina y me pongo a pasear de un lado a otro. Pasa media hora, luego una hora… Tengo un montón de preocupaciones en la cabeza: que llegue Mister Johnny y lo descubra, que el doctor Tate lo llame y se lo cuente, que dejen lo que hay en la taza para que yo me encargue… Siento palpitaciones en las sienes. Por fin, oigo que el médico abre la puerta.

—¿Está bien?

—Está histérica. Le he dado una pastilla para calmarla.

La enfermera pasa a nuestro lado y sale de la casa con una lata blanca en las manos. Por primera vez en horas, respiro aliviada.

—Vigílela mañana —dice el médico, y me da una bolsita blanca—. Si se pone muy nerviosa, déle otra pastilla. Seguramente seguirá sangrando. No me llamen a no ser que la hemorragia sea muy fuerte.

—No se lo va a contá a Mister Johnny, ¿verdá, doctor Tate?

Suelta un suspiro cansado y me dice:

—Asegúrese de que acude a la cita que tiene conmigo el viernes. No pienso venir hasta aquí otra vez sólo porque esta mujer no quiera moverse.

Sale a toda prisa y cierra con un portazo.

El reloj de la cocina marca las cinco. Mister Johnny llegará a casa en media hora. Agarro la lejía, los trapos y un cubo.