Una noche sí y otra no durante las siguientes dos semanas, le digo a Madre que salgo a colaborar en el comedor para indigentes de la Iglesia Presbiteriana de Cantón, donde, por suerte, no conocemos a nadie. Por supuesto, ella preferiría que fuera a la Primera Iglesia Presbiteriana, pero no es de las que discute sobre las obras de caridad cristiana, así que asiente con un gesto de aprobación y, en un aparte, me dice que me lave las manos a conciencia con jabón cuando termine.
Hora tras hora, en la cocina de Aibileen, ella me lee sus textos y yo tecleo. Las historias se van haciendo interesantes y los bebés se convierten en el centro de atención. Al principio me molestaba que Aibileen se encargara de casi toda la escritura, dejándome a mí el trabajo de edición. Pero si a Miss Stein le gusta, yo redactaré las historias de las otras criadas y eso será trabajo más que suficiente. «Si le gusta…», repito una y otra vez para mis adentros, con la esperanza de que así sea.
Aibileen escribe de una forma muy directa y honesta. Se lo digo.
—Bueno, tenga en cuenta pa quién he estao escribiendo hasta ahora —dice con una risita—. No se pué engañá a Dios.
Antes de que yo hubiera nacido, ella ya había pasado un tiempo recogiendo algodón en Longleaf, la plantación de mi familia. En una ocasión, comienza a hablar de Constantine sin que se lo haya pedido.
—¡Cristo! ¡Mira que cantaba bien Constantine! Como un auténtico ángel, ahí plantá, enfrente del altar. Con esa voz sedosa que tenía nos ponía a tos la carne de gallina. Cuando dejó de cantá, después de tené que entregá su hija a… —se detiene, me mira y añade—: Bueno, a lo que íbamos.
Me digo que es mejor no presionarla. Me gustaría poder escuchar todo lo que sabe sobre Constantine, pero prefiero esperar a que terminemos las entrevistas. No quiero que nada se interponga entre nosotras dos ahora.
—¿Minny todavía no te ha dicho nada? —pregunto, y añado, casi como recitando un salmo—: A ver si acepta. Me gustaría tener preparadas cuanto antes las preguntas de la siguiente entrevista.
Aibileen mueve la cabeza y dice:
—Se lo he pedío tres veces y las tres me ha dicho que no piensa hacerlo. Puede que ya sea hora de que la creamos.
Intento no manifestar mi preocupación.
—¿Podrías pedírselo a otras criadas? Mira a ver si les interesa…
Estoy segura de que Aibileen tendrá más suerte que yo en el intento de convencerlas.
Aibileen asiente.
—Conozco a algunas a las que podría preguntá. ¿Cuánto tardará esa mujé en decirle si le gusta?
—No lo sé —respondo, encogiéndome de hombros—. Si se lo enviamos la semana que viene, puede que tengamos noticias de ella para mediados de febrero. Pero no te lo puedo asegurar.
Aibileen hace una mueca con los labios y baja la mirada a sus papeles. Entonces me doy cuenta de algo que no había visto antes en ella: ilusión, un ligero destello de emoción. He estado tan concentrada en mis cosas que no se me había ocurrido que Aibileen pudiera estar tan ilusionada como yo ante el hecho de que una editora de Nueva York vaya a leer su historia. Sonrío e inspiro profundamente, sintiendo crecer mis esperanzas.
En nuestra quinta sesión, Aibileen pasa a toda prisa por el día de la muerte de Treelore. Me lee cómo un capataz blanco depositó el cuerpo destrozado de su hijo en la trasera de la camioneta «y después lo dejaron en el hospital de negros. Eso me dijo la enfermera que atendía en la recepción. Los blancos sacaron su cuerpo rodando de la camioneta y se marcharon».
Aibileen no llora, sólo deja que pasen unos momentos mientras yo contemplo la máquina de escribir y ella, las baldosas renegridas.
En la sexta sesión, Aibileen me dice:
—Empecé a serví en casa de Miss Leefolt en 1960, cuando Mae Mobley apenas tenía dos semanas.
Siento que acabo de atravesar una tupida barrera de confianza. Me describe cómo construyeron el retrete en el garaje y admite que está contenta de poder hacer sus necesidades allí. Por lo menos es mejor que tener que aguantar las quejas de Hilly por verse obligada a compartir el váter con la criada. Me cuenta que una vez yo comenté que la gente de color iba mucho a misa y que esto se le quedó grabado. Me avergüenzo, preguntándome qué más cosas habré dicho sin sospechar que las sirvientas escuchan y están atentas a lo que decimos.
Una noche, me comenta:
—Estaba pensando… —pero se detiene.
Levanto los ojos de la máquina de escribir y espero. Es evidente que necesita un tiempo para decidirse a hablar.
—He estao pensando que tendría que leé más. Me ayudaría a escribí mejó.
—Puedes ir a la Biblioteca de State Street. Tienen una sala dedicada a escritores sureños: Faulkner, Eudora Welty…
Me interrumpe con una tos seca:
—¿Sabe que a las personas de coló no nos dejan entrá en la biblioteca?
Me quedo sin habla durante unos segundos, sintiéndome estúpida.
—No sé cómo he podido olvidarlo.
La biblioteca de los negros debe de ser muy mala. Hace unos años hubo una sentada ante la biblioteca blanca que salió en los periódicos. Cuando la gente de color llegó para manifestarse, la policía se limitó a retirarse y soltar a los perros. Contemplo a Aibileen y, de nuevo, soy consciente del riesgo que corre al hablar conmigo.
—Estaré encantada de sacar libros para ti —me ofrezco.
Sale corriendo a su dormitorio y vuelve con una lista.
—Creo que mejó le marcaré los que me interesan más. Llevo tres meses en la lista de espera pa sacá Matar a un ruiseñor en la biblioteca Carver. Vamos a ver…
Contemplo cómo hace unas marcas junto a algunos títulos: Almas del pueblo negro de W. E. B. Du Bois, poesías de Emily Dickinson (cualquier volumen), Las aventuras de Huckleberry Finn…
—Me leí algunos en la escuela, pero no conseguí terminarlos.
Sigue marcando libros, parándose a pensar cuál es el siguiente que quiere.
—¿Quieres un libro de… Sigmund Freud?
—¡Ay, los locos! —asiente—. Me encanta leer cómo funciona su cabeza. ¿Alguna vez ha soñao que se cae en un lago? Dicen que significa que sueñas tu propio nacimiento. Miss Frances, pa quien trabajé en 1957, tenía tos sus libros.
Cuando llega a la docena de títulos, tengo que preguntarle algo:
—Aibileen, ¿cuánto tiempo llevabas esperando para pedirme que te consiguiera estos libros?
—Bastante —se encoge de hombros—. Supongo que me daba miedo decírselo.
—¿Pensabas… que te iba a decir que no?
—Son leyes de blancos. No sé cuáles sigue usté y cuáles no.
Nos miramos a los ojos unos momentos.
—Estoy cansada de reglas —confieso.
Aibileen se ríe y mira por la ventana. Soy consciente de lo vana que debe de resultar para ella esta afirmación.
Me paso cuatro días seguidos delante de la máquina de escribir en mi dormitorio. Veinte páginas, llenas de tachones y círculos rojos con correcciones, se convierten en treinta y una en papel de primera calidad marca Strathmore. Escribo una pequeña biografía de Sarah Ross, el seudónimo elegido por Aibileen en homenaje a su profesora de sexto que murió hace ya años, en la que menciono su edad y a qué se dedicaban sus padres. A continuación, incluyo las historias de Aibileen tal como ella misma las escribió, con su estilo sencillo y directo.
El tercer día, Madre me llama desde las escaleras para preguntar qué demonios estoy haciendo todo el día encerrada en mi cuarto. Sin levantarme, le grito: «¡Escribiendo unas notas para mi estudio de la Biblia! ¡Estoy anotando todas las cosas que me gustan en Jesucristo!». Después de la cena, en la cocina, escucho cómo le comenta a Padre que «esta chica anda metida en algo». Deambulo por la casa con mi Biblia baptista de color blanco bajo el brazo, para hacerlo todo más creíble.
Leo y releo, y luego le llevo las páginas a Aibileen por la noche para que haga lo mismo. Sonríe y asiente en las partes agradables en las que a todo el mundo le suceden cosas buenas, pero en las malas se quita las gafas de leer y dice:
—Ya sé que yo lo escribí, pero ¿de verdá quiere poné esto de…?
—Sí, quiero.
Me sorprende lo profundas que son estas historias de frigoríficos para negros en la casa del gobernador, de mujeres blancas poniéndose como un basilisco porque las servilletas están mal dobladas, de bebés blancos que llaman «mamá» a Aibileen…
A las tres de la madrugada del último jueves de enero, con sólo dos marcas blancas de corrector en lo que ahora son veintisiete páginas, introduzco el manuscrito en un sobre amarillo. Ayer puse una conferencia con la oficina de Miss Stein. Su secretaria, Ruth, me dijo que estaba reunida y tomó nota de mi mensaje: la primera entrevista estaba en el correo. Hoy, Miss Stein no me ha devuelto la llamada.
Sujeto el sobre contra el pecho y casi lloro de agotamiento. Al día siguiente, lo entrego en la oficina postal de Cantón, regreso a casa y me tumbo en mi vieja cama de hierro, pensando en qué pasara… si le gustará; si Elizabeth o Hilly descubrirán lo que estamos haciendo; si despedirán a Aibileen o la meterán en la cárcel… Me siento atrapada en una enorme espiral. ¡Dios! ¿Le pegarían, como hicieron con el pobre muchacho que se coló en un servicio para blancos? ¿Qué estoy haciendo? ¿Por qué la hago correr estos riesgos?
Me quedo dormida y tengo pesadillas durante las siguientes quince horas.
Es la una y cuarto, y estoy sentada con Hilly y Elizabeth en el comedor de la casa de esta última, esperando a que aparezca Lou Anne. No he comido nada en todo el día, excepto la infusión contra el lesbianismo que me da Madre, y siento náuseas y nerviosismo. Meneo el pie debajo de la mesa. Llevo así diez días, desde que envié las historias de Aibileen a Elaine Stein. Un día llamé a su oficina y Ruth me dijo que hacía cuatro días que se las había pasado, pero todavía no he recibido noticias de ella.
—¿No os parece la cosa más grosera que puede hacer una persona?
Hilly mira ofuscada su reloj y frunce el ceño. Es la segunda vez que Lou Anne se retrasa. No durará mucho en nuestro grupo con Hilly de por medio.
Aibileen aparece en el comedor y me esfuerzo por no mirarla más de lo debido. Tengo miedo de que Hilly o Elizabeth noten algo en mis ojos.
—¡Deja de menear el pie, Skeeter! —dice Hilly—. Haces que la mesa tiemble.
Aibileen se mueve por la estancia dando tranquilas zancadas con su uniforme blanco, sin que se le escape ni una pizca de la complicidad que existe entre nosotras. Supongo que tiene experiencia en ocultar sus sentimientos.
Hilly baraja y reparte una mano de canasta. Intento concentrarme en el juego, pero hay pequeños detalles que revolotean por mi mente cada vez que miro a Elizabeth: Mae Mobley usando el retrete del garaje, que su frigorífico es tan pequeño que Aibileen no puede guardar en él la comida… Detalles de los que ahora estoy enterada.
Aibileen me ofrece una galleta en una bandeja de plata y me llena el vaso de té helado como si fuera la extraña que se supone que soy para ella. Desde que envié el texto a Nueva York he pasado un par de veces por su casa, en ambas ocasiones para llevarle libros de la biblioteca. Cada vez que la visito se pone el vestido verde con ribetes negros. A veces se quita los zapatos y los coloca debajo de la mesa. En la última ocasión, sacó un paquete de Montclair y se puso a fumar delante de mí. Eso fue un gesto que demostraba mucha naturalidad. Yo también me fumé un pitillo. Sin embargo, ahora está limpiando las migas que dejo con el raspador de plata que regalé a Elizabeth y Raleigh por su boda.
—Bueno, mientras esperamos, tengo una noticia que daros —dice Elizabeth, y al momento reconozco la mirada y el tono de confidencia, mientras se lleva la mano al estómago—. ¡Estoy embarazada!
Sonríe y le tiembla un poco el labio.
—¡Qué bien! —exclamo.
Dejo mis cartas y le acaricio el brazo. Parece que vaya a romper a llorar.
—¿Para cuándo?
—Octubre.
—Perfecto. Ya era el momento —dice Hilly, dándole un abrazo—. Mae Mobley ya empieza a ser mayor.
Elizabeth enciende un cigarrillo, mira sus cartas y concluye:
—Estamos todos muy emocionados.
Mientras jugamos unas cuantas manos de prueba, Hilly y Elizabeth hablan sobre nombres para niños. Intento participar en la conversación.
—Si es un chico, tiene que ser Raleigh —apunto.
Hilly habla sobre la campaña de William. Su marido se presenta a senador del Estado en otoño, aunque no tiene experiencia política.
Siento un gran alivio cuando Elizabeth le dice a Aibileen que sirva la comida.
Cuando Aibileen regresa con la ensalada de gelatina, Hilly se pone tiesa en la silla y dice:
—Querida Aibileen, tengo un abrigo viejo para ti, y una bolsa con ropa usada de mi madre. —Se limpia la boca con la servilleta—. Así que, después de recoger la mesa, pásate por el coche y llévatelos, ¿entendido?
—Sí, señora.
—No te vayas a olvidar. No pienso traer todo eso otra vez.
—¿Has visto, Aibileen, qué amable es Miss Hilly? —dice Elizabeth—. Anda, sal ahora a recoger esa ropa.
—Sí, señora.
Cuando se dirige a una persona de color, Hilly sube tres octavas el tono de voz. Elizabeth, por su parte, sonríe como si estuviera hablando con un niño, aunque con su propia hija no utiliza ese tono. Empiezo a darme cuenta de muchas cosas que antes no notaba.
Cuando aparece Lou Anne Templeton ya nos hemos terminado nuestro plato de gambas con sémola y estamos con el postre. Hilly se muestra sorprendentemente indulgente. A fin de cuentas, ha llegado tarde porque estaba ocupada con un deber de la Liga de Damas.
Más tarde, felicito de nuevo a Elizabeth y me dirijo a mi coche. Aibileen está fuera recogiendo un abrigo usado de 1942 y otras ropas viejas que, por alguna razón, Hilly no quiere entregar a su propia criada, Yule May. Hilly se acerca a mí y me pasa un sobre.
—Para el boletín de la próxima semana. ¿Me aseguras que lo incluirás por mí?
Afirmo con un gesto y Hilly regresa a su automóvil. Cuando Aibileen abre la puerta para entrar en casa, gira el rostro y me mira. Muevo la cabeza y articulo con mis labios la palabra «nada». Me hace una señal de «comprendido» y se mete dentro.
Esa noche trabajo en el boletín de la Liga, aunque desearía estar ocupada con las historias de Aibileen. Repaso las actas de nuestra última reunión y abro el sobre de Hilly. Encuentro una página escrita con su letra, basta y redondeada:
Hilly Holbrook les presenta la Iniciativa de Higiene Doméstica, una medida de prevención de enfermedades. Es preciso instalar económicos retretes en el garaje o el jardín de las casas que no dispongan de lavabos para el servicio.
Queridas damas, ¿conocían ustedes estos datos?:
—El 99 por ciento de todas las enfermedades de la gente de color se transmiten por la orina.
—Los blancos podemos quedar incapacitados de por vida debido a estas enfermedades, ya que no tenemos el mismo sistema inmunitario que posee la gente de color debido a su pigmentación oscura.
—Algunos gérmenes propios de los blancos pueden ser dañinos para los negros.
Protégete, protege a tus hijos, protege a tu criada. Los Holbrook les decimos: ¡Gracias!
El teléfono suena en la cocina y casi me caigo por las escaleras mientras bajo como una loca para responder, pero Pascagoula llega antes.
—Residencia de Miss Charlotte.
Observo cómo la flaquita Pascagoula asiente en el aparato y dice:
—Sí, señora, está en casa.
Y me pasa el teléfono con sus manos mojadas.
—Eugenia al aparato —respondo a toda prisa.
Padre está en el campo y Madre tiene una cita con el médico en la ciudad, así que me llevo el teléfono a la mesa de la cocina.
—Le habla Elaine Stein.
Contengo la respiración y digo:
—Hola, ¿qué tal? ¿Recibió mi sobre?
—Lo recibí —contesta, y durante unos segundos sólo escucho su respiración. Después añade—: Esa tal Sarah Ross… Me gustaron sus historias. Le encanta quejarse, pero sin pasarse… parece una yiddish.
No tengo ni idea de lo que significa «yiddish», pero supongo que debe de ser algo bueno.
—Sin embargo, todavía soy de la opinión de que un libro de entrevistas no puede funcionar. No es ficción, pero tampoco es no ficción. Quizá se pueda calificar como antropológico, pero éste es un término que detesto.
—Pero a usted… ¿le gustó?
—Eugenia —dice, soltando una larga bocanada de humo de su cigarrillo sobre el auricular—, ¿has visto la portada de la revista Life de esta semana?
He estado tan ocupada que hace un mes que no veo la portada de Life ni de ninguna otra revista.
—Querida, Martin Luther King acaba de anunciar una gran marcha sobre Washington D.C. y ha invitado a todos los negros de América a unirse, y también a los blancos. Nunca se había visto a tantos blancos y negros haciendo algo juntos desde los tiempos de Lo que el viento se llevó.
—Sí, he oído algo acerca de esa… marcha —miento.
Me tapo los ojos, deseando haber leído el periódico esta semana. Parezco una idiota.
—Te aconsejo que escribas el libro, y rápido. La marcha es en agosto, y deberías tenerlo listo para Año Nuevo.
Sofoco un grito. ¡Me está pidiendo que escriba! Me está diciendo…
—¿Esto significa que lo van a publicar? ¿Si lo tengo listo para…?
—Yo no he dicho eso —me corta bruscamente—. Lo leeré. Cada semana me llegan centenares de manuscritos y los rechazo casi todos.
—Lo siento. Yo… lo escribiré —digo—. Para enero estará terminado.
—Cuatro o cinco entrevistas no serán suficientes para llenar un libro. Necesitarás una docena, o puede que más. Supongo que tienes ya todas las entrevistas programadas, ¿verdad?
Me muerdo los labios y digo:
—Sí, casi todas.
—Muy bien. Entonces, sigue adelante, antes de que se pase todo esto de los derechos civiles.
Esa misma tarde me presento en casa de Aibileen y le entrego tres nuevos libros de su lista. La espalda me duele de pasar tanto tiempo inclinada sobre la máquina de escribir. Hoy he anotado el nombre de todas las personas que conozco que tienen criada (que son todas mis amigas) y el nombre de las sirvientas, aunque no me he podido acordar de muchos.
—¡Grasias! ¡Ay, Señó, fíjate en esto! —me sonríe, pasando las primeras páginas de Walden, como si quisiera empezar a leerlo en ese mismo momento.
—He hablado con Miss Stein esta tarde —le cuento.
Las manos de Aibileen se congelan sobre el libro.
—Sabía que algo iba mal, lo he notao en su cara.
Tomo aire y anuncio:
—Dice que le han gustado mucho tus historias, pero que… no sabe si se publicará hasta que no le enviemos todo el libro —digo, tratando de que mi voz suene optimista—. Tenemos que terminar para Año Nuevo.
—Bueno, eso son buenas noticias, ¿no?
Afirmo con un gesto de la cabeza, y trato de sonreír.
—Pa enero —suspira Aibileen, mientras se levanta y sale de la cocina.
Al poco rato regresa con un calendario de pared de caramelos Tom's, lo extiende sobre la mesa y comienza a estudiar los meses.
—Ahora parece que queda lejos, pero enero está a sólo dos, cuatro, seis… diez páginas. Antes de que nos demos cuenta, lo tenemos encima —protesta.
—También me ha dicho que tenemos que entrevistar por lo menos a una docena de criadas para que lo tenga en cuenta —le explico.
La angustia empieza a hacerse manifiesta en mi voz.
—Pero… si no tiene a ninguna otra criada pa entrevistá, Miss Skeeter.
Aprieto los puños y cierro los ojos.
—No sé a quién pedírselo, Aibileen —digo, alzando la voz. Llevo las cuatro últimas horas dándole vueltas a este asunto—. A ver, ¿a quién conozco yo? ¿A Pascagoula? Si se lo pido, Madre lo descubrirá. ¡Yo no soy la que más criadas conoce aquí!
Aibileen baja la mirada y siento deseos de echarme a llorar. ¡Joder, Skeeter! En cuestión de segundos, acabo de volver a levantar entre nosotras todas las barreras que había conseguido derribar en los pasados meses.
—Lo siento —me apresuro a decir—. Siento haberte levantado la voz.
—No, no pasa na. Se supone que yo me tenía que encargá de convencé a las otras.
—¿Qué hay de la criada de Lou Anne? —digo más tranquila, consultando mi lista—. ¿Cómo se llama? ¿Louvenia? ¿La conoces?
Aibileen asiente.
—Ya se lo pedí —sigue sin levantar la vista—. Louvenia es la que tiene un nieto que se quedó ciego. Dice que lo siente mucho, pero que está mu ocupá cuidándolo.
—¿Y la criada de Hilly, Yule May? ¿Se lo has preguntado?
—También dice que está mu ocupá intentando ahorrá pa que sus hijos vayan a la universidá el año que viene.
—¿Conoces a alguna otra criada en tu parroquia a la que se lo puedas pedir?
Aibileen asiente.
—Toas ponen excusas, aunque en realidá lo que pasa es que tienen miedo.
—Pero ¿cuántas? ¿A cuántas se lo has preguntado?
Aibileen saca su cuaderno, ojea unas páginas y mueve los labios contando en silencio.
—Treinta y una.
Suelto un suspiro, aunque no sé de dónde me sale el aire. Sólo acierto a decir:
—Son… muchas.
Aibileen me mira a los ojos.
—No me atrevía a decírselo —confiesa, arrugando la frente—. Hasta que no tuviéramos noticias de la señora…
Se quita las gafas y puedo ver un gesto de preocupación en su rostro. Intenta ocultarlo con una sonrisa temblorosa.
—Voy a pedírselo otra vez —me dice, inclinándose hacia delante.
—Vale —musito.
Traga saliva con dificultad y asiente con la cabeza para que yo sea consciente de la sinceridad de sus palabras:
—Por favó, no me abandone. Permítame seguí en el proyecto con usté.
Cierro los ojos. Necesito dejar de ver su rostro de preocupación durante un segundo. ¿Cómo he podido levantarle la voz?
—Aibileen, por eso no te preocupes. Estamos juntas en esto.
Al cabo de unos días, estoy al calor de la cocina, aburrida, fumándome un cigarrillo, algo que últimamente no puedo parar de hacer. Creo que me estoy convirtiendo en una «adicta», por usar la palabra que tanto le gusta a Mister Golden. «Esos imbéciles son todos unos adictos». De vez en cuando me pide que vaya a su despacho, ojea los artículos del mes, y marca y tacha todo con un lápiz rojo mientras gruñe maldiciones.
—No está mal —termina diciendo—. Y tú, ¿cómo va todo?
—Bien.
—Entonces, todo bien.
Antes de marcharme, la gorda recepcionista me entrega mi cheque de diez dólares. En eso consiste mi trabajo de Miss Myrna.
En la cocina hace mucho calor, pero tenía que salir de mi habitación porque lo único que hago allí es darle vueltas al hecho de que todavía ninguna criada ha aceptado colaborar con nosotras. Además, tengo que fumar aquí porque es la única habitación de la casa sin ventilador en el techo que esparza la ceniza por todos los lados y lo deje todo perdido. Cuando yo tenía diez años, Padre intentó instalar uno en la cocina sin consultárselo a Constantine. Cuando ella lo descubrió, se sorprendió como si hubiera visto el coche de su jefe aparcado en el techo.
—Es para ti, Constantine, para que no pases tanto calor todo el rato en la cocina.
—No pienso trabajá en una cocina con ventiladó, Mister Carlton.
—Sí que lo harás. Ahora mismo voy a conectarlo a la corriente.
Padre trepó por la escalera mientras Constantine llenaba un cubo de agua.
—Tá bien. Usté mismo —suspiró—. Póngalo en marcha.
Padre encendió el interruptor y en el segundo que tardó el aparato en ponerse en marcha, la harina del pastel salió volando del bol y se esparció por la estancia. Los papelitos donde Constantine apuntaba sus recetas volaron de la encimera y se prendieron en el fuego de la cocina. La criada agarró los papeles en llamas y los hundió en el cubo de agua. Todavía hay un agujero en el techo en el lugar donde el ventilador aguantó diez minutos colgado.
En el periódico veo una foto del senador Whitworth delante de un terreno en el que planean construir un nuevo polideportivo. Paso de página. Me entran arcadas cada vez que recuerdo mi cita con su hijo, Stuart Whitworth.
Pascagoula entra en la cocina. La observo mientras corta galletas con un vaso de chupito que nunca ha servido más que para recortar masa. Detrás de mí, las hojas de la ventana están sujetas con catálogos de Sears & Roebuck. Fotos de batidoras de dos dólares y juguetes de venta por correo revolotean con la brisa, arrugados e hinchados por una década de lluvias.
«Igual debería preguntarle a Pascagoula, puede que Madre no se entere», pienso. A quién intento engañar. Madre observa todos sus movimientos, y además Pascagoula parece que me tiene miedo, como si fuera a chivarme si hace algo malo. Me costaría años hacerle superar esos temores. El sentido común me dice que es mejor dejarla fuera de esto.
El teléfono suena como una alarma antiincendios. Pascagoula deja caer su cucharón en la cazuela, pero esta vez yo alcanzo antes el auricular.
—Minny va a ayudarnos —susurra Aibileen al otro lado de la línea.
Me cuelo en la despensa y me siento sobre la lata de harina. Durante casi cinco segundos no soy capaz de pronunciar palabra.
—¿Cuándo? ¿Cuándo puede empezar?
—El próximo jueves. Pero pone algunas… condiciones.
—¿Cuáles?
Aibileen calla por un momento, y luego añade:
—Dice que no quiere ve su Cadillac a este lao del puente Woodrow Wilson.
—De acuerdo —digo—. Supongo que podré ir en la camioneta.
—Y dice… dice que no quiere sentarse en el mismo lao de la habitación que usté, pa podé tenerla a la vista tol tiempo.
—Vale. Me sentaré donde ella quiera.
La voz de Aibileen se relaja.
—No se lo tome a mal. Es que Minny no la conoce. Además, no tiene muy buenas experiencias con las blancas.
—No me importa lo que pida, lo haré.
Salgo de la despensa sonriente y cuelgo el teléfono en la pared. Pascagoula me observa con el vaso de chupito en una mano y una galleta fresca en la otra. Al momento, baja los ojos y vuelve a su trabajo.
Dos días más tarde, le digo a Madre que voy a salir a comprar una nueva Biblia porque la mía ya está muy desgastada de tanto usarla. También le digo que me siento culpable por ir en un Cadillac mientras en África hay tantos niños que mueren de hambre, así que voy a usar la vieja camioneta. Desde su mecedora del porche, frunce el ceño y me pregunta:
—¿Dónde vas a comprar esa nueva Biblia?
Pestañeo sorprendida.
—Voy…, voy a recogerla a la parroquia de Cantón, la encargué la semana pasada.
Asiente y no aparta los ojos de mí mientras arranco la vieja camioneta.
Cruzo la ciudad en dirección a Farrish Street en una furgoneta con el suelo oxidado y con una máquina cortacésped en la trasera. Bajo mis pies, a través de los agujeros, puedo ver pasar el asfalto. Por lo menos, esta vez no arrastro un tractor.
Aibileen me abre la puerta y entro. En una esquina de la sala, Minny permanece de pie con los brazos cruzados sobre su enorme busto. La había visto en las contadas ocasiones en que Hilly nos dejaba ir a jugar al bridge a casa de su madre. Minny y Aibileen todavía llevan sus uniformes blancos.
—Hola —la saludo desde mi lado de la habitación—, me alegro de volver a verte.
—Miss Skeeter… —contesta Minny, saludándome con un gesto.
Se sienta en una silla de madera que le trae Aibileen de la cocina y que cruje bajo su peso. Me acomodo en el lado más alejado del sofá. Aibileen se sitúa entre nosotras, en la otra punta del sofá.
Carraspeo y le dirijo una sonrisa nerviosa. Minny no me devuelve el gesto. Es bajita, gorda y fuerte. Su piel es mucho más oscura que la de Aibileen, brillante y tersa como unos zapatos de charol nuevos.
—Ya le he contao a Minny cómo funciona esto de las historias —me comenta Aibileen—: que usté me ayudó a escribí las mías. Ella le contará las suyas y usté las pasará a máquina.
—Minny, recuerda que todo lo que digas aquí tiene que ser en confianza —digo—. Después podrás leer todo lo que…
—¿Qué le hace pensá que la gente de coló necesitamos su ayuda? —Minny se levanta y arrastra la silla—. ¿Qué vela se le ha perdío en este entierro, blanquita?
Miro a Aibileen. Nunca antes una persona de color me había hablado así.
—Minny, aquí toas buscamos lo mismo —interviene Aibileen—: hablá un poco de nuestras cosas, na más.
—¿Y qué anda buscando esta blanca? —pregunta Minny—. Igual sólo quiere que le cuente mis historias pa meterme en líos. —Señala la ventana y añade—: Anoche quemaron el garaje de Medgar Evers, un miembro de la NAACP[6] que vive a cinco minutos d'aquí. Sólo por «hablá».
Siento que mi cara enrojece. Hablo lentamente:
—Quiero mostrar vuestro punto de vista… para que la gente pueda comprender cómo son las cosas desde vuestro lado. Es… Esperamos poder cambiar un poco las cosas.
—¿Qué se piensa que va a cambiá con esto? ¿Quiere poné una ley que obligue a tratá bien a las criadas o qué?
—Vamos a ver, no estoy intentando cambiar las leyes, me refiero a las actitudes y…
—¿Sabe lo que pué pasá si la gente nos descubre? Lo de aquella vez que me equivoqué de probadó en los almacenes McRae se quedará en na comparao con esto. Le pegarán fuego a mi casa, sí señó.
Transcurre un tenso momento en el que sólo se oye el sonido del segundero del reloj Timex del estante.
—No tiés que hacerlo si no quieres, Minny —interviene Aibileen—. Si has cambiao de idea, no pasa na.
Lentamente, con recelo, Minny se vuelve a sentar en la silla.
—Voy a hacerlo. Sólo quiero estar segura de que esta mujé entiende que esto no es un juego.
Miro a Aibileen, que me hace un gesto de aprobación. Tomo aire. Me tiemblan las manos.
Empiezo con las preguntas sobre su pasado y, no sé cómo, terminamos hablando sobre su trabajo. Minny sólo mira a Aibileen mientras habla, como si intentara olvidarse de mi presencia en la habitación. Anoto todo lo que dice, apuntando lo más rápido que puedo sus palabras con mi lápiz. Habíamos pensado que de este modo sería más informal que con la máquina de escribir.
—Luego está ese trabajo en el que tenía que quedarme toas las noches hasta tarde. ¿Sabes lo que pasó?
—¿Qué… pasó? —pregunto, aunque ella se dirige siempre a Aibileen.
—«Ay, Minny —imita a su jefa—, eres la mejor criada que hemos tenido. Minny, queremos que te quedes con nosotros para siempre». Pos un día va y me dice que me da una semana de vacaciones pagás. Nunca en mi vida había tenío vacaciones, pagás o sin pagar. Cuando volví una semana después, resulta que s'habían mudao a Mobile. La mujé le explicó a sus amigas que no me lo había contao pa que yo no tuviera tiempo de encontrá otro trabajo antes de que se marchasen. La muy vaga no podía aguantá ni un solo día sin una criada sirviéndola.
De repente se levanta y se cuelga el bolso del brazo.
—Tengo que irme. Me están entrando palpitasiones de tanto hablá.
Y se marcha con un portazo.
Levanto la mirada y me seco el sudor de las sienes.
—Y eso que hoy estaba de buen humó —murmura Aibileen.