Me dirijo al trabajo con una idea rondándome la cabeza. Hoy es 1 de diciembre y, mientras el resto de Estados Unidos se dedica a quitarle el polvo a las figuritas del belén y a sacar sus roñosos calcetines viejos del armario, yo espero la llegada de un hombre que no es Santa Claus ni el Niño Jesús. No, se trata del señor Johnny Foote Jr., quien en Nochebuena va a enterarse de que Minny Jackson trabaja de sirvienta en su casa.
Espero la llegada del día 24 como si fuera la fecha de una citación judicial. No tengo ni idea de lo que va a hacer Mister Johnny cuando descubra que estoy trabajando en su casa. Igual dice: «¡Muy bien! ¡Ven cuando quieras a limpiarnos la cocina! ¡Toma algo de dinero!». Pero no soy tan tonta, hay algo que huele mal en la forma en que su mujer mantiene en secreto mi existencia. No creo que sea un blanquito sonriente que vaya a subirme el sueldo. Lo más probable es que el día de Navidad me quede sin trabajo.
Esta incertidumbre me está matando, pero lo único que tengo seguro es que hace ya un mes decidí que hay formas más dignas de morir que de un ataque al corazón en cuclillas sobre la taza del retrete de una blanquita. Además, aquella vez ni tan siquiera era Mister Johnny el que se presentó en casa, sino el maldito cobrador de la electricidad.
Cuando se me pasó aquel susto no me sentí muy aliviada. Lo que más me preocupó fue la reacción de Miss Celia, pues cuando regresamos a la clase de cocina, la mujer aún tenía tales temblores que no era capaz de medir la sal en una cuchara.
Llega el lunes y no puedo dejar de pensar en Robert, el nieto de Louvenia Brown. El pasado fin de semana salió del hospital y, como sus padres están muertos, se ha ido a vivir con su abuela. Anoche me pasé a visitarles y les llevé una tarta de caramelo. Robert tenía el brazo escayolado y los ojos vendados. «Ay, Louvenia» es lo único que acerté a decir cuando lo vi. El muchacho estaba dormido en el sofá. Le habían afeitado media cabeza para operarlo. Louvenia, a pesar de todos sus problemas, me preguntó qué tal estaban todos y cada uno de los miembros de mi familia. Cuando su nieto empezó a desperezarse, me pidió que me marchara porque Robert suele despertarse entre gritos, asustado y recordando todo el rato que se ha quedado ciego, y quería evitarme presenciar ese momento tan duro. No puedo dejar de pensar en ello.
—Voy a ir a la tienda dentro de na —le digo a Miss Celia.
Le enseño la lista de la compra para que la vea. Cada lunes hacemos lo mismo: ella me entrega el dinero para ir a la tienda y cuando vuelvo a casa le coloco la factura ante la cara. Quiero que compruebe que no falta ni un centavo del cambio. Miss Celia no hace más que encogerse de hombros, pero yo guardo esos tickets a buen recaudo en un cajón por si algún día me preguntan algo.
Platos de Minny:
1. Jamón cocido con piña
2. Alubias
3. Boniatos
4. Tarta de chocolate y crema
5. Galletas
Platos de Miss Celia:
1. Frijoles
—¡Pero si ya hice frijoles la semana pasada!
—Aprenda a hacé bien los frijoles y lo demás le resultará más fácil.
—Bueno, supongo que es lo mejor —dice—. Por lo menos pelando frijoles estoy sentada.
Han pasado tres meses y la bruta de ella todavía no es capaz ni de hervir un puchero de café. Preparo la masa de la tarta. Quiero dejarla lista antes de ir a la tienda.
—¿Podemos hacer una tarta de chocolate esta vez? ¡Me encanta la tarta de chocolate!
Rechino los dientes. No sé cómo voy a salir de ésta.
—No sé hacé tartas de chocolate —miento.
Nunca. Nunca más después de lo de Miss Hilly.
—¿No sabes? ¡Jolín! Yo pensaba que podías cocinar de todo. Igual deberíamos hacernos con un libro de recetas.
—¿Qué otro tipo de tarta le apetece?
—Bueno, ¿qué tal esa de melocotón que hiciste una vez? —dice, sirviéndose un vaso de leche—. ¡Estaba riquísima!
—Eran melocotones de México. Aquí todavía no ha llegao la temporada.
—Pero si los he visto anunciados en el periódico…
Suspiro. Nada resulta fácil con esta mujer, pero por lo menos se ha olvidado de la tarta de chocolate.
—Tiene que sabé una cosa: la fruta es mucho mejó cuando es de temporada. En verano no se pueden hacé calabazas, y en otoño no se puede cociná con melocotones. Así son las cosas. Si no encuentra una fruta en los puestos de la carretera, es mejó olvidarse de ella. ¿Por qué no hacemos una tarta de nueces?
—A Johnny le encantaron los pralinés que hiciste. Cuando se los puse, me dijo que era la mujer con más talento que había conocido.
Me agacho sobre la masa para que no pueda verme la cara. En un minuto ha conseguido sacarme dos veces de mis casillas.
—¿Alguna cosa más con la que quiera impresioná a su marío?
Además de estar aterrorizada en esta casa, estoy hasta las narices y muy cansada de que otra persona haga pasar mi comida por suya. Además de mis hijos, mi cocina es lo único de lo que me siento orgullosa en esta vida.
—No, es suficiente —dice Miss Celia sonriendo.
No se da cuenta de que he presionado con tanta fuerza la masa de la tarta que mis dedos han dejado cinco profundos agujeros en ella. Sólo me quedan veinticuatro días más de esta mierda. Ruego a Dios y al Diablo para que Mister Johnny no aparezca antes.
Un día sí y otro también, escucho a Miss Celia hablar por teléfono desde su habitación, llamando una y otra vez a las señoritas de la Liga de Damas. Hace apenas tres semanas fue la Gala Benéfica de la asociación y esta tonta ya está ofreciéndose como voluntaria para organizar la del año que viene. Ni ella ni su marido asistieron al evento, pues me lo habrían contado mis compañeras que hicieron de camareras. Aunque pagan bien, este año no trabajé con ellas porque corría el riesgo de encontrarme con Miss Hilly.
—¿Podría decirle que Celia Foote le ha vuelto a llamar? Le dejé un mensaje hace unos días y no me ha contestado…
Su voz es alegre, como la de los anuncios de la tele. Cada vez que la oigo, me entran ganas de arrancarle el teléfono de la mano y decirle que deje de perder el tiempo. Además de por sus pintas de furcia, existe una razón de peso por la cual Miss Celia no tiene ninguna amiga, me di cuenta de ello en cuanto vi la foto de Mister Johnny. He servido el almuerzo en suficientes partidas de bridge como para conocer los secretos de todas las mujeres blancas de esta ciudad: Mister Johnny dejó a Miss Hilly por Miss Celia cuando estaban en la universidad y Miss Hilly no ha conseguido superarlo.
El miércoles por la tarde voy a la iglesia. Está sólo medio llena porque apenas son las siete menos cuarto y el coro no empieza a cantar hasta las siete y media. Pero Aibileen me pidió que viniera pronto y aquí estoy. Tengo curiosidad por saber qué quiere contarme. Además, Leroy estaba hoy de buen humor y jugando con los críos, así que me he dicho: «La ocasión la pintan calva».
Veo a Aibileen en nuestro banco de siempre, en la cuarta fila a la izquierda del altar, justo al lado del ventilador. Somos miembros de honor de la congregación, así que nos merecemos unos asientos especiales. Tiene el pelo recogido por detrás, y los tirabuzones le caen por el cuello. Lleva un vestido azul con enormes lunares blancos que nunca le había visto. Aibileen tiene un montón de ropa de blanca. A las señoritas les encanta regalar sus prendas viejas. Como de costumbre, parece una respetable mujerona negra, pero a pesar de ser tan correcta y formal, Aibileen te puede contar un chiste verde que te hace mearte en las bragas.
Avanzo por el pasillo y veo que Aibileen está pensativa, con el ceño fruncido y la frente arrugada. Durante un segundo soy consciente de los quince años que nos separan, pero luego recupera su sonrisa y su rostro vuelve a parecer juvenil y rellenito.
—¡Santo Dios! —digo nada más sentarme.
—Pues sí. Alguien tendría que decírselo.
Aibileen se abanica el rostro con su pañuelo. Esta mañana le tocaba a Kiki Brown limpiar y toda la iglesia apesta a esa lejía con olor a limón que prepara y que intenta vender a veinticinco centavos la botella. Tenemos una lista de voluntarios que hacemos turnos para limpiar la parroquia. Si por mí fuera, echaría a Kiki Brown de la lista y añadiría a más hombres. Que yo sepa, ningún hombre se ha apuntado nunca.
A pesar del olor, la iglesia está bonita. Kiki ha sacado brillo a los bancos con tanto esmero que puedes verte reflejada en ellos. El árbol de Navidad ya está puesto, junto al altar, lleno de guirnaldas y con una brillante estrella dorada en la punta. Tres ventanas de la iglesia tienen vidrieras: el nacimiento de Cristo, la resurrección de Lázaro y las enseñanzas a esos malditos fariseos. Las otras siete tienen paneles blancos normales. Estamos recaudando dinero para completarlas.
—¿Qué tal el asma de Benny? —me pregunta Aibileen.
—Ayer tuvo una pequeña crisis. Leroy lo va a traer con los demás dentro de poco. Espero que este pestazo a limón no me lo mate.
—¡Leroy! —Aibileen menea la cabeza y se ríe—. Dile que o se porta bien o le sacaré de mi lista de oraciones.
—Ojalá lo hagas. ¡Ay, Dios! ¡Esconde la comida!
La creída de Bertrina Bessemer se acerca hacia nosotras moviendo el trasero. Se inclina sobre el banco de delante y sonríe. Lleva un enorme gorro azul muy hortera. Bertrina ha estado poniendo a parir a Aibileen durante muchos años.
—Minny, cómo me alegré cuando me enteré de lo de tu nuevo trabajo.
—Grasias, Bertrina.
—Ah, Aibileen, grasias por ponerme en tu lista de oraciones. Mis anginas están mucho mejó. Ya te llamo este fin de semana y te cuento.
Aibileen sonríe y asiente con la cabeza. La otra avanza moviendo su enorme culo hasta su banco.
—Creo que deberías se un poco más selectiva a la hora de elegí a las personas por las que rezas —comento.
—¡Bah! Ya no le guardo rencó. Y fíjate, ha perdío bastante peso.
—Le anda contando a tol mundo que ha adelgazao veinte kilos —aclaro.
—¡Santo Dios!
—Ya sólo le falta perdé otros cien.
Aibileen intenta no reírse, y hace como que se abanica para apartar el olor a limón.
—Bueno, ¿pa qué querías que viniera tan pronto? —le pregunto—. ¿Tanto me echas de menos?
—No, pa na importante. Sólo algo que me han contao.
—¿Qué?
Aibileen respira hondo y mira a su alrededor para comprobar que nadie nos escucha. Aquí somos como la realeza, todos están todo el rato murmurando sobre nosotras.
—¿Conoces a esa tal Miss Skeeter? —me pregunta.
—Ya te dije el otro día que sí.
Baja la voz y prosigue:
—Bueno, ¿t'acuerdas que te dije que una vez me fui de la lengua con ella y le conté que Treelore escribía un libro sobre la vida de las personas de coló?
—M'acuerdo. ¿Qué pasa? ¿Esa blanquita quiere denunciarte por eso?
—¡No, qué va! Es una mujé mu simpática. Pero ha tenío el descaro de preguntá si yo y algunas criadas más querríamos poné por escrito cómo es serví en las casas de los blancos. Dice que quiere escribí un libro.
—¿Qué?
Aibileen asiente y enarca las cejas:
—Lo que has oído.
—Fiuu… Pos dile que es como un picnic en el campo. Que nos pasamos tol fin de semana soñando con que llegue el lunes pa podé ir a sus casas a sacarle brillo a sus cuberterías. ¡No te digo!
—Ya se lo dije, que en los libros de Historia está to. Los blancos han recogío las opiniones de los negros desde el principio de los tiempos.
—¡Eso es! ¡Bien dicho!
—Pos sí. Y también le dije que estaba loca. Le pregunté qué pasaría si le contáramos la verdá: el miedo que tenemos a pedí el salario mínimo, que ninguna tenemos seguridá sosial, cómo nos sienta cuando la propia señora dice que tienes… —Se interrumpe, mueve la cabeza y, gracias a Dios, no continúa la frase—. Lo mucho que queremos a sus hijos cuando son chiquitines… —sigue diciendo mi amiga, y puedo ver que le tiembla un poco el labio inferior—, pa que al final terminen saliendo igual que sus madres.
Bajo la mirada y veo que agarra con fuerza su bolso negro, como si fuera la única cosa que le quedara en este mundo. Aibileen siempre cambia de trabajo cuando los niños crecen y dejan de ser insensibles a las diferencias de color. Nunca hablamos de ello.
—Incluso aunque cambie tos los nombres de las criadas y las señoritas blancas… —murmura sorbiéndose la nariz.
—Está loca si piensa que vamos a hacé algo tan peligroso por ella.
—¡Claro que no! No queremos meternos en ese lío: contá a la gente la verdá. ¡Qué despropósito! —remata, y se suena la nariz con un pañuelo.
—¡Pos claro que no! —asiento, pero me quedo callada un momento.
Hay algo extraño en la palabra «verdad». Llevo intentando decirles la verdad a las mujeres blancas para las que trabajo desde que tengo catorce años.
—No queremos cambiá las cosas —dice Aibileen, y nos quedamos las dos en silencio, pensando en todas las cosas que nos gustan como están.
Entonces, me mira entrecerrando los ojos y me pregunta:
—¿Qué pasa? ¿No te parece una locura?
—Sí, sólo que…
En ese momento me di cuenta de lo que estaba intentando Aibileen. Somos amigas desde hace dieciséis años, desde el día en que llegué a Jackson procedente de Greenwood y nos conocimos en la parada del autobús. Puedo leer su mente como si fuera un periódico abierto.
—Te lo estás pensando, ¿verdá? —digo—. Te gustaría hablá con Miss Skeeter.
Se encoge de hombros y sé que he dado en el clavo. Antes de que mi amiga tenga tiempo de confesar, el reverendo Johnson aparece, se sienta en el banco de detrás y asoma la cabeza entre nuestros hombros.
—Minny, siento no haber tenido la oportunidad hasta ahora de darte la enhorabuena por tu nuevo trabajo.
Me aliso el vestido y respondo:
—¡Vaya! Muchas grasias, reverendo.
—Seguro que Aibileen te ha incluido en su lista de oraciones —dice, y le da unas palmaditas en el hombro.
—¡Seguro! Le estaba comentando a Aibileen que, con este don que tiene, debería empezá a cobrá por sus oraciones.
El reverendo suelta una carcajada y después se levanta y se dirige con lentitud hacia el altar. La iglesia se queda en silencio. No me puedo creer que Aibileen quiera contarle la verdad a Miss Skeeter.
La «verdad».
Es una palabra que me refresca, como agua lavando mi cuerpo ardiente y sudoroso, enfriando un fuego que lleva quemándome toda la vida.
La «verdad», repito para mis adentros, sólo para volver a disfrutar de esa agradable sensación.
El reverendo Johnson eleva los brazos y comienza la misa con voz suave y profunda. El coro empieza a entonar el salmo Habla con Jesús y todos nos ponemos en pie. Pasado medio minuto, estoy sudando.
—¿No te interesaría hablá con Miss Skeeter? —me pregunta Aibileen entre susurros.
Miro hacia la puerta y veo que Leroy entra con los niños. Como de costumbre, llega tarde.
—¿Quién? ¿Yo? —digo demasiado alto. Intento bajar la voz para que no se me oiga, pero no lo consigo—. De ningún modo pienso hacé una locura como ésa.
Con el único fin de tocarme las narices, en diciembre se presenta una ola de calor. En agosto, cuando estamos a cuarenta grados, sudo como un vaso de té helado, y esta mañana, al levantarme, he oído en la radio que hoy las temperaturas rondarán los treinta y ocho. Me he pasado media vida intentando luchar contra el sudor: cremas desodorantes de Dainty Lady, patatas congeladas metidas en los bolsillos, bolsas de hielo atadas a la cabeza (tuve que pagarle a un médico por ese estúpido consejo)… Sin embargo, cada cinco minutos se me empapan las compresas que me pongo debajo de los sobacos. Nunca salgo de casa sin mi abanico de propaganda de la funeraria Fairley. Es bastante efectivo y lo conseguí gratis.
Por el contrario, Miss Celia parece estar gozando con esta semana de calor y se dedica a salir y tumbarse en la piscina, con esa horterada de gafas de sol blancas que lleva y su peludo albornoz. Doy gracias al cielo porque así pasa la mayor parte del tiempo fuera de casa. Al principio pensaba que igual tenía alguna enfermedad, pero ahora creo que lo que tiene mal es la mollera. No al estilo de esas viejas que hablan solas, como Miss Walter, que todas sabemos que es por cosas de la edad, sino una loca con mayúsculas, de esas que terminan con una camisa de fuerza allá en el sanatorio de Whitfield.
Últimamente la pillo casi todos los días colándose en los dormitorios vacíos del piso de arriba. Oigo sus pasos furtivos por el salón haciendo crujir el suelo de madera. Procuro no pensar demasiado en ello. ¡Qué demonios! Está en su casa, que haga lo que le venga en gana. Pero es que lo repite un día, y otro y otro… Y lo que me hace sospechar es que lo hace con mucho sigilo, esperando al momento en que paso el aspirador o estoy ocupada preparando una tarta. Se pasa siete u ocho minutos allí arriba y luego asoma su cabecita por la barandilla para asegurarse de que no la veo y baja las escaleras.
—No te metas en sus asuntos —me dice Leroy—. Sólo asegúrate de que le dice a su marío que t'ha contratao pa limpiá la casa.
Leroy se ha pasado el último par de noches bebiendo en el maldito Crow, ese bar que está junto a la central eléctrica. Pero no es tonto, sabe que si me pasa algo, sólo con su sueldo no podríamos salir adelante.
Después de su excursión de hoy al piso superior, Miss Celia viene a sentarse a la mesa de la cocina en lugar de volver a la cama. ¡Ojalá se fuera de aquí! Estoy deshuesando un pollo. Tengo el caldo al fuego y ya he cortado los dumplings[5]. No quiero que intente ayudarme.
—Trece días más y tendrá que hablarle a Mister Johnny de mí —digo y, tal como esperaba, Miss Celia se levanta y se dirige al dormitorio.
Pero, antes de salir de la cocina, masculla:
—¿Tienes que recordármelo todos los días?
Me pongo tensa. Es la primera vez que Miss Celia se molesta conmigo.
—Pos sí —digo sin levantar la vista, porque pienso recordárselo hasta que Mister Johnny me dé la mano y me diga: «Encantado de conocerte, Minny».
Pero cuando alzo la cabeza veo que Miss Celia sigue ahí, inmóvil, agarrada al marco de la puerta. Su rostro es de un blanco mate, como la pintura barata de pared.
—¿Ha vuelto a comé un trozo de pollo crudo? ¡Mire que se lo tengo dicho!
—No, sólo estoy un poco… cansada.
Pero las marcas de sudor en su maquillaje, que ahora ha adquirido un tono gris, me dicen que no está bien. La ayudo a meterse en la cama y le llevo su jarabe reconstituyente. En la etiqueta de la botellita hay un dibujo de una elegante señora con un turbante en la cabeza, sonriendo como si se encontrara perfectamente. Le doy a Miss Celia la cucharita para que mida la dosis, pero la burra de ella se bebe un trago directamente del frasco.
Después me lavo las manos. Sea lo que fuere, espero que no me contagie lo que tenga.
Al día siguiente de que el rostro de Miss Celia se pusiera blanco, toca cambiar las malditas sábanas. Es la tarea que más odio. La ropa de cama me parece algo muy personal y con lo que no hay que bromear. Está llena de pelos, costrillas de piel, mocos y restos de revolcones. Pero lo peor son las manchas de sangre. Al frotarlas con mis manos desnudas en el fregadero me dan arcadas. Me sucede siempre con la sangre o con todo lo que se le parezca. Una fresa pisada puede hacer que me pase el resto del día con la cabeza dentro del váter.
Miss Celia sabe lo que toca los martes, así que normalmente se instala en el sofá para dejarme hacer mi trabajo. Esta mañana se ha presentado un frente frío, por eso no podrá salir a la piscina. Además, han dicho que el tiempo va a empeorar. Pero dan las nueve, luego las diez, luego las once, y la puerta de su dormitorio permanece cerrada. Por fin, me decido a llamar.
—¿Sí? —contesta, y abro la puerta.
—Güenos días, Miss Celia.
—Hola, Minny.
—Es martes.
Miss Celia no sólo sigue en la cama, sino que está hecha un ovillo debajo de las sábanas, en camisón y sin nada de maquillaje.
—Tengo que lavá y planchá esas sábanas, luego voy a ocuparme de este viejo armario que está más seco que el desierto de Texas, y después cociná…
—Hoy no quiero clase de cocina, Minny. —Tampoco sonríe, como suele hacer cuando me ve.
—¿Se encuentra usté bien?
—¿Puedes traerme un poco de agua?
—Pos claro.
Voy a la cocina y le lleno un vaso de agua del grifo. Debe de estar mal, porque nunca antes me había pedido que le sirviera algo.
Cuando regreso al dormitorio, no encuentro a Miss Celia en la cama y veo que la puerta del cuarto de baño está cerrada. ¿Por qué leches me ha pedido que le traiga agua si es capaz de levantarse e ir al lavabo? Bueno, por lo menos me deja el camino libre. Recojo los calzoncillos de Mister Johnny del suelo y me los echo al hombro. La verdad es que esta mujer no hace demasiado ejercicio, todo el día tirada en casa. Déjalo, Minny, no seas dura. La pobre está enferma, sin más.
—¿Se encuentra mal? —le grito desde la puerta del cuarto de baño.
—Estoy… bien.
—Aprovechando que está ahí dentro, voy a cambiá las sábanas.
—No, déjalo, déjalo —me dice desde el otro lado de la puerta—. Hoy puedes irte a casa, Minny.
Me quedo allí, dando pataditas a su alfombra amarilla. No quiero irme a mi casa. Es martes, el día de cambiar las malditas sábanas. Si no lo hago hoy, tendré que hacerlo el miércoles, que se convertirá en el nuevo día de cambiar las malditas sábanas.
—¿Qué va a pasá cuando venga Mister Johnny y se encuentre la casa hecha un asco?
—Esta tarde estará cazando ciervos. Minny, necesito que me acerques el teléfono. —Su voz se convierte en un gemido tembloroso—. Ponlo aquí, y tráeme también la agenda que tengo en la cocina.
—¿Está enferma, Miss Celia?
No me contesta, así que voy por la agenda, le acerco el teléfono a la puerta del baño. Llamo.
—Déjalo ahí. —Ahora parece que está llorando—. Quiero que te marches ya.
—Pero es que tengo que…
—¡Que te vayas de una vez, Minny!
Me alejo de esa puerta cerrada. Mi cabeza empieza a arder. Estoy muy ofendida. No porque sea la primera vez que me gritan, sino porque Miss Celia no lo había hecho nunca.
Al día siguiente, el hombre del tiempo del Canal Doce, Woody Asap, agita las manos blancas y escamosas frente a un mapa del Estado. Jackson, Misisipi, ha amanecido helada como un polo. Primero llovió y luego heló. Esta mañana, cualquier cosa que sobresaliera más de un centímetro se caía al suelo: ramas de árboles, postes de electricidad y toldos de los porches de las casas se derrumbaban como si acabaran de rendirse. Fuera, todo está mojado como si hubieran tirado un cubo de barniz brillante y claro.
Mis hijos pegan sus rostros soñolientos a la radio y cuando el aparato dice que las carreteras están heladas y que han cerrado las escuelas, comienzan a saltar entre gritos y silbidos de alegría y corren para ver el hielo sin más ropa que sus calzones de dormir.
—¡Volved a casa y poneos los zapatos! —les grito desde la puerta.
Ninguno me hace caso. Llamo a Miss Celia para decirle que no puedo llegar a su casa por el hielo y para ver si allá en el campo tienen electricidad. La verdad es que, después del modo en el que me gritó ayer, como si fuera una negra tirada en la carretera, me importa un bledo cómo se encuentre.
Responde una voz masculina que dice:
—¿Dígame?
Se me para el corazón.
—¿Quién es? ¿Quién llama?
Con mucho cuidado, cuelgo el auricular. Supongo que Mister Johnny hoy tampoco ha ido a trabajar. Incluso en mi día libre, no puedo olvidarme del pánico que me inspira ese hombre. Menos mal que dentro de once días todo esto habrá terminado.
Al día siguiente, casi toda la ciudad ya se ha deshelado. Miss Celia no está en la cama cuando llego a su casa. La encuentro sentada en la mesa de la cocina mirando por la ventana con un gesto de desconsuelo, como si su vida despreocupada fuera un infierno. ¡Pobrecilla! Tiene los ojos fijos en el árbol de mimosa, al que la helada ha hecho mucho daño. La mitad de las ramas se han caído y todas sus delgadas hojas están marrones y marchitas.
—Buenos días, Minny —saluda sin apenas mirarme.
Contesto con un gesto de la cabeza. No tengo nada que decirle, no después de cómo me trató anteayer.
—Ahora ya podemos cortar ese horrible árbol —comenta.
—Pos mu bien. Córtelos todos si le apetese.
«Y a mí también, córtame la cabeza también si te viene en gana», pienso.
Miss Celia se levanta y se acerca al fregadero, junto a mí. Me agarra del brazo y dice:
—Siento haberte gritado de ese modo el otro día. —Le afloran las lágrimas mientras habla.
—Ya, ya…
—Estaba enferma… Ya sé que no es una excusa, pero me sentía muy mal y… —comienza a sollozar como si gritar a la criada fuera lo peor que ha hecho en su vida.
—Está bien —digo—. Tampoco es pa echarse a llorá.
Entonces se me lanza al cuello y me abraza hasta que le doy unas palmaditas en la espalda y la separo de mí.
—Vamos, siéntese —le digo—. Le voy a prepará un café.
Supongo que todos nos irritamos un poco cuando nos encontramos mal.
Al siguiente lunes, el árbol de mimosa está negro, como si se hubiera quemado en lugar de helarse. Entro en la cocina dispuesta a decirle a la señorita cuántos días nos quedan y me la encuentro contemplando el árbol con el mismo odio en los ojos con el que mira la cocina. Está pálida y no come nada de lo que le sirvo.
Ese día no se lo pasa tumbada en la cama, sino decorando el árbol navideño de tres metros de alto que han colocado en el recibidor, para convertir mi vida en un infierno, pues constantemente tengo que pasar la aspiradora para limpiar todas esas malditas agujas que caen del abeto. Después, la señorita se va al patio trasero y se pone a recortar los rosales y a cavar los bulbos de los tulipanes. Nunca la había visto moverse tanto. Más tarde, viene a la clase de cocina con las uñas sucias. Todavía no sonríe.
—Quedan seis días pa contárselo a Mister Johnny —le recuerdo.
Durante un buen rato, no contesta. Después, dice con voz muy apagada:
—¿Seguro que tengo que hacerlo? Había pensado que igual podíamos esperar un poco más.
Me quedo paralizada, hasta que noto que la mantequilla se me está derritiendo en las manos.
—¿Quiere que se lo repita otra vez?
—Vale, vale —se resigna, y vuelve a salir a ocuparse de lo que parece ser su nuevo pasatiempo: contemplar el árbol de mimosa con un hacha en la mano.
El miércoles por la noche, en lo único en que puedo pensar es en que sólo quedan noventa y seis horas más. Se me revuelve el estómago al imaginar que es posible que pierda mi trabajo después del día de Navidad, pero al menos ya no tendré que preocuparme porque me puedan volar la cabeza de un tiro. Se supone que Miss Celia va a contárselo en Nochebuena, después de que me marche y antes de que vayan a cenar a casa de la madre de Mister Johnny. Pero Miss Celia está actuando de una forma tan rara últimamente que me pregunto si no irá a echarse atrás. «¡No, señora!», me digo todo el día. Pienso darle la barrila hasta que se lo cuente.
Cuando me presento la mañana del jueves, lista para acosarla, resulta que Miss Celia no está en casa. No me puedo creer que haya sido capaz de salir. Me siento a la mesa de la cocina y me sirvo una taza de café. Contemplo el jardín trasero. Está resplandeciente y vivo. Sólo el ennegrecido árbol de mimosa desentona. Me pregunto por qué Mister Johnny no se decide a cortarlo de una vez.
Me inclino un poco sobre la repisa de la ventana. ¡Vaya, mira por dónde! En la parte inferior del árbol, la corteza negra ha comenzado a pelarse en algunas partes, mostrando un tronco marrón y sano por debajo. En las ramas chamuscadas están empezando a florecer nuevos brotes verdes.
«¡Ese viejo árbol estaba haciéndose el muerto!», digo para mis adentros.
Saco del bolso el cuadernito en el que escribo la lista de las cosas que necesito. No las de Miss Celia, sino mis propias compras: regalos de Navidad, cosas para mis críos… Benny está un poco mejor del asma, pero Leroy volvió anoche a casa oliendo otra vez a alcohol barato. Me dio un empujón y me pegué un buen golpe en el muslo contra la mesa de la cocina. Si esta noche aparece otra vez así, se va a comer mis nudillos para cenar.
Suspiro. Otras setenta y dos horas y seré una mujer libre. Puede que sin empleo, puede que muerta cuando Leroy se entere, pero libre.
Intento concentrarme en las tareas de la semana. Mañana es un día duro de cocina y luego tengo que preparar la cena de la vigilia del sábado en la iglesia y la de la misa del domingo. ¿Cuándo voy a poder limpiar mi propia casa y lavar la ropa de mis hijos? La mayor, Sugar, tiene ya dieciséis años y se las apaña bastante bien con las tareas, pero me gustaría ayudarla un poco los fines de semana, algo que mi madre nunca hizo conmigo. Y luego está Aibileen. Anoche volvió a llamarme para preguntar si podía ayudarlas a ella y a Miss Skeeter con sus historias. Adoro a Aibileen, de verdad, pero creo que comete un tremendo error al confiar en una blanca. Se lo he dicho: está poniendo en peligro su trabajo y su seguridad. Por no mencionar que ninguna criada estará dispuesta a colaborar con una amiga de Miss Hilly.
¡Ay, Señor! Mejor sigo con lo mío.
Añado la piña al jamón y lo meto en el horno. Después limpio el polvo de los estantes en la habitación de los trofeos de caza y paso la aspiradora por el oso disecado, que me contempla como si fuera un delicioso aperitivo.
—Hoy estamos tú y yo solos —le digo.
Como de costumbre, el bicho no habla mucho. Agarro el trapo y el jabón y empiezo a subir por las escaleras sacando brillo a cada barrote de la barandilla. Cuando llego al piso de arriba, me dirijo al primer dormitorio.
Me paso una hora limpiando en la planta superior. Hace fresco aquí, no hay nadie para darle a esta zona calor humano. Friego a mano todas las superficies de madera, adelante y atrás, adelante y atrás. Antes de entrar en el tercer dormitorio, voy al piso de abajo para arreglar el de Miss Celia antes de que regrese.
La casa está tan vacía que siento un pinchazo de terror. ¿Adónde habrá ido esta mujer? En los noventa y cinco días que llevo trabajando aquí, sólo la he visto salir en tres ocasiones, y siempre me decía adonde, cuándo y por qué salía, como si a mí me importara. Pero ahora se ha esfumado como el viento. Debería estar feliz y contenta porque esa idiota haya desaparecido de mi vista. Pero al estar sola, me siento como una intrusa. Miro la alfombrilla rosa que cubre la mancha de sangre junto a la puerta del baño. Hoy podría intentar quitarla de nuevo. Una corriente de aire frío recorre la habitación, como si pasara un espíritu. Siento un escalofrío.
Creo que mejor me ocupo de esa mancha otro día.
La cama está deshecha, como de costumbre, con las sábanas revueltas y puestas del revés. Siempre parece que haya habido un combate de boxeo sobre el colchón. Hago un esfuerzo para dejar de pensar en ello. Cuando empiezas a preguntarte por lo que hace la gente en la cama, terminas metiendo las narices donde no te llaman antes de que te des cuenta.
Quito la funda de una de las almohadas. El rímel de Miss Celia ha dejado en ella unas manchas en forma de mariposa. Meto en la funda las ropas que hay tiradas por el suelo para transportarlas más fácilmente. Recojo los calzoncillos doblados de Mister Johnny del puf amarillo.
—¿Cómo voy a saber si están limpios o sucios? —me pregunto.
Decido echarlos al saco. Mi lema en la limpieza del hogar es: si dudas, lávalo.
Llevo la bolsa hasta el escritorio. El moratón del muslo me duele cuando me agacho para recoger un par de medias de seda de Miss Celia.
—¿Quién eres tú?
Se me cae la bolsa.
Lentamente, retrocedo hasta que mi trasero choca con el escritorio. El hombre está plantado en la puerta y me mira con los ojos entrecerrados. Muy despacito, bajo la vista y veo que empuña un hacha.
¡Ay, Dios! No puedo refugiarme en el cuarto de baño porque él está demasiado cerca y me alcanzaría. Tampoco puedo escapar por la puerta a no ser que le dé un empujón, pero lleva un hacha. Siento unas ardientes palpitaciones en la cabeza, fruto del terror. Estoy arrinconada.
Mister Johnny me observa y balancea un poco el hacha. Inclina la cabeza y sonríe.
Hago lo único que se me ocurre: poner cara de mala, enseñar los dientes y gritar:
—¡Más le vale que se aparte y que tire el hacha!
Mister Johnny contempla el hacha, como si se hubiera olvidado de que la lleva en la mano. Luego vuelve a mirarme y nos observamos durante otro segundo. No me muevo ni respiro.
Dirige la mirada a la bolsa que se me ha caído para ver qué le estaba robando. La pernera de sus pantalones asoma por la bolsa.
—Escuche —digo, a punto de saltárseme las lágrimas—, Mister Johnny, le pedí a su mujé que le hablara de mí. Se lo he pedío un millón de veces…
Pero él se echa a reír y mueve la cabeza divertido. Parece que le resulta gracioso estar a punto de cortarme en pedacitos.
—¡Escúcheme! Le digo que se lo he pedío…
El hombre sigue riéndose.
—Tranquila, mujer. No voy a hacerte nada —dice—. Me has asustado, nada más.
Entre jadeos, me voy acercando al cuarto de baño. Todavía lleva el hacha en la mano y la balancea suavemente.
—Por cierto, ¿cómo te llamas?
—Minny —consigo articular.
Estoy a un par de metros de la salvación.
—¿Cuánto tiempo llevas viniendo, Minny?
—No mucho —contesto, y niego con la cabeza.
—¿Cuánto?
—Unas… semanas —digo, mordiéndome el labio. ¡Llevo tres malditos meses con esta mierda!
Niega con la cabeza y dice:
—Sé que llevas viniendo bastante más tiempo.
Miro la puerta del cuarto de baño. ¿De qué me servirá refugiarme dentro si no hay pestillo y el tipo lleva un hacha para derribarla?
—Tranquila, te prometo que no voy a hacer ninguna locura —dice.
—¿Y ese hacha? —digo, apretando los dientes.
Pone los ojos en blanco, posa el arma en la alfombra y la aparta de una patada.
—Ven, vamos a la cocina a charlar un poco.
Da media vuelta y empieza a andar. Miro el hacha, preguntándome si debería hacerme con ella. Sólo de verla me dan escalofríos. La empujo de una patada debajo de la cama y le sigo.
Ya en la cocina, me quedo cerca de la puerta trasera y compruebo el pomo para asegurarme de que no está cerrada con llave.
—Minny, te lo digo en serio, no pasa nada porque estés aquí —insiste.
Le miro a los ojos, intentando descubrir si me está mintiendo. Es alto, por lo menos un metro noventa. Un poco rellenito, pero fuerte.
—Supongo que va a despedirme.
—¿Despedirte? —se carcajea—. ¡Pero si eres la mejor cocinera que conozco! Mira lo que has conseguido… —Se frota la pequeña barriga que empieza a asomarle por la camisa—. ¡Demonios! No comía tan bien desde que teníamos a Cora Blue de sirvienta. ¿Sabes que ella me crió?
Respiro aliviada porque el hecho de que conozca a Cora Blue suaviza un poco las cosas.
—Sus hijos van a mi parroquia. Yo la conocía.
—¡Cómo la echo de menos! —se lamenta; se gira, abre el frigorífico, mira su interior y lo vuelve a cerrar—. ¿Sabes cuándo va a regresar Celia?
—No sé. Supongo que habrá ido a la peluquería.
—Al principio, las primeras veces que probé tus platos, creía que por fin mi mujer había aprendido a cocinar. Hasta que un sábado que tú no viniste intentó preparar unas hamburguesas y… —Se inclina sobre el fregadero y suspira—. ¿Por qué no quiere decirme que te ha contratado?
—No lo sé. A mí tampoco me lo dice.
Mister Jonhny menea la cabeza, mira al techo y contempla la mancha oscura de aquel día en que a Miss Celia se le quemó el pavo.
—Minny, a mí me importa un rábano si Celia quiere pasarse el resto de su vida sin mover un dedo. Pero ella está empeñada en hacer las cosas sola. —Enarca un poco las cejas—. A ver, ¿te haces una idea de lo que he estado comiendo hasta que llegaste a esta casa?
—Está aprendiendo. Por lo menos… lo intenta.
Trato de decirlo con aplomo, pero casi me da un ataque de risa al afirmar esto. Hay cosas sobre las que no se puede mentir.
—No me importa que no sepa cocinar. Sólo quiero que esté aquí —se encoge de hombros—, conmigo.
Se frota las cejas con la manga de su camisa blanca y ahora me doy cuenta de por qué siempre sus camisas están tan sucias. Es bastante resultón, para ser un blanco.
—No parece muy feliz —prosigue—. ¿Es por mí? ¿Por la casa? ¿Será que vivimos muy lejos de la ciudad?
—No lo sé, Mister Johnny.
—Entonces, ¿qué le pasa?
El hombre se apoya con fuerza en la encimera y se dirige de nuevo a mí:
—Dime, ¿tiene…? —Traga saliva—. ¿Tiene un lío con otro hombre?
Aunque intento evitarlo, termino compadeciéndome un poco de él, pues está tan confuso como yo con toda esta historia de su mujer.
—Mister Johnny, esas cosas no son de mi incumbensia. Pero puedo asegurarle que Miss Celia no tiene ningún lío con nadie.
Relaja la cabeza, aliviado.
—Tienes razón, es una pregunta estúpida.
Contemplo la puerta, preguntándome cuándo aparecerá Miss Celia. No sé qué va a hacer cuando descubra a Mister Johnny en casa.
—Mira —me comenta—, no le digas que te he visto. Prefiero que me lo cuente ella cuando se sienta preparada.
Por fin consigo esbozar mi primera sonrisa.
—Entonces, ¿quiere que siga hasiendo como hasta ahora?
—Cuida de ella, no me gusta que pase tanto tiempo sola en esta casa tan grande.
—Sí, señó. Lo que usté diga.
—Hoy he venido para darle una sorpresa. Iba a cortar ese árbol de mimosa que tanto odia, y luego quería llevarla a la ciudad a cenar y comprarle algunas joyas como regalo de Navidad. —Mister Johnny se dirige a la ventana, mira hacia fuera y suspira—. En fin, supongo que me iré a comer solo a algún sitio del centro.
—Le prepararé algo. ¿Qué le apetece?
Se gira y sonríe como un niño travieso. Me dirijo al frigorífico y empiezo a sacar cosas.
—¿Recuerdas esas costillas de cerdo que comimos una vez? —Empieza a morderse las uñas—. ¿Podrías preparar ese plato para esta semana?
—Las tendrá listas pa cená esta noche. Hay costillas en el congeladó. Y pa mañana le prepararé pollo con dumplings.
—¡Oh! Cora Blue nos preparaba siempre ese plato.
—Siéntese, que le hago un buen sandwich de beicon pa que se lleve.
—¿Con el pan tostado?
—¡Pos claro! Un sándwich de verdá no se hace con el pan tierno. Y esta tarde haré una de las famosas tartas de caramelo de Minny. Y pa la próxima semana le voy a prepará bagres fritos.
Saco el beicon para el bocadillo de Mister Johnny y preparo la sartén. Los ojos del hombre son claros y grandes. Sonríe con franqueza. Le preparo el sándwich y lo envuelvo en papel de cocina. Por fin disfruto de la satisfacción de estar alimentando a alguien.
—Minny, tengo que preguntarte una cosa. Si tú te ocupas de la casa…, ¿qué demonios hace Celia durante todo el día?
Me encojo de hombros.
—Nunca he visto a una blanca tan tirada como su esposa. Siempre están mu ocupás, corriendo d'aquí p'allá como si estuvieran más atareás que yo.
—Necesita amigas. Le pedí a mi amigo Will si podía convencer a su mujer para que le enseñara a jugar al bridge y la introdujese en algún grupo. Sé que Hilly es la jefa de la pandilla.
Me lo quedo mirando. Quizá, si no me muevo, no sea cierto lo que acabo de oír. Por último, le pregunto:
—¿Se refiere usté a Miss Hilly Holbrook?
—¿La conoces?
—Pos sí —asiento, aunque me cuesta tragar saliva como si tuviera una rueda de molino metida en la garganta.
Me da algo sólo de pensar en Miss Hilly pasándose por esta casa y contándole a Miss Celia la verdad sobre la terrible trastada que le hice. De ningún modo esas dos mujeres pueden ser amigas. Pero apuesto lo que sea a que Miss Hilly haría cualquier cosa que le pidiera Mister Johnny.
—Llamaré a Will esta noche y se lo recordaré —dice, y me palmea en el hombro.
Vuelvo a pensar otra vez en esa palabra: «Verdad». En Aibileen contándoselo todo a Miss Skeeter. Si se descubre la verdad, estoy perdida. Me he enemistado con la persona equivocada, así son las cosas.
—Voy a darte mi número de la oficina. Llámame si tienes algún problema, ¿vale?
—Sí, señó —digo, invadida de nuevo por un terror que borra cualquier alivio que pudiera haber sentido hoy.