Capítulo 9

El sábado, día de mi cita con Stuart Whitworth, me paso dos horas sentada bajo el Shinalator (los resultados, por lo que he comprobado, sólo aguantan hasta el siguiente lavado). Después de secarme el cabello, voy a Kennington's y me compro los zapatos más planos que encuentro y un vestido ajustado de crepé negro. Odio ir de tiendas, pero en esta ocasión me viene bien, porque me distraigo un poco y así no paso toda la tarde pensando en Miss Stein o Aibileen. Cargo los ochenta y cinco dólares a la cuenta de Madre, pues siempre me está rogando que vaya a comprarme ropa nueva («Algo que vaya bien con tu tamaño»). Soy consciente de que Madre mostrará su más profundo rechazo al escote de este vestido. La verdad es que nunca he tenido una prenda así.

En el aparcamiento de Kennington's, pongo el coche en marcha, pero no empiezo a moverme porque de repente siento un agudo pinchazo en el estómago. Agarro el volante forrado de blanco, repitiéndome por décima vez que es absurdo hacerme ilusiones con algo que nunca tendré. ¿Por qué me imagino el tono azul de sus ojos cuando lo único que he visto de él es una fotografía en blanco y negro? Estoy tomándomelo como la oportunidad de mi vida cuando hasta ahora no es nada más que papel y cenas pospuestas. Pero el vestido y mi nuevo peinado me quedan bastante bien. No puedo evitar sentir esperanzas ante esta cita.

Cuatro meses antes, Hilly me enseñó su foto un día que estábamos en la piscina del patio trasero de su casa. Mi amiga tomaba el sol y yo me abanicaba resguardada a la sombra. En julio, se me había declarado la urticaria, y desde entonces no había remitido.

—No estoy libre —le dije.

Hilly se sentó en el borde de la piscina, fofa y con las carnes nacidas de las mujeres que acaban de dar a luz. Sin embargo, parecía inexplicablemente orgullosa de cómo le quedaba su bañador negro. A pesar de su tripa hinchada, mi amiga todavía conserva unas piernas torneadas y bonitas.

—¡Si todavía no te he dicho cuándo viene! —exclamó—. Además, es de muy buena familia.

Por supuesto, se refería a la suya, pues era primo segundo de su marido William.

—¿Por qué no pruebas a quedar con él y ver qué te parece?

Volví a mirar la foto. Era un joven de ojos claros muy abiertos y pelo rizado castaño, y destacaba por su estatura entre un grupo de hombres que posaban a la orilla de un lago. Su cuerpo aparecía medio oculto detrás de los otros. Quién sabe, igual lo hacía para que no se viera que le faltaba algún miembro.

—No tiene ningún defecto —aseguró Hilly—. Pregúntale a Elizabeth, lo conoció en la Gala Benéfica del año pasado, cuando tú estabas en la universidad. Además, estuvo saliendo en serio con Patricia van Devender.

—¿Patricia van Devender? —pregunto sorprendida—. ¡Esa chica fue elegida Miss Universidad de Misisipi durante dos años consecutivos!

—Por si eso fuera poco, acaba de abrir su propio negocio petrolero en Vicksburg, así que si la cita no funciona, no tendrás que cruzarte con él cada día cuando bajes al centro.

—Está bien —acepté finalmente, sobre todo para que Hilly dejara de atosigarme.

Son las tres pasadas cuando regreso a la plantación después de comprar el vestido. Se supone que tengo que estar en casa de Hilly a las seis para conocer a Stuart. Me miro al espejo. Mis bucles están empezando a deshacerse en las puntas, pero el resto del cabello todavía está liso. Madre se mostró encantada cuando le dije que quería volver a probar el Shinalator, y ni siquiera sospechó la causa. No sabe nada sobre mi cita de esta noche porque, si se enterara, se pasaría los próximos tres meses crucificándome con preguntas del tipo: «¿Ha llamado?» o «¿Qué hiciste mal?», en el caso de que las cosas no funcionasen.

Madre está abajo, en la sala de estar, aullando junto a Padre frente al televisor con el partido de baloncesto de los Rebels. Mi hermano Carlton les acompaña, sentado en el sofá con su radiante nueva novia. Acaban de llegar este mediodía de la Universidad de Louisiana. Ella tiene el pelo muy liso y recogido en una oscura cola de caballo y lleva un jersey rojo.

Cuando me encuentro con Carlton a solas en la cocina, se ríe y me tira del pelo como cuando éramos niños.

—¿Cómo estás, hermanita?

Le cuento que tengo un trabajo en el periódico y que soy la editora del boletín de la Liga de Damas. También le sugiero que, cuando termine sus estudios, debería volver a casa.

—Para que Madre se entretenga un poco contigo. Ahora me estoy llevando mi buena porción de atención —digo entre dientes.

Se ríe como si entendiera, pero dudo mucho que sea capaz de comprenderme. Es tres años mayor que yo y bastante atractivo: alto, con el pelo ondulado y rubio, y está terminando Derecho en la Universidad de Louisiana, separado de Madre por más de doscientos kilómetros de carreteras mal asfaltadas.

Cuando regresa junto a su novia, busco las llaves del coche de Madre, pero no las encuentro por ningún sitio. Son ya las cinco menos cuarto. Me asomo al hueco de la puerta del salón y trato de llamar la atención de Madre. Tengo que esperar a que termine su serie de preguntas a Cola de Caballo sobre su familia y sus orígenes. Madre no acaba hasta que no encuentra, por lo menos, a una persona en común entre ambas familias. Después vienen las cuestiones sobre la hermandad a la que pertenecía la chica en Vanderbilt y, por último, termina preguntándole cuál es su cubertería favorita. Madre siempre dice que es más efectivo que el horóscopo.

Cola de Caballo dice que su familia siempre ha usado cuberterías de plata Chantilly, pero que cuando se case le gustaría elegir su propio modelo, «…pues me considero un espíritu independiente». Carlton le acaricia la cabeza, y al notar su mano, ella retoza como una gatita. Ambos me miran y sonríen.

—Skeeter —me dice Cola de Caballo desde la habitación—, ¡qué afortunada eres de que tu familia tenga una cubertería Francisco I! ¿La conservarás cuando te cases?

—Querida, para mí la Francisco I es algo sagrado —contesto con una sonrisa falsa—. Cuando me case no pienso hacer otra cosa que pasarme horas enteras mirando esos tenedores.

Madre me lanza una mirada reprobadora. Me dirijo a la cocina y tengo que esperar otros diez minutos hasta que por fin aparece.

—¿Dónde demonios has puesto las llaves del coche, mamá? ¡Voy a llegar tarde a casa de Hilly! Por cierto, esta noche me quedaré a dormir con ella.

—¿Qué? ¡Si Carlton está hoy con nosotros! ¿Qué va a pensar su nueva novia si te marchas? ¿Es que tienes mejores planes que pasar la velada con tu familia?

He estado evitando contarle esto porque sabía que, con o sin Carlton en casa, terminaríamos peleando.

—Pascagoula ha preparado un asado y tu padre tiene lista la leña para encender esta noche la chimenea del salón.

—¡Pero si estamos a treinta grados, mamá!

—Escúchame bien, hija: tu hermano está en casa y espero que te comportes como una buena hermana. No quiero que te marches hasta que no hayas hecho buenas migas con esa chica. —Mira su reloj, mientras hago un esfuerzo por recordar que ya tengo veintitrés años, y añade—: Por favor, cariño.

Suspiro y llevo una maldita bandeja de julepes de menta al salón.

—Mamá —digo al regresar a la cocina a las cinco y veintiocho minutos—, tengo que irme. ¿Dónde están las llaves? Hilly me está esperando.

—¡Pero si todavía no hemos sacado los saladitos!

—Hilly está… mal del estómago —susurro—, y su criada no va mañana. Necesita que la ayude a cuidar de los críos.

—Supongo que eso quiere decir que mañana irás a misa con ellos —dice Madre tras un suspiro—. ¡Y yo que pensaba que iríamos a la iglesia como una familia unida y luego pasaríamos la tarde del domingo juntos!

—¡Mamá, por favor! —exclamo, revolviendo en la canastilla donde suele guardarlas—. Tus llaves no aparecen por ningún sitio.

—No puedes llevarte el Cadillac. Lo necesitamos para ir a la iglesia mañana.

En menos de media hora, mi cita estará en casa de Hilly. Tengo que vestirme y arreglarme el pelo allí para que Madre no sospeche. No puedo llevarme la furgoneta nueva de Padre porque está llena de fertilizantes, y además sé que la necesita mañana temprano.

—Está bien, me llevaré la camioneta vieja.

—Creo que tiene un remolque enganchado. Pregúntale a tu padre.

Pero no puedo preguntar a Padre, no estoy dispuesta a volver a pasar por esto delante de otras tres personas que se ofenderán al ver que me marcho. Agarro las llaves de la camioneta vieja y digo:

—No pasa nada. Me voy directamente a casa de Hilly.

Salgo enfurruñada y descubro que la vieja camioneta no sólo tiene un remolque enganchado, sino que en el remolque hay un tractor de media tonelada de peso.

Así que termino bajando a la ciudad, para acudir a mi primera cita en dos años, al volante de una camioneta Chevrolet de 1941, roja, de cuatro marchas y con una máquina John Deere enganchada detrás. El motor renquea y petardea, y me pregunto si aguantará hasta la ciudad. Los neumáticos escupen trozos de barro. El vehículo se cala al llegar a la carretera principal, y mi vestido y mi bolso se caen del asiento al sucio suelo. Tengo que volver a arrancarlo un par de veces.

A las seis menos cuarto, un bicho negro aparece corriendo delante de mí y noto un golpe en la carrocería. Intento parar, pero no es fácil frenar cuando detrás llevas maquinaria agrícola de varias toneladas. Soltando una maldición, me detengo en el arcén y bajo a comprobar qué ha pasado. Sorprendentemente, el gato se levanta, mira atontado a su alrededor y sale espantado hacia el bosque, tan rápido como apareció. A las seis menos tres minutos, tras recorrer la ciudad a veinte por hora, con cláxones sonando detrás de mí y adolescentes que hacen burla a mi paso, aparco en una calle cercana a la casa de Hilly, ya que su callejón no es el lugar más apropiado para maniobrar con lo que llevo en el remolque. Agarro mi bolso y entro en su casa sin tan siquiera llamar a la puerta, desfallecida, sudorosa y despeinada por el viento. Allí están ellos, los tres, mi pareja incluida, tomándose unas copas en la sala de estar. Me quedo paralizada en el recibidor mientras todos me miran. William y Stuart se ponen en pie. ¡Dios, es muy alto! Unos diez centímetros más que yo, por lo menos. Los ojos de Hilly se abren como platos y me agarra por el brazo.

—Chicos, ahora mismo volvemos. Poneos cómodos y hablad de béisbol y esas cosas de hombres.

Me arrastra hacia su vestidor y empezamos a rezongar. ¡Qué desastre!

—¡Skeeter, ni siquiera te has pintado los labios! Y tu pelo parece un nido de pájaros.

—Ya lo sé, ¡mírame! —Cualquier efecto que pudiera quedar del milagroso Shinalator ha desaparecido—. La camioneta vieja no tiene aire acondicionado, y he tenido que venir con las malditas ventanillas bajadas.

Me restriego la cara y Hilly me sienta en la silla de su cambiador. Empieza a peinarme el pelo como mi madre, enroscándolo en esos rulos gigantes y pulverizándolo con laca.

—¿Y bien? ¿Qué te ha parecido? —me pregunta.

Suspiro y cierro los ojos, aún sin rimel.

—Es bastante guapo.

Me pringo de maquillaje, algo que nunca he sabido muy bien cómo hacer. Hilly me contempla sorprendida ante mi falta de experiencia. Limpia mi chapuza con un pañuelo y vuelve a ponerme los cosméticos. Me enfundo en el vestido negro de amplio escote y me calzo mis zapatos planos marca Delman. Hilly me cepilla el pelo a toda prisa. Me lavo las axilas con un trapo húmedo mientras mi amiga entorna los ojos.

—He atropellado a un gato.

—Ya se ha tomado dos copas esperándote.

Me levanto y me estiro el vestido.

—Muy bien —digo—, ¿qué nota me pondrías de uno a diez?

Hilly me mira de arriba abajo y se detiene en la apertura delantera del vestido, alzando las cejas. Nunca en mi vida he llevado escote, así que seguro que mi amiga no se había dado cuenta de que tengo pecho.

—Un seis —declara, sorprendida.

Nos miramos por un segundo. Hilly suelta un gritito alegre y sonrío. Nunca antes me había puesto más de un cuatro.

Cuando regresamos a la sala de estar, William está apuntando a Stuart con el dedo.

—Voy a presentarme a ese escaño y, Dios mediante, si tu padre…

—Stuart Whitworth —anuncia Hilly—, permíteme que te presente a Skeeter Phelan.

Se pone en pie y por fin, durante un minuto, consigo relajarme. Dejo que me mire, como una tortura autoimpuesta, mientras me saluda.

—Stuart estudió en la Universidad de Alabama —dice William, y añade—: ¡Es todo un Roll Tide![4]

—Encantado de conocerte. —Stuart me dirige una breve sonrisa y le da un trago tan largo a su bebida que oigo cómo los cubitos de hielo chocan con su dentadura. Luego, se dirige a William—: Bueno, ¿adónde vamos?

Montamos en el Oldsmobile de William para ir al hotel Robert E. Lee. Stuart me abre la puerta y se instala junto a mí en el asiento trasero, pero se inclina sobre el respaldo del conductor y se pasa el resto del trayecto charlando con William sobre la temporada de caza del ciervo.

Ya en el restaurante, retira la silla para que me siente y le doy las gracias.

—¿Quieres tomar una copa? —me pregunta, mirando en otra dirección.

—No, gracias, sólo agua, por favor.

Se gira hacia el camarero y pide:

—Un Old Kentucky doble sin hielo y una botella de agua.

Creo que es después de su quinto bombón cuando me decido a hablar:

—Hilly me ha dicho que te dedicas al negocio del petróleo. Debe de ser muy interesante…

—Se gana dinero, si eso es lo que te interesa saber.

—Oh, no era mi…

Me interrumpo porque veo que está estirando el cuello para mirar algo. Alzo la mirada y descubro que tiene los ojos clavados en una mujer que hay junto a la puerta, una rubia tetuda que lleva un pintalabios muy rojo y un ajustadísimo vestido verde.

William se gira para ver qué está mirando Stuart, pero se da la vuelta rápidamente con cara de circunstancias. Hace un gesto muy ligero de reprobación con la cabeza a Stuart, y entonces veo al ex novio de Hilly, Johnny Foote, coger del brazo a la mujer y dirigirse hacia la salida. Me imagino que esa rubia debe de ser Celia, su nueva esposa. Cuando se marchan, William y yo cruzamos una mirada cómplice, aliviados porque Hilly no se haya dado cuenta de su presencia.

—¡Demonios! ¡Esa tía estaba más buena que el pan! —dice Stuart con la respiración acelerada.

Supongo que es en ese momento cuando lo que pueda ocurrir esta noche deja de preocuparme.

Un poco más tarde, Hilly cruza una mirada conmigo para ver cómo van las cosas. Sonrío como si todo marchara bien y ella me devuelve el gesto, feliz al comprobar que las cosas van sobre ruedas.

—¡William! Acaba de entrar el vicegobernador. Vamos a saludarle antes de que se siente —dice Hilly de repente.

Se marchan los dos, dejándonos solos. Un par de tortolitos sentados en el mismo lado de la mesa, mirando al resto de felices parejitas del restaurante.

—Entonces —me dice, sin girar apenas la cabeza hacia mí—, ¿has ido alguna vez a ver un partido de fútbol del equipo de Alabama?

Nunca he pisado el estadio de Colonel Field, que queda a medio kilómetro de mi casa.

—Pues no. La verdad es que no me gusta mucho el fútbol.

Miro el reloj. Apenas son las siete y cuarto.

—¡Vaya! —exclama y contempla la bebida que le sirve el camarero como si le apeteciera tomársela de un trago—. Entonces, ¿a qué te dedicas en tu tiempo libre?

—Escribo… una columna sobre consejos del hogar en el Jackson Journal.

Arruga el entrecejo y suelta una carcajada.

—¿Consejos del hogar? ¿Te refieres a cosas de amas de casa?

Asiento con la cabeza.

—¡Jesús! —Remueve su bebida—. No se me ocurre nada más aburrido que leer una columna sobre cómo limpiar la casa… —reflexiona, y me doy cuenta de que tiene un diente un poquitín torcido. Me encantaría comentarle ese defecto, pero termina su frase añadiendo—: Bueno, sí que hay algo más aburrido que leerla: escribirla.

Lo observo mientras sigue hablando:

—Me suena a treta, a truco para encontrar marido. Hacerse experta en «consejos del hogar».

—¡Vaya, sin duda eres un genio! Has descubierto todo mi plan.

—¿Acaso no es eso a lo que os dedicáis todas las mujeres de la Universidad de Misisipi? ¿A la caza profesional de esposo?

Lo contemplo estupefacta. Es cierto que hace un siglo que no salgo con un hombre, pero ¿quién se cree este tipo que es?

—Perdona la indiscreción —le corto—. ¿Tú te diste un golpe en la cabeza de pequeño y te quedaste bobo?

Me mira sorprendido y sonríe por primera vez en toda la noche.

—Ya sé que no te interesa —prosigo—, pero si quiero llegar a ser periodista tengo que hacer este tipo de preguntas.

Creo que con esto le he dejado impresionado, pero vacía su copa y su rostro recupera el temple.

Continuamos cenando y, al mirar su perfil, puedo ver que tiene la nariz un poco afilada, las cejas muy espesas y un pelo castaño demasiado áspero. No hablamos mucho, por lo menos el uno con el otro. Hilly parlotea sin parar, soltando de vez en cuando alguna indirecta, como por ejemplo: «Stuart, ¿sabes que Skeeter vive en una plantación al norte de la ciudad? Tu padre, el señor senador, creció también en una plantación de cacahuete, ¿verdad?».

Stuart pide otra copa.

Llegado un momento, Hilly y yo vamos juntas al baño y me sonríe esperanzada.

—¿Qué te parece?

—Que es… alto —contesto, sorprendida de que no se haya dado cuenta de que mi acompañante no sólo es extremadamente grosero, sino que está borracho como una cuba.

Por fin termina la cena y William y él se reparten la cuenta. Se levanta y me ayuda con la chaqueta, demostrando por fin un poco de cortesía.

—¡Jesús! Nunca había conocido a una mujer con los brazos tan largos —dice.

—Ni yo a un hombre con un problema tan grave de alcoholismo.

—Tu chaqueta huele a… —Se inclina, la olisquea y hace un gesto de asco—. ¡Abono!

Se dirige dando zancadas al cuarto de baño y deseo que me trague la tierra.

El trayecto de regreso, de apenas tres minutos, transcurre en un silencio total y se me hace muy largo.

Entramos en casa de Hilly. Yule May aparece con su uniforme blanco y dice:

—Los niños están bien, señora. Ya se fueron a dormí.

Dicho esto, se retira por la puerta de la cocina. Me excuso y voy al baño.

—Skeeter, ¿te importaría acercar a Stuart a su casa? —me pide William cuando vuelvo a la sala—. Es que estoy hecho polvo. ¿Tú también, Hilly?

Hilly me mira intentando adivinar qué me apetece hacer. Creo que lo he dejado suficientemente claro después de pasarme diez minutos en el cuarto de baño.

—¿No… ha traído su coche? —pregunto haciéndome la tonta delante de Stuart.

—Creo que mi primo no está en condiciones de conducir —aclara William entre risas.

De nuevo se hace el silencio.

—Es que he venido en la camioneta. No creo que…

—¡Demonios! —dice William, palmeando la espalda de Stuart—. A Stuart no le importa montar en una camioneta, ¿verdad, hombre?

—William —interviene Hilly—, ¿por qué no conduces tú y que Skeeter os acompañe?

—No creo que pueda. Estoy bastante borracho yo también —dice William, aunque es él quien nos acaba de traer a casa.

Al fin salgo de su casa y Stuart me sigue. No dice nada ante el hecho de que no haya aparcado enfrente de casa de Hilly ni en su callejón. Cuando llegamos a la camioneta, nos detenemos y contemplamos el tractor de cinco metros de largo que llevo enganchado al remolque.

—¿Has traído hasta aquí esa cosa?

Suspiro. Está claro que soy muy alta y que nunca me he sentido muy femenina ni cursi, pero este tractor es demasiado.

—¡Joder! Esto es lo más divertido que he visto nunca.

Me separo de él.

—Hilly puede acercarte a casa. Que te lleve ella.

Se gira y me mira a la cara por primera vez en toda la noche. Tras un buen rato de sentirme observada, se me llenan los ojos de lágrimas. Me siento agotada.

—Oh, mierda —dice, hundiendo los hombros y acercándose a mí—. Mira, le dije a Hilly que no estaba listo para una maldita cita.

—No se te ocurra… —digo, y me aparto más de él para regresar luego a casa de Hilly.

El domingo por la mañana me levanto muy temprano, antes que Hilly y William, antes que los niños y antes de que empiece el tráfico de feligreses que se dirigen a misa. Conduzco a casa con el tractor retumbando detrás de mí. El olor del fertilizante me produce una sensación de resaca, aunque ayer sólo bebí agua.

La noche anterior regresé a casa de Hilly con Stuart arrastrándose detrás de mí. Llamé a la puerta del dormitorio de mi amiga y le pedí a William, que ya tenía la boca llena de dentífrico, si no le importaba llevar a Stuart a su casa. Antes incluso de que respondiera, subí a la habitación de invitados.

Cuando llego a casa, paso junto a los perros de Padre en el porche. Dentro, veo a Madre en la sala de estar y le doy un abrazo. Cuando intenta separarse de mis brazos, no la dejo.

—¿Qué pasa, Skeeter? Espero que Hilly no te haya pasado su dolor de estómago.

—No, estoy bien.

Me gustaría poder contarle lo que me pasó anoche. Me siento culpable por no ser más amable con ella, por no sentir que la necesito hasta que me van mal las cosas. ¡Ojalá Constantine estuviera aquí!

Madre sonríe y me retoca el pelo. El viento lo ha revuelto y debo de parecer cinco centímetros más alta.

—¿Seguro que te encuentras bien?

—Sí, mamá.

Estoy muy cansada para resistir. Me duele el estómago como si me hubieran dado una patada en la tripa, y no se me pasa.

—¿Sabes? —me comenta sonriente—, creo que esta chica va a ser la definitiva para Carlton.

—Qué bien, mamá. Me alegro por él.

El día siguiente, lunes, a las once de la mañana, suena el teléfono. Por suerte, estoy en la cocina y soy la primera en llegar al aparato.

—¿Miss Skeeter?

Me quedo helada, sin mover un músculo. Miro a Madre, que está consultando su talonario en la mesa del comedor, y a Pascagoula, que en ese momento saca un asado del horno. Me meto en la despensa y cierro la puerta.

—¿Aibileen? —susurro.

Permanece callada durante un segundo, y después me suelta de repente:

—¿Qué… qué pasaría si no le gustan las cosas que voy a contarle? Me refiero… a lo que pueda contarle sobre… sobre los blancos.

—Bueno, yo… no se trata de lo que yo opine. Lo que yo piense no importa.

—Pero ¿cómo sé que no se va a enfadá y va a utilizá lo que le cuente contra mí?

—No sé… supongo que tendrás que confiar en mí —contesto, y contengo el aliento, esperando su respuesta con esperanza.

Tras una larga pausa, Aibileen dice:

—¡Que el Señó se apiade de mí! Está bien, lo haré.

—Aibileen… —El corazón me late acelerado—. No te puedes imaginar lo mucho que aprecio…

—Miss Skeeter, hay que tené mucho cuidao.

—Lo tendremos, te lo prometo.

—Y va a tené que cambiá mi nombre. El mío, el de Miss Leefolt y los de tol mundo.

—Por supuesto. —Debería habérselo propuesto antes—. ¿Cuándo podemos vernos? ¿Y dónde?

—En el barrio blanco no pué se, eso seguro. A ver… tendremos que hacerlo en mi casa.

—¿Sabes de otras criadas que pudieran estar interesadas? —le pregunto, aunque Miss Stein sólo me ha dicho que iba a leer una entrevista, pero debo estar preparada en caso de que le guste lo que le envíe.

—Supongo que podría preguntarle a Minny —dice Aibileen tras un momento de silencio—, aunque no le hace mucha grasia hablá con blancos.

—¿Minny? ¿Te refieres a… esa que servía en casa de Miss Walter? —digo, consciente de repente de lo incestuoso que se está volviendo este asunto. No sólo voy a estar fisgoneando en la vida de Elizabeth, sino también en la de Hilly.

—Minny tiene unas güenas historias pa contá, se lo aseguro.

—Aibileen, gracias, muchas gracias.

—De na, señorita.

—Sólo… me gustaría preguntarte una cosa: ¿qué te ha hecho cambiar de idea?

Aibileen ni tan siquiera se lo piensa y me contesta:

—Miss Hilly.

Me quedo en silencio, pensando en Hilly, en su iniciativa de los retretes para negros, en cómo acusó a su criada de robarle, en sus comentarios sobre las enfermedades de la gente de color… Repito para mis adentros el nombre de mi amiga, que me resulta desagradable y amargo como una nuez pocha.