Capítulo 7

La ola de calor terminó por fin a mediados de octubre y ahora tenemos unos quince grados. Por las mañanas, el retrete de ahí fuera está frío y cada vez que me siento en él doy un respingo. Lo han puesto en un cuartucho que han levantado bajo la cubierta del garaje. Dentro hay un váter y un pequeño lavabo pegado a la pared. De un cable cuelga una bombilla y el suelo está forrado con papel de periódico.

Cuando servía en casa de Miss Caulier, el garaje estaba unido a la casa, por eso no tenía que salir fuera. Y donde trabajaba antes, tenían habitaciones para el servicio, con un pequeño dormitorio para cuando me tenía que quedar a pasar la noche. Pero aquí no, aquí tengo que salir para hacer mis necesidades.

Una tarde de martes, me llevo mi almuerzo a las escaleras del porche trasero y me siento en el frío cemento. El césped de Miss Leefolt no crece muy bien en esta parte del jardín, porque un enorme magnolio da sombra a casi todo el lugar. Estoy segura de que este árbol se va a convertir en el refugio de Mae Mobley. Dentro de unos cinco años lo utilizará para esconderse de su madre.

Al cabo de un rato, Mae Mobley aparece en el porche. Trae media hamburguesa en la mano. Me sonríe y me dice: «Buenas».

—¿Por qué no estás dentro con tu mamita? —le pregunto, aunque sé la respuesta: prefiere sentarse aquí fuera con la criada antes que ver cómo su madre hace cualquier cosa menos prestarle atención; es como uno de esos polluelos que se equivocan y se ponen a seguir a los patitos.

Mae Mobley señala los arrendajos que se preparan para afrontar el invierno, gorjeando en la pequeña fuentecita gris del jardín.

—¡Pío-pío! —imita señalando a las aves, y se le cae la hamburguesa en las escaleras.

De repente, Aubie, el viejo perro de caza al que ya nadie hace caso, aparece de no sé dónde y se zampa el bocadillo de la pequeña. No aguanto los chuchos, pero la verdad es que éste da un poco de pena. Le acaricio la cabeza. Apuesto a que a este bicho no le dan mimos por lo menos desde la pasada Navidad.

Cuando Mae Mobley lo ve, suelta un chillido y le agarra de la cola. El animal se revuelve unas cuantas veces y ella sigue tirándole del rabo. ¡Pobrecito! Aúlla y mira a la niña con esos ojos de pena que a veces tienen los perros, con la cabeza ladeada y las cejas alzadas. Casi me parece oír que le pide a la pequeña que le suelte. No es de los que muerden.

Finalmente, la niña lo deja marchar.

—Mae Mobley, ¿y si t'agarro yo de tu cola?

Por supuesto, Chiquitina se lo cree y empieza a mirarse la espalda con la boca muy abierta, como si hasta ahora no se hubiera dado cuenta de que tiene cola. Se tropieza dando vueltas sobre sí misma, intentando vérsela.

—¡Pero si tú no tiés cola!

Río y la cojo antes de que se caiga por las escaleras. El perro husmea el suelo buscando más restos de la hamburguesa.

Siempre me ha hecho gracia cómo los bebés se creen todo lo que les dices. Tate Forrest, un chico a quien hace mucho tiempo crié de bebé, me paró la semana pasada cuando iba camino del súper y me dio un gran abrazo de lo feliz que se sentía al verme. Ahora es todo un hombre. Yo no disponía de mucho tiempo porque tenía que volver a casa de Miss Leefolt, pero comenzó a evocar entre risas los días en que lo cuidaba cuando era pequeño: aquella primera vez que se le durmió el pie, cuando me dijo que le hacía cosquillas y le contesté que eran los ronquidos del pie; o la ocasión en que le dije que si bebía café se volvería negro. Me contó que, a sus veintidós años, no ha probado nunca el café. Siempre es agradable ver a los niños a los que he cuidado convertidos en hombres hechos y derechos.

—¿Mae Mobley? ¡Mae Mobley Leefolt!

Miss Leefolt acaba de darse cuenta de que su hija no está con ella en la misma habitación.

—Está aquí fuera conmigo, Miss Leefolt —le grito desde la puerta.

—¡Mae Mobley! ¡Te he dicho mil veces que comas en la trona! ¿Por qué todas mis amigas tienen unos angelitos de hijos y yo tengo que cargar contigo? No lo entiendo, la verdad…

De repente suena el teléfono y oigo que la mujer corre para contestar.

Miro a Chiquitina y veo que tiene el entrecejo arrugado. Parece muy concentrada pensando en algo.

—¿Estás bien, pequeña? —le pregunto, pellizcándole la mejilla.

—Mae-Mo… ma-la —exclama.

Me duele escuchar la forma en que lo dice, como si se tratara de algo evidente.

—Mae Mobley —le digo, porque siento que tengo que intentar hacer algo—, ¿eres una niñita lista?

Me contempla como si no supiera la respuesta.

—¡Eres una niñita lista! —afirmo esta vez.

—Mae Mo… lis-ta —repite.

—¿Eres una niñita buena? —pregunto.

Me mira en silencio. Sólo tiene dos años, todavía no sabe muy bien lo que es.

—¡Eres una niñita buena! —digo, y ella asiente con la cabeza y repite mis palabras.

Antes de que pueda decirle otra frase, se levanta y se pone a corretear entre risas por el jardín persiguiendo al pobre chucho. Al ver su reacción, me pregunto qué pasaría si todos los días le digo lo buena que es.

La niña da vueltas y vueltas alrededor de la fuente, sonríe y grita:

—¡Hola, Aibi! ¡Te quiero, Aibi!

Noto un cosquilleo en mi interior, suave como el aleteo de una mariposa, viéndola jugar ahí fuera. Algo parecido a lo que sentía al mirar a Treelore. El recuerdo de mi hijo me pone un poco triste.

Al cabo de un rato, Mae Mobley se acerca, junta su mejilla con la mía y se queda pegada a mí, como si hubiera notado que estoy triste. La abrazo y le susurro al oído:

—Eres una niña «lista» y «buena», Mae Mobley. ¿Me oyes?

Y sigo diciéndoselo hasta que ella lo repite.

Las siguientes semanas son muy importantes para Mae Mobley. Seguro que, aunque lo pensáramos, no recordaríamos la primera vez que hicimos nuestras cositas en la taza en lugar de en los pañales. Probablemente tampoco nos acordaríamos de quién nos enseñó a hacerlo. No he criado a ningún bebé que de mayor me haya dicho: «Aibileen, te estoy muy agradecido por haberme enseñado a usar el váter».

Pero se trata de un asunto complicado. Si intentas que un bebé vaya al retrete antes de tiempo, le puedes crear un trastorno. Igual todavía no tiene edad para saber aguantarse las ganas y termina pensando que es un negado. Pero creo que Chiquitina ya está lista, y estoy segura de que lo sabe. Pero ¡ay, Señor!, me va a machacar las piernas de tanto andar detrás de ella. La pongo en la sillita de madera adaptada para que no se cuele por la taza, pero en cuanto me doy la vuelta, se ha bajado de ese trasto y está otra vez corriendo por ahí.

—¡Tienes que hacé pipí, Mae Mobley!

—¡No!

T'has tomao dos vasos de zumo de uva, sé que tienes ganas de ir al baño.

—¡Nooo!

—Te daré una galleta si haces pipí. ¡Hazlo por mí!

La vuelvo a sentar y nos quedamos contemplándonos un buen rato. Ella empieza a mirar de reojo la puerta. No oigo que caiga nada en el váter. Normalmente, consigo que aprendan en un par de semanas, pero siempre y cuando las madres me ayuden. Los pequeños tienen que observar a sus papás haciéndolo de pie, y las niñas tienen que ver a sus mamás sentadas. Pero Miss Leefolt no deja que su hija se acerque cuando ella está en el baño, y ése es el problema.

—Venga, Chiquitina, un poquito. Hazlo por mí.

Aprieta los labios y menea la cabeza.

Miss Leefolt ha salido a la peluquería. Si no, de nuevo le pediría que se sentara en el váter para darle ejemplo, aunque la mujer ya me ha dicho cinco veces que no. La última vez que se negó estuve tentada de decirle cuántos niños he criado en mi vida y preguntarle cuántos había criado ella, pero terminé contestándole «Está bien, señora», como siempre hago.

—¡Te daré dos galletas! —digo, aunque su madre siempre me echa la bronca porque dice que la estoy cebando.

Mae Mobley niega con la cabeza y responde:

—Pi-pí… tú.

Bueno, no puedo decir que sea la primera vez que me dicen esto, y normalmente sé cómo esquivarlo. Pero también sé que Chiquitina tiene que ver cómo se hace antes de ponerse ella sola manos a la obra.

—Yo no tengo ganas de hacer pipí.

Nos quedamos mirándonos. Me señala otra vez e insiste:

—Pi-pí… tú.

Empieza a llorar y a revolverse porque la sillita le ha causado una pequeña herida en el culete. Soy consciente de lo que tengo que hacer, pero no sé cómo hacerlo. ¿Debería sacarla fuera, a mi retrete, o enseñarle aquí, en este lavabo? ¿Y si Miss Leefolt vuelve a casa y me encuentra sentada en este váter? ¡Lo mismo le da un ataque!

Le pongo otra vez el pañal y salimos al garaje. La lluvia hace que huela un poco a humedad. Incluso con la bombilla encendida, mi retrete es un lugar oscuro y no hay papel de colores en las paredes como dentro de la casa. De hecho, no hay paredes propiamente dichas, sino contrachapado unido por clavos. Me pregunto si a la pequeña no le dará miedo este lugar.

Mu bien, Chiquitina, éste es el cuarto de baño de Aibileen.

Asoma la cabeza al interior, su boca adopta la forma de una rosquilla y exclama:

—Oooh.

Me bajo las medias y hago pis a toda velocidad. Luego me limpio con el papel y dejo todo como estaba antes de que a la pequeña le dé tiempo a ver nada. Por último, tiro de la cadena.

—¡Así es como se va al baño! —le explico.

Parece muy sorprendida. Se queda con la boca abierta como si acabara de ver un milagro. Salgo del retrete y, antes de que me dé cuenta, la niña se quita el pañal, se sube a la taza, se sujeta para no caerse y hace pipí ella solita.

—¡Mae Mobley! ¡Lo has hecho! ¡Mu bien!

Sonríe y la subo en brazos antes de que se resbale dentro del váter. Volvemos a casa y le doy sus dos galletas.

Más tarde, la siento otra vez en su sillita del baño y vuelve a pedirme que le enseñe cómo se hace. Las primeras veces son la parte más dura, pero al final del día siento que hemos progresado. Está empezando a hablar, así que estoy segura de cuál va a ser la nueva palabra de hoy.

—¿Qué ha hecho Chiquitina hoy?

—Pi-pí.

—¿Qué van a escribí en los libros de Historia que pasó hoy?

—Pi-pí.

—¿A qué huele Miss Hilly?

—A pi-pí.

Pero me arrepiento de haber hecho esta broma. No está bien decir esas cosas, y además temo que la niña lo ande repitiendo por ahí.

Esa tarde, pasado un rato, Miss Leefolt llega a casa con el pelo cardado. Se ha hecho la permanente y huele a neumoniaco.

—¿Sabe qué ha hecho hoy Mae Mobley? —le digo—. ¡Ha hecho pipí en la taza del váter!

—¡Oh, magnífico! —exclama, y le da un abrazo a su hija, algo que no estoy muy acostumbrada a ver. Además, estoy segura de que lo hace de todo corazón, porque a Miss Leefolt no le gusta nada cambiar pañales.

Tié que asegurarse de que a partí de ahora lo hace siempre en la taza. Si no, se sentirá mu confundida —le explico.

—Muy bien —asiente Miss Leefolt, sonriente.

—A ver si conseguimos que haga pipí otra vez antes de que me marche.

Entramos en el cuarto de baño. Le quito los pañales y la siento en la taza, pero Chiquitina niega con la cabeza.

—Vamos, Mae Mobley, ¿no vas a hace pipí pa que te vea tu mamita?

—¡Nooo!

Termino por bajarla de la taza.

—Bueno, no pasa na. Ya lo hiciste mu bien antes.

Miss Leefolt empieza a hacer sus muecas de desaprobación, murmurando y frunciendo el ceño. Antes de que me dé tiempo a ponerle el pañal, Chiquitina echa a correr lo más rápido que puede. ¡Un bebé blanquito correteando con el culo al aire por la casa! Entra en la cocina, abre la puerta del jardín trasero, sale al garaje e intenta llegar al pomo de mi retrete. Corremos detrás de ella y, cuando la alcanzamos, Miss Leefolt la amenaza con el dedo. Su voz suena diez tonos más alta que antes:

—¡¡Ése no es tu cuarto de baño!!

Chiquitina menea la cabeza y grita:

—¡Mi ba-ño!

Miss Leefolt la sube en brazos y le pellizca con fuerza la pierna.

—Miss Leefolt, ella no se da cuenta de lo que hace…

—¡Entra en casa, Aibileen!

Muy a disgusto, regreso a la cocina. Me quedo de pie, dejando la puerta abierta detrás de mí.

—¡No te he educado para que uses el retrete de los negros! —oigo que masculla a su hija, creyendo que no la escucho.

«Mujer —pienso—, si tú apenas has hecho algo en tu vida por educar a tu hija…»

—Ese sitio es sucio, Mae Mobley. ¡Puedes contraer sus enfermedades! ¡No, no, no!

Oigo cómo le da un cachete en las piernas.

Pasados unos segundos, Miss Leefolt arrastra a su hija al interior de la casa. No puedo hacer nada más que observar. Siento que el corazón quiere salir por mi garganta. Miss Leefolt deja a Mae Mobley delante de la tele, se va a su dormitorio y cierra de un portazo. Voy a darle un abrazo a Chiquitina, que sigue llorando y parece terriblemente confundida.

—Lo siento muchísimo, Mae Mobley —le susurro.

Me maldigo por haberla sacado a mi retrete, pero no se me ocurre qué más puedo decirle, así que simplemente la abrazo.

Nos quedamos viendo la serie para niños Lil’ Rascals hasta que Miss Leefolt sale de su habitación y me pregunta si no ha llegado ya la hora de que me marche. Busco los diez céntimos para el autobús y le doy un último abrazo a Mae Mobley, susurrándole al oído:

—Eres una niña lista, una niña buena.

En el trayecto de vuelta a casa, no me fijo en las grandes casas blancas que van desfilando por la ventana del autobús, ni hablo con mis amigas. Sólo puedo pensar en los azotes que le han dado a Chiquitina por mi culpa. Veo a la pequeña escuchando cómo su madre me llama sucia y le dice que tengo enfermedades.

El autobús acelera al pasar por State Street. Mientras atravesamos el puente Woodrow Wilson, mi mandíbula está tan tensa que siento que se me van a romper los dientes. Noto cómo la amarga semilla que se plantó en mi interior el día que murió Treelore sigue creciendo. Quiero gritar muy alto, para que Chiquitina pueda oírme, que la suciedad no es de color, que los barrios negros de la ciudad no están contaminados con enfermedades. Quiero evitar que llegue ese momento (que sucede en la vida de todo niño blanco) en que empiece a pensar que los negros no somos tan buenos como los blancos.

Giramos en la calle Farish y me levanto porque mi parada se acerca. Rezo por que no le llegue ese momento. Rezo para que todavía estemos a tiempo.

Las siguientes semanas las cosas están bastante tranquilas. Mae Mobley ya se pone unas braguitas de niña mayor. Casi no ha tenido incidentes con el tema del baño. Después de lo sucedido en el garaje, Miss Leefolt se ha tomado muy en serio las costumbres higiénicas de Mae Mobley. Incluso le permite verla mientras hace sus cosas como los blancos en su cuarto de baño. Sin embargo, alguna vez, cuando su madre no está en casa, he pillado a la pequeña intentando colarse en mi retrete. En alguna ocasión lo hizo antes de que pudiera evitarlo.

Güenas, señora Clark —saluda Robert Brown, el joven de color que se ocupa del jardín de Miss Leefolt, cuando aparece en las escaleras del porche trasero. Fuera, hace un fresco agradable. Abro la puerta.

—¿Qué tal te va, hijo? —le pregunto, dándole unas palmaditas en el hombro—. M'han dicho que t'ocupas de tos los jardines de la calle.

—Sí, mamita. Tengo dos críos que alimentá —dice con una sonrisa.

Es un joven atractivo, alto y con el pelo corto. Iba al instituto con mi Treelore. Eran buenos amigos, jugaban juntos al baloncesto. Me agarro de su brazo, pues necesito volver a sentir esa sensación.

—¿Qué tal está tu abuelita?

Adoro a Louvenia, es la persona más encantadora que conozco. Robert y ella vinieron juntos al funeral. Esto me recuerda que se acerca la fecha; será la próxima semana: el peor día del año.

—¡Más fuerte que yo! —exclama, y se ríe—. El próximo sábado me pasaré por su casa pa cortarle la hierba, señora Clark.

Treelore siempre se encargaba de cuidar mi pequeño jardín. Ahora es Robert quien lo hace, sin que se lo haya pedido y sin aceptar ni un centavo a cambio.

Grasias, Robert. Te lo agradezco mucho.

—De na. Pa eso estamos. Cualquier cosa que necesite, señora Clark, me avisa, ¿vale?

—Muchas grasias, hijo.

Oigo el timbre de la puerta y veo que el coche de Miss Skeeter está fuera. Miss Skeeter lleva todo el mes pasándose por casa de Miss Leefolt una vez por semana para hacerme las consultas de Miss Myrna: me pregunta cómo quitar manchas de humedad y le respondo que untándolas de crémor tártaro; me pregunta cómo desenroscar el casquillo de una bombilla que se ha roto dentro de la lámpara y le respondo que usando una patata cruda; me pregunta qué pasó entre su anterior criada Constantine y su madre y me callo. Pensaba que si le hablaba un poco de la hija de Constantine, me dejaría en paz, pero Miss Skeeter sigue haciéndome preguntas. Estoy segura de que no entendería por qué una mujer de color no puede criar a un bebé blanquito en Misisipi. Sería condenarse a una vida dura y solitaria, sin pertenecer ni a unos ni a otros.

Todos los días, cuando Miss Skeeter termina de preguntarme cómo limpiar esto, arreglar lo otro o el paradero de Constantine, acabamos charlando de otras cosas. No es algo que yo haya hecho muy a menudo con mis jefas o sus amigas, pero le cuento que Treelore nunca sacó menos de notable, o que el nuevo diácono de la parroquia me pone de los nervios porque cecea al hablar. No son más que tonterías, pero nunca pensé que le contaría estas cosas a una blanca.

Hoy, intento explicarle los distintos métodos para sacar brillo a la plata. Le cuento que sólo la gente más chabacana la pone a remojo en bicarbonato, porque aunque es más rápido, no sale igual de bien que frotándolas a mano. Miss Skeeter ladea un poco la cabeza, frunce el ceño y me dice:

—Aibileen, ¿te acuerdas de que una vez me contaste que… Treelore tenía una idea?

Afirmo con la cabeza y siento un pinchazo en el estómago. Nunca debí contarle eso a una blanca.

Miss Skeeter entrecierra los ojos como aquella vez que sacó el tema del retrete para gente de color.

—He estado pensando en ello. Me gustaría hablar contigo…

Pero antes de que le dé tiempo a terminar la frase, Miss Leefolt entra en la cocina y descubre a Chiquitina jugando con un peine que ha sacado de mi bolso, así que sugiere que Mae Mobley debería tomar su baño un poco más temprano esa tarde. Me despido de Miss Skeeter y voy a preparar la bañera.

Tras pasarme un año entero intentando no pensar en esa fecha, llega el 15 de noviembre. La víspera, me acuesto consciente de que apenas conseguiré dormir un par de horas. Me levanto al amanecer y pongo una taza de café al fuego. Cuando me agacho para ponerme las medias, me duele horriblemente la espalda. Antes de salir de casa, suena el teléfono.

—Sólo quería ve si estás bien. ¿Has dormío algo?

—Lo que he podío.

—Por la noche te voy a llevá una tarta de caramelo, te vas a sentá en la cocina y te la comes entera pa cená, ¿entendido?

Intento sonreír, pero no lo consigo. Le doy las gracias a Minny.

Hoy se cumplen tres años de la muerte de Treelore, pero en la agenda de Miss Leefolt toca limpiar los suelos. El día de Acción de Gracias es la próxima semana y tengo mucho trabajo que hacer. Friego durante toda la mañana mientras escucho las noticias de las doce. Me pierdo las telenovelas porque las señoritas están en el salón en una de sus reuniones benéficas y no se me permite encender la televisión cuando hay visitas. A pesar de todo, no me importa. Siento escalofríos en los músculos de lo cansada que estoy, pero no quiero dejar de moverme.

A eso de las cuatro, Miss Skeeter entra en la cocina. Antes incluso de que pueda decirme hola, Miss Leefolt aparece detrás de ella y comenta:

—Aibileen, mi madre acaba de llamar y dice que va a venir mañana de Greenwood y que se va a quedar hasta el día de Acción de Gracias. Quiero que saques brillo a la cubertería de plata y que laves las toallas de invitados. Mañana te daré una lista con más cosas.

Miss Leefolt menea la cabeza ante Miss Skeeter, como si quisiera hacerle ver que es la mujer más atareada de toda la ciudad, y sale de la cocina. Me dirijo al comedor y saco la cubertería de plata.

Cuando regreso a la cocina, Miss Skeeter está todavía esperándome. Tiene una carta de Miss Myrna en la mano.

—¿Tiene alguna pregunta sobre el hogar? Dígame.

—La verdad es que no… Sólo quería preguntarte… El otro día…

Echo un chorro de abrillantador en el paño y empiezo a frotar la plata, pasando el trapo por el motivo decorativo en forma de rosa, el borde y el mango. ¡Dios, haz que sea ya mañana! No quiero ir al cementerio. No puedo, es demasiado duro…

—Aibileen, ¿te encuentras bien?

Me detengo y levanto la mirada. No me había dado cuenta de que Miss Skeeter lleva un buen rato hablándome.

—Lo siento, sólo estaba… pensando en mis cosas.

—Parecías muy triste.

—Miss Skeeter —empiezo, y siento las lágrimas asomando a mis ojos. Tres años no es mucho tiempo. Cien años todavía serían pocos—, ¿le importaría si le ayudo con las preguntas mañana?

Miss Skeeter abre la boca dispuesta a decir algo, pero se calla.

—En otro momento —dice finalmente—. Espero que te mejores.

Termino con la cubertería de plata y con las toallas y le digo a Miss Leefolt que tengo que irme a casa urgentemente, aunque todavía falta media hora para que termine mi trabajo y sé que me lo descontará de mi paga. Abre la boca, dispuesta a protestar, y entonces le susurro mi mentira:

—No me encuentro bien. He vomitao.

—¡Vete, vete!

Después de a su madre, no hay nada a lo que Miss Leefolt tenga más miedo que a las enfermedades de los negros.

—Muy bien. Volveremos en media hora. Estate aquí a las diez menos cuarto —me dice Miss Leefolt a través de la ventanilla de su coche.

Miss Leefolt me ha dejado en el supermercado Jitney 14 para comprar el resto de cosas que necesitan para mañana, día de Acción de Gracias.

—No olvides traer la factura de lo que compres, ¿entendido? —me suelta Miss Fredericks, la vieja y tacaña madre de Miss Leefolt.

Las tres están sentadas en los asientos delanteros, Mae Mobley encajada en medio de las dos mujeres con una mirada que me da mucha pena. Se diría que la llevan a poner la inyección del tétanos. ¡Pobrecita! Esta vez, Miss Fredericks se va a quedar dos semanas.

—¡No te olvides del pavo! —dice Miss Leefolt—. Y dos botes de salsa de arándano.

Me río por dentro. Llevo preparando el pavo de Acción de Gracias para familias blancas desde que Calvin Coolidge era presidente.

—¡Deja de moverte, Mae Mobley! —grita Miss Fredericks—. O te pellizco.

—Miss Leefolt, déjela conmigo en el supermecao. Me ayudará con las compras.

Miss Fredericks se dispone a protestar, pero Miss Leefolt se le adelanta: «¡Sí, sí, quédatela!». Antes de que me dé cuenta, Chiquitina se arrastra sobre las piernas de su abuela y trepa por la ventanilla hasta mis brazos, como si yo fuera Cristo Salvador. La subo a mis hombros y las dos mujeres se marchan en dirección a Fortification Street. A Chiquitina y a mí nos da un ataque de risa, como si fuéramos un par de escolares.

Empujo la puerta metálica, me hago con un carrito y siento a Mae Mobley en la sillita delantera, sacándole las piernas por los huecos. Mientras lleve puesto mi uniforme blanco, se me permite comprar en este supermercado para blancos. Echo de menos los viejos tiempos, en los que tenía que andar hasta Fortification Street, donde estaban los granjeros con sus carretillas gritando: «¡Boniatos, frijoles, judías verdes, ocra! ¡Nata fresca, cuajada, queso! ¡Huevos!». Pero el supermercado Jitney tampoco está tan mal. Por lo menos, tiene aire acondicionado.

¡Mu bien, Chiquitina! A ver qué necesitamos.

En la sección de verduras, elijo seis boniatos y tres puñados de judías verdes. En la carnicería, compro un codillo de cerdo ahumado. La tienda está reluciente, todo ordenado y limpio. No se parece en nada al colmado para negros Piggly Wiggly, con su suelo lleno de serrín. Aquí, casi todas las clientas son damas blancas, sonrientes y con sus nuevos peinados listos para la celebración del día de Acción de Gracias. También hay cuatro o cinco criadas de color con sus uniformes.

—¡Sal-sa Mo-ra-da! —dice Mae Mobley, y le dejo que agarre el bote de salsa de arándano.

Sonríe como si el bote fuera un viejo amigo. Le encanta la «salsa morada». En la sección de condimentos, echo en el carrito una bolsa de un kilo de sal para poner el pavo en salmuera. Cuento las horas con los dedos de la mano: diez, once, doce. Si hay que dejar en remojo al bicho durante catorce horas, tendré que meterlo en la palangana a eso de las tres de esta tarde. Mañana iré a casa de Miss Leefolt a las cinco de la madrugada y cocinaré el pavo durante seis horas. Ya he cocido dos tortas y un pan de maíz y los he dejado a reposar en la encimera para que queden crujientes. Tengo una tarta de manzana lista para meter al horno y por la mañana haré las galletas.

—¿Preparando las cosas pa mañana, Aibileen?

Me giro y veo a Franny Coots detrás de mí. Es una amiga de la parroquia que sirve en casa de Miss Caroline en Manship.

—¡Mira qué cosita más guapa! ¡Qué piernas más regordetas tiés! —le dice a Mae mientras la pequeña chupa el bote de salsa de arándano. Franny inclina un poco la cabeza y añade—: ¿T'has enterao de lo que l'ha pasao al nieto de Louvenia Brown esta mañana?

—¿A Robert? ¿El jardinero?

—Se metió en un baño pa blancos en la tienda de jardinería de Pinchman. Dice que no vio el cartel de «prohibío gente de coló». Dos blancos le pillaron y le dieron una paliza con una barra de hierro.

¡Oh, no! ¡Robert, no!

—¿Él… está…?

Franny menea la cabeza.

—No se sabe. Está en el hospital. Dicen que s'ha quedao ciego.

—¡Dios mío, no!

Cierro los ojos. Louvenia es la mujer más buena y amable que conozco. Se encargó de criar a su nieto cuando éste perdió a su madre.

—¡Pobresita Louvenia! No sé por qué siempre a la gente más güena le pasan estas desgrasias —concluye Franny.

Esa tarde trabajo como una loca; pico cebollas y apio, preparo la salsa, cuezo boniatos, pelo judías, saco brillo a la cubertería… Me han dicho que un grupo de hermanas se va a pasar por casa de Louvenia Brown a las cinco y media para rezar por Robert, pero cuando saco de la salmuera el pavo de casi diez kilos, estoy tan cansada que casi no soy capaz de levantar los brazos.

No termino de cocinar hasta las seis, dos horas más tarde de lo normal. Sé que no me van a quedar fuerzas para acercarme a casa de Louvenia. Tendré que hacerlo mañana, cuando termine de limpiar el pavo. Cuando me bajo del autobús, me arrastro hacia mi casa. Me cuesta mantener los ojos abiertos. Al dar la vuelta a la esquina de la calle Gessum, veo que hay un gran Cadillac blanco aparcado ante mi puerta. Me encuentro a Miss Skeeter, con vestido y zapatos rojos, sentada en las escaleras de mi porche, llamando la atención de todo el barrio.

Muy lentamente, atravieso el jardín preguntándome qué más puede sucederme hoy. Miss Skeeter se levanta, apretando con fuerza su bolso como si se lo fueran a robar. Los blancos no entran en este barrio más que para acercar a sus criadas a casa, y a mí me parece bien. ¡Me paso todo el día sirviendo a gente blanca, no necesito que también me vengan a visitar a mi casa!

—Espero que no te importe que haya venido —dice—. Es que… no se me ocurrió otro lugar en el que pudiéramos hablar tranquilas.

Me siento en las escaleras. Me duelen todas las malditas vértebras. Chiquitina está tan nerviosa con su abuela en casa que se mea encima cada dos por tres y mi ropa huele a su pis. Por la calle pasa gente que se dirige a casa de la pobre Louvenia para rezar por Robert. Unos críos juegan al fútbol. Todo el mundo nos mira al pasar, pensando que me estarán despidiendo o que habré hecho algo malo.

—A ver, señorita —suspiro—. ¿Qué puedo hacer por usté?

—Se me ha ocurrido una idea. Quiero escribir sobre algo, pero necesito tu ayuda.

Suelto todo el aire que tengo dentro. ¡Por Dios, qué mujer! ¿No le habría bastado con llamarme por teléfono? Seguro que nunca se presentaría a la puerta de una de sus amiguitas blancas sin llamar antes. Pero conmigo, no. Conmigo se planta aquí como si tuviera derecho a meterse en mi casa cuando le plazca.

—Quiero hacerte una entrevista y que me hables de tu trabajo de criada.

Una pelota roja rueda unos metros por mi jardín. El hijo pequeño de los Jones cruza corriendo la calle para recuperarla. Cuando ve a Miss Skeeter se detiene en seco. Agarra el balón, se da la vuelta y sale disparado, como si tuviera miedo de que la blanca fuera a comérselo.

—¿Como la columna de Miss Myrna? —le digo, machacada y sin fuerzas—. ¿Sobre limpieza y cosas de ésas?

—No, no tiene nada que ver con Miss Myrna. Estoy hablando de escribir un libro —dice, con los ojos abiertos como platos. Parece muy emocionada con la idea—. Quiero contar cómo es trabajar para una familia blanca. Qué se siente al servir en casa de gente como, por ejemplo… Elizabeth.

Me giro y la observo un momento. Eso es lo que ha estado intentando contarme durante las dos últimas semanas en la cocina de Miss Leefolt.

¿Usté cree que a Miss Leefolt le va a hacé grasia que cuente historias sobre ella?

—Bueno, no. —Miss Skeeter baja la vista—. La verdad es que había pensado en no contárselo. Tengo que asegurarme de que las otras criadas guarden el secreto.

Arrugo la frente, pues empiezo a comprender lo que realmente quiere.

—¿Otras criadas?

—Había pensado en entrevistar a cuatro o cinco. Para mostrar cómo es la vida de una sirvienta aquí, en Jackson.

Miro a mi alrededor. Estamos en la calle, a la vista de todo el mundo. ¿Esta mujer no se da cuenta de lo peligroso que es hablar sobre estos temas en público?

—Pero ¿qué tipo de historias piensa que le vamos a contá?

—Cuánto os pagan, cómo os tratan, los cuartos de baño, los bebés… Todas las cosas que veis, las buenas y las malas.

Parece muy emocionada, como si se tratara de un juego. No entiendo nada, no sé si porque estoy perdiendo la cabeza o por el cansancio.

—Miss Skeeter —digo en voz muy baja—, ¿a usté no le parece todo esto un poco peligroso?

—No, si tenemos cuidado…

—Chiiist. ¡Hable más bajo, por favó! ¿No se da cuenta de lo que me podría pasá si Miss Leefolt descubre que he estao hablando de ella a sus espaldas?

—No se lo contaremos. Ni a ella ni a nadie. —Baja un poco la voz, pero no lo suficiente—. Serán entrevistas privadas.

Me quedo mirándola. ¡Esta mujer está zumbada!

—¿No ha oído lo que le ha pasao a ese chico de coló esta mañana? ¿Ese al que le han roto las costillas por meterse por erró en el lavabo de los blancos?

Me mira y parpadea sorprendida.

—Sé que las cosas están un poco calientes, pero esto…

—¿Y lo que le pasó a mi prima Shinelle, en el condao de Cauter? Le quemaron el coche sólo porque se le ocurrió acercarse a un colegio electorá.

—Nunca se ha escrito un libro sobre esto —dice suspirando, porque supongo que empieza a comprender—. Estaríamos pisando un terreno nuevo, tendríamos muchas posibilidades de éxito.

Un grupo de criadas con sus uniformes pasa al lado de mi casa. Me lanzan una mirada y me ven sentada en el porche con esta mujer blanca. Rechino los dientes, pues estoy segura de que el teléfono va a estar sonando toda la noche.

—Miss Skeeter —digo muy despacito para que haga más efecto—, hacé lo que me está pidiendo sería como prenderle fuego a mi propia casa.

Miss Skeeter empieza a morderse las uñas.

—Pero ya he… —empieza, y cierra los ojos.

Se me pasa por la cabeza preguntarle qué ha hecho ya, pero me asusta pensar en lo que me pueda responder. Abre su bolso, saca un papel y apunta en él su teléfono.

—Por favor, prométeme que por lo menos te lo pensarás.

Suspiro y miro al jardín. Lo más delicadamente que puedo, digo:

—No, señorita.

Deja el papel entre nosotras, en la escalera, y se dirige a su Cadillac. Estoy demasiado cansada para levantarme. Me quedo ahí, contemplando cómo su coche se aleja lentamente por la calle. Los niños dejan de jugar a la pelota y se apartan a su paso, mirando alelados desde la acera como si estuvieran ante un coche fúnebre.