Una calurosa mañana de septiembre me despierto en la cama de mi infancia. Me calzo las sandalias guaraches que mi hermano Carlton me trajo de México. Son de hombre, ya que, por lo visto, las mujeres mexicanas no calzan un cuarenta y dos. Madre las odia; dice que parecen las zapatillas de un pordiosero.
Con una de las camisas viejas de Padre puesta por encima del camisón, salgo al jardín delantero. Madre está en el porche trasero vigilando cómo Pascagoula y Jameso abren ostras.
—Nunca puedes dejar a un negro y una negra solos sin vigilancia —me explicó Madre hace mucho tiempo—. Ellos no tienen la culpa; simplemente, no son capaces de controlar sus instintos.
Bajo las escaleras para ver si ha llegado al buzón el ejemplar de El guardián entre el centeno que pedí por correo. Siempre encargo los libros prohibidos a una distribuidora ilegal de California, suponiendo que si el Estado de Misisipi los prohíbe es porque deben de ser buenos. Cuando llego a la valla de la casa, tengo las sandalias y los pies cubiertos de un fino polvo amarillento.
A ambos lados de la carretera, los campos de algodón están de un verde deslumbrante y las plantas tienen los capullos bien hinchados. Padre perdió la cosecha de la parte de atrás con las lluvias del mes pasado, pero el resto ha florecido sin problemas. Están empezando a aparecer motas marrones en las hojas por efecto del defoliante químico que les acaban de echar. Todavía se percibe en el aire el amargo olor del producto. La carretera está desierta. Abro el buzón.
Allí dentro, bajo la revista Mujer de su Hogar de Madre, encuentro una carta dirigida a Miss Eugenia Phelan. En una esquina del sobre, en mayúsculas de color rojo, está escrito: «Editorial Harper & Row». La abro allí mismo y la leo con mi camisón largo y la vieja camisa marca Brooks Brothers de mi padre:
4 de septiembre de 1962
Querida Miss Phelan:
Me he permitido responder en persona a su solicitud de empleo porque encuentro digno de admiración que una jovencita de su edad y sin ninguna experiencia previa se presente a un puesto de editora en una editorial tan reputada como la nuestra. Es mi obligación comunicarle que para un trabajo como éste se requiere un mínimo de diez años de experiencia. Si se hubiera informado un poco sobre el sector lo habría sabido.
De todos modos, como hace años yo también fui una jovencita ambiciosa, me he decidido a escribirle para darle un consejo: diríjase al periódico local de su ciudad y solicite un puesto de colaboradora. En su carta afirma que «disfruta muchísimo escribiendo». Cuando no esté haciendo copias o preparando café para su jefe, mire a su alrededor, investigue y escriba. No pierda el tiempo en cosas fútiles. Escriba sobre lo que le molesta, sobre todo si es algo que a los demás parece no importarles.
Con mucho aprecio,
Elaine Stein
Editora
Departamento de libros para adultos
Bajo los caracteres mecanografiados, hay una nota escrita a mano con letra garabateada en bolígrafo azul:
P.D.: Si se lo toma en serio, estaré encantada de echarle un vistazo a sus mejores ideas y darle mi opinión. Me ofrezco a hacerlo, Miss Phelan, por ninguna razón en especial. Sólo porque hace tiempo alguien hizo lo mismo por mí.
Un camión cargado de algodón traquetea por la carretera. El negro que ocupa el asiento del copiloto asoma la cabeza por la ventanilla y me mira. Me he olvidado de que soy una mujer blanca y estoy en la puerta de casa en camisón. Acabo de recibir una carta, e incluso podría decir que me han dado ánimos, desde la mismísima ciudad de Nueva York. Pronuncio el nombre en voz alta: «Elaine Stein». Nunca antes había conocido a un judío.
Vuelvo apresurada a casa, intentando que el viento no se lleve volando la carta que sujeto en la mano. No quiero que se arrugue. Subo corriendo las escaleras mientras Madre me grita que me quite esas horribles zapatillas de vaquero mexicano. Ya en mi cuarto, me pongo manos a la obra y empiezo a escribir una lista de todas las malditas cosas que me molestan en la vida, sobre todo las que parecen no preocupar a los demás. Las palabras de Elaine Stein son como plata ardiente recorriéndome las venas y tecleo lo más rápido que puedo. Al final, me sale una relación increíblemente larga.
Al día siguiente, estoy lista para enviar mi primera carta a Elaine Stein con una lista de ideas que considero un interesante material periodístico: la pervivencia del analfabetismo en Misisipi; el elevado número de accidentes de tráfico debidos al alcohol en nuestro condado; las escasas oportunidades de trabajo para las mujeres…
Después de echar la carta al buzón, me doy cuenta de que probablemente he elegido las ideas que creo que podrían impactar a esa mujer, pero no aquellas en las que estoy realmente interesada.
Inspiro hondo y empujo la pesada puerta de cristal. Me recibe el femenino tintineo de una campanilla. Una recepcionista no tan femenina me observa. Es enorme, y los mofletes le cuelgan a ambos lados del rostro.
—Bienvenida al Jackson Journal. ¿En qué puedo ayudarte?
Anteayer, apenas una hora después de recibir la carta de Elaine Stein, llamé al periódico local y solicité una entrevista para cualquier trabajo que quisieran ofrecerme. Me sorprendió que aceptaran recibirme tan pronto.
—Tengo una cita con Mister Golden, por favor.
La recepcionista lleva un vestido que parece una tienda de campaña. Se levanta y camina basculando por su peso a cada paso que da. Intento aquietar mis manos temblorosas. A través de la puerta abierta, veo una pequeña estancia con las paredes de madera. En su interior, cuatro hombres trajeados toman notas en cuadernos y teclean en sus máquinas de escribir. Tienen la espalda torcida, aspecto demacrado y a tres de ellos sólo les queda un poco de pelo en la nuca. En la habitación hay una espesa nube de humo de los cigarrillos que fuman.
La recepcionista reaparece y me indica con el pulgar que la siga, mientras el cigarrillo que lleva en la mano gira en el aire.
—Ven por aquí.
A pesar de los nervios, lo único que me viene a la mente es una vieja regla de la universidad: «Una Ji-Omega nunca fuma mientras camina». La sigo y pasamos junto a las mesas, cuyos ocupantes me observan entre la neblina, hasta llegar a un despacho.
—¡Cierra esa puerta! —grita Mister Golden en cuanto entro en la estancia—. No dejes que entre ese maldito humo.
Mister Golden se pone de pie tras su escritorio. Es unos quince centímetros más bajo que yo, delgado y más joven que mis padres. Tiene unos dientes grandes, expresión burlona y el pelo oscuro y grasiento de un hombre tacaño.
—¿No te has enterado? —dice—. La semana pasada anunciaron que el tabaco puede matar.
—Nunca lo había oído.
Espero que no lo hayan publicado en primera página de su periódico.
—¡Demonios! Conozco a negros de más de cien años que parecen más jóvenes que esos memos que tengo ahí fuera trabajando. —Vuelve a sentarse, pero yo permanezco de pie porque no hay más sillas en el despacho—. Bueno, a ver qué me traes.
Le entrego mi currículo y una selección de artículos que escribí en el instituto. Crecí viendo el Jackson Journal siempre en la mesa de la cocina, abierto por la sección de deportes o las páginas sobre el campo, pero pocas veces me entretuve leyéndolo.
Mister Golden no sólo mira mis papeles, también se dedica a corregirlos con un lápiz rojo.
—Editora de la revista del Instituto Murrah, tres años; editora de la revista Agitación, dos años; editora en la revista de la fraternidad Ji-Omega, tres años; licenciada en Lengua Inglesa y Periodismo, cuarta alumna de su promoción… ¡leches, jovencita! —masculla—. ¿Tú no te diviertes?
—¿Es… —carraspeo—, es eso importante?
Me lanza una mirada y dice:
—Eres bastante alta, pero supongo que una chica bonita como tú habrá salido con todos los miembros del equipo de baloncesto de la universidad.
Me quedo mirándolo en silencio, sin saber si se está riendo de mí o se trata de un piropo.
—Doy por supuesto que sabes limpiar… —murmura, mientras echa un vistazo a mis artículos y los llena de violentas marcas rojas.
Me ruborizo y de repente siento mucho calor.
—¿Limpiar? No he venido aquí a limpiar, sino a escribir.
Por debajo de la puerta se cuela el humo de tabaco, como si el edificio estuviera en llamas. ¡Me siento tan estúpida por haber pensado que nada más llegar me darían un trabajo de periodista!
El hombre exhala un profundo suspiro y me alarga un grueso archivador lleno de papeles.
—No te preocupes, pequeña, vas a escribir. Miss Myrna nos ha dejado colgados. Se ha debido de beber el bote de laca para el pelo o algo así. Léete estos artículos y escribe las respuestas como hace ella. Nadie notará la diferencia.
—¿Cómo?
Sostengo el archivador porque no sé qué otra cosa puedo hacer.
No tengo ni idea de quién es esa tal Miss Myrna. Le hago la única pregunta segura que se me ocurre:
—¿Cuánto… dijo que pagaban?
El hombre me evalúa mirándome de abajo arriba; comienza por mis zapatos planos y termina en mi soso peinado. Un extraño instinto latente me dice que sonría y me pase la mano por el cabello. Me siento ridícula, pero lo hago.
—Ocho dólares a la semana. Se cobra los lunes.
Asiento con la cabeza, intentando pensar en la manera de preguntarle de qué va este trabajo sin que descubra mi ignorancia.
Se inclina hacia delante y dice:
—Sabes quién es Miss Myrna, ¿verdad?
—Por supuesto. Las… mujeres la leemos siempre —contesto, y volvemos a sostenernos la mirada durante el tiempo suficiente como para que un lejano teléfono suene tres veces.
—Entonces, ¿qué? ¿Ocho dólares te parece poco? Jesús, mujer, ¡seguro que a tu marido le limpias el retrete gratis!
Me muerdo el labio, pero antes de que pueda decir nada, el hombre suspira y exclama:
—¡Está bien, está bien! Diez dólares. Entrega el texto los jueves, y si no me gusta tu estilo ni se publica ni cobras tu mísero sueldo.
Salgo con el archivador y le doy las gracias, seguramente más de lo que debería. Me ignora, levanta el auricular de su teléfono y hace una llamada antes incluso de que yo abandone su despacho. Cuando subo en el coche, me pongo cómoda en el suave asiento de cuero del Cadillac. Permanezco un rato sentada, sonriendo mientras paso las páginas del archivador.
¡He conseguido un trabajo!
Entro en casa andando con la espalda bien recta, como no lo hacía desde que tenía doce años, antes de dar el estirón. Estoy rebosante de orgullo. Aunque todas mis neuronas me dicen que no lo haga, no puedo resistirme a contárselo a Madre. Me apresuro a la sala de estar y le explico que me han dado un trabajo como redactora de la columna de Miss Myrna, una sección semanal sobre consejos del hogar.
—¡Vaya! ¡Esto sí que es una ironía! —exclama con un suspiro que parece significar que no merece la pena vivir en tales circunstancias. Pascagoula refresca su té helado.
—Bueno, es una forma de empezar…
—¿De empezar con qué? ¡Vas a dar consejos sobre cómo llevar un hogar cuando tú ni siquiera…! —se interrumpe y vuelve a suspirar, con una espiración larga y lenta, como un neumático que se desinfla.
Desvío la mirada, preguntándome si todo el mundo en la ciudad pensará lo mismo. Mi alegría inicial comienza a desvanecerse.
—Eugenia, ni tan siquiera sabes sacarle brillo a la plata. ¿Cómo vas a dar consejos para mantener una casa limpia?
Abrazo el archivador contra mi pecho. Tiene razón, no seré capaz de responder a las preguntas de las lectoras. De todos modos, pensaba que Madre estaría orgullosa de mí.
—Además, sentada delante de tu máquina de escribir no vas a conocer a nadie. Eugenia, ten un poco de sentido común, por favor.
La rabia me empieza a trepar por los brazos. Me pongo en pie, muy tiesa otra vez.
—¿Te imaginas que quiero vivir aquí? ¿Contigo? —replico, y suelto una carcajada que espero que la hiera.
Veo el dolor en sus ojos. Madre aprieta los labios ante el golpe que acabo de propinarle. Sin embargo, no pienso retractarme de mis palabras porque por fin, ¡por fin!, he conseguido que escuche algo que digo.
Me quedo allí, no quiero marcharme. Deseo escuchar qué responde a eso. Quiero oírle decir que lo siente.
—Tengo que… preguntarte algo, Skeeter. —Juega con su pañuelo y hace una extraña mueca—. El otro día leí que algunas… algunas chicas sufren un trastorno y empiezan a tener… bueno, a tener cierto tipo de pensamientos «contra natura».
No tengo ni idea de lo que está hablando. Miro el ventilador del techo, que está puesto a mucha velocidad. «Clac-clac, clac-clac, clac-clac…»
—Tú… esto… ¿los hombres te resultan atractivos? ¿Tienes pensamientos con…? —Cierra los ojos con fuerza—. ¿Con chicas o… o mujeres?
La contemplo deseando que el ventilador del techo se caiga y nos aplaste a las dos.
—Verás, en el artículo ponía que hay un remedio, una infusión de una raíz especial…
—Madre —digo, cerrando los ojos—, me gustan las mujeres tanto como a ti… Jameso.
Me dirijo hacia la puerta a toda prisa, pero antes de marcharme le lanzó una mirada y añado:
—A no ser, claro, que te gusten los negros.
Madre se estremece y le entra la tos. Subo las escaleras pisando con fuerza los peldaños.
Al día siguiente, dispongo las cartas de Miss Myrna en una ordenada pila. Tengo treinta y cinco dólares en mi cartera, la asignación semanal que Madre todavía me da. Bajo las escaleras con una gran sonrisa de beata en el rostro. Al vivir en casa de mis padres, si quiero salir de la plantación tengo que pedir permiso a Madre para usar su coche, lo cual significa que me preguntará adonde voy y que tengo que mentirle a diario. Esto es agradable en sí, pero, al mismo tiempo, un poco degradante.
—Voy a acercarme a la iglesia, a ver si necesitan ayuda para la catequesis.
—Oh, cielito, ¡qué idea más encantadora! Ve en el coche y vuelve cuando quieras.
Anoche decidí que necesito la ayuda de una profesional para escribir la columna. Mi primera idea fue pedírselo a Pascagoula, pero apenas la conozco. Además, no podía soportar la idea de Madre metiendo las narices y criticándome todo el tiempo. La criada de Hilly, Yule May, es tan tímida que dudo que quiera ayudarme. La única sirvienta a quien veo con frecuencia es la de Elizabeth, Aibileen. Me recuerda un poco a Constantine. Además, es más mayor y parece que tiene mucha experiencia.
De camino a casa de Elizabeth, paso por la papelería de Ben Franklin y compro un archivador, una caja de lápices del dos y un cuaderno de tapas azules. Tengo que entregar mi primera columna mañana. A las dos en punto tiene que estar en la mesa de Mister Golden.
—Skeeter, pasa, querida.
Abre la puerta la propia Elizabeth, así que me temo que Aibileen tenga hoy libre. Mi amiga lleva puesto su albornoz azul, y unos rulos enormes hacen que parezca que tiene una cabeza muy grande y un cuerpo más minúsculo todavía. Elizabeth está con los rulos puestos casi todo el día, pero nunca consigue dar suficiente volumen a su fino cabello.
—Siento recibirte con esta facha. Mae Mobley me ha tenido media noche despierta y no tengo ni idea de dónde se ha metido Aibileen.
Entro en el diminuto recibidor. Es una casa de techos bajos y habitaciones pequeñas. Todo en su interior parece de segunda mano: las desgastadas cortinas azules de flores, la arrugada cobertura del sofá… He oído que a Raleigh no le va muy bien con su nueva gestoría. Puede que en Nueva York o en cualquier otro sitio sea un negocio rentable, pero en Jackson, Misisipi, a la gente no le interesa contratar los servicios de un inepto, bruto y condescendiente como él.
El coche de Hilly está aparcado fuera, pero no se la ve por ningún sitio. Elizabeth se sienta en la máquina de coser que tiene en la mesa del comedor.
—Ahora mismo termino —dice—. Déjame acabar esta costura…
Cuando finaliza, se pone en pie, sujetando un vestido de domingo verde con cuello blanco.
—Dame tu opinión, y sé sincera, por favor —susurra mirándome con unos ojos que están suplicando todo lo contrario—: ¿Parece hecho a mano?
El dobladillo es más largo por un lado que por el otro. La tela está arrugada y un puño ha empezado a deshilacharse.
—Parece totalmente de boutique. Se diría que lo has comprado en Maison Blanche —digo, porque sé que es la tienda favorita de Elizabeth: cinco plantas de prendas caras en Canal Street en Nueva Orleans. Una ropa que nunca podrías encontrar aquí, en Jackson.
Elizabeth me ofrece una sonrisa de agradecimiento.
—¿Mae Mobley está dormida? —le pregunto.
—Sí, por fin —contesta, molesta con un mechón de pelo rebelde que se le ha escapado del rulo. A veces, cuando habla de su pequeña, su voz se vuelve afilada.
La puerta del cuarto de baño de invitados se abre y aparece Hilly diciendo:
—Mucho mejor así, ¡dónde vamos a ir a parar! Ahora cada cual tiene su sitio para ir a hacer sus cosas…
Elizabeth manipula la aguja de su máquina. Parece preocupada.
—Puedes decirle a Raleigh «De nada» de mi parte —añade Hilly, y por fin me doy cuenta de lo que está hablando: Aibileen ya tiene su propio retrete en el garaje.
Hilly me sonríe y soy consciente de que va a sacar el asunto de su campaña.
—¿Qué tal está tu madre? —le pregunto, aunque sé que odia hablar de este tema—. ¿Se ha adaptado bien al asilo?
—Creo que sí. —Se baja el jersey rojo por el rechoncho michelín de su cintura. Lleva unos pantalones de cuadros escoceses, rojos y verdes, que aumentan el volumen de su trasero, haciéndolo más redondo y contundente que nunca—. Por supuesto, no me agradece nada de lo que hago por ella. Tuve que despedir yo misma a esa criada que tenía. ¡Imagínate! La pillé intentando robar ese maldito candelabro de plata delante de mis narices. —Sus ojos se entrecierran—. Por cierto, ¿sabéis si esa Minny Jackson está trabajando ahora para alguien?
Las dos negamos con la cabeza.
—Dudo que vuelva a encontrar trabajo en esta ciudad —comenta Elizabeth.
Hilly asiente, rumiando la idea. Inspiro hondo, ansiosa por contarles la noticia.
—¡He conseguido un trabajo en el Jackson Journal! —exclamo.
Se hace el silencio en la estancia. De repente, Elizabeth suelta un gritito alegre. Hilly me sonríe, tan orgullosa que me hace sonrojarme. Me encojo de hombros, intentando quitarle importancia al asunto.
—Serían unos idiotas si no te hubieran contratado, Skeeter Phelan —dice Hilly, y alza su vaso de té helado en un brindis.
—Esto… ¿alguna de vosotras lee la columna de Miss Myrna? —pregunto.
—Pues la verdad es que no —confiesa Hilly—. Pero supongo que para las mujeres blancas pobres de South Jackson será como la Biblia.
—Todas esas pobres mujeres sin criada… —dice Elizabeth, asintiendo con la cabeza—. Sí, seguro que la leen.
—¿Te importaría si hablo con Aibileen para que me ayude a contestar algunas de las cartas?
Elizabeth se queda callada por un momento y luego pregunta sorprendida:
—¿Aibileen? ¿«Mi» Aibileen?
—Es que hay algunas preguntas que no sé contestar.
—Bueno… mientras esto no interfiera en su trabajo.
Me callo, sorprendida por su actitud. Sin embargo, me digo a mí misma que, a fin de cuentas, es Elizabeth quien la paga por lo que hace.
—Pero, por favor, hoy no, Mae Mobley está a punto de despertarse, y entonces tendría que hacerme cargo de ella.
—Está bien. ¿Puedo… puedo pasarme mañana por la mañana?
Cuento las horas con los dedos de la mano. Si termino de hablar con Aibileen a media mañana, todavía tengo tiempo de volver corriendo a casa, pasar a máquina las respuestas e ir otra vez a la ciudad antes de las dos.
Elizabeth mira enfurruñada su carrete de hilo verde.
—Sí, pero sólo unos minutos, ¿vale? Mañana es el día de sacarle brillo a la plata.
—No la entretendré mucho, te lo prometo.
Elizabeth cada día me recuerda más a mi madre.
A la mañana siguiente, a las diez, Elizabeth me abre la puerta y me saluda con un gesto de cabeza, como una maestra de escuela.
—¡Muy bien! Pasa, pasa… No tardes mucho, Mae Mobley puede despertarse en cualquier momento.
Entro en la cocina con mis cuadernos y papeles bajo el brazo. Aibileen me sonríe desde el fregadero, mostrándome su brillante diente de oro. Es un poco ancha de caderas, pero su gordura resulta agradable, y bastante más bajita que yo. ¿Quién no? Su piel marrón, oscura y brillante, contrasta con el blanco de su almidonado uniforme. Tiene las cejas grises, aunque su pelo todavía es negro.
—Güenas, Miss Skeeter. ¿Miss Leefolt está todavía en la máquina de cosé?
—Sí.
Me resulta extraño, incluso después de todos los meses que llevo de regreso en Jackson, escuchar a la gente refiriéndose a Elizabeth como Miss Leefolt y no como Miss Elizabeth o incluso por su apellido de soltera, Miss Fredericks.
—¿Puedo? —pregunto, señalando el frigorífico.
Antes de que me dé tiempo a servirme, Aibileen lo abre y me pregunta:
—¿Qué quiere tomá? ¿Una Ca-cola?
Asiento. Abre la botella con el abridor que está fijado en la mesa y me la sirve en un vaso.
—Aibileen —tomo aire—, me preguntaba si podrías ayudarme con una cosa.
Le cuento la historia de la columna y me alegro cuando me dice que sabe quién es Miss Myrna.
—Así que he pensado que podría leerte algunas de las cartas y tú podrías… ayudarme con las respuestas. Dentro de un tiempo, puede que aprenda y… —Me quedo callada. No creo que nunca pueda ser capaz de responder a cuestiones de limpieza del hogar yo sola. Sinceramente, no tengo ninguna intención de aprender a hacer las tareas de casa—. Sé que suena un poco injusto, ¿verdad? Utilizar tus respuestas y hacer como si fueran mías… o de Myrna, mejor dicho.
Suspiro y veo que Aibileen menea la cabeza.
—Güeno, a mí no me importa. Pero no creo que Miss Leefolt dé su aprobación.
—Me dijo que le parecía bien.
—¿Durante mis horas de trabajo?
Asiento con la cabeza, recordando la seriedad de las palabras de Elizabeth.
—Mu bien, entonces —acepta Aibileen, y se encoge de hombros. Mira el reloj que hay encima del fregadero y añade—: Pero supongo que tendremos que dejarlo cuando Mae Mobley se levante.
—¿Podemos sentarnos? —propongo, y señalo la mesa de la cocina.
Aibileen mira de reojo la puerta que da al salón y dice:
—Siéntese usté, yo estoy bien de pie.
Ayer me pasé la noche entera leyendo los artículos de Miss Myrna de los últimos cinco años, pero aún no he tenido tiempo de revisar la correspondencia sin responder. Preparo mi cuaderno, lápiz en mano.
—Aquí hay una carta remitida desde el condado de Rankin, dice así:
Querida Miss Myrna, ¿cómo puedo quitar las manchas de sudor que le salen en el cuello de la camisa al seboso y desaliñado de mi marido, que parece un cerdo y suda como si lo fuera?
¡Magnífico! Por lo visto, la columna no sólo trata sobre limpieza, sino que también habla de problemas de pareja. Dos temas en los que soy una auténtica ignorante.
—¡Jesús! ¿De qué se quiere deshacé esa mujé —pregunta Aibileen—, de las manchas o del marío?
Contemplo el papel en blanco. No sabría cómo aconsejarla para librarse de ninguna de las dos cosas.
—Dígale que lo meta a remojo en una mezcla de lejía Pine-Sol y vinagre. Luego, que lo ponga a secá al sol un rato.
Escribo apresuradamente en mi cuaderno.
—¿Durante cuánto tiempo tiene que dejarlo al sol?
—Como una hora. Hasta que se seque.
Leo la siguiente carta y Aibileen responde con la misma rapidez. Tras cuatro o cinco consejos, respiro aliviada.
—Gracias, Aibileen. No tienes ni idea de cuánto me sirve tu ayuda.
—No hay de qué. Mientras Miss Leefolt no me necesite pa otros menesteres…
Recojo mis papeles y le doy un último sorbo a mi refresco, permitiéndome cinco segundos de relax antes de marcharme a escribir la columna. Aibileen comienza a limpiar brotes de helecho. La habitación está en silencio, a excepción de la radio en la que suena, muy bajito, el sermón del predicador Green, como de costumbre.
—Aibileen, ¿de qué conocías a Constantine? ¿Erais parientes?
Aibileen mueve nerviosa los pies enfrente del fregadero.
—No. Estábamos… en el mismo grupo de amigas de la iglesia.
Siento un amargo picor que se ha convertido en algo habitual cuando hablo de Constantine.
—Ni siquiera dejó una dirección. Yo… No me puedo creer que se marchara así.
Aibileen parece estudiar con mucho detenimiento los brotes de helecho.
—Güeno, no se fue por su propia voluntá.
—¡Sí lo hizo! Mi madre dice que se despidió ella misma, allá por marzo. Que se fue a Chicago a vivir con unos parientes.
Aibileen toma otro brote de helecho y se pone a lavar su largo tallo y su punta curvada y verde.
—No fue así, mamita —niega, tras una pausa.
Me cuesta unos segundos ser consciente de lo que me está contando.
—Aibileen —digo, intentando que me mire a los ojos—, ¿estás diciendo que Constantine fue despedida?
Pero el rostro de Aibileen se ha vuelto impenetrable, como un cielo azul.
—Creo que no me acuerdo bien —contesta.
Soy consciente de que piensa que ya me ha contado demasiado para ser yo una mujer blanca. Se oye gritar a Mae Mobley, y Aibileen se disculpa y sale por la puerta. Pasan unos segundos antes de que me dé cuenta de que debo irme a mi casa.
Cuando entro en casa, diez minutos más tarde, encuentro a mi madre leyendo en la mesa del comedor.
—Madre —digo, apretando mi cuaderno contra el pecho—, ¿despedisteis a Constantine?
—Que si hicimos… ¿qué? —me pregunta Madre.
Pero sé que me ha oído bien, porque ha posado sobre la mesa el boletín de la Asociación de Hijas de la Revolución Americana. Sólo una pregunta comprometida podría apartarla de una lectura tan apasionante.
—Eugenia, ya te expliqué que su hermana se puso enferma, así que se marchó a Chicago con su familia —responde—. ¿Por qué lo preguntas? ¿Alguien te ha contado otra cosa?
Ni en un millón de años mencionaría a Aibileen.
—Esta tarde oí decir algo en la ciudad.
—¿Quién podría contar algo así? —Madre entrecierra los ojos tras sus gafas de leer—. Seguro que ha sido algún negro.
—¿Qué le hiciste, Madre?
Madre se humedece los labios y me lanza una larga y penetrante mirada por encima de sus lentes bifocales.
—No lo entenderías, Eugenia. No, mientras no hayas tenido una sirvienta tú misma.
—¿La… despediste? ¿Por qué?
—Eso no importa ahora. Es algo que ya pasó y no tengo intención de volver a pensar en ello.
—Pero madre, ella me crió. ¡Cuéntame ahora mismo lo que sucedió! —exijo, molesta por el deje chillón de mi voz y el aire infantil de mi petición.
Madre levanta las cejas ante el tono de mi voz y se quita las gafas.
—Fueron cosas de negros. Es cuanto te puedo decir.
Se pone las gafas de nuevo y regresa a la lectura de su boletín de la Asociación de Hijas de la Revolución Americana.
Estoy temblando de ira. Subo corriendo las escaleras. Me siento ante la máquina de escribir, atónita ante la idea de que mi madre haya podido deshacerse de alguien que le hizo el mayor favor de su vida: educar a sus hijos, enseñarme a ser buena y tener dignidad. Contemplo mi habitación, con su papel de color rosa, las cortinas de rieles, las amarillentas fotografías de familia en la pared, que ahora me resultan tan deleznables… Constantine se pasó veintinueve años trabajando para nosotros.
Durante la siguiente semana, Padre se levanta antes de que amanezca. Me despierto con el ruido de los motores de las camionetas, el traqueteo de las cosechadoras y los gritos de los trabajadores para darse prisa. Los campos están marrones y crujen con tallos muertos de algodón ya defoliados para que las máquinas puedan recoger los capullos. La hora de la cosecha ha llegado.
Durante la época de cosecha, Padre no deja de trabajar ni tan siquiera para ir a misa. Sin embargo, el domingo por la noche, después de la cena y antes de que se vaya a dormir, le abordo en el oscuro recibidor de casa:
—Papá, ¿puedes contarme qué pasó con Constantine? —Está hecho polvo y suspira sin darme una respuesta—. ¿Cómo pudo Madre despedirla, papá?
—¿Qué? Cariño, Constantine se marchó. Sabes que tu madre nunca la despediría.
Parece decepcionado conmigo por hacerle una pregunta como ésa.
—¿Sabes dónde fue? ¿Tienes su dirección?
Niega con la cabeza.
—Pregúntale a tu madre, ella sabrá. —Me palmea en el hombro—. A veces la gente tiene que marcharse, Skeeter. A mí también me habría gustado que se quedara con nosotros.
Se arrastra por el pasillo hacia la cama. Es un hombre demasiado sincero para esconderme algo, así que estoy convencida de que no tiene más información sobre lo que sucedió.
Esa semana, como todas a partir de entonces, me paso de nuevo por casa de Elizabeth para hablar con Aibileen. Mi amiga parece cada vez más disgustada con lo que hacemos. Cuanto más tiempo me quedo en la cocina, más entra Elizabeth con nuevas tareas para Aibileen hasta que me marcho: que si debe sacar brillo a los pomos de las puertas, que si hay que quitar el polvo de encima del frigorífico, que si tiene que cortarle las uñas a Mae Mobley… Aibileen me dispensa un trato cordial, pero guarda las distancias conmigo. Siempre permanece de pie junto al fregadero y nunca deja de trabajar mientras hablamos. No tardo en entregar mis textos con adelanto y Mister Golden se muestra complacido con mi columna. Las dos primeras apenas me costó veinte minutos escribirlas.
Cada semana, le pregunto a Aibileen por Constantine. ¿No podría conseguirme su dirección? ¿No podría explicarme por qué la despidieron? Debió de montarse una buena, porque no me imagino a Constantine agachando la cabeza, diciendo «Está bien, señora» y marchándose por la puerta de atrás. Cuando madre le echaba la bronca porque había encontrado una cucharilla sucia, Constantine le servía su tostada quemada durante una semana. No quiero pensar cómo podrían llevar entre las dos un despido.
De todos modos, no importa mucho, porque lo único que hace Aibileen es encogerse de hombros y afirmar que no sabe nada.
Una tarde, después de preguntarle cómo eliminar las manchas resistentes de la bañera (en mi vida he limpiado una bañera), vuelvo a casa. Paso por el cuarto de estar y veo que la televisión está encendida. Pascagoula la mira de pie, a apenas diez centímetros de la pantalla. Oigo que están hablando de la Universidad de Misisipi y en las borrosas imágenes puedo ver a un grupo de hombres blancos con trajes oscuros arremolinándose alrededor de la cámara. Me acerco al aparato y veo a un hombre de color, más o menos de mi edad, en medio de la turba de blancos, protegido por militares. La cámara gira y aparece el rectorado de mi universidad. El gobernador Ross Barnett está allí, de brazos cruzados, mirando desafiante a los ojos al alto chico negro. Junto al gobernador aparece el senador Whitworth, con cuyo hijo una vez Hilly intentó organizarme una cita a ciegas.
Contemplo la escena embobada. No estoy alegre ni molesta ante la noticia de que vayan a admitir por primera vez a un negro en la Universidad de Misisipi, sólo sorprendida. Sin embargo, Pascagoula parece tan emocionada que puedo oír su respiración acelerada. Permanece inmóvil, sin darse cuenta de que estoy justo detrás de ella. Roger Sticker, un presentador local, está nervioso, sonríe y habla muy rápido.
—El presidente Kennedy ha ordenado al gobernador que se aparte y deje pasar a James Meredith. Repito, el presidente de Estados…
—¡Eugenia, Pascagoula! ¡Apagad ese trasto ahora mismo!
Pascagoula se gira bruscamente y nos ve a Madre y a mí. Agacha la cabeza y abandona la estancia a toda prisa.
—No pienso tolerarlo, Eugenia —suspira Madre—. No voy a permitir que les apoyes en cosas como éstas.
—¿Apoyarles? Mamá, sólo estamos viendo las noticias.
Madre toma aire y dice:
—No está bien que veáis las noticias juntas.
Cambia de canal, y se detiene en una reposición vespertina del Show de Lawrence Welk.
—Mira, ¿no te parece que esto es mucho más entretenido?
En un fresco sábado de finales de septiembre, con el algodón ya cosechado y los campos vacíos, Padre trae a casa un nuevo televisor en color y pone el viejo, en blanco y negro, en la cocina. Sonriente y orgulloso, enchufa su nuevo receptor en el cuarto de estar y el partido de fútbol entre la Universidad de Misisipi y su eterno rival, la Universidad de Louisiana, retumba por casa el resto de la tarde.
Madre, por descontado, está pegada a los colores de la pantalla, soltando exclamaciones de admiración ante los vibrantes rojos y azules de los jugadores. Ella y Padre son unos fanáticos de los Rebels, el equipo de mi universidad. Madre lleva puestos unos pantalones con los colores del equipo, a pesar del sofocante calor, y tiene extendida sobre la silla la vieja manta de la hermandad Kappa-Alfa de los tiempos universitarios de Padre. Nadie menciona a James Meredith, el estudiante de color al que la institución acaba de admitir.
Me dirijo a la ciudad en el Cadillac. Madre no se explica cómo puede ser que no me interese quedarme viendo al equipo de mi universidad corriendo detrás de una pelota. Pero sé que Elizabeth y su familia están viendo el partido en casa de Hilly, así que Aibileen se ha quedado sola en casa, trabajando. Espero que le resulte un poco más cómodo hablar conmigo sin Elizabeth rondando por ahí. Lo cierto es que tengo la esperanza de que me cuente algo, lo que sea, sobre Constantine.
Aibileen me abre la puerta y la sigo a la cocina. Apenas se la nota algo más relajada por el hecho de que la casa esté vacía. Contempla la mesa de la cocina, como si hoy se atreviera a sentarse, pero cuando la invito a acompañarme, responde:
—No, estoy bien de pie. Siéntese usté.
Saca un tomate de una bolsa de papel y empieza a pelarlo con un cuchillo.
Me apoyo en la encimera y le presento el último acertijo para resolver: cómo evitar que los perros revuelvan los cubos de la basura que el vago de tu marido siempre saca a la calle el día que no hay recogida y no se entera porque se pasa todo el tiempo borracho.
—Que ponga un poco de neumoniaco en la basura. Los chuchos no volverán a acercarse a los cubos.
Tomo nota del consejo, corrigiendo «neumoniaco» por «amoniaco», y saco la siguiente carta. Cuando levanto la mirada, Aibileen me está sonriendo.
—No quisiera ser grosera, Miss Skeeter, pero… ¿no es un poco extraño que sea usté la nueva Miss Myrna cuando no sabe na sobre tareas del hogá?
Esta mujer me acaba de presentar la realidad de una forma muy distinta a como lo hizo mi madre hace un mes. En esta ocasión, me echo a reír y le cuento lo que todavía no he confesado a nadie: las llamadas de teléfono a Nueva York, el currículo que envié a Harper & Row, que me encantaría ser escritora, los consejos que me dio Elaine Stein… Es agradable poder contárselo a alguien.
Aibileen asiente y pasa el cuchillo por otro tomate rojo y maduro.
—A mi pequeño Treelore le gustaba mucho escribí.
—No sabía que tuvieras un hijo.
—Murió. Hace dos años.
—¡Oh, cuánto lo siento!
Por un momento, en la cocina sólo se oye al predicador Green y el sonido de las mondas del tomate al caer en el fregadero.
—Sacaba sobresalientes en tos los exámenes de lengua. Luego, cuando era más mayó, se agenció una máquina de escribí y empezó a trabajá en una idea… —Los hombros plisados de su uniforme se hundieron—. Decía que iba a escribí un libro él solito, ¡sí señó!
—¿Sobre qué escribía? Si no te importa contármelo, claro…
Aibileen se queda callada unos instantes, mientras sigue pelando tomates sin parar.
—Había leío un libro que se llamaba El hombre invisible. Cuando lo terminó, dijo que iba a escribí sobre cómo es la vida de un negro que trabaja pa los blancos en Misisipi.
Aparto la mirada, consciente de que en este punto Madre abandonaría la conversación. Sonreiría y cambiaría de tema: lo difícil que resulta sacar brillo a la plata, el precio del arroz…
—Yo también leí El hombre invisible, aunque más tarde —prosigue Aibileen—. Me gustó mucho.
Asiento, aunque no conozco la obra. Nunca pensé que Aibileen leyera.
—Escribió unas cincuenta páginas —añade—. Dejé que su novia, Frances, se las quedara.
Aibileen deja de pelar. Veo que su garganta se mueve y luego traga saliva.
—Por favó, no le cuente esto a nadie —me ruega, bajando la voz—. Quería escribí sobre su patrón blanco.
Se muerde el labio y me sorprende que todavía tema por él. Aunque haya perdido a su hijo, el instinto protector todavía pervive en ella.
—No te preocupes. Gracias por contármelo, Aibileen. Me parece una idea… muy valiente.
Mantiene mi mirada por un momento. Luego, sostiene otro tomate y se dispone a hundir el cuchillo en la piel. La contemplo, esperando que brote el jugo rojo. Pero Aibileen se detiene antes de cortarlo y observa la puerta de la cocina.
—No me parece justo que no sepa lo que le pasó a Constantine. Es sólo que… Lo siento, pero no creo que esté bien contárselo…
Me quedo callada. No sé qué ha provocado que salga el tema, pero no quiero desperdiciar la oportunidad.
—Sólo pueo decirle que fue algo que tuvo que ver con la hija de Constantine… La chica se pasó a ver a su madre de usté.
—¿Hija? ¡Constantine nunca me contó que tuviera una hija! Conocí a Constantine durante veintitrés años, ¿por qué me iba a ocultar algo así?
—Era un poco difícil pa ella. La niña salió bastante… pálida.
Me quedo de piedra, recordando lo que Constantine me había contado hacía años.
—¿Quieres decir… de piel clara? ¿Como… blanca?
Aibileen asiente con la cabeza, mientras reanuda su trabajo en el fregadero.
—Tuvo que enviarla lejos, al Norte, creo.
—El padre de Constantine era blanco. Oh… Aibileen…, ¿no creerás…?
Un pensamiento horrible me atraviesa la cabeza. Estoy tan aturdida que no soy capaz de terminar la frase.
—No, no, no, mamita —dice Aibileen moviendo la cabeza—. No… no es eso. El hombre de Constantine, Connor, era negro. Pero como Constantine tenía la sangre de su padre blanco en las venas, la niña le salió tirando a mulata. Es algo que a veces sucede.
Me avergüenzo de haber pensado lo peor. De todos modos, sigo sin comprender.
—¿Por qué no me lo contó nunca? —pregunto, sin muchas esperanzas de recibir una respuesta—. ¿Por qué la mandó lejos de aquí?
Aibileen vuelve a asentir con un gesto de la cabeza, como si entendiera. Pero yo no.
—Nunca la vi pasarlo tan mal. Constantine repetía un millón de veces que se moría por que llegara el día en que volviera a está junto a su hija.
—Has dicho que esta hija tuvo algo que ver en el despido de Constantine. ¿Qué pasó?
Ante esto, el rostro de Aibileen se vuelve impenetrable. Ha echado el telón. Señala las cartas de Miss Myrna, dejando claro que ya me ha dicho cuanto tenía que contarme. Por lo menos, hasta ahora.
Un poco más tarde, me paso por la fiesta futbolera en casa de Hilly. La calle está a rebosar, con rancheras y enormes Buick aparcados en doble fila. Me obligo a atravesar el umbral, sabiendo que seré la única soltera en el lugar. Dentro, veo la sala de estar repleta de parejas sentadas en los sofás, en las sillas, en los reposabrazos de los sillones. Las esposas se sientan con la espalda muy recta y las piernas cruzadas, mientras los maridos se inclinan hacia delante. Todos los ojos se encuentran fijos en el mueble de la televisión. Me quedo en el fondo e intercambio unas sonrisas y algún saludo silencioso. A excepción de la voz del comentarista, la habitación permanece en un completo silencio.
—¡Bieeen! —gritan todos de repente, alzando los brazos. Las mujeres se ponen en pie y aplauden sin parar. Yo me muerdo las uñas.
—¡Así se hace, Rebels! ¡Enseñad a esos Tigers cómo se juega!
—¡Rebels! ¡Rebels! —anima Mary Frances Truly, dando saltitos con su conjunto de jersey y rebeca a juego.
Me miro el dedo. Tengo una cutícula enrojecida y me escuece. El ambiente en la estancia está cargado. Huele a bourbon, a lana roja y a anillos de diamantes. Me pregunto si a las chicas realmente les interesa el fútbol, o si sólo actúan así para impresionar a sus maridos. En los cuatro meses que llevo en la Liga de Damas, ninguna chica me ha preguntado: «Oye, ¿qué tal van los Rebels?». Me abro paso entre varias parejas hasta que llego a la cocina. Yule May, la alta y delgada criada de Hilly, está rellenando una masa con unas diminutas salchichas. Otra chica de color, más joven, friega los platos. Hilly me hace un gesto mientras conversa con Deena Doran.
—¡Los mejores pastelitos que he probado en mi vida! Deena, eres la cocinera con más talento de la Liga de Damas.
Hilly se mete en la boca el resto del dulce, moviendo la cabeza y relamiéndose de placer.
—Muchas gracias, Hilly. Son difíciles de preparar, pero creo que merece la pena.
Deena sonríe de oreja a oreja. Parece que se vaya a echar a llorar ante las alabanzas de Hilly.
—Entonces, ¿qué? ¿Estás dispuesta a hacerlo? Dios mío, no sabes lo contenta que estoy. El comité de venta de pasteles necesita la ayuda de una excelente cocinera como tú.
—¿Y cuántos necesitáis?
—Quinientos, para mañana por la tarde.
La sonrisa de Deena se congela.
—Esto… Vale. Creo que podré… pasarme la noche preparándolos.
—Skeeter, ¡qué bien que hayas podido venir! —dice Hilly, y Deena abandona la cocina.
—No puedo quedarme mucho —replico, quizá demasiado deprisa.
—Oye, tengo buenas noticias. —Hilly me dirige una sonrisa cómplice—. Esta vez sí va a venir. Dentro de tres semanas.
Contemplo cómo los largos dedos de Yule May despegan la masa de un cuchillo y suspiro, pues sé muy bien a quién se refiere.
—No sé, Hilly. Lo hemos intentado ya muchas veces y nunca ha funcionado. Puede que sea mi destino.
El mes pasado, antes de que él llamara la víspera de la cita para cancelarla, me permití sentir un poco de excitación. No me apetece volver a pasar por algo así.
—¿Qué? ¡Ni se te ocurra pensarlo!
Aprieto los dientes, porque ya ha llegado la hora de que lo diga:
—Hilly, sabes que no voy a ser su tipo.
—¡Mírame a mí! —dice, y hago lo que me pide; es lo que suele pasar con Hilly, la gente la obedece.
—Hilly, no puedes hacerme pasar por…
—Ha llegado tu hora, Skeeter. —Alarga el brazo y me aprieta la mano, pellizcándome con el pulgar y los demás dedos con más fuerza de lo que nunca hizo Constantine—. Es tu momento. Además, ¡maldita sea!, no pienso dejar que pierdas esta oportunidad sólo porque tu madre te haya convencido de que no eres lo bastante buena para alguien como él.
Me duelen sus palabras. Son amargas, pero ciertas. Además, me emociona la tenacidad que demuestra mi amiga conmigo. Hilly y yo siempre hemos sido irremediablemente sinceras la una con la otra, incluso para las pequeñas cosas. Con otra gente, Hilly esgrime mentiras igual que los presbiterianos esgrimen el sentimiento de culpabilidad. Pero este acuerdo tácito, esta estricta honestidad, es tal vez la única cosa que nos mantiene unidas.
Elizabeth aparece en la cocina con un plato vacío. Sonríe, se detiene y las tres nos miramos.
—¿Qué? —dice Elizabeth.
Estoy segura de que piensa que estábamos hablando de ella.
—Entonces, dentro de tres semanas —me dice Hilly—. Vendrás, ¿verdad que sí?
—¡Pues claro que irá! ¡Faltaría más! —responde Elizabeth por mí.
Contemplo sus rostros sonrientes y siento sus esperanzas depositadas en mí. No se parece a la constante indiscreción de Madre, son unas expectativas limpias, puras, sin amargura ni dolor. No me gusta que mis amigas hayan estado hablando a mis espaldas de cómo se va a decidir mi destino en una noche. Pero, aunque es algo que me molesta, al mismo tiempo me siento halagada.
Me dirijo de vuelta a la plantación antes de que termine el partido. Llevo el cristal de la ventanilla del Cadillac bajado; los campos aparecen cortados y quemados. Hace ya unas semanas que Padre terminó la última cosecha, pero la cuneta de la carretera todavía parece nevada, con restos de algodón pegados a la hierba. En el aire revolotean y flotan hebras de la planta.
Compruebo el buzón sin bajarme del coche. Dentro hay un número del Almanaque del Granjero y una carta. Es de Harper & Row. Entro en el garaje y maniobro para aparcar. La carta está escrita a mano en un pequeño papel de carta cuadrado:
Miss Phelan:
No dudo de que pueda perfeccionar sus habilidades como escritora con temas tan sosos y fútiles como el alcohol al volante o el analfabetismo. Sin embargo, esperaba que propusiera temas con más gancho. Siga buscando, y sólo si se le ocurre algo realmente original, escríbame para contármelo.
Paso por delante de Madre en el comedor mientras la invisible Pascagoula quita el polvo a las fotos de la pared. Subo mis empinadas escaleras. Me arde el rostro. Lucho para que no se me salten las lágrimas por lo que dice la carta de Miss Stein. Me digo que tengo que centrarme. Lo peor de todo es que no se me ocurren mejores ideas.
Me concentro en mi próximo artículo sobre el hogar, y luego en el boletín de la Liga de Damas. Por segunda semana consecutiva, dejo fuera la iniciativa de los retretes de Hilly. Una hora más tarde, acabo con la mirada perdida por la ventana. En la repisa, descansa Elogiemos ahora a hombres famosos. Me acerco al libro y lo abro, temiendo que la luz del sol desgaste la cubierta, que muestra una foto en blanco y negro de una familia humilde y empobrecida. El libro es pesado y está caliente por el efecto del sol. Me pregunto si podré escribir algún día algo que merezca la pena. Me giro cuando escucho a Pascagoula llamando a mi puerta. Entonces se me ocurre la idea.
No. No podría. Eso sería… cruzar la línea.
Pero la idea no se aparta de mi mente.