Capítulo 5

Conduzco a toda velocidad el Cadillac de mi madre por la pista de gravilla que lleva a mi casa. Con todas las piedrecitas rebotando en la carrocería, casi no puedo oír a Patsy Cline en la radio. Sé que Madre se va a enfadar, pero piso un poco más el acelerador. No puedo dejar de pensar en lo que Hilly me ha dicho hoy durante la partida de bridge.

Hilly, Elizabeth y yo somos amigas íntimas desde que íbamos a la escuela Power. Mi fotografía preferida es una de cuando estábamos en secundaria, en la que salimos las tres sentadas en las gradas del campo de fútbol. Lo que hace especial esa imagen es que las gradas están completamente vacías, sólo aparecemos nosotras, sentadas bien juntitas, porque en aquella época éramos inseparables.

Cuando entramos a la universidad, Hilly y yo compartimos cuarto durante dos años. Después ella dejó la carrera para casarse y yo seguí hasta terminar los estudios. Cada noche, en la hermandad femenina Ji-Omega, le ponía trece rulos en el pelo. Pero hoy, esta misma Hilly me ha amenazado con expulsarme de la Liga de Damas. No es que me preocupe mucho esa asociación de mujeres, pero me ha dolido descubrir lo fácil que a mi amiga le resultaría echarme.

Tomo el camino que conduce hasta Longleaf, la plantación de algodón de mi familia. La gravilla deja paso a una arena suave y amarillenta y reduzco la velocidad para que Madre no pueda ver lo rápido que voy. Aparco frente a la casa y salgo del coche. Madre está en la mecedora del porche.

—Ven a sentarte conmigo, cariño —dice, indicándome la mecedora que tiene a su lado—. Pascagoula acaba de encerar los suelos, tenemos que esperar a que se sequen un poco.

—Está bien, mamá.

Le doy un beso en su empolvada mejilla, pero no me siento. Me apoyo en la barandilla del porche y contemplo los tres musgosos robles que tenemos en el jardín. Aunque estamos a apenas cinco minutos de la ciudad, mucha gente considera este lugar como el campo. Rodeando nuestro jardín se encuentran las cuatro mil hectáreas de cultivo de algodón que posee Padre, con plantas verdes y fuertes que me llegan por la cintura. A lo lejos, veo a una cuadrilla de hombres de color sentados en un cobertizo, refugiándose del calor. Todos esperan lo mismo: que se abran los capullos de algodón.

Reflexiono sobre cuánto han cambiado las cosas entre Hilly y yo desde que regresé de la universidad. Pero ¿quién es la que ha cambiado, ella o yo?

—¿No te lo he contado todavía? —me pregunta Madre—. ¡Fanny Peatrow se ha prometido!

—Me alegro por ella.

—No ha pasado ni un mes desde que encontró ese trabajo de contable en el Banco Rural.

—¡Qué bien, mamá!

—Pues sí. —Me giro hacia ella y puedo ver una de sus miradas de lámpara chisporroteante—. ¿Por qué no te acercas al banco a ver si necesitan más contables?

—No quiero trabajar de contable, mamá.

Madre suspira y mira con mala cara a Shelby, nuestro cocker spaniel, que se está lamiendo sus vergüenzas. Contemplo la puerta de casa, sintiendo la tentación de echar a perder los suelos recién encerados. Ya hemos mantenido esta conversación demasiadas veces.

—Mi hija se pasa cuatro años en la universidad… ¿y con qué vuelve? —pregunta Madre de forma retórica.

—¿Con un título?

—Sí, un bonito trozo de papel.

—Ya te lo he dicho. No conocí en la universidad a ningún chico con el que me apeteciera casarme.

Madre se levanta de la silla y se inclina para que pueda contemplar su hermoso rostro de piel tersa. Lleva un vestido azul marino que se ajusta a su delgada complexión. Como de costumbre, se ha pintado los labios. Cuando se acerca a mí y le da la brillante luz del atardecer, puedo ver que hay unas manchas oscuras, profundas y secas, en su ropa. Me fijo más en ellas, tratando de cerciorarme de que realmente son manchas.

—Mamá, ¿te encuentras bien?

—Si pusieras un poco más de interés, Eugenia…

—Tienes unas manchas en el vestido.

Madre se cruza de brazos y sigue con el mismo tema:

—Acabo de hablar con la madre de Fanny y me ha dicho que a su hija le llovían los pretendientes desde que consiguió el trabajo.

Me olvido del tema del vestido. Nunca podré contarle a mi madre que, en realidad, lo que me gustaría es ser escritora. Se lo tomaría como otro obstáculo que me alejaría del matrimonio. Tampoco puedo hablarle de Charles Gray, mi compañero en clase de matemáticas durante la última primavera en la universidad, ni de cómo se emborrachó en la fiesta de fin de curso y me besó apretándome las manos con tanta fuerza que tendría que haber sentido dolor, pero no fue así. Al contrario, la forma en que me agarraba y me miraba a los ojos me pareció maravillosa. Poco después, se casó con la «metro y medio» de Jenny Sprig.

Lo que debería hacer es buscarme un apartamento en la ciudad, en uno de esos edificios en los que viven mujeres solitarias y sencillas: solteronas, secretarias, profesoras… Pero la única vez que se me ocurrió mencionar que deseaba utilizar mis ahorros, Madre se echó a llorar con lágrimas de verdad.

—¡El dinero no está para eso, Eugenia! ¿Irte a vivir a uno de esos edificios de apartamentos de alquiler? ¿Pasarte todo el día con olores extraños a cocina y viendo medias colgadas en las ventanas? Y cuando se te acabe el dinero, ¿qué? ¿De qué piensas vivir?

Después se enroscó una gasa mojada en la cabeza y se pasó el resto del día en la cama.

Y ahora aquí está, agarrada a la barandilla, esperando a ver si hago lo mismo que Fanny Peatrow para salvarme. Mi propia madre me mira contrariada por mi aspecto, por mi estatura, por mi pelo rebelde. Afirmar que tengo el cabello rizado sería quedarse corto. Lo tengo enmarañado, parece vello púbico más que pelo de la cabeza. Es rubio tirando a blanco y se quiebra con mucha facilidad, como la paja. Mi piel es muy pálida, de un color que algunos llaman nata, pero cuando estoy seria (que es casi todo el tiempo) parece el color de los muertos.

También tengo un ligero bulto de cartílago en la parte superior de la nariz. Pero mis ojos son de un azul añil, como los de Madre. La gente dice que son mi punto fuerte.

—Sólo tienes que buscar una situación en la que puedas conocer un hombre para después…

—Mamá —le digo, con intención de poner fin a la conversación—, ¿tan terrible sería si nunca encontrara un esposo?

Madre se frota los brazos desnudos como si sólo de pensarlo sintiera frío.

—Eugenia, no… no digas eso. ¿Por qué? Cada semana, cuando bajo a la ciudad y veo a un hombre alto, pienso: Si Eugenia lo intentara…

Se lleva la mano al estómago, como si le estuvieran doliendo las úlceras de sólo pensarlo. Me quito los zapatos y bajo las escaleras del porche mientras Madre me grita que me calce, advirtiéndome del peligro de contagiarme de tiña o de que me pique el mosquito de la encefalitis. Me previene como siempre: contra la muerte inexorable que sobreviene a quienes andan descalzos, contra la desgracia de no encontrar un marido… Me estremezco con esa sensación de desamparo que siento desde que me licencié hace ya tres meses. Me encuentro arrojada en un lugar al que ya no pertenezco. No me encuentro cómoda en casa con Madre y Padre, y creo que tampoco con mis amigas Hilly y Elizabeth.

—Ya tienes veintitrés años… A tu edad, yo ya había tenido a Carlton Jr. —sigue diciendo Madre.

Me quedo bajo el árbol de mirto rosa, contemplando a Madre en el porche. Las azaleas están empezando a perder sus flores blancas. Se acerca septiembre.

No fui un bebé hermoso. Cuando nací, mi hermano Carlton me miró y exclamó delante de toda la gente que estaba reunida en la habitación del hospital: «No es un bebé, ¡es un Skeeter[2], y desde entonces se me quedó el nombre. Vine al mundo alta, con las piernas largas y delgadas como las de un mosquito. Mis sesenta centímetros batieron récords en el Hospital Baptista. Cuando crecí un poco, el apodo me cuadró más todavía debido a mi nariz puntiaguda y afilada.

Madre se ha pasado toda la vida intentando convencer a la gente de que me llame por mi verdadero nombre, Eugenia.

A la señora Charlotte Boudreau Cantrelle Phelan no le gustan los motes.

A los dieciséis años, además de ser un poco fea, era terriblemente alta. Ese tipo de altura que hace que te releguen a la última fila en las fotos de la escuela, junto a los chicos. La estatura que hace que tu madre se pase las noches descosiendo dobladillos, tirando de las mangas de los jerséis, alisándote el pelo para asistir a bailes a los que nadie te había invitado, apretándote la cabeza como si pudiera encogerte y hacerte volver a los años en los que tenía que recordarte que anduvieses tiesa. Cuando cumplí diecisiete, Madre prefería que tuviese una diarrea incontenible a que caminara erguida. Ella medía uno sesenta y cinco y llegó a ser finalista en el concurso de Miss Carolina del Sur. Decidió que, ante un caso como el mío, sólo había una cosa que hacer.

La regla número uno del Manual para cazar un buen esposo de la señora Charlotte Phelan era: Una chica de estatura media acentuará su atractivo con maquillaje y buenas maneras. Una larguirucha y poco agraciada, con una buena cuenta corriente.

Así pues, mido un metro ochenta, pero tengo en el banco veinticinco mil dólares procedentes del algodón a mi nombre. Si un hombre no encuentra esto atractivo, entonces es que no merece entrar en nuestra familia.

El dormitorio de mi infancia se encuentra en la planta superior de la casa de mis padres. Tiene molduras con rieles blancos y querubines rosados en las esquinas. La pared está empapelada con flores de color verde menta. En realidad, es un ático con techo inclinado, y en muchas partes de la habitación no puedo estar de pie. Gracias a la ventana voladiza la habitación parece redonda. Desde que Madre me insiste un día sí y otro también para que me busque un marido, me veo obligada a dormir en esta tarta de boda.

Y sí, éste es mi santuario privado. El calor asciende y se acumula en esta parte de la casa, como si se tratara de un globo aerostático, lo cual no lo convierte en un lugar muy acogedor para el resto de la humanidad. Las escaleras son estrechas y a mis padres les resulta difícil subirlas. Nuestra anterior sirvienta, Constantine, solía quedarse mirando esos empinados escalones todos los días, como si fueran enemigos acérrimos.

Era la única cosa que no me gustaba de dormir en la parte más alta de la casa, que me separaba de mi querida Constantine.

Días después de mi conversación con Madre en el porche, extiendo las páginas de anuncios de empleo del Jackson Journal en mi escritorio. Madre lleva toda la mañana detrás de mí con un nuevo invento para alisarme el cabello, y Padre se ha pasado todo el día en el porche gruñendo y maldiciendo porque los campos de algodón se le están derritiendo como la nieve en verano. Después del pulgón, que devora los capullos, la lluvia es lo peor que le puede suceder a mi padre en tiempo de cosecha. Septiembre no ha hecho más que empezar, pero los chubascos otoñales ya han hecho su aparición.

Armada con mi bolígrafo rojo, estudio la pequeña y solitaria columna que aparece bajo el título de «Ofertas de empleo para mujeres»: «Grandes Almacenes Kenningtons precisa dependienta con soltura, maneras y una bonita sonrisa». «Se busca secretaria esbelta y joven. No se precisa mecanografía. Interesadas dirigirse a Mr. Sanders». ¡Jesús! Si el tal Mr. Sanders no necesita que su secretaria escriba a máquina, ¿para qué la quiere? «Se busca taquígrafa. Percy & Gray S.L., 1.25$/h.» Éste es nuevo. Lo rodeo con un círculo.

Nadie puede decir que no me haya tomado los estudios universitarios en serio. Mientras mis amigas estaban por ahí, bebiendo ron con cola en las fiestas de las fraternidades Fi-Delta-Zeta y cosiendo coronas de margaritas, yo me encerraba en la sala de estudio y me pasaba las horas escribiendo: principalmente, trabajos de clase, pero también cuentos, poesía fácil, episodios del Dr. Küdare[3], canciones para los anuncios de Pall Mall, cartas de protesta, notas de rescate, mensajes de amor a chicos a los que veía en clase pero con los que no me atrevía a hablar y que nunca echaba al correo. Como todas, soñaba con salir con algún miembro del equipo de fútbol, pero mi verdadero sueño era llegar a escribir algo que la gente pudiera leer.

El último trimestre que pasé en la universidad, me presenté a un puesto de trabajo. Uno bastante bueno, a diez mil kilómetros de Misisipi. Hice una montañita con veintidós monedas de diez centavos en la cabina del supermercado Oxford Mart y llamé para preguntar por un trabajo en Harper & Row, una editorial de la calle Cincuenta y siete, en Manhattan. Había leído el anuncio en el New York Times de la biblioteca de la universidad y les envié mi currículo ese mismo día. En un arrebato de esperanza, llamé para preguntar por un apartamento de alquiler que encontré en la calle Ochenta y cinco, con una habitación y una cocinilla eléctrica por cuarenta y cinco dólares al mes. En Delta Airlines me dijeron que un billete de ida al aeropuerto de Idlewild me saldría por setenta y tres dólares. No se me ocurrió presentarme a más de un trabajo a la vez, y desde entonces estoy esperando recibir noticias de ellos.

Bajo la vista al apartado de «Ofertas de empleo para varones». Hay por lo menos cuatro columnas llenas de puestos de gerente, contable, responsable de créditos, operario de recogida de algodón… En esta parte de la página, Percy & Gray S.L. ofrece a sus mecanógrafos cincuenta céntimos más la hora.

—¡Miss Skeeter, la llaman por teléfono! —me grita Pascagoula desde las escaleras.

Bajo hasta el único teléfono de la casa. La criada está sujetando el auricular. Es delgada como una niña, no medirá metro y medio y es negra como la noche. Tiene el pelo muy rizado y lleva un uniforme blanco que se nota que ha sido retocado para que se ajuste a sus diminutos brazos y piernas.

—Miss Hilly al aparato —dice, pasándome el auricular con su mano mojada.

Me siento en la mesa blanca de planchar. La cocina es grande, cuadrada y hace mucho calor en ella. Las baldosas blancas y negras de linóleo están rajadas en algunos sitios y muy desgastadas frente al fregadero. El nuevo lavavajillas plateado está en medio de la estancia, con una manguera que lo une al grifo.

—Va a venir el próximo fin de semana —dice Hilly—, el sábado por la noche. ¿Estás libre?

—A ver, espera que consulte mi agenda… —bromeo.

No noto en su voz rastros de nuestra tensa discusión durante la partida de cartas. Aunque no me fío, me alivia un poco.

—¡No me puedo creer que por fin vaya a suceder! —exclama Hilly, que lleva meses intentando arreglarme una cita con el primo de su marido. Está empeñada, aunque el joven es demasiado atractivo para mí, además de ser hijo de un senador.

—¿No crees que deberíamos… conocernos antes? —pregunto—. Es decir, antes de salir en una cita de verdad…

—No te pongas nerviosa. William y yo no nos despegaremos de vuestro lado ni un momento.

Suspiro. Esta cita ya se ha cancelado un par de veces, así que sólo me queda esperar que en esta ocasión también se anule. De todos modos, me alegra que Hilly tenga tanta fe en que alguien como él pueda estar interesado por una mujer como yo.

—¡Ah! Y necesito que vengas a recoger unas notas que he escrito —dice Hilly—. Quiero que mi iniciativa aparezca en el próximo boletín de la Liga de Damas, junto a la página de fotos de sociedad.

Me quedo en silencio un rato.

—¿Lo de los retretes? —Aunque fue ayer cuando sacó este tema durante la partida de bridge, esperaba que se le hubiera olvidado.

—Se llama la Iniciativa de Higiene Doméstica… ¡William Júnior! ¡Bájate de ese armario ahora mismo o te parto la cara! ¡Yule May, ven aquí!… y lo quiero para esta semana.

Soy la editora del boletín de la Liga de Damas, pero Hilly es la presidenta de la asociación y siempre está intentando decirme lo que debo publicar.

—Miraré a ver. No sé si queda algún espacio libre en el próximo número —le miento.

Desde el fregadero, Pascagoula me mira de reojo, como si pudiera escuchar lo que está diciendo Hilly. Contemplo el retrete de Constantine, ahora de Pascagoula. Está fuera, saliendo de la cocina. La puerta se encuentra entreabierta y puedo ver una minúscula habitación con un inodoro, la cadena de la cisterna por encima y una bombilla con una pantalla de plástico amarillenta. El diminuto lavabo esquinero apenas puede contener un vaso de agua. Nunca he estado ahí dentro. Cuando éramos niños, Madre nos decía que nos daría una zurra si entrábamos en el retrete de Constantine. ¡Ay, Constantine! La echo de menos más que a cualquier otra cosa en esta vida.

—Pues hazle un hueco —dice Hilly—, porque es un asunto de suma importancia.

Constantine vivía a eso de un kilómetro de nuestra casa, en el pequeño pueblo negro de Hotstack, llamado así por la fábrica de alquitrán que había cerca. El camino que lleva a Hotstack pasa por la linde norte de nuestras tierras y, hasta donde me alcanza la memoria, los niños de color recorrían esa distancia jugando y chutando la gravilla roja camino de la carretera 49 para hacer autostop.

Cuando era niña, también solía recorrer ese kilómetro de camino. Si se lo rogaba y me aprendía mi catecismo, Madre me dejaba ir a casa de Constantine algún viernes por la tarde. Tras veinte minutos a paso lento, pasábamos junto a la tienda de artículos baratos para gente de color, luego al lado de un carnicero que tenía gallinas en el patio y, a lo largo de todo el camino, había decenas de casuchas con techumbre de latón y porches inclinados. Había una vivienda pintada de amarillo en cuya puerta trasera todo el mundo decía que se podía comprar whisky. Era muy emocionante estar en un mundo tan diferente, y me remordía un poco la conciencia ver lo bonitos que eran mis zapatos y lo limpio que estaba el peto blanco que Constantine me acababa de planchar. Cuanto más nos acercábamos a su casa, más me sonreía la mujer.

¡Mu güenas, Carl Bird! —saludaba Constantine a gritos al vendedor de raíces, que se quedaba sentado en una mecedora detrás de su furgoneta.

El hombre tenía sacos llenos de sasafrás, regaliz y hojas de parra. Constantine le echaba un ojo a la mercancía y regateaba con el vendedor, moviendo todo su cuerpo al hablar como si se le hubieran descoyuntado las articulaciones. Constantine no sólo era alta, también corpulenta. Tenía las caderas anchas y las rodillas le daban constantemente problemas. Sus ojos eran de un sorprendente color cacao claro, aunque tenía la piel muy oscura. Sentada sobre un tocón en la esquina de su calle, se metía una pizca de rapé Happy Days debajo del labio y más tarde lo escupía como una flecha. Me dejaba mirar el oscuro polvo de tabaco en su cajita redonda, pero me decía:

—¡No se t'ocurra contárselo a tu mamita!

Siempre había perros raquíticos y sarnosos rondando por el camino. Desde un porche, una joven de color a la que llamaban Mordisco-de-Gato nos gritaba: «¡Miss Skeeter! Déle recuerdos a su papá. Dígale que toy mu bien». Fue mi padre quien le puso el apodo hace años, un día que pasaba con su coche por la carretera y vio un gato rabioso atacando a una niñita de color. «Ese gato casi se la come», me contó más tarde Padre. Mató al gato y llevó a la niña al médico, que le prescribió un tratamiento de veintiún días de inyecciones contra la rabia.

Siguiendo por el camino, llegábamos a casa de Constantine. Tenía tres habitaciones y no había alfombras. Siempre me quedaba mirando la única fotografía que tenía, de una niña blanca a quien me contó que había estado cuidando durante veinte años en Port Gibson. Yo estaba convencida de saberlo todo sobre Constantine: que tenía una hermana; que habían crecido en una granja comunal en Corinth, Misisipi; que sus padres habían muerto; que, por norma, no comía cerdo; que vestía una talla cuarenta y calzaba un cuarenta y uno… Pero me quedaba contemplando la hermosa sonrisa de esa niña de la foto con celos, preguntándome por qué no tenía también una foto mía.

A veces venían dos niñas de la casa de al lado para jugar conmigo. Se llamaban Mary Nell y Mary Roan. Eran tan negras que no podía distinguirlas, por eso las llamaba Mary a las dos.

—Pórtate bien con las niñas de color cuando estés allí —me dijo Madre una vez, y recuerdo que me la quedé mirando divertida.

—¿Por qué no iba a hacerlo? —le pregunté, pero no me contestó.

Pasada una hora, aparecía Padre en la puerta y le daba un dólar a Constantine. Ella nunca lo invitaba a entrar en su casa. A pesar de mi corta edad, comprendía que estábamos en terreno de Constantine y que ella no estaba obligada a ser amable con nadie en su propia casa. Después, Padre me llevaba a la tienda de color para tomar un refresco y una piruleta.

—No le digas a tu madre que le he dado algo de dinero a Constantine, ¿vale?

—Vale, papá —le respondía.

Era el único secreto que compartíamos Padre y yo.

La primera vez que me llamaron fea, yo tenía trece años. Fue uno de los amigos ricos de mi hermano Carlton, que había venido a nuestra casa a practicar tiro en el campo.

—¿Por qué lloras, mi niña? —preguntó Constantine en la cocina.

Le conté lo que me había llamado el chico, con las lágrimas resbalándome por el rostro.

—¿Y bien? ¿Lo eres?

Parpadeé sorprendida y dejé de llorar.

—Si soy, ¿el qué?

—Vamos a ve, Eugenia —dijo, pues Constantine era la única que a veces seguía la norma de Madre respecto a mi nombre—: Lo feo está en el interió. Feas son las personas malas, las que hasen daño a los demás. ¿Tú eres así?

—No sé, no creo —contesté entre sollozos.

Constantine se sentó a mi lado a la mesa de la cocina. Escuché cómo crujían sus articulaciones hinchadas. Apretó con fuerza la palma de mi mano con su dedo pulgar, un gesto que ambas sabíamos qué significaba: «Escucha. Escúchame bien».

Toas las mañanas hasta el día en que la entierran a una, hay que reflexioná un poco sobre esto. —Estaba tan cerca de mí que podía ver lo rosadas que eran sus encías—: Hay que preguntarse: ¿Me voy a creé lo que la mala gente diga hoy sobre mí?

Siguió presionando mi mano con su pulgar. Con un gesto de la cabeza, le hice ver que entendía. A pesar de mi edad, ya era lo suficientemente inteligente como para comprender que se refería a los blancos. Aunque me seguía sintiendo miserable y sabía que era más bien fea, fue la primera vez en la que Constantine se dirigió a mí como si fuera algo más que una niña de mamá blanca. Durante toda mi vida me habían dicho lo que tenía que pensar sobre política, sobre los negros, sobre el hecho de ser mujer… Pero con el pulgar de Constantine apretándome la palma de la mano, me di cuenta de que yo era libre para elegir en qué creer.

Constantine llegaba a trabajar a nuestra casa a las seis de la mañana, y en época de cosecha, a las cinco. De este modo, le daba tiempo a preparar los bollos y la salsa de Padre antes de que saliera al campo. Casi todos los días me levantaba y la encontraba en la cocina mientras el predicador Green soltaba su sermón en la radio de la mesa. Nada más verme, sonreía y me saludaba:

¡Güenos días, guapa!

Yo me sentaba a la mesa y le contaba lo que había soñado. Constantine decía que en los sueños se podía adivinar el futuro.

—Estaba en el ático, mirando desde arriba la granja —le contaba—. Podía ver las copas de los árboles.

—¡Vas a se una médica de esas que hacen operasiones de cerebro! Soñá con que estás encima de una casa tiene que ve con la cabeza.

Madre se tomaba el desayuno temprano en el comedor y luego se quedaba en la sala de estar para hacer punto o escribir cartas a los misioneros del África. Desde su sillón verde, podía controlar los movimientos de todas las personas por la casa. Era sorprendente lo que era capaz de deducir nada más verme durante el segundo que me costaba atravesar la puerta. Yo solía pasar a todo correr, pues me sentía como una diana con un enorme punto rojo al que Madre lanzaba sus dardos: «Eugenia, sabes que el chicle está prohibido dentro de casa», «Eugenia, ve a echarte alcohol en esa mancha», «Eugenia, sube a tu cuarto y péinate. ¿Qué pasa si de repente vienen visitas?».

Aprendí que los calcetines son un medio de transporte más sigiloso que los zapatos, a utilizar la puerta de atrás, a llevar sombreros o a taparme la cara cuando pasaba delante de ella… Pero, sobre todo, aprendí a quedarme en la cocina.

Un mes de verano podía durar años aquí, en Longleaf. No tenía amigas que vinieran a visitarme cada día, pues vivíamos demasiado lejos para tener vecinos blancos. En la ciudad, Hilly y Elizabeth se pasaban los fines de semana yendo una a casa de la otra, mientras que a mí sólo me permitían pasar la noche fuera o que alguna amiga se quedase a dormir un fin de semana sí y otro no. Solía protestar mucho por esto. A veces me olvidaba de que Constantine estaba ahí pero, por norma general, creo que era consciente de lo afortunada que era por tenerla conmigo.

Empecé a fumar cigarrillos a los catorce años. Los birlaba de los paquetes de Marlboro que Carlton escondía en los cajones de su armario. Mi hermano casi tenía dieciocho y desde hacía años a nadie le preocupaba que fumara en donde le diese la gana, en casa o con Padre en el campo. Padre a veces fumaba en pipa, pero no era muy cigarrero, y Madre no fumaba nunca, aunque casi todas sus amigas lo hacían. Madre me dijo que yo no podría fumar hasta que no cumpliera los diecisiete.

Así que me iba al patio trasero y me sentaba en la rueda que teníamos de columpio, escondida bajo un enorme roble. A veces, por la noche, salía a la ventana de mi cuarto y fumaba. Madre tenía una vista de lince, pero casi carecía de sentido del olfato. En cambio, Constantine me descubría al momento. Fruncía el ceño y sonreía ligeramente, pero nunca me dijo nada. Si Madre salía al porche trasero cuando yo estaba oculta tras el árbol, Constantine se ponía a pasar el mango de su escoba por la barandilla metálica de la escalera.

—Constantine, ¿qué demonios estás haciendo? —le preguntaba Madre, pero para entonces yo ya había apagado el pitillo y tirado la colilla en un agujero que había en el tronco.

—Estoy limpiando esta vieja escoba, Miss Charlotte.

—Bueno, pues intenta hacer menos ruido, por favor. ¡Diantres, Eugenia! ¿Has vuelto a crecer esta noche? ¿Qué vamos a hacer contigo? Ven, pruébate este vestido, a ver si se te ha quedado pequeño.

—Sí, mamá —respondía, mientras Constantine y yo cambiábamos una sonrisa cómplice.

Era maravilloso tener a alguien con quien compartir tus secretos. Si hubiera tenido una hermana o un hermano de mi edad, supongo que habría sido así. Pero no se trataba sólo de fumar o de esquivar a Madre. Era tener a alguien que te entendiera cuando tu madre se desesperaba porque eras un bicho raro, condenadamente alta y de pelo ensortijado. Alguien cuyos ojos sencillamente te dijeran, sin palabras: «Para mí, estás bien así».

Sin embargo, Constantine no siempre me hablaba con dulzura, a veces se ponía seria. Un día, cuando tenía quince años, una niña me señaló con el dedo y preguntó: «¿Quién es esa cigüeña?». Hasta Hilly se giró con una sonrisa antes de sacarme de allí como si no hubiéramos oído nada.

—¿Cuánto mides, Constantine? —le pregunté esa tarde, incapaz de contener las lágrimas.

Frunció el ceño y me soltó:

—¿Cuánto mides tú?

—Un metro ochenta —sollocé—. Ya soy más alta que los chicos del equipo de baloncesto.

—Bueno, yo mido uno ochenta y cinco, así que deja de preocuparte.

Constantine es la única mujer con la que he tenido que alzar la vista para mirarle a los ojos.

El rasgo más destacado de Constantine, además de su estatura, eran sus ojos. Los tenía de un sorprendente color miel que contrastaba con el tono oscuro de su piel. Nunca había visto unos ojos claros en una persona negra. De hecho, las variedades del marrón en el cuerpo de Constantine eran infinitas: sus codos parecían totalmente negros, a pesar de la capa de suciedad y las durezas que le salían en invierno; la piel de sus brazos, cuello y rostro era de color ébano, muy oscura; las palmas de las manos, de un tono anaranjado. Siempre me pregunté si tendría igual las plantas de los pies, pero nunca la vi descalza.

—Este fin de semana nos vamos a quedá tú y yo solitas en casa —me dijo sonriente un día.

Era el fin de semana que Madre y Padre llevaron a Carlton a ver las universidades de Louisiana y Tulane, pues mi hermano iba a entrar en la universidad al curso siguiente. Aquella mañana, Padre sacó el catre y lo puso en la cocina, cerca del retrete exterior. Ahí es donde dormía siempre Constantine cuando tenía que pasar la noche con nosotros.

—Ve a ver lo que he traío pa ti —me dijo Constantine, señalándome el armario de las escobas. Lo abrí y encontré, metido en una bolsa, un puzzle de quinientas piezas del Monte Rushmore. Era nuestro pasatiempo favorito cuando Constantine se quedaba a dormir.

Aquella noche, nos pasamos horas comiendo cacahuetes y rebuscando piezas sobre la mesa de la cocina. Fuera bramaba la tormenta, lo que daba una sensación acogedora a la habitación mientras encajábamos las figuras. La luz de la bombilla parpadeó un poco y luego volvió a brillar.

—¿Éste quién es? —preguntó Constantine, mirando la caja del puzzle con sus gafas de pasta negra.

—Jefferson.

—Ah, pos sí. ¿Y ese otro?

—Ése… —dudé, y me incliné sobre la caja—. Ése creo que es Roosevelt.

—Al único que conozco es a Lincoln. Se parece a mi papá.

Me quedé callada, con una pieza del puzzle en la mano. Tenía catorce años y siempre había sacado sobresalientes en la escuela. Era inteligente, pero muy inocente todavía. Constantine dejó la tapa de la caja y de nuevo comenzó a rebuscar entre las piezas.

—¿Lo dices porque tu padre era muy… alto? —le pregunté.

Soltó una risa burlona y contestó:

—No. Lo digo porque mi papá era blanco. La altura la heredé de mi mamá.

La pieza que tenía en la mano se me cayó al suelo.

—¿Tu… padre era blanco y tu madre… negra?

—¡Sí, señorita! —dijo y sonrió, encajando dos piezas—. ¡Mira qué bien! He encontrao una difícil.

Se me ocurrían tantas preguntas que hacerle: ¿Quién era él? ¿Dónde estaba? Sabía que no se había casado con la madre de Constantine, porque eso iba contra la ley. Saqué un cigarrillo de mi escondite. Tenía catorce años, pero me sentía muy adulta. Encendí el pitillo. En cuanto lo hice, la luz de la bombilla se tornó de un color marrón pálido y sucio y empezó a zumbar.

—Mi papaíto me quería, sí señorita. Siempre me decía que yo era su prefería. —Se reclinó en la silla—. Se pasaba por casa tos los sábados por la tarde. Una vez, me regaló un juego de diez lazos pal pelo, cada uno de un coló diferente. Los había hecho traé de París y estaban fabricados con seda del Japón. Me quedaba sentá en sus rodillas desde que llegaba hasta que se marchaba. Mamá ponía un disco de Bessie Smith en el gramófono que él le había comprao y yo cantaba: «Es bastante extraño, sin duda / Nadie te conoce cuando estás en la ruina».

Yo la escuchaba, con los ojos abiertos como platos y una expresión estúpida, fascinada por su voz en la tenue luz. Si el chocolate fuera un sonido, habría sido la voz de Constantine cantando. Si la música fuera un color, hubiera sido el color de ese chocolate.

—Hubo una época que lo pasé mal, estaba mu resentía con to. Recuerdo que escribí una lista con las cuarenta y cinco cosas de mi vida que me molestaban: la pobreza, el agua fría de la ducha, mis dientes picaos y no me acuerdo de qué más… Entonces llegaba él, me acariciaba la cabeza y me abrazaba durante un buen rato. Cuando lo miraba, veía que estaba llorando como yo y entonces… hacía eso que te hago para que sepas que te estoy hablando en serio: me apretaba la palma de la mano con su pulgar y me decía: «Lo siento».

Estábamos allí sentadas, mirando las piezas del puzzle. A Madre no le gustaría que supiera esto, que el padre de Constantine era blanco y que le pedía disculpas por cómo eran las cosas. Era algo que se supone que yo no debía saber. Me sentía como si Constantine me hubiera hecho un regalo.

Me terminé el cigarrillo y lo apagué en el cenicero de plata para invitados. La bombilla volvió a brillar. Constantine me sonrió y le devolví la sonrisa.

—¿Por qué no me lo habías contado antes? —le pregunté mirando sus ojos claros.

—No te puedo contá to, Skeeter.

—Pero ¿por qué?

Ella lo sabía todo sobre mí y sobre mi familia. ¿Por qué iba a ocultarle yo mis secretos?

Me miró y pude ver una profunda y sombría tristeza ahí, en su interior. Al cabo de un rato, dijo:

—Hay algunas cosas que es mejó que me guarde pa mí. Eso es todo.

Cuando me llegó el turno de ir a estudiar a la universidad, Madre lloró como una Magdalena mientras Padre y yo nos alejábamos en la camioneta. Yo, sin embargo, me sentí libre. Estaba fuera de la granja, lejos de toda crítica. Me hubiera gustado preguntarle a Madre: «¿No estás contenta? ¿No te alivia saber que ya no tendrás que andar angustiada por mí todo el día?». Pero Madre parecía abatida.

Fui la persona más feliz en la residencia de novatos. Le escribía una carta por semana a Constantine hablándole de mi cuarto, de las clases, de la hermandad femenina. Como el servicio postal no llegaba a Hotstack, se las enviaba a nuestra casa y tenía que confiar en que Madre no las abriera. Dos veces al mes, Constantine me respondía con cartas escritas en papel de estraza, del que usaba para cocinar. Tenía una letra grande y hermosa, aunque sus renglones se torcían un poco hacia abajo. Me relataba hasta el más mundano detalle de la vida en Longleaf: «Sigo mal de la espalda, pero ahora son los pies los que me están matando», o «La batidora se me cayó al suelo y empezó a dar vueltas por la cocina. La gata pegó un bufido y salió pitando. No la he vuelto a ver desde entonces». Me contaba que Padre había pillado un resfriado o que Rosa Parks iba a ir a su iglesia a dar una charla. A veces me preguntaba si yo era feliz y me pedía que le contara detalles de mi nueva vida. Nuestras cartas eran como una conversación de un año, con preguntas y respuestas yendo y viniendo. Una conversación que continuábamos cara a cara en Navidad y en las vacaciones de verano.

Las cartas de Madre eran más escuetas, se resumían en: «Reza tus oraciones y no te pongas zapatos de tacón porque te harán más alta», y traían grapado un cheque de treinta y cinco dólares.

En abril de mi último año de carrera, me llegó una carta de Constantine que decía: «Tengo una sorpresa para ti, Skeeter. Estoy tan emocionada que siento que me voy a desmayar. Pero no me hagas preguntas. Ya lo descubrirás cuando vuelvas a casa».

La recibí muy cerca de los exámenes finales, apenas a un mes de la fiesta de graduación. Ésa fue la última carta que me llegó de Constantine.

No asistí a la fiesta de graduación de la universidad. Todas mis amigas habían dejado de estudiar para casarse y no me parecía lógico hacer conducir tres horas a mis padres para verme subir al estrado, cuando Madre lo que en realidad quería era verme subir a un altar. Los de la editorial Harper & Row no me habían contestado, así que en lugar de comprarme un billete de avión a Nueva York, volví a Jackson en el Buick de Kay Turner, una amiga que estudiaba segundo. Hice el viaje encogida en el asiento delantero, con mi máquina de escribir a los pies y su vestido de novia entre ella y yo. Kay Turner se iba a casar con Percy Stanhope al mes siguiente. Durante tres horas, tuve que escuchar sus dilemas acerca de qué sabor sería el más adecuado para su tarta de bodas.

Cuando llegué a casa, Madre dio un paso atrás para verme mejor.

—¡Vaya! Tu cutis tiene muy buen aspecto —dijo—, pero tu pelo…

Y suspiró, meneando la cabeza.

—¿Dónde está Constantine? —pregunté—. ¿En la cocina?

Como si estuviera dando el parte meteorológico, Madre contestó:

—Constantine ya no trabaja aquí… ¡Venga! Vamos a deshacer estas maletas antes de que te manches la ropa.

Me volví, parpadeando confundida. Pensé que no la había escuchado bien.

—¿Qué has dicho?

Madre se puso más seria y, alisándose el vestido, añadió:

—Constantine se ha ido, Skeeter. Se marchó a vivir con su familia de Chicago.

—Pero…, ¿cómo? En sus cartas no mencionó nada de irse a Chicago.

Sabía que ésa no podía ser su sorpresa. Constantine me habría contado una noticia tan terrible. Madre aspiró profundamente y enderezó la espalda.

—Le pedí a Constantine que no te contara que se marchaba. No podía hacerlo en medio de tus exámenes finales. ¿Qué habría pasado si hubieras suspendido? ¡Dios mío, habrías tenido que repetir curso! Cuatro años en la universidad es más que suficiente.

—Y ella… ¿estuvo de acuerdo? ¿Aceptó no escribirme para decirme que se marchaba?

Madre miró a lo lejos y suspiró.

—Luego hablamos de eso, Skeeter. Ahora ven a la cocina y te presentaré a la nueva asistenta, Pascagoula.

No seguí a Madre a la cocina. Me quedé allí, mirando mis maletas, horrorizada ante la idea de deshacerlas en ese lugar. La casa me resultaba enorme y vacía sin Constantine. Fuera, una cosechadora traqueteaba en un campo de algodón.

Para septiembre, no sólo había perdido la esperanza de recibir noticias de Harper & Row, sino que también abandoné la idea de encontrar a Constantine. Nadie parecía saber nada, nadie me decía cómo podía localizarla. Al fin, dejé de preguntar a la gente si sabían por qué se había marchado. Era como si, sencillamente, hubiera desaparecido. Debía aceptar que Constantine, mi única amiga, me había dejado a merced de esta gente.