Durante mi primera semana en casa de Miss Celia, me dedico a fregar todas las habitaciones hasta que no queda un trapo, un trozo de sábana vieja ni unas medias usadas con las que frotar los suelos. La segunda semana, vuelvo a limpiar la casa porque me parece que la suciedad ha regresado. Sólo a la tercera semana me doy por satisfecha y conforme.
Cada mañana, cuando llego, Miss Celia me mira como si no pudiera creerse que siga acudiendo a trabajar. Soy la única novedad que interrumpe esa tranquilidad en la que vive. En mi casa siempre hay barullo, con cinco críos, un marido y los vecinos todo el día rondando por ahí. Muchas mañanas, cuando llego a casa de Miss Celia, agradezco la paz que se respira aquí.
Siempre, en todas las casas en las que he servido, ordeno las tareas del hogar del mismo modo: los lunes saco brillo a los muebles; los martes, un día que odio, lavo y plancho las malditas sábanas; los miércoles me toca frotar a fondo la bañera, aunque todas las mañanas la limpio con un paño húmedo; el jueves friego los suelos y paso el aspirador a las alfombras (las más antiguas tengo que hacerlas con un cepillo para que no se deshilachen); el viernes es el día de cocinar para el fin de semana y demás; y, por supuesto, cada día hay que barrer, lavar la ropa, planchar las camisas para que no se amontonen y, en general, mantener la casa limpia. La plata y las ventanas, cuando es necesario. Como no hay niños a los que cuidar, dispongo de mucho tiempo para las clases de cocina de Miss Celia.
Ella nunca está ocupada con nada, así que todos los días dejamos lista la cena que tomará Mister Johnny cuando regrese del trabajo: chuletas de cerdo, pollo frito, rosbif, empanada de pollo, costillas de cordero, jamón asado, tomates fritos, puré de patatas y ensaladas. Aunque sería mejor decir que yo cocino mientras Miss Celia curiosea sin parar quieta. Se parece a una niña de cinco años más que a una señorita rica que me paga el sueldo. Cuando terminamos la lección, sale corriendo para volver a tumbarse. De hecho, el único momento del día en el que Miss Celia camina más de cinco metros es cuando viene a la cocina para sus clases, o cuando sube las escaleras cada dos o tres días y se mete en las desoladas habitaciones del piso de arriba.
No sé qué hace durante los cinco minutos que pasa en la planta superior, pero no me gusta nada esa parte de la casa. Esos cuartos tendrían que estar llenos de críos riendo, gritando y revolviéndolo todo. Pero lo que Miss Celia haga con su vida no es de mi incumbencia y, la verdad, me alegra que se mantenga apartada. Ya me ha tocado andar detrás de demasiadas señoritas con una escoba en una mano y un cubo de basura en la otra, intentando arreglar lo que ellas van desordenando. Mientras se quede en la cama, no tendré mucho trabajo. Aunque no tenga hijos y nada que hacer en todo el día, es la mujer más vaga que he conocido. ¡Incluso más que mi hermana Doreena, que de pequeña nunca movió un dedo para ayudar en casa debido a ese problema de corazón que tenía! Más tarde, los médicos descubrieron que en realidad era una mosca que se había posado en el aparato de rayos X cuando le hicieron las radiografías.
Pero no sólo se queda en la cama. Miss Celia no sale de casa más que para ir a la peluquería a hacerse mechas y cortarse las puntas. Hasta ahora, sólo la he visto salir una vez en las tres semanas que llevo trabajando. Aunque tengo ya treinta y seis años, todavía puedo oír las palabras de mi madre: «Nada es de tu incumbencia». Pero me gustaría saber por qué a esta mujer le da tanto miedo salir de este lugar.
Cada día de pago le recuerdo a Miss Celia la cuenta atrás:
—Le quedan noventa y nueve días pa contárselo to a Mister Johnny.
—¡Jolines! ¡Qué rápido pasa el tiempo! —comenta con una mirada angustiada.
Yo le devuelvo la misma mirada, porque no sé qué podrá hacer ese hombre cuando se entere. Igual le dice que me despida.
—Esta mañana, un gato se ha colao en el porche y casi me da un ataque al corasón pensando que era su marío.
Como yo, Miss Celia se pone más nerviosa a medida que se acerca la fecha.
—Espero que nos dé tiempo, Minny. ¿Crees que estoy mejorando con la cocina? —me pregunta.
La observo atentamente. Tiene una bonita sonrisa, con una dentadura perfecta y blanca, pero es la peor cocinera que he visto en mi vida. Por eso vuelvo a repetir la primera lección y le enseño otra vez las cosas más sencillas, porque quiero que aprenda, y deprisa. ¡Cómo no! Necesito que le explique a su esposo por qué una negra de setenta y cinco kilos tiene las llaves de su casa. Quiero que ese hombre sepa por qué pasan por mis manos todos los días su plata de ley y los pendientes de rubíes de tropecientos quilates de su mujer. Tiene que saber el motivo antes de que un buen día me descubra y llame a la policía o, para ahorrarles trabajo, se encargue él mismo de solucionar las cosas.
—Saque el codillo. Compruebe que hay suficiente agua. Está bien. Ahora suba el fuego. ¿Ve las burbujitas? Eso significa que el agua está contenta.
Miss Celia contempla la cazuela como si pudiera leer en ella su futuro.
—Minny, ¿tú eres feliz?
—¿Por qué me hace esas preguntas tan raras, señora?
—¿Lo eres?
—¡Pos claro que sí! Y usté también. Tiene una casa enorme con jardín y un marío que la cuida.
Frunzo el ceño y me aseguro de que Miss Celia puede verlo. ¡Estos blancos, todo el santo día preocupándose de si son felices!
Cuando Miss Celia quema las alubias por enésima vez, intento utilizar ese autocontrol que mi madre aseguraba que nunca tuve.
—Está bien —digo entre dientes—. Empezaremos otra vez antes de que Mister Johnny vuelva a casa.
Me habría encantado dar órdenes, aunque sólo fuera durante una hora, a cualquier otra señorita para las que he trabajado, a ver qué les parecía. Pero con Miss Celia y con esas miradas que me lanza con sus enormes ojos, como si yo fuera lo mejor que le ha pasado después de la laca en spray, casi prefiero que me estuviera dando órdenes, como se supone que debería hacer. Me empiezo a preguntar si el hecho de que se pase todo el santo día tirada en la cama no tendrá algo que ver con su negativa a hablarle a su marido de mí.
Supongo que puede ver la sospecha en mis ojos, porque un día aparece de repente y me dice:
—Tengo una pesadilla que se repite un montón de veces. Sueño que tengo que volver a vivir en Sugar Ditch. Por eso me paso el día tumbada —acompaña las palabras con un gesto muy rápido con la cabeza, como si lo hubiera estado practicando—, porque no puedo dormir bien por la noche.
Le dedico una sonrisa de boba, como si me lo hubiera tragado, y sigo limpiando los espejos.
—No te esfuerces mucho, deja algunas manchas —me dice.
Siempre hay que dejar algo: espejos, suelos, un vaso sucio en el fregadero o el cubo de la basura hasta el borde.
—Tenemos que hacerlo creíble —comenta, y termino fregando cien veces ese vaso sucio. Me gustan las cosas limpias y ordenadas.
—¡Ojalá pudiera cuidar de esas azaleas que tenemos ahí fuera! —me dice un día Miss Celia.
Ahora le da por tumbarse en el sofá mientras veo mis series favoritas en la tele, y me interrumpe todo el rato. Llevo veinticuatro años enganchada a The Guiding Light, desde que tenía diez años y la seguía en la radio de mamá.
La emisión se interrumpe con un anuncio de detergente Dreft, y Miss Celia contempla a través de la ventana que da al patio cómo el jardinero de color barre las hojas muertas con un rastrillo. Tiene tantos arbustos de azalea en el jardín que cuando llegue la primavera se parecerá al de Lo que el viento se llevó. No me gustan las azaleas y, por supuesto, la película tampoco. La esclavitud parecía una gran fiesta, todo el día felices. Si yo hubiera hecho el papel de Mammy, le habría dicho a la señorita Escarlata que se podía meter todos sus retazos verdes por su culito blanco y que se hiciera ella sola su maldito vestido atrapahombres.
—Y sé que podría hacer florecer de nuevo ese rosal podándolo bien —añade Miss Celia—. Pero lo primero que haría sería cortar ese árbol de mimosa.
—¿Qué le pasa a la mimosa? —pregunto mientras paso la punta de la plancha por el cuello de una camisa de Mister Johnny.
Nunca he tenido una mata, y mucho menos un árbol, en mi jardín.
—No me gustan esas flores peludas. —Se queda con la mirada perdida, como si se le hubieran reblandecido los sesos—. Me recuerdan al pelo de los bebés.
Me pone de los nervios cuando habla así.
—¿Sabe usté mucho de flores?
—Me encantaba ocuparme de mis flores en Sugar Ditch —contesta tras soltar un suspiro—. Aprendí a cultivarlas con la esperanza de poder maquillar un poco la fealdad de aquel lugar.
—¡Pos salga ahí fuera! —le digo, intentando que no se me note muy exasperada—. Haga algo de ejercicio, tome el aire.
«Salga de aquí y déjeme hacer mi trabajo en paz», pienso para mis adentros.
—No —se lamenta Miss Celia—. No puedo andar por ahí fuera. Tengo que quedarme aquí.
Me empieza a irritar que nunca abandone la casa y el modo en que sonríe cuando entro por la puerta, como si la llegada de su criada por la mañana fuera lo mejor que le sucede en todo el día. Es como un picor, cada día intento quitármelo pero no puedo rascármelo, y cada día pica más. Cada día Miss Celia sigue ahí, incordiando.
—Quizá debería salir usté un poco y hacer amigas —le aconsejo—. Hay un montón de señoritas de su edad en la ciudá.
Frunce el ceño y me contesta:
—¡Ya lo he intentado! No te puedes imaginar cuántas veces he llamado a esas mujeres para ver si puedo ayudarlas con las colectas benéficas o hacer algo desde mi casa. Pero nunca me contestan. Ninguna.
Guardo silencio, porque la verdad es que no me sorprende. No hay más que ver sus tetas asomando por el escote y su cabello de color dorado.
—Entonces, salga de tiendas. Vaya a comprarse ropa nueva, a hacer lo que hacen las mujeres blancas cuando tienen a la criada en casa.
—No, creo que prefiero ir a descansar un rato —dice, y un par de minutos después oigo cómo arrastra los pies por las habitaciones vacías del piso de arriba.
Movida por el viento, una rama del árbol de mimosa golpea contra la ventana. Doy un respingo y me quemo el dedo. Cierro los ojos para tranquilizar mi corazón. Me quedan todavía noventa y cuatro días de tortura y no sé cómo aguantar un minuto más.
—Mami, hazme algo de comé, tengo hambre —me dijo anoche mi hija pequeña, Kindra, de seis años, con una mano en la cintura y un pie estirado.
Tengo cinco críos y me enorgullezco de haberles enseñado a decir «Sí, mamá» y «Por favor, mamá», antes incluso de que aprendieran a decir «galleta». A todos menos a ésta.
—No vas a comé na hasta la hora de la cena.
—¿Por qué eres tan mala conmigo? ¡Te «odio»! —me gritó y salió corriendo.
Miré al techo, porque no consigo acostumbrarme a estas respuestas, aunque he criado a cuatro antes que a ella. Cuando un hijo te dice que te odia, y todos pasan por esa etapa, es como si te dieran una patada en la boca del estómago.
Pero esta Kindra… ¡Ay, Señor! Empiezo a pensar que no es que esté pasando por una mala etapa. ¡Es que esta niña está saliendo como yo!
Estoy en la cocina de Miss Celia pensando en lo que pasó anoche, en Kindra y su lengua, en Benny y su asma, en mi marido Leroy, que la semana pasada volvió borracho a casa dos veces… Sabe que es lo único que no puedo soportar, después de haber tenido que aguantar las borracheras de mi padre durante dieciséis años. Mamá y yo partiéndonos la espalda para que no le faltara una botella que llevarse a la boca. Supongo que debería estar más enfadada con él, pero anoche, como para pedirme perdón, Leroy volvió a casa con una bolsa llena de ocra. Sabe que es mi comida favorita. Esta tarde pienso freírla rebozada en harina de maíz y comer como mi mamá nunca me dejó.
Ése no es el único lujo que pienso darme hoy. Es el primero de octubre y aquí estoy, pelando melocotones. La madre de Mister Johnny trajo dos cajas de México, melocotones grandes como pelotas de béisbol. Están maduros y son muy dulces. Su carne es tierna como la mantequilla. Nunca acepto las cosas que las señoritas blancas me ofrecen por caridad, porque sé muy bien que lo hacen para que les deba algo. Pero cuando Miss Celia me dijo que podía llevarme una docena de melocotones, no me lo pensé. Metí en una bolsa doce piezas. Cuando regrese a casa esta noche, voy a cenar ocra rebozada y de postre, pastel de melocotón.
Observo las mondas largas y aterciopeladas que se van acumulando en el fregadero de Miss Celia, sin prestarle atención a la entrada de la casa. Normalmente, cuando estoy en el fregadero de la cocina, planeo un modo de escapar de Mister Johnny. La cocina es el mejor lugar, porque desde la ventana se avista toda la calle. Los arbustos de azalea me mantienen oculta, pero puedo ver si alguien se acerca por detrás de ellos. Si viniera por la puerta principal, podría salir por la trasera y refugiarme en el garaje. Si apareciera por detrás, podría escaparme por la puerta de delante. Además, hay otra puerta en la cocina que da al salón, por si acaso. Pero con el jugo de los melocotones cayéndome por los brazos y medio ebria por el olor a mantequilla en la sartén, me encuentro como flotando en un sueño mientras pelo la fruta. No me doy cuenta de la camioneta azul que se acerca.
Cuando levanto la vista, el hombre ha recorrido ya la mitad del jardín. Puedo ver de reojo un trozo de camisa blanca de las que plancho todos los días y una pernera de unos pantalones color caqui como los que cuelgo en el armario de Mister Johnny. Ahogo un grito y el cuchillo se me cae en el fregadero.
—¡Miss Celia! —grito, mientras entro escopetada en su dormitorio—. ¡Mister Johnny ha venío!
Miss Celia salta de la cama más rápido de lo que nunca la había visto moverse. Me pongo a andar en círculo como una idiota. ¿Dónde me meto?, ¿adonde voy?, ¿qué ha pasado con mi plan de huida? Tomo una decisión: ¡el cuarto de baño de invitados!
Me meto dentro y cierro el pestillo. Me subo a la tapa del inodoro y me pongo en cuclillas para que no vea mis pies por debajo de la puerta. Hace calor y está muy oscuro. Siento que me arde la cabeza. El sudor me resbala por la barbilla y cae al suelo. Me mareo con el olor a jabón de gardenia del lavabo.
Oigo pasos y contengo la respiración.
Los pasos se detienen. Mi corazón retumba como un gato dentro de una secadora. ¿Y si Miss Celia finge que no me conoce para evitarse problemas? ¿Y si hace como si yo fuera una ladrona? ¡Demonios, cómo la odio! ¡Odio a esa idiota!
Escucho, pero sólo puedo oír mi respiración agitada y el bum, bum en mi pecho. Me duelen y crujen los tobillos de sostenerme en esta posición.
Mi vista se agudiza en la oscuridad. Pasado un minuto, puedo verme reflejada en el espejo que hay sobre el lavabo. ¡En cuclillas, como una idiota, sobre el váter de una blanca!
¡Mírate, Minny Jackson! ¡Mira lo que tienes que hacer para ganarte la vida!