Mientras espero en el porche del patio trasero en casa de esta blanca, me digo: «¡Muérdete la lengua, Minny! Trágate todo lo que te venga a la boca, y al trasero también. Compórtate como una criada que sólo hace lo que se le ordena». ¡Qué nerviosa estoy! Juro que no volveré a responder a nadie si me dan este trabajo.
Me estiro las medias, que se me han quedado arrugadas a la altura de los tobillos, un problema que tenemos las mujeres gordas y bajitas. Repaso lo que tengo que decir y lo que debo callarme, doy un paso y pulso el timbre.
La campana suena haciendo un largo ding-dong muy apropiado para esta gran mansión en medio del campo. Estoy delante de la puerta y me parece un castillo de ladrillo gris elevándose hacia el cielo, y también extendiéndose a izquierda y derecha. El césped del jardín está rodeado de bosque por todas partes. Si este lugar estuviera en un libro de cuentos, habría brujas de esas que se comen a los niños ocultas entre los árboles.
La puerta de servicio se abre y aparece Miss Marilyn Monroe, o algo parecido.
—¡Hola! Llegas puntual. Soy Celia, Celia Rae Foote.
La blanca me tiende la mano mientras la estudio con la mirada: aunque se da un aire a Marilyn, ésta no podría salir en las películas. Hay restos de harina en su peinado rubio, en sus pestañas postizas y por todo el traje pantalón (muy hortera, por cierto) que lleva puesto. A su alrededor se levanta una nube de polvo y me pregunto cómo podrá respirar embutida en esa ropa tan ajustada.
—Güenas, señora. Soy Minny Jackson. —Me arreglo el uniforme blanco en lugar de darle la mano, pues no quiero que me ensucie—. ¿Está cocinando algo?
—Una de esas tartas de frutas que salen en las revistas —suspira—. Pero no me está saliendo muy bien.
La sigo al interior de la casa y entonces me doy cuenta de que la harina sólo ha causado daños menores a Miss Celia Rae Foote. El resto de la cocina no ha tenido tanta suerte: las encimeras, el frigorífico de dos puertas y el robot de cocina están cubiertos por una capa de medio centímetro de harina, como si hubiera nevado. Un caos que sería suficiente para volver loca a cualquier criada. Todavía no me han dado el trabajo y ya estoy buscando un trapo en el fregadero.
—Supongo que todavía me queda mucho por aprender —comenta Miss Celia.
—Pos sí —digo, mordiéndome con fuerza la lengua.
«Minny —me digo—, no vaciles a esta blanca como hacías con la otra, que te estuviste metiendo con ella hasta que la llevaron al asilo».
Pero Miss Celia sonríe ante mi comentario mientras se lava los pegotes de harina de la mano en un fregadero lleno de platos. Me pregunto si no me habrá tocado otra sorda como Miss Walter. ¡Ya me gustaría!
—Parece que no consigo pillarle el truco a la cocina —murmura.
Aunque intenta hablar entre suspiros peliculeros a lo Marilyn, resulta evidente que es una mujer de pueblo, muy de pueblo. Bajo la vista y veo que la bruta de ella no lleva zapatillas, como los blancos pobres. Las señoritas blancas de verdad no andan por ahí descalzas.
Será quince o veinte años más joven que yo, tendrá unos veintidós o veintitrés, y es muy guapa, pero ¿por qué lleva todo ese pringue en la cara? Apuesto a que se pone el doble de maquillaje que las otras señoritas blancas. También tiene bastante más pecho que ellas. Lo tiene casi tan grande como el mío, pero luego está delgada en todas las partes en las que yo no lo estoy. Espero que le guste comer, porque soy buena cocinera y por eso me contrata la gente.
—¿Quieres beber algo? —me pregunta—. Siéntate y te traigo un refresco.
Ahora ya no tengo dudas: algo muy extraño está pasando aquí.
Cuando me llamó, hace tres días, le dije a mi marido: «Leroy, esta mujé tié que está loca. Tol mundo en la ciudad piensa que robé el candelabro de plata de Miss Walter. Y seguro que ella también lo sabe, porque la escuché hablando por teléfono con la vieja». «Los blancos son gente rara —me dijo Leroy—. ¿Quién sabe? Igual esa vieja le habló bien de ti».
Me quedo mirando a Miss Celia Rae Foote. Nunca en toda mi vida una mujer blanca me había pedido que me sentara y se había ofrecido para servirme un refresco. ¡Carajo! Me empiezo a preguntar si esta loca realmente quiere una asistenta o si me ha hecho venir hasta aquí sólo por diversión.
—Igual es mejó que me enseñe la casa primero, señora.
Sonríe como si nunca se le hubiera pasado por esa cabeza llena de laca que debería enseñarme la casa que se supone que tengo que limpiar.
—¡Anda! ¡Vale! Ven conmigo, Maxie. Primero te enseñaré nuestro magnífico comedor.
—Me llamo Minny —la corrijo muy despacito.
Puede que no esté sorda o chiflada. Igual simplemente es idiota. Un rayo de esperanza vuelve a brillar en mí.
La sigo mientras recorre ese estercolero de casa sin parar de hablar. Hay diez habitaciones en la planta baja, y en una tienen un oso pardo disecado que parece haber devorado a la última asistenta y estar esperando a la siguiente. En la pared hay enmarcada una antigua bandera confederada medio quemada y en la mesa se expone una pistola de plata con el nombre del general de la Confederación John Foote grabado en la culata. Apuesto a que el tatarabuelo Foote asustó a unos cuantos esclavos con ella.
Seguimos el recorrido y me doy cuenta de que es una bonita casa de blancos, pero también de que es, con diferencia, la más grande en la que he estado y de que está llena de suelos sucios y alfombras polvorientas. Los ilusos que no tienen ni idea de esto dirían que la mitad de las cosas están para tirar, pero yo sé reconocer una antigüedad cuando la veo. He trabajado en muchas casas de gente elegante. Sólo espero que estos blancos no sean tan de pueblo como para no tener aspiradora.
—La madre de Johnny no me deja cambiar la decoración. Yo tengo otro estilo: quitaría todas estas antiguallas y pondría alfombras blancas y adornos dorados en toda la casa.
—¿De ande es usté? —le pregunto.
—Soy de… Sugar Ditch —contesta, bajando un poco la voz.
Sugar Ditch es lo peor que puedes encontrar en Misisipi, y puede que en todo Estados Unidos. Está en el condado de Túnica, cerca de Memphis. Una vez vi fotos del lugar en el periódico. Era todo chabolas de alquiler, y hasta los niños blancos parecía que no habían comido en semanas.
—Es la primera vez que tengo una asistenta —dice Miss Celia forzando una sonrisa.
—Pos ya era hora, porque la necesitaba.
¡Esa boca, Minny!
—Me alegró mucho que Miss Walter te recomendara. Me lo contó todo de ti. Dice que eres la mejor cocinera de la ciudad.
Esto no tiene sentido. ¡Después de lo que le hice a Miss Hilly delante de las narices de Miss Walter!
—¿Le contó… algo más sobre mí?
Pero Miss Celia ya está subiendo las enormes escaleras en curva. La sigo al piso de arriba y llego a un amplio recibidor iluminado por la luz del sol que entra por las ventanas. Aunque hay dos dormitorios amarillos para niñas y uno verde y otro azul para niños, está claro que en esta casa no viven críos. Sólo hay polvo.
—Tenemos cinco dormitorios y cinco cuartos de baño en la casa principal. —Señala hacia la ventana y veo que detrás de una enorme piscina azul hay «otra» casa. Se me acelera el corazón—. Aquélla es la casita de la piscina.
En mi situación, aceptaría cualquier trabajo, pero limpiar una casa como ésta tiene que estar bien pagado. Tener mucha faena no me preocupa, no me asusta trabajar.
—¿Cuándo van a tené críos pa llená estas camitas? —intento sonreír y parecer amistosa.
—¡Oh! Vamos a tener hijos, sí… —traga saliva y se mueve nerviosa—. ¡Claro! Los niños son lo único que merece la pena en esta vida.
Baja la vista y se queda mirando al suelo. Tras un segundo se dirige de nuevo hacia las escaleras. La sigo y me doy cuenta de que se agarra con fuerza a la barandilla, como si tuviera miedo de caerse.
De regreso al comedor, Miss Celia empieza a menear la cabeza.
—Como has visto, hay mucho que hacer —dice—. Todos los dormitorios, los suelos…
—Sí, señora. Tienen ustedes una casa mu grande —comento, pensando que si viera la mía, con un catre en el salón y un solo cuarto de baño para seis traseros, echaría a correr—. Pero yo tengo mucha energía.
—… y además hay que limpiar toda esta plata.
Abre un armario del tamaño del salón de mi casa y coloca una vela que se ha caído de un candelabro. ¡Ahora entiendo por qué parece tan indecisa y preocupada!
Después de que toda la ciudad se tragara las mentiras de Miss Hilly, tres señoritas seguidas me colgaron el teléfono en cuanto dije mi nombre, así que me preparo para recibir el golpe. «Dilo, mujer —pienso para mis adentros—. Di lo que estás pensando sobre tu plata y yo». Siento deseos de llorar al pensar en lo mucho que necesito este trabajo y en todo lo que ha hecho Miss Hilly para que no me lo den. Me pongo a mirar por la ventana, esperando y rezando para que la entrevista no termine aquí.
—Sé lo que estás pensando —dice ella por fin—. Esas ventanas son demasiado altas. Nunca he intentado limpiarlas.
Vuelvo a respirar. ¡Carajo! Las ventanas son para mí un tema mucho más agradable que la plata.
—No me asustan las ventanas. Limpiaba de arriba abajo las de Miss Walter una vez al mes.
—Su casa, ¿es de una planta o de dos?
—Bueno, sólo tenía una… Pero había mucha faena. Las casas antiguas tienen muchos recovecos, ya sabe.
Finalmente, regresamos a la cocina. Las dos miramos hacia la mesa de desayuno, pero ninguna se sienta. Me estoy poniendo tan nerviosa preguntándome qué piensa de mí, que empiezo a sudar.
—Tiene una casa mu grande y preciosa —digo—. Aquí, en medio del campo… Hay mucho trabajo que hacé.
Empieza a juguetear con su anillo de casada.
—Supongo que la casa de Miss Walter era bastante más fácil de limpiar que ésta. A ver, ahora sólo estamos nosotros dos, pero cuando tengamos hijos…
—¿Tiene… esto… otras candidatas pal trabajo?
Suspira y dice:
—Por aquí han pasado un montón. El problema es que todavía no he encontrado… a la apropiada.
Se muerde las uñas y mueve los ojos nerviosa.
Supongo que ahora me va a decir que yo tampoco soy la apropiada, pero se queda callada y seguimos de pie respirando la harina que flota en el aire. Por fin, me decido a jugar mi última carta y, en voz muy baja, disparo mi último cartucho:
—¿Sabe? La verdá es que dejé de trabajá pa Miss Walter porque se fue a un asilo, no porque me despidieran.
Ella agacha la cabeza y contempla sus pies descalzos y ahora llenos de polvo porque no ha barrido el suelo desde que se instaló en este sucio caserón. Está claro que esta mujer no me quiere.
—Bueno —dice—. Te agradezco que hayas venido hasta aquí. ¿Quieres que te dé algo de dinero por la gasolina?
Recojo mi bolso y me lo coloco bajo el sobaco. Me dirige una sonrisa alegre y me gustaría borrársela de un puñetazo. ¡Maldita Hilly Holbrook!
—No, señora, no hace falta.
—Sabía que iba a ser difícil encontrar a alguien, pero…
Me quedo allí contemplando cómo se hace la compungida mientras pienso: «No ha funcionado con esta mujer, tengo que decirle a Leroy que deberíamos irnos a vivir al Polo Norte con Santa Claus, donde todavía no han llegado los embustes que Hilly cuenta sobre mí».
—… si estuviera en tu lugar, yo tampoco querría limpiar una casa tan grande.
La miro fijamente a los ojos. Ahora se está pasando un poco con sus excusas, pretendiendo que Minny no consigue el trabajo porque Minny «no quiere» el trabajo.
—¿Acaso he dicho que no quiera limpiá esta casa?
—No, si yo lo comprendo… Ya son cinco las asistentas que me han dicho que es demasiado trabajo.
Bajo la cabeza para mirar mi propio cuerpo. Mis setenta y cinco kilos y mi metro y medio están a punto de reventar el uniforme de rabia.
—¿Demasiao pa mí?
La mujer pestañea durante un segundo, incrédula.
—¿Lo… lo harías?
—¿Pa qué se piensa que he venío hasta aquí? ¿Pa gastá gasolina? —Cierro mi bocaza de golpe. «No lo estropees ahora, Minny. Te está ofreciendo un tra-ba-jo»—. Miss Celia, me encantaría trabajá pa usté.
La loca de ella sonríe y se acerca a mí dispuesta a abrazarme, pero yo retrocedo un paso para dejarle claro que conmigo no se hacen esas cosas.
—Espere un momento, primero tenemos que hablá de algunas cosas. Tiene que decirme qué días quiere que venga… y ese tipo de cosas, ya sabe.
«Como cuánto vas a pagarme, blanquita», pienso.
—Pues… puedes venir cuando te apetezca —dice.
—Con Miss Walter trabajaba de domingo a viernes.
Miss Celia se arranca otro trocito de uña con los dientes y me dice:
—Los fines de semana no puedes venir.
—Está bien. —Necesito trabajar todo lo posible, pero igual más adelante me deja venir para servir en alguna fiesta o lo que sea—. Entonces, de lunes a viernes. ¿A qué hora quiere que esté aquí por la mañana?
—¿A qué hora quieres venir?
Nunca me habían dejado elegir estas cosas. Entrecierro los ojos.
—¿Qué tal a las ocho? Es cuando entraba a trabajá en casa de Miss Walter.
—¡Vale! Las ocho está bien —dice, y se queda callada, como esperando mi próximo movimiento.
—Ahora se supone que tiene que decirme a qué hora pueo marcharme.
—¿A qué hora? —pregunta Celia.
Pongo los ojos en blanco.
—Miss Celia, ¡se supone que usté es quien debe decidirlo! Así se hacen las cosas.
Traga saliva, como si de verdad le estuviera costando entenderlo. Sólo quiero terminar con esto cuanto antes, no vaya a ser que la mujer cambie de opinión.
—¿Qué le parece a las cuatro? —propongo—. Trabajaré de ocho a cuatro, con un descanso pa almorzá o lo que sea.
—Me parece bien.
—Ahora… tenemos que hablá del sueldo —digo, retorciendo los dedos de los pies en mis zapatos. No creo que esta mujer ofrezca mucho cuando cinco asistentas antes que yo han rechazado el trabajo.
Ninguna de las dos abre la boca.
—Vamos, Miss Celia. ¿Cuánto le ha dicho su marío que puede pagarme?
Dirige la vista al robot de cocina, que estoy convencida de que no sabe utilizar, y dice:
—Johnny no lo sabe.
—Bueno, entonces pregúntele esta noche cuánto está dispuesto a pagá.
—No. Johnny no sabe que quiero contratar una asistenta.
Agacha la cabeza hasta que la barbilla toca con el pecho.
—¿Qué quiere decí con eso de que no lo sabe?
—Que no voy a decírselo —comenta, abriendo mucho los ojos azules, como si le tuviera un miedo mortal a su marido.
—¿Y qué va a hacé Mister Johnny si vuelve a casa y se encuentra a una mujé de coló en su cocina?
—Lo siento, es que no puedo…
—Le diré lo que va a hacé su marío: agarrará la pistola de su abuelo y le pegará un tiro a Minny aquí mismo, sobre este suelo de vinilo.
Miss Celia sacude la cabeza y añade:
—¡Pero si no voy a contárselo!
—Entonces es mejó que me marche —digo.
¡Mierda! Sabía que algo iba a salir mal. Desde que entré por esa puerta me di cuenta de que esta mujer estaba chiflada.
—Yo no quiero mentirle a mi marido, pero necesito una asistenta…
—¡Claro que necesita una asistenta! Porque seguro que a la última que tuvo, su marío le pegó un tiro…
—Él nunca vuelve a casa durante el día. Sólo tienes que hacer las tareas de limpieza más pesadas y enseñarme a preparar la cena. No serán más que unos meses…
Un olor a quemado me invade la nariz. Veo una humareda que sale del horno.
—Y luego, ¿qué? Cuando pasen esos meses, ¿va a despedirme?
—Después… después se lo contaré a mi marido —dice, pero sólo de pensarlo frunce el ceño—. Por favor, quiero que piense que soy capaz de llevar la casa yo sola. Quiero que piense… que todas las molestias que le causo merecen la pena.
—Miss Celia —meneo la cabeza, sin creerme que ya estoy discutiendo con esta mujer y no llevo ni dos minutos trabajando para ella—, creo que se le está quemando la tarta.
Agarra un trapo, se dirige a todo correr al horno e intenta sacar como puede el postre que estaba preparando.
—¡Ayyy! ¡Me cago en la leche!
Dejo el bolso y la aparto de en medio.
—Miss Celia, no se pué agarrá una fuente caliente con un trapo mojado.
Con un paño seco, saco la tarta quemada a la calle, posándola en las escaleras de cemento.
Miss Celia mira la quemadura que se ha hecho en la mano.
—Miss Walter dice que eres una cocinera muy buena.
—Esa señora se come un par de judías y dice que ya está llena. No pude conseguí que comiera na.
—¿Cuánto te pagaba?
—Un dólar la hora —contesto, sintiéndome un poco avergonzada: cinco años trabajando para ella y ni siquiera me pagaba el salario mínimo.
—Te pagaré dos dólares.
Siento que me quedo sin aire.
—¿A qué hora sale de casa Mister Johnny por las mañanas? —pregunto, limpiando la barra de mantequilla que se derrite sobre la encimera, pues ni siquiera tiene un plato debajo.
—A las seis. No aguanta quedarse mucho tiempo vagueando en casa. A eso de las cinco de la tarde vuelve de su oficina en la agencia inmobiliaria.
Hago mis cálculos e incluso aunque sean menos horas de trabajo, está muy bien pagado. Claro que si me pegan un tiro, no podré cobrar.
—Entonces, me marcharé a las tres, así tengo dos horas de margen pa asegurarme de que no me lo encuentro en el camino.
—¡Muy bien! —exclama ella—. Más vale prevenir.
En las escaleras de afuera, Miss Celia mete la tarta quemada en una bolsa de papel.
—Tendré que enterrar esto en el fondo del cubo de la basura para que no se entere de que se me ha vuelto a quemar algo.
Le arrebato la bolsa.
—Mister Johnny no verá na. Ya la tiro yo en mi casa.
—¡Caray! ¡Gracias!
Miss Celia mueve la cabeza como si se tratara de la cosa más amable que alguien haya hecho por ella nunca. Salgo hacia el coche y la dejo en la mesa, feliz, apoyando la barbilla sobre los puños.
Me encajo en el hundido asiento del Ford por el que Leroy todavía paga doce dólares semanales a su jefe. Me siento aliviada. Por fin he encontrado un trabajo. No tendré que mudarme al Polo Norte. ¡Santa Claus se va a llevar un chasco!
—Sienta tu trasero aquí, Minny, porque voy a enseñarte las reglas de oro pa trabajá en casa de una señorita blanca.
En aquel entonces yo tenía catorce años. Me senté a la mesita de madera de la cocina de mi mamita y miraba cómo una tarta de caramelo se enfriaba en una bandeja, esperando el momento de meterla en la nevera. Mi cumpleaños era el único día del año en el que me permitían comer todo lo que quisiera.
Estaba a punto de abandonar la escuela y empezar mi primer trabajo de verdad. Mi mamita quería que continuara estudiando hasta llegar a noveno. A ella le habría gustado ser maestra en lugar de pasarse la vida sirviendo en casa de Miss Woodra. Pero con el problema de corazón de mi hermana y con el borracho de mi padre, sólo quedábamos ella y yo. Ya había aprendido a hacer las tareas de la casa. Al volver de la escuela, me encargaba de cocinar y limpiar. Pero, ahora que iba a ir a trabajar en casa de otras personas, ¿quién se iba a ocupar de la nuestra?
Mi madre me rodeó por los hombros y me giró para que la mirara a ella y no a la tarta. Mamá era una negrera, pero era muy noble, nunca se llevaba nada de nadie. Movió el dedo tan cerca de mi cara que me hizo bizquear.
—La primera regla cuando trabajas pa una señorita blanca, Minny: Na es de tu incumbencia. No metas las narices en los problemas de la blanca ni vayas a llorarle con los tuyos… ¿Que no te llega pa pagá la factura de la luz? ¿Que te duelen los pies? ¡Te callas! Recuerda una cosa: los blancos no son tus amigos. No les interesa escuchá tus penas. Y si una señorita blanca sorprende a su marío con la vecina, no se te ocurra meterte por medio, ¿me oyes?
»Regla número dos: Nunca dejes que la señorita blanca te pille utilizando su cuarto de baño. No importa si tiés tantas ganas de meá que se te va a salí el pis por las orejas. Si no hay un retrete pal servicio en el jardín, te aguantas hasta que la señorita no esté en casa y entonces utilizas el lavabo que ella no use habitualmente.
»Regla número tres. —Mamá me giró la barbilla para que volviera a mirarla porque la tarta me había hipnotizado de nuevo—. Regla número tres: Cuando estés cocinando pa los blancos, prueba la comida con una cuchara diferente. Si te llevas a la boca la cuchara y no hay nadie mirando, puedes devolverla a la cazuela, pero lo mejó es tirarla al fregadero.
»Regla número cuatro: Usa la misma taza, el mismo tenedó y el mismo plato tos los días. Guárdalos en un armario separao y dile a la señorita blanca que son los que vas a utilizá de ahora en adelante.
»Regla número cinco: Come en la cocina.
»Regla número seis: No pegues a sus hijos. A los blancos les gusta dar ellos mismos las bofetadas.
»Regla número siete: Ésta es la última, Minny. ¿Me estás escuchando? No respondas nunca a una blanca.
—Mamá, ya sé cómo…
—Mira, cuando crees que no estoy escuchando, te oigo cómo murmuras si te mando limpiá la estufa o cómo protestas cuando a la pobre Minny le toca el trozo más pequeño de pollo. Si le respondes a una blanca, no tardarás en estar en la calle.
Había visto cómo actuaba mi madre cuando Miss Woodra la acercaba a casa, todos esos «Sí, señora», «No, señora», «¡Cómo se lo agradezco, señora!». ¿Por qué tenía yo que terminar así? Yo sé cómo plantarle cara a la gente.
—Ahora, ven aquí y dale un abrazo a tu mamita, que es tu cumpleaños. ¡Dios mío! Pesas casi tanto como una casa, Minny.
—No he comido na en todo el día, ¿cuándo me vas a dar mi tarta?
—No digas «na», ahora tienes que hablar bien. No te he educado para que hables como una burra.
Mi primer día en casa de la señorita blanca, comí mi bocadillo de jamón en la cocina y puse el plato en el espacio reservado para mí en el armario. Cuando su maldita mocosa me robó el bolso y lo escondió en el horno, no le calenté el trasero. Pero cuando la señorita blanca dijo:
—Ahora quiero asegurarme de que primero lavas a mano toda la ropa y luego la pones en la lavadora para terminar la colada.
Le contesté:
—¿Por qué tengo que lavarla a mano si se puede meté en la lavadora? Es la mayor pérdida de tiempo que he oído en mi vida.
La señorita blanca me sonrió y, cinco minutos más tarde, me puso de patitas en la calle.
Con el trabajo para Miss Celia, podré ver a mis hijos marcharse a la escuela por la mañana y tener algo de tiempo para mí cuando vuelva a casa por la tarde. No me echo una siesta desde que nació Kindra en 1957, pero con este horario de ocho a tres podré dormir todos los días si me apetece. Como no hay ningún autobús que pase por casa de Miss Celia, tendré que usar el coche de Leroy.
—No te vas a llevá mi carro tos los días, mujé. ¿Qué pasa si tengo turno de mañana y necesito…?
—Me van a pagá setenta dólares limpios tos los viernes, Leroy.
—Creo que podré usá la bici de Sugar.
El martes, el día después de la entrevista, aparco el coche en la cuneta de la carretera que lleva a casa de Miss Celia, detrás de una curva para que no quede a la vista. Recorro a paso ligero la calle vacía y el jardín sin cruzarme con otro coche.
—¡Ya estoy aquí, Miss Celia!
Asomo la cabeza a su dormitorio esa primera mañana y allí está ella, sentada en la cama, perfectamente maquillada y con su camisón ajustado de los viernes, a pesar de que hoy es martes. Lee esa mierda del Hollywood Digest como si fuera la Biblia.
—¡Buenos días, Minny! ¡Qué alegría verte! —contesta y se me eriza el pelo al escuchar a una mujer blanca siendo tan amable.
Echo un vistazo al dormitorio, calculando el trabajo que me espera. Es grande, con una alfombra de color crema, una cama de matrimonio amarilla con baldaquino y dos sillones del mismo color. Está todo muy ordenado: no hay ropas tiradas por el suelo, la colcha se encuentra bien puesta debajo de la señorita y la manta, perfectamente doblada sobre el sillón. Pero miro, observo y puedo sentirlo: hay algo que no encaja.
—¿Cuándo comenzamos con la primera lección de cocina? —me pregunta—. ¿Empezamos hoy?
—Supongo que dentro de unos días, cuando haya ido usté a la tienda y comprao lo que necesitamos.
Reflexiona unos momentos y replica:
—Quizá deberías ir tú, Minny, porque sabes mejor lo que hay que comprar y todo eso.
La contemplo. A casi todas las mujeres blancas les gusta hacer ellas mismas la compra.
—Está bien, haré la compra por la mañana.
Veo que ha colocado una alfombrilla rosa de pelo largo sobre la alfombra, junto a la puerta del cuarto de baño, un poco descentrada. No soy decoradora, pero sé que una alfombrilla rosa no encaja en una habitación amarilla.
—Miss Celia, antes de ponerme manos a la obra, quiero sabé cuándo piensa hablarle de mí a Mister Johnny.
Contempla la revista que tiene en sus rodillas y dice:
—Dentro de unos meses, supongo. Cuando sepa cocinar y todo eso…
—Pero con «unos meses», ¿se refiere a dos?
Se muerde el labio repleto de carmín y responde:
—Bueno, calculo que serán algo así como… cuatro.
¿Qué? No pienso trabajar durante cuatro meses como una fugitiva.
—¿No se lo va a decí hasta 1963? No, señora. Tié que hacerlo antes de Navidá.
—Está bien. Pero justo antes —suspira.
Echo mis cuentas y digo:
—Eso son ciento… ciento dieciséis días. Tié que decírselo dentro de ciento dieciséis días.
Frunce el ceño, preocupada. Seguro que no se esperaba que la criada fuera tan buena con las matemáticas.
—De acuerdo —asiente por fin.
Después le pido que se vaya al salón para que yo pueda trabajar en este cuarto. Cuando ha salido, ojeo la habitación, que parece muy ordenada. Muy despacio, abro el armario y, tal como me suponía, cuarenta y cinco trastos me caen en la cabeza. Luego, miro debajo de la cama y veo tanta ropa sucia que apuesto a que no ha hecho la colada en varios meses.
Cada cajón es un desastre, hasta el rincón más escondido está lleno de ropa sucia y montañas de medias. Me encuentro quince cajas de camisas nuevas para que Mister Johnny no descubra que su esposa no sabe lavar y planchar la ropa. Por último, levanto esa peculiar alfombrilla rosa. Debajo hay una gran mancha del color del óxido. Me pongo a temblar.
Por la tarde, Miss Celia y yo hacemos una lista de lo que vamos a cocinar esa semana, y a la mañana siguiente hago la compra. Tardo el doble en llegar al trabajo, porque debo conducir hasta el supermercado Jitney Jungle en el centro de la ciudad al que van los blancos, en lugar de comprar en el Piggly Wiggly que queda cerca de mi casa. Me imagino que a la señorita no le agradará la comida de un supermercado de color, y la verdad es que no la culpo, conociendo esas patatas con brotes de un par de centímetros y la leche agria. Cuando llego a casa de Miss Celia, me preparo para recibir una bronca por el retraso, pero me encuentro a la señorita en la cama, igual que ayer, sonriendo como si no le importara nada. Se ha arreglado, aunque no va a salir. Se queda cinco horas ahí sentada leyendo revistas. Sólo la veo levantarse para tomarse un vaso de leche o para mear. Pero no hago preguntas, yo sólo soy la criada.
Después de limpiar la cocina, empiezo con el salón. Me detengo en la puerta y me quedo contemplando a ese oso pardo. Mide dos metros y enseña los dientes. Tiene unas garras largas y curvas, de aspecto aterrador. A sus pies hay un cuchillo de caza con el mango de hueso. Me acerco y compruebo que tiene el pelo enmarañado y lleno de polvo. Hay una telaraña entre sus colmillos.
Primero, intento sacarle el polvo a escobazos, pero es muy espeso y está enredado entre el pelo, así que sólo consigo removerlo. Agarro un paño y trato de limpiarlo, pero me pincho cada vez que esos pelos duros como alambres me rozan la mano. ¡Blancos! A ver, he limpiado de todo, desde frigoríficos a guardabarros de coches, pero ¿qué le hace pensar a esta blanca que sé cómo limpiar un maldito oso disecado?
Voy por la aspiradora. La paso por el oso y, a excepción de algunas partes en las que le he dado muy fuerte y le he hecho unas calvas, creo que la suciedad ha salido bastante bien.
Una vez que he terminado con el oso, limpio el polvo de los malditos libros que nadie lee, los botones confederados y la pistola de plata. En una mesita hay una foto con marco dorado de Miss Celia y Mister Johnny en el altar. Me acerco para ver qué clase de hombre es su marido, esperando que sea gordo y patizambo por si me toca escapar de él, pero para nada. Es fuerte, alto y delgado. El caso es que no me resulta extraño. ¡Dios mío! ¡Es el que estuvo saliendo con Miss Hilly todos esos años cuando empecé a trabajar para Miss Walter! Nunca lo conocí, pero le vi suficientes veces como para estar segura de lo que digo. Me da un escalofrío y mis temores se triplican. Ese dato dice más sobre él que cualquier otra cosa.
A la una en punto, Miss Celia aparece en la cocina y me dice que está lista para su primera clase. Se sienta en un taburete. Lleva un jersey rojo ajustado, una falda del mismo color y maquillaje de sobra para dejar a una ramera a la altura del barro.
—Vale. ¿Qué sabe cociná? —le pregunto.
Se lo piensa, arruga la frente y responde:
—Creo que lo mejor será empezar por lo básico.
—¡Pero algo debe de sabé usté! ¿Qué le enseñó su madre de pequeña?
Baja la vista a sus pies embutidos en las medias y dice:
—Sé freír tortitas de maíz.
No puedo evitar reírme.
—Además de las tortitas de maíz, ¿qué otra cosa sabe hacé?
—Sé cocer patatas. —Su voz cada vez suena más bajito—. Y también hago gachas. Donde yo vivía no había electricidad, ¿sabes? Pero estoy lista para aprender a utilizar una cocina de verdad.
¡Dios mío! Nunca había conocido a una persona más miserable que yo, quitando a Mister Wally, ese desequilibrado que vive detrás del colmado de Cantón y se alimenta de comida para gatos.
—¿Le da de comé gachas y tortitas de maíz a su marío tos los días?
Asiente con un gesto de la cabeza.
—Pero me vas a enseñar a cocinar bien, ¿verdad que sí?
—Haré lo que pueda —digo, aunque nunca antes en mi vida me he encontrado en la situación de tener que decirle a una mujer blanca lo que tiene que hacer, y no sé por dónde empezar.
Me arremango y me pongo a pensar. Por último, señalo una lata que hay en la encimera.
—Supongo que si existe algo que debe aprendé sobre cocina, es a usá eso.
—Pero eso es manteca, ¿no?
—No, no es sólo manteca. Es el invento más importante pa la cocina desde los botes de mayonesa.
—Pero ¿qué tiene de especial la grasa de cerdo? —pregunta, con la nariz arrugada.
—No es de cerdo. ¡Es vegetal! —¿Cómo es posible que haya alguien que no conozca el Crisco?—. ¿Tiene idea de la cantidá de cosas que se pueden hacé con el contenido de esta lata?
—¿Freír? —aventura, encogiéndose de hombros.
—No sólo freí. ¿Alguna vez se le ha quedao algo pegajoso, chicle por ejemplo, en el pelo? —tamborileo con los dedos sobre la lata—. ¡Se quita con Crisco! Y si lo pone en el culito de un niño, nunca se le irritará por los pañales. —Echo tres cucharadas en la sartén y añado—: ¡Leches! He conocío a mujeres que se lo untaban debajo de los ojos pa las patas de gallo, y otras que lo utilizaban pa las durezas de los pies de sus maríos…
—¡Mira qué bonito es! —dice—. Se parece a la nata de las tartas.
—… Y también quita los restos de las etiquetas que se quedan pegaos en la ropa, hace que las bisagras no chirríen… Si se va la luz, le pones una mecha y pués utilizarlo como vela. —Enciendo el fuego y contemplamos cómo se derrite en la sartén—. ¡Y además de to eso, sirve pa freí pollo!
—De acuerdo —dice, muy concentrada—. ¿Cuál es el siguiente paso?
—He dejao el pollo en remojo con suero de leche —le explico—. Ahora mezclo las especias.
Pongo harina, sal, un poco más de sal, pimienta negra, pimentón dulce y una cayena en una bolsa de papel doblada.
—Ahora, meta los trozos de pollo en la bolsa y agítela.
Miss Celia pone un trozo de pollo crudo dentro de la bolsa y la sacude.
—¿Así? ¿Como el anuncio de rebozados Shake 'N Bake que ponen en la tele?
—¡Eso es! —digo, mordiéndome la lengua.
Si eso no es un insulto, no sé qué es. «¡Como el anuncio de rebozados Shake 'N Bake!», dice la tía. De repente, me quedo helada al oír el sonido de un motor en la carretera. Sin atreverme a mover un pelo, escucho. Veo que los ojos de Miss Celia se abren como platos y que también está escuchando. Las dos pensamos lo mismo: ¿Y si es él? ¿Dónde voy a esconderme?
El sonido del motor se aleja, y las dos volvemos a respirar.
—Miss Celia —rechino los dientes—, ¿cómo es posible que no le cuente a su marío que tiene una asistenta? ¿No se va a dar él cuenta cuando vea que la comida mejora?
—¡Anda! No se me había ocurrido. Igual es preferible dejar que el pollo se queme un poco.
La miro de soslayo. No pienso quemar el pollo. No ha contestado a mi pregunta, pero no tardaré en sonsacarle la verdad.
Con mucho cuidado, pongo los trozos de pollo, ahora oscuros por el rebozado, en la sartén. Empiezan a crepitar como una canción, y nos quedamos mirando cómo las pechugas y los muslos se van tostando. Levanto la mirada y descubro que Miss Celia me contempla con una sonrisa de alelada.
—¿Qué pasa? ¿Tengo monos en la cara?
—No —dice, a punto de saltársele las lágrimas. Me toma del brazo y añade—: ¡Qué suerte tengo de que estés conmigo!
Retiro mi brazo y le digo:
—Miss Celia, hay muchas cosas por las que debería dar grasias a Dios, no sólo por mí.
—Lo sé. —Mira su despampanante cocina como si fuera algo que le sabe mal—. Nunca soñé que tendría todo esto.
—Bueno, ¿no es usté feliz?
—Nunca he sido más feliz en toda mi vida.
Lo dejo ahí. Bajo toda esa felicidad, está claro que no es feliz.
Esa noche llamo a Aibileen.
—Miss Hilly estuvo en casa de Miss Leefolt ayer —me dice mi amiga—. Preguntó si alguien sabía dónde trabajas ahora.
—¡Ay, Dios! Si lo descubre, lo echará to a perdé, seguro.
Han pasado dos semanas desde que hice la terrible trastada a esa mujer. Seguro que le encantaría ver cómo me despiden.
—¿Qué dijo Leroy cuando le contaste que te dieron el trabajo? —me pregunta Aibileen.
—¡Carajo! Se puso a montá el numerito, haciéndose el chulo en la cocina como un gallito porque los niños estaban delante. Ya sabes, pa demostrá que él es el único que mantiene esta familia y que yo sólo hago esto pa entretenerme porque, ¡pobrecita de mí!, me aburro tol día metía en casa. Pero fíjate: más tarde, en la cama, el machito que tengo por marío casi se echa a llorar.
—Leroy es muy orgulloso —dice Aibileen entre risas.
—¡Sí, señora! Lo único que me preocupa es que ese Mister Johnny no me pille en su casa.
—¿Y la mujé no te ha dicho por qué no quiere que su marío lo sepa?
—Quiere que él piense que puede hacé la comida y limpiá ella solita. Pero no creo que se trate de eso. Le debe de está ocultando algo.
—¿No es gracioso? Miss Celia no puede contárselo a nadie porque su marío se enteraría. Así que Miss Hilly no podrá descubrirlo, porque Miss Celia lo guarda en secreto. Si lo hubieras hecho a propósito, no te habría salió mejó.
—Pos sí —es lo único que contesto.
No quiero parecer una desagradecida, porque Aibileen fue quien me encontró el trabajo, pero no puedo evitar pensar que ahora tengo dos problemas: Miss Hilly y Mister Johnny.
—Minny, quería preguntarte una cosa —Aibileen carraspea—. ¿Conoces a Miss Skeeter?
—¿Una mu alta que solía pasarse por casa de Miss Walter pa jugá a las cartas?
—Esa misma. ¿Qué tal te cae?
—Pos no sé. Es una blanca, como las otras. ¿Por qué? ¿Qué te ha dicho de mí?
—No ha dicho na sobre ti. Te lo comento porque… es que hace unas semanas… No sé por qué sigo pensando en ello. La cosa es que me preguntó algo. Me dijo si no quería cambiá las cosas. Las mujeres blancas nunca hacen ese tipo de…
De repente, Leroy sale del dormitorio dando un portazo y pide su café antes de marcharse al turno de noche.
—¡Mierda! Mi hombre se ha levantao ya —digo—. Cuéntame, rápido.
—Na, no merece la pena. No tiene importancia.
—¿Qué? ¿Qué pasó? ¿Qué te dijo esa mujé?
—Na, sólo tonterías. Cosas sin sentío.