Aunque vivo aquí, nunca me imaginé que la ciudad de Jackson, en Misisipi, tuviera doscientos mil habitantes. Cuando leí este dato en el periódico me pregunté: ¿Dónde se mete toda esa gente?, ¿bajo tierra? Yo conozco a casi todos los de este lado del puente, y también a un montón de familias blancas, y puedo aseguraros que no llegan a doscientos mil ni de lejos.
Seis días a la semana tomo el autobús que cruza el puente Woodrow Wilson para llegar al distrito en el que viven Miss Leefolt y todas sus amigas blancas, un barrio llamado Belhaven. Junto a Belhaven está el centro de la ciudad y el Capitolio, la sede del gobierno estatal. Aunque nunca he entrado, es un edificio muy grande y bonito visto por fuera. Me pregunto cuánto pagarán por limpiar ese lugar.
Más allá de Belhaven, siguiendo la carretera, está el vecindario blanco de Woodland Hills, y después empieza el bosque de Sherwood, con kilómetros de enormes robles llenos de musgo pegado en la corteza. Todavía está sin habitar, pero ahí lo tienen los blancos para cuando quieran mudarse a un sitio nuevo. Luego viene el campo, donde vive Miss Skeeter en la plantación de algodón de Longleaf. Ella no lo sabe, pero yo estuve allí recogiendo algodón en 1931, durante la Gran Depresión, cuando no teníamos nada para comer, sólo el queso que nos daba el gobierno.
Así pues, Jackson es una sucesión de barrios blancos a los que se suman los nuevos vecindarios que van surgiendo a lo largo de la carretera. La parte negra de la ciudad, nuestro enorme hormiguero, se encuentra rodeada de terrenos municipales que no están en venta. Aunque nuestro número aumenta, no podemos expandirnos, y nuestra porción de la ciudad se nos va quedando cada vez más pequeña.
Esta tarde he tomado el bus número 6, que va de Belhaven a Farrish Street. En el autobús sólo hay sirvientas que regresamos a casa con nuestros uniformes blancos. Charlamos y nos reímos en voz alta, como si el vehículo fuera nuestro. Lo hacemos no porque nos dé igual que haya blancos en el autobús (gracias a la señora Parks, ahora podemos sentarnos donde queremos), sino porque somos todas buenas amigas.
Veo a Minny en medio del asiento del fondo del autobús. Minny es bajita y rechoncha y lleva unos brillantes rulos negros. Se sienta abierta de piernas con los gruesos brazos cruzados. Es veinte años más joven que yo. Seguramente podría levantar este autobús por encima de su cabeza si se lo propusiera. Una anciana como yo tiene suerte de tenerla como amiga.
Me acomodo en el asiento de delante de ella, me vuelvo y la escucho. Todo el mundo escucha a Minny.
—… así que le digo: «Miss Walter, al mundo le interesa tan poco su blanco trasero como el mío negro, así que entre en casa y póngase unas bragas y algo de ropa, por favó».
—¿Estaba desnuda en el porche de su casa? —pregunta Kiki Brown.
—¡Teníais que habé visto el trasero de la vieja! ¡Le cuelga hasta las rodillas!
El autobús entero ríe, se carcajea y mueve divertido la cabeza.
—¡Dios mío! Esa mujé está loquísima —dice Kiki—. No sé cómo te lo montas pa que siempre te toquen las más chiflás, Minny.
—Sí, claro, como tu Miss Patterson, ¿verdá? —responde Minny a Kiki—. ¡Carajo! Si es la que pasa lista en el club de señoritas zumbás.
Todo el autobús ríe. A Minny no le gusta que hablen mal de su jefa blanca. Sólo ella puede hacerlo. Es su trabajo, y por eso tiene derecho.
El autobús cruza el puente y hace su primera parada en el barrio de color. Una docena de asistentas se baja y aprovecho para sentarme junto a Minny, que me sonríe y me saluda con un golpecito del codo. Después se reclina en su asiento porque sabe que conmigo no tiene que montar el numerito.
—¿Qué tal to? ¿Te tocó planchá pliegues esta mañana?
Río y asiento con la cabeza.
—Me he pasao una hora y media con eso.
—¿Qué le has dao hoy de comé al grupito de bridge de Miss Walter? Me he pasao toa la mañana preparándole una tarta de caramelo a esa tonta, y luego ni la ha probao.
Esto me recuerda lo que Miss Hilly ha dicho hoy en la mesa. Si fuera cualquier otra blanca, no le habría dado importancia, pero todas queremos saber si Miss Hilly anda detrás de nosotras. No sé cómo sacar el tema.
Miro por la ventanilla y veo pasar el hospital para la gente de color y los puestos de frutas.
—Me pareció escuchá a Miss Hilly comentando algo sobre lo delgá que se estaba quedando su madre —digo con el mayor tacto posible—. Ha dicho que la ve desnutría.
Minny me mira.
—Así que eso dice Miss Hilly, ¿eh? —sólo de pronunciar el nombre de la mujer se le han abierto los ojos como platos—. ¿Y qué más dice esa mujé?
Es mejor que siga y se lo cuente todo.
—Creo que va a por ti, Minny. Intenta… tené mucho cuidao cuando ella ande cerca.
—Es ella la que debe andarse con ojo cuando yo esté cerca. ¿Qué está insinuando?, ¿que no sé cociná? ¿Que ese viejo saco de huesos no come porque no la alimento bien?
Minny se levanta, subiéndose el asa del bolso por el brazo.
—Lo siento, Minny. Sólo quería prevenirte pa que estés atenta…
—Si se atreve a decírmelo a la cara, se va a enterá de quién es Minny —concluye y baja las escalerillas del autobús muy cabreada.
La contemplo a través de la ventanilla mientras se acerca a su casa dando fuertes pisotones. Miss Hilly es alguien con quien no conviene estar a malas. ¡Ay Señor! No tendría que habérselo contado.
Unos días más tarde me bajo del autobús y recorro una manzana hasta llegar a casa de Miss Leefolt. Me encuentro un camión cargado de madera aparcado frente al porche. Hay dos hombres de color en su interior, uno tomándose una taza de café y el otro dormido en el asiento. Paso a su lado y entro en la cocina.
Mister Raleigh Leefolt está todavía en casa esta mañana, algo extraño. Siempre que le veo por aquí parece que está contando los minutos que faltan para poder volver a su trabajo de contable, incluso los sábados. Pero hoy está ocupado con algo.
—¡Ésta es mi maldita casa y pago por todo lo que se hace aquí! —grita Mister Leefolt.
Miss Leefolt intenta mantener la compostura, con esa sonrisa que denota que no está contenta. Me refugio en el cuarto de la lavadora. Han pasado dos días desde que surgió el tema del retrete y pensaba que ya se les había pasado. Mister Leefolt abre la puerta trasera para mirar el camión, que sigue allí, y la cierra de un portazo.
—Mira, no me importa que te pases todo el santo día de compras ni todos tus malditos viajes a Nueva Orleans con tus amiguitas de la Liga, pero esto es el colmo.
—Pero aumentará el valor de la casa. ¡Me lo ha dicho Hilly!
Sigo en el cuarto de la lavadora, pero casi me parece escuchar los esfuerzos que está haciendo Miss Leefolt para conservar su sonrisa de siempre.
—¡No nos lo podemos permitir! ¡Y no vamos a seguir las órdenes de los Holbrook!
Durante un minuto reina el silencio. Después oigo el «pap-pap» de las sandalias de Chiquitina.
—¿Pa-pi?
Salgo del cuarto de la lavadora y entro en la cocina, porque Mae Mobley es de mi incumbencia. Mister Leefolt está arrodillado ante la pequeña mostrándole una sonrisa falsa.
—¿Sabes qué, cariño?
La pequeña le sonríe, esperando una sorpresa.
—De mayor no vas a poder ir a la universidad, pero por lo menos las amigas de tu mamá no tendrán que usar el mismo retrete que la criada.
El hombre se levanta y sale dando un portazo tan fuerte que Chiquitina parpadea asustada.
Miss Leefolt mira a su hija y empieza a mover el dedo amenazante.
—Mae Mobley, ¡sabes que no debes bajarte sola de la cuna!
Chiquitina mira la puerta que su padre acaba de cerrar con violencia y luego a su madre echándole la bronca. ¡Mi pequeña! La pobrecita traga saliva haciendo un verdadero esfuerzo para no llorar.
Me apresuro a subir a Chiquitina en brazos y le digo al oído:
—¡Vamos al salón a jugá con el muñeco que habla! ¿Qué dice el burrito?
—Sigue bajándose de la cuna. ¡Esta mañana ya he tenido que devolverla a la cama tres veces!
—Eso es porque alguien necesita que le cambien los pañales… ¿Quién serááá? ¡Mi Chiquitinaaaa!
Miss Leefolt chasquea la lengua y dice:
—No me había fijado.
Y vuelve a mirar por la ventana el camión de las maderas.
Me retiro a la habitación, tan sorprendida que casi me tropiezo. Chiquitina lleva metida en la cuna desde las ocho de la tarde de ayer, ¿cómo no va a necesitar que la cambien? ¡A ver si Miss Leefolt aguantaba doce horas sin ir al baño!
Tumbo a la pequeña en el cambiador, intentando contener mi rabia. Ella me mira mientras le quito el pañal. Estira el brazo y me toca la boca con sus deditos.
—¿Mae-Mo mala? —pregunta.
—No, pequeña, tú no eres mala —le digo, acariciándole el pelo—. Eres buena, muy buena.
Desde 1942 vivo en una casita alquilada en Gessum Avenue. La verdad es que el barrio tiene mucha personalidad. Las casas son pequeñas y los jardines delanteros, todos distintos: unos, llenos de zarzas y sin hierba, como la calva de un anciano; otros, con arbustos de azalea, rosales y espesos y verdes céspedes. El mío, supongo que se queda a medio camino entre unos y otros.
Tengo unas cuantas camelias rojas delante de la casa. En el césped hay algunas calvas y todavía tiene una marca amarillenta en el lugar donde la camioneta de Treelore estuvo aparcada durante tres meses después del accidente. No tengo árboles. El patio trasero sí es bonito, se parece al jardín del Edén. Es donde la vecina de la puerta de al lado, Ida Peek, tiene su huerto.
Ida no puede disfrutar de su propio patio trasero por culpa del montón de chatarra que acumula su marido: motores de coches, frigoríficos viejos y neumáticos. El hombre siempre dice que va a reparar todos esos cacharros, pero nunca lo hace. Por eso le dije a Ida que plantara sus hortalizas en mi patio. Así no tengo que ocuparme de cortar el césped y ella me deja recolectar lo que necesite, con lo que consigo ahorrarme dos o tres dólares por semana. Ida guarda en conserva todo lo que no nos comemos y me da algunos tarros para pasar los meses de invierno: buenos grelos, berenjenas, un montón de ocra y todo tipo de calabazas. No sé cómo se las arregla para que el pulgón no ataque a los tomates, pero lo consigue. Y le salen muy ricos.
Esta tarde está cayendo una buena ahí fuera. Saco un tarro de col y tomate de los que me dio Ida Peek y me lo como con la rodaja que me queda del pan de maíz de ayer. Después me siento a repasar mis finanzas, porque últimamente han sucedido dos cosas importantes: el autobús ha subido a quince céntimos el trayecto y el alquiler a sesenta dólares al mes. Trabajo para Miss Leefolt de ocho a cuatro, seis días a la semana, con los sábados libres. Cada viernes me pagan cuarenta y tres dólares, lo que hace un total de ciento setenta y dos dólares al mes. Eso significa que tras pagar las facturas de luz, agua, gas y teléfono, me quedan siete dólares y cincuenta centavos cada semana para la compra, mi ropa, la peluquería y el cepillo de la iglesia. Sin contar que el giro postal de las facturas me sale por cinco centavos. Mis zapatos de trabajo están tan ajados que parece que se estén muriendo de hambre. Unos nuevos cuestan siete dólares, lo cual quiere decir que tendré que alimentarme a base de col y tomate hasta que me convierta en un conejo. Aun así, debo dar gracias a Dios por las conservas de Ida Peek, pues de otro modo no tendría qué comer.
Suena el teléfono y doy un respingo. Antes de que pregunte quién es, oigo hablar a Minny. Parece que se ha quedado trabajando hasta tarde esta noche.
—Miss Hilly va a meté a su madre en un asilo. Tengo que buscarme otro sitio pa trabajá. ¿Sabes cuándo se va? La semana que viene.
—¡Oh, no, Minny!
—Ya he estao buscando. Hoy he llamao a diez casas, pero no han mostrao el más mínimo interés.
Siento decir que no me sorprende.
—Lo primero que haré mañana será preguntá a Miss Leefolt si conoce a alguien que ande buscando una asistenta…
—Un momento —me interrumpe Minny. Escucho de fondo la voz de Miss Walter y luego a Minny gritándole—: ¿Quién se piensa que soy? ¿Su chófer? ¡No la pienso llevá al club de campo con la que está cayendo!
Después de robar, lo peor que puedes hacer si trabajas de asistenta es tener la lengua larga. De todos modos, Minny es tan buena cocinando que con eso muchas veces compensa este defecto.
—No te preocupes, Minny. Te encontraremos a alguien sordo como una tapia, como Miss Walter.
—Miss Hilly ha estao insinuando que me fuera a trabajá pa ella.
—¿Qué? Escúchame bien, Minny —replico, lo más seria que puedo—, prefiero mantenerte yo con mi sueldo que dejarte trabajá pa esa bruja.
—¿Pero qué te piensas, Aibileen, que soy un chimpancé atontado? Ya puestas, podría trabajá también pal Ku Klux Klan, ¡no te fastidia! Además, sabes que nunca le quitaría el trabajo a Yule May.
—Lo siento, Dios me perdone. —Siempre me pongo muy nerviosa cuando está Miss Hilly de por medio—. Voy a llamá a Miss Caroline, la de Honeysuckle, a ver si sabe de alguien. También probaré con Miss Ruth, es una mujé encantadora, de esas que te rompen el corazón con sus historias. Cuando trabajaba pa ella, limpiaba la casa a toa prisa por la mañana pa podé pasá el resto del día en su compañía. Su marío murió de escarlatina.
—Grasias, Aibileen. ¡Vamos, Miss Walter, cómase estas alubias! Hágalo por mí.
Minny se despide y cuelga el teléfono.
A la mañana siguiente me encuentro con que el camión verde cargado de maderas sigue ahí. Los martillazos ya han empezado y Mister Leefolt no anda hoy por casa. Supongo que es consciente de que ha perdido esta batalla antes incluso de empezarla.
Miss Leefolt, con su albornoz azul, está sentada en la mesa de la cocina hablando por teléfono. Chiquitina tiene la cara llena de algo rojo y pegajoso y se apoya en las rodillas de su madre intentando llamar su atención.
—¡Güenos días, Chiquitina! —le digo.
—¡Ma-má! ¡Ma-má! —grita ella, intentando trepar a las rodillas de Miss Leefolt.
—No, Mae Mobley. —Miss Leefolt la empuja para que se baje—. Mamá está hablando por teléfono. Deja a mamá hablar tranquila.
—Ma-má, aupa —Mae Mobley lloriquea y lanza los brazos hacia su madre—. Aupa Mae-Moe. Aupa.
—Chist —la reprime Miss Leefolt.
Rápidamente, alzo a Chiquitina y la llevo al lavabo, pero sigue estirando el cuello y llamando a su madre entre sollozos, intentando atraer su atención.
—Pues sí, le conté lo que me dijiste —explica Miss Leefolt al teléfono—, que cuando nos mudemos a otro sitio, eso aumentará el valor de la casa.
—Vamos, Chiquitina, pon las manos aquí, bajo el agua —le digo a la niña.
Pero Chiquitina no deja de revolverse. Intento enjabonarle las manos, pero se retuerce sin parar. Consigue deslizarse de mis brazos y escapa corriendo hacia su madre. Levantando la barbilla, tira del cable del teléfono con todas sus fuerzas. El auricular sale despedido de la mano de Miss Leefolt y cae al suelo.
—¡Mae Mobley! —le grito.
Corro para llevármela de allí, pero su madre llega antes, con los labios fruncidos y una temible sonrisa. Da un cachete a Chiquitina en la parte trasera de los muslos con tanta fuerza que hasta yo doy un respingo de dolor. Después agarra a Mae Mobley del brazo y la sacude con fuerza mientras le chilla:
—¡Mae Mobley, no se te ocurra volver a tocar este teléfono! Aibileen, ¿cuántas veces te he dicho que la mantengas lejos de mí cuando hablo por teléfono?
—Lo siento, señora —contesto. Recojo a Mae Mobley y trato de abrazarla, pero la pequeña berrea con toda la cara colorada y se me resiste.
—Vamos, Chiquitina. Ya pasó, ya…
Mae Mobley me hace una mueca, retrocede un poco y… ¡pumba!, me golpea en toda la oreja.
Miss Leefolt señala hacia la puerta y grita:
—¡Aibileen! ¡Fuera de aquí las dos!
Me llevo a la pequeña a la cocina. Estoy tan cabreada con Miss Leefolt que tengo que morderme la lengua. Si la muy estúpida le prestara un poco de atención a su hija, esto no habría pasado. Cuando consigo meter a Mae Mobley en su cuarto, me siento en la mecedora. La pequeña gime con la cabeza hundida en mi hombro mientras le acaricio la espalda. Menos mal que no puede ver mi cara de enfado. No quiero que piense que es por su culpa.
—¿Estás bien, Chiquitina? —le susurro al oído.
Me escuece el porrazo que me ha dado en la oreja, pero me consuela que me lo haya dado a mí en vez de a su madre. No quiero imaginar lo que le habría hecho esa mujer. Todavía puedo ver las marcas rojas de sus dedos en los muslos de la pequeña.
—Estoy aquí, Chiquitina, Aibi está aquí contigo.
La acuno y le doy mimos, la acuno y le doy mimos… pero Chiquitina llora y llora sin parar.
A eso de la hora de comer, cuando empiezan mis series favoritas en la tele, se interrumpe el jaleo en el jardín. Mae Mobley está sentada en mi regazo ayudándome a pelar las judías. Todavía está un poco enfurruñada por lo que ha pasado esta mañana. La verdad es que yo también lo estoy, pero me he guardado el enfado dentro de mí, en un lugar muy profundo, donde no tenga que preocuparme por él.
Vamos a la cocina y le preparo su bocadillo de mortadela. Fuera, los obreros almuerzan sentados en el camión. Me agrada la paz que se respira. Sonrío a Chiquitina y le ofrezco una fresa. Gracias a Dios que estaba yo aquí cuando se peleó con su madre. No quiero pensar qué habría ocurrido de no encontrarme yo cerca. Se mete la fresa en la boca y me devuelve la sonrisa. Diría que ella piensa lo mismo que yo.
Miss Leefolt no está en casa, por eso se me ocurre telefonear a Minny a casa de Miss Walter para ver si ya ha encontrado algo. Pero antes de que pueda hacerlo, llaman a la puerta trasera. Abro y me encuentro a uno de los obreros. Es un hombre muy mayor y lleva puesto un mono por encima de una camisa blanca.
—Güenas, mamita. ¿Le importa darme un poco de agua? —me pregunta.
No le conozco, debe de ser del sur de la ciudad.
—¡Pos claro que no!
Saco un vaso de plástico del armario. Todavía tiene dentro globos del segundo cumpleaños de Mae Mobley. Sé que a Miss Leefolt no le haría gracia que le ofreciera un vaso normal.
El hombre se lo bebe de un trago y me devuelve el vaso. Parece muy cansado y sus ojos muestran cierta tristeza.
—¿Qué tal lo lleváis? —le pregunto.
—Tirando —dice—. Todavía no hemos empalmao el agua. Supongo que tiraremos una tubería d'allá, desde la carretera.
—Tu compadre, ¿no quiere bebé algo? —le pregunto.
—Mu amable —me agradece.
Le doy otro colorido vaso de cartón lleno de agua del grifo para su compañero. El hombre espera un poco antes de llevárselo y me dice:
—Perdón, pero ¿ande…? —Se queda callado por un instante, con los ojos fijos en el suelo—. ¿Ande pueo ir a hacé un pis?
Levanta la mirada. Lo contemplo y durante un minuto nos quedamos los dos así. A ver, es una situación graciosa. No como un chiste, pero sí de esas cosas divertidas que te hacen pensar: «¡Leches! Tenemos dos lavabos en esta casa y están construyendo otro, pero todavía no hay un sitio para que este señor haga sus necesidades». Nunca me había visto en una situación así.
—Pos…
Supongo que Robert, el chiquito que cada dos semanas se pasa a arreglar el jardín, hace sus cosas antes de venir. Pero este señor es mayor. Tiene unas enormes manos llenas de callos. Setenta años de preocupaciones han dejado tantas arrugas en su cara que parece un mapa de carreteras.
—Me temo que tendrás que ir a los arbustos de detrás de la casa —le digo, deseando no tener que hacerlo—. Hay un chucho, pero no te molestará.
—Mu bien —dice—. Grasias.
Me quedo observando cómo se dirige muy despacito hacia su compañero con el vaso de agua en la mano.
Los golpes y los martillazos continúan el resto de la tarde.
Todo el día siguiente hay martillazos y ruido de gente cavando en el jardín. No le pregunto nada a Miss Leefolt sobre el asunto y ella tampoco me da ninguna explicación. Cada hora, la mujer echa un vistazo por la puerta para ver cómo van las cosas.
A las tres en punto se acaba el jaleo y los hombres montan en su camión y se marchan. Miss Leefolt los ve alejarse y suelta un largo suspiro. Después, sube en su coche y se marcha a hacer lo que tenga que hacer ahora que ya no tiene que preocuparse porque un par de negros anden rondando por casa.
Al cabo de un rato, suena el teléfono.
—Residencia de los Leef…
—¡Le está diciendo a tol mundo que robo! ¡Por eso nadie me quiere da trabajo! ¡Esa bruja me ha puesto como si fuera la criada más ladrona e insolente del condado de Hinds!
—Tranquila, Minny, respira un poco…
—Antes de vení a trabajá esta mañana, me pasé por casa de los Renfroe en Sycamore y Miss Renfroe casi me echa a patás de su propiedá. ¡Me ha dicho que Miss Hilly ya le ha advertido sobre mí y que tol mundo sabe que robé un candelabro de Miss Walter!
Casi puedo escuchar cómo aprieta el auricular, parece que vaya a aplastarlo con la mano. Oigo a Kindra voceando por detrás y me pregunto por qué estará Minny ya en casa. Normalmente no sale del trabajo hasta las cuatro.
—¡Lo único que he hecho es da de comer y cuidá a esa vieja!
—Minny, sé que eres honrada, y Dios también lo sabe.
Su voz se va suavizando, como el zumbido de las abejas cuando llegan al panal.
—Cuando entré en casa de Miss Walter esta mañana, Miss Hilly estaba allí e intentó darme veinte dólares. Me dijo: «Toma, sé que lo necesitas». Casi le escupo en la cara. Pero no lo hice, ¡no señó! —Su respiración se acelera—. Hice algo peó.
—¿Qué hiciste?
—No te lo puedo contá. No pienso decirle a nadie lo que hice con esa tarta. ¡Pero se lo merecía!
Está a punto de llorar y siento un escalofrío recorriéndome la espalda. Es mejor no jugar con Miss Hilly.
—Nunca volveré a encontrá trabajo en esta ciudá. Leroy va a matarme… —se lamenta Minny.
De fondo, oigo cómo Kindra empieza a berrear. Minny cuelga sin tan siquiera despedirse. No sé a qué se refería con lo de la tarta. ¡Ay, Dios! Conociendo a Minny, no puede tratarse de nada bueno.
Esa noche me preparo una ensalada con hojas de ombú y un tomate del huerto de Ida. Frío un poco de jamón y me hago una tostada grasienta. He peinado y pulverizado mi peluca y llevo los rulos puestos. Me he pasado toda la tarde preocupada por Minny. Tengo que quitármela de la cabeza si quiero dormir algo.
Me siento a cenar en la mesa y enciendo la radio. El pequeño Stevie Wonder está cantando Fingertips. Ser de color no le ha afectado mucho a ese muchacho. Con doce añitos y a pesar de ser ciego ya tiene un éxito que suena en las emisoras. Cuando termina la canción empieza el sermón del pastor Green. Muevo el dial y me detengo en la WBLA. Dan sesiones de blues en vivo.
Me gustan esos sonidos de humo y licores cuando cae la noche. Me hacen sentir que mi casa está llena de gente. Casi puedo verlos, moviéndose en mi cocina, bailando al son del blues. Cuando apago la luz del techo, me imagino que estamos en el Raven, con sus mesitas iluminadas por lámparas rojas. Es mayo o junio y hace calor. Clyde, mi hombre, me ofrece su blanca sonrisa y dice: «Cariño, ¿qué quieres bebé?», y yo le contesto: «¡Un Black Mary bien cargao!» Me echo a reír de mí misma, aquí sentada en mi cocina y soñando despierta. ¡Si la bebida más fuerte que he probado en mi vida es el refresco de uva!
Memphis Minnie empieza a cantar en la radio Lean Meat won't Fry, una canción sobre amores que terminan. De vez en cuando, pienso que debería buscarme a otro hombre, alguno de mi iglesia. El problema es que, por mucho que amo al Señor, los hombres que asisten a misa nunca se fijan demasiado en mí. El tipo de hombre que me gusta no es de esos que se dedican a vaguear y gastarse todo el dinero que llevas a casa. Ya cometí ese error hace veinte años. Cuando mi marido Clyde me dejó por esa indeseable ramera de Farrish Street, esa a la que llaman Cocoa, decidí que lo mejor sería dar carpetazo al tema de los hombres.
Un gato comienza a maullar fuera y me trae de vuelta a mi fría cocina. Apago la radio, enciendo la luz y saco mi libro de oraciones del bolso. No es más que un cuadernillo azul que compré en la tienda de Ben Franklin. Uso un lápiz para poder borrar lo que escribo hasta que me sale bien. Desde que estaba en la escuela escribo mis plegarias. Cuando le dije a mi profesora de séptimo que iba a dejar de ir a clase porque tenía que ayudar a mi mamá, la señorita Ross casi se echa a llorar.
—Eres la más lista de la clase, Aibileen —me dijo—. La única forma de que sigas aprendiendo es que leas y escribas todos los días.
Por eso empecé a escribir mis oraciones en lugar de recitarlas. Sin embargo, desde entonces nadie me ha vuelto a llamar lista.
Paso las páginas de mi libro de oraciones para ver por quién voy a rogar esta noche. Algunas veces se me pasa por la cabeza incluir a Miss Skeeter en mi lista, no tengo muy claro por qué. Siempre es amable conmigo cuando la veo, pero su presencia me pone nerviosa y no puedo evitar preguntarme qué quería de mí aquel día en la cocina de Miss Leefolt con eso de si me gustaría cambiar las cosas. Además, sacó el tema de Constantine, la asistenta que la crió. Claro que sé lo que pasó entre Constantine y la mamá de Miss Skeeter, pero de ningún modo voy a contarle esa historia.
La cosa es que, si empiezo a rezar por Miss Skeeter, sé que esa conversación se repetirá la próxima vez que la vea. Y la siguiente, y la siguiente… Porque para eso sirve la oración. Es como la electricidad, hace que las cosas se activen. Lo del retrete es algo en lo que no me apetece nada pensar.
Echo un vistazo a mi lista de oraciones. Mi pequeña Mae Mobley es la primera, seguida de Fanny Lou, mi pobre amiga de la iglesia que anda con reumatismo. También están mis hermanas de Port Gibson, Inez y Mable, que entre las dos tienen dieciocho hijos, seis de ellos con gripe. Cuando la lista es corta, suelo meter a ese viejo blanco maloliente que duerme enfrente del supermercado, el que perdió la chaveta por beber betún pensando que era alcohol. Pero esta noche la lista es bastante larga.
Y mira a quién he puesto en la lista: ¡a la mismísima Bertrina Bessemer! Todo el mundo sabe que Bertrina y yo no nos tragamos desde que, hace años, me llamó «negra loca» por casarme con Clyde.
—Minny —le pregunté a mi amiga el pasado domingo—, ¿por qué Bertrina me pide que rece por ella?
Estábamos volviendo a casa de la misa de nueve. Minny me contestó:
—Bueno, la gente dice por ahí que tus oraciones tienen poderes, que consigues mejores resultaos que la gente normal.
—¿Qué dices?
—Cuando Eudora Green se rompió la cadera la pusiste en tu lista y una semana después ya estaba andando. Y cuando Isaiah se cayó del camión de algodón, lo metiste esa misma noche en la lista y al día siguiente volvió al trabajo.
Al escuchar esto, me puse a pensar que no tuve tiempo de rezar por Treelore. Quizá por eso Dios se lo llevó tan rápido, no quería tener que discutir conmigo.
—Y lo de Snuff Washington —seguía diciendo Minny—, o Lolly Jackson. ¡Diablos! Dos días después de que pusieras a Lolly en tu lista, se levantó de su silla de ruedas como si la hubiera tocao Jesucristo. Tol mundo en el condado de Hinds lo sabe.
—Pero no es por mí. Es por las oraciones.
—Pero Bertrina… —Minny se echó a reír y añadió—: ¿T'acuerdas de Cocoa, esa con la que se fugó Clyde?
—¡Uf! ¿Cómo iba a olvidarme de ella?
—Una semana después de que Clyde te dejara, me enteré de que un día Cocoa se levantó con una infección en el chocho. Le apestaba como una almeja podría y no se le curó en tres meses. Bertrina es una buena amiga de Cocoa y sabe que tus oraciones funcionan.
Me quedé con la boca abierta. ¿Por qué no me lo había contado antes?
—¿Estás diciendo que la gente se cree que hago magia negra?
—Sabía que te preocuparías si te lo contaba. Sólo piensan que tiés una mejó conexión con el Señó que los demás. Tos tenemos nuestra línea particulá pa hablá con Dios, pero tú estás sentá justo en su oreja.
La tetera empieza a silbar en el fuego, devolviéndome al mundo real. ¡Ay, Dios! Pienso que lo mejor es seguir adelante y poner a Miss Skeeter en la lista. ¿Por qué lo hago? No lo sé. Esto me recuerda algo en lo que no quiero pensar: que Miss Leefolt me está construyendo un retrete porque cree que puedo transmitirle enfermedades y que Miss Skeeter me ha preguntado si no me gustaría cambiar las cosas. Como si cambiar Jackson, Misisipi, fuera tan sencillo como cambiar una bombilla.
Estoy pelando alubias en la cocina de Miss Leefolt cuando suena el teléfono. Espero que sea Minny para decirme que ha encontrado algo. He llamado a todas las casas en las que he servido y todos me contestaron lo mismo: «No queremos a nadie», aunque lo que en realidad querían decir es: «No queremos a Minny».
Sólo hace tres días que Minny dejó el trabajo, pero anoche Miss Walter la llamó en secreto para pedirle que fuera hoy a hacerle compañía porque la casa estaba muy vacía sin ella. Además, Miss Hilly se había llevado casi todos los muebles. Todavía no sé lo que pasó entre Minny y Miss Hilly, y creo que prefiero no saberlo.
—Residencia de los Leefolt, ¿dígame?
—Esto… ¡Buenas! Soy… —La voz de mujer se detiene y carraspea—. ¡Hola! ¿Podría…? ¿Podría hablar con Elizabeth Leefolt, por favor?
—La señora Leefolt no está ahora en casa. ¿Quiere dejarle un recao?
—¡Vaya por Dios! —exclama, como si le molestara haberse puesto tan tensa para nada.
—¿Puede decirme con quién hablo?
—Soy… Celia Foote. Mi esposo me pasó este número. Yo no conozco a Elizabeth, pero… Bueno, mi marido me dijo que ella lo sabe todo sobre las campañas benéficas de la Liga de Damas.
Me suena su nombre, pero no puedo ubicarlo. Esta mujer habla con un acento tan de pueblo que parece que tenga maíz plantado en los zapatos. Tiene una voz suave, aguda, pero no suena como la de las señoritas de por aquí.
—Le pasaré su mensaje. ¿Puede decirme su número?
—Soy nueva por aquí. Bueno, no es cierto, ya llevo un tiempo en la ciudad. ¡Casi un año! Pero no conozco a mucha gente. La verdad es que… no salgo mucho.
Carraspea de nuevo y me pregunto por qué me estará contando todo esto. Soy la criada, no va a hacer muchas amistades hablando conmigo.
—Estaba pensando que podría ayudarles con la colecta desde mi casa —añade.
Entonces caigo en quién es. ¡Es la mujer a la que Miss Hilly y Miss Leefolt siempre ponen a parir porque se casó con el ex novio de Miss Hilly!
—Le pasaré el recao a la señora pa que la llame cuando vuelva. ¿Puede repetirme su número?
—¡Vaya! Es que ahora tenía pensado salir al supermercado. Bueno, quizá debería quedarme en casa y esperar a que me llame.
—Si no la encuentra en casa, Miss Leefolt puede dejá un mensaje a su criada.
—No tenemos criada. De hecho, quería preguntarle a Elizabeth también sobre ese tema, si podría recomendarme a alguna de fiar.
—¿Necesita una asistenta?
—La verdad es que me cuesta encontrar a alguien que quiera venir hasta el condado de Madison.
¡Estupendo!
—Conozco a una persona mu buena. Cocina de maravilla y puede cuidá a sus hijos. Además, tiene coche propio y podría llegá hasta su casa sin problemas.
—Oh, de acuerdo… Pero me gustaría comentárselo a Elizabeth primero. ¿Te he dado mi número?
—Todavía no, señora. —Suspiro—. Dígame.
Miss Leefolt nunca recomendará a Minny. No después de todas las mentiras que ha contado Miss Hilly.
—Está a nombre del señor Johnny Foote, y el número es Emerson, dos, seis, cero, seis, cero, nueve.
—La asistenta se llama Minny —digo, por si acaso—. Vive en Lakewood y su número es ocho, cuatro, cuatro, tres, dos. ¿Lo tiene?
Chiquitina me tira del vestido y dice: «Tri-pa pu-pa», tocándose la barriga. Se me ocurre una idea.
—Un momento —digo al teléfono, y simulo una conversación con la pequeña—: ¿Miss Leefolt ya ha venío?… Vale, se lo comento. —De nuevo al auricular, continúo con mi treta—: Miss Celia, Miss Leefolt acaba de llegá y dice que no se encuentra bien. También dice que si necesita una asistenta puede llamá a Minny y que la telefoneará si necesita ayuda con la campaña benéfica.
—¡Oh! Dígale que se lo agradezco y que espero que se recupere pronto. ¡Ah! Y que puede llamarme cuando quiera.
—Recuerde: Minny Jackson, Lakewood, ocho, cuatro, cuatro, tres, dos. Un momento, por favó… ¿Sí, señora?
Tomo una galleta y se la doy a Mae Mobley, disfrutando del placer de hacer el mal. Soy consciente de que estoy mintiendo, pero no me importa.
Vuelvo al teléfono y le cuento otra trola a Miss Celia Foote:
—La señora dice que no le comente a nadie el asunto de Minny, porque toas sus amigas quieren emplearla y se enfadarían si supieran que la ha recomendao a otra persona.
—No contaré este secreto si ella no revela el mío. No quiero que mi marido se entere de que he contratado una asistenta.
¡Caramba! Si esto no es que las cosas salgan a pedir de boca, no sé qué es.
En cuanto cuelgo, me dispongo a llamar a Minny lo más rápido posible. Pero antes de que me dé tiempo a hacerlo, Miss Leefolt entra por la puerta.
¡Vaya! ¡La he armado buena! Le acabo de dar a esta Miss Celia el número de casa de Minny, pero mi amiga estará ahora haciendo compañía a Miss Walter porque la mujer se siente sola. Así que cuando Miss Celia la llame, contestará Leroy y le dará el número de Miss Walter porque ese hombre es así de tonto. Si la anciana responde cuando Miss Celia llame se descubrirá todo el pastel, porque le contará a esta mujer todo lo que Miss Hilly anda diciendo por ahí. Tengo que localizar a Minny o a Leroy antes de que esto suceda.
Miss Leefolt se dirige a su dormitorio y, como me temía, lo primero que hace es apoderarse del teléfono. Primero llama a Hilly; luego a su peluquera; luego a una tienda para encargar un regalo de boda. Charla, charla y charla… En cuanto cuelga, sale de la habitación y me pregunta qué hay para cenar esta semana. Saco el cuaderno y repaso con ella la lista. No, no quiere chuletas de cerdo; está intentando que su marido adelgace; prefiere filetes a la plancha y ensalada; ¿cuántas calorías creo que tienen los merengues?; no tengo que volver a dar galletas a Mae Mobley porque está muy gorda y bla, bla, bla…
¡Dios mío! Esta mujer, que nunca habla conmigo más que para darme órdenes y decirme que use tal o cual cuarto de baño, de repente no para de charlar como si yo fuera su mejor amiga. Mae Mobley baila y se mueve como una loca intentando llamar la atención de su madre. Justo cuando Miss Leefolt está a punto de agacharse para atenderla un poco… ¡Ahí va! Resulta que tiene que salir a todo correr porque se ha olvidado un recado importantísimo que tenía que hacer y ya lleva casi una hora pajareando.
Estoy tan nerviosa que no consigo que mis dedos hagan girar el disco del teléfono tan rápido como me gustaría.
—¡Minny! Te he encontrao un trabajo. Tienes que contestá al teléfono…
—La mujé ya ha llamao —me dice con voz chafada—. Leroy le dio el número.
—Y Miss Walter contestó —adivino yo.
—Está sorda como una tapia, pero esta vez, como por milagro divino, resulta que va y escucha el timbre del teléfono. Yo estaba entrando y saliendo de la cocina, sin prestarle mucha atención, pero oí que decía mi nombre. Luego llamó Leroy y me enteré de lo que pasaba.
La voz de Minny suena rasgada, aunque es de esas que nunca se rinden.
—Bueno, igual Miss Walter no le ha contao las patrañas que se inventó Hilly. Nunca se sabe.
Ni tan siquiera yo soy tan ingenua como para creerme eso.
—Aunque no le haya contao eso, Miss Walter sabe lo que hice pa vengarme de Miss Hilly. Todavía no sabes lo que pasó, Aibileen, y prefiero que no te enteres. Hice una trastada terrible. Estoy convencía de que Miss Walter le habrá dicho a esa mujé que soy el mismísimo Demonio.
Su voz me da miedo, como si fuera un tocadiscos sonando a pocas revoluciones.
—¡Cuánto lo siento! Tendría que haberte llamao antes pa que estuvieses atenta y contestaras la primera al teléfono.
—Has hecho lo que has podío. Ya no hay na que hacé por mí.
—Rezaré por ti.
—Grasias —dice, con voz rota—. Y grasias por intentá ayudarme.
Colgamos y me pongo a fregar el suelo. El tono de la voz de Minny me ha asustado. Siempre ha sido una mujer fuerte, una luchadora. Después de la muerte de Treelore, estuvo tres meses enteros trayéndome la cena por la noche. Todos los días me decía: «¡No señora! No voy a permitir que este mundo cruel se quede sin ti». Y, podéis creerme, yo pensaba en abandonarlo muy a menudo.
Ya tenía el nudo preparado cuando Minny encontró la soga. Era una cuerda de Treelore, de cuando hizo un trabajo para su clase de ciencias con poleas y aros. No estoy segura de si habría sido capaz de utilizarla, pues sé que es un pecado tremendo a los ojos de Dios, pero no estaba muy en mis cabales. En cuanto a Minny, no hizo ninguna pregunta. Sólo sacó la cuerda de debajo de la cama, la metió en el cubo de la basura y la llevó a la calle. Cuando regresó, se frotó las manos como si acabara de sacar la basura normalmente. Es muy eficiente, esta Minny. Pero ahora parece que está bastante mal. Tendré que echar un vistazo debajo de su cama esta noche.
Pongo en el cubo un abrillantador que a las señoritas les encanta porque sale todo el rato en la tele. Me siento a descansar un poco en la silla y aparece Mae Mobley sujetándose la tripita.
—Quítame la pu-pa —me dice.
Descansa la cara en mi pierna. Le acaricio el pelo una y otra vez hasta que casi ronronea, sintiendo el cariño en mi mano. Pienso en todas mis amigas, en lo que han hecho por mí y en lo que hacen cada día por las mujeres blancas a las que sirven; en el dolor en la voz de Minny; en Treelore, sepultado bajo tierra. Miro a Chiquitina y, en lo más profundo de mí, sé que no podré evitar que termine pareciéndose a su mamá. Todo junto se me amontona encima. Cierro los ojos y rezo por mí esta vez. Pero no consigo sentirme mejor.
¡Ayúdame, Señor! Habría que hacer algo.
Chiquitina se pasa toda la tarde abrazada a mi pierna. Un par de veces estoy a punto de caerme, pero no me importa. Miss Leefolt no nos ha dicho nada a ninguna de las dos desde esta mañana. Ha estado muy ocupada con su máquina de coser en su dormitorio, intentando hacer una cubierta para ocultar algo que no le gusta cómo queda en su casa.
Tras un rato, Mae Mobley y yo entramos en el salón. Tengo un montón de camisas de Mister Leefolt que planchar y después debo preparar la comida. Ya he limpiado los baños, cambiado las sábanas y pasado la aspiradora a las alfombras. Siempre intento terminar las tareas del hogar pronto para poder quedarme con Chiquitina y jugar.
Miss Leefolt entra y observa cómo plancho. Es algo que hace a menudo: fruncir el ceño y mirarme. Cuando levanto la vista, me dirige una rápida sonrisa y se toca el pelo por detrás, intentando darle volumen.
—Aibileen, tengo una sorpresa para ti.
Ahora tiene una amplia sonrisa, pero no enseña los dientes, sólo sonríe con los labios, algo digno de ver.
—Mister Leefolt y yo hemos decidido construirte un cuarto de baño para ti sola. —Da un par de palmaditas y me hace un gesto con el mentón—. Está ahí fuera, en el porche del garaje.
—Mu bien, señora.
¿En qué mundo piensa que vivo?
—Así que, desde ahora, en lugar de utilizar el baño de invitados, puedes usar el tuyo propio. ¿No te parece genial?
—Sí, señora.
Sigo planchando. La tele está encendida y mi programa favorito está a punto de empezar. Sin embargo, se queda ahí y sigue mirándome.
—Así que ahora usarás el cuarto de baño del porche, ¿entendido?
No levanto la mirada. No lo hago para buscar problemas, sino simplemente porque ella ya ha dejado claro lo que quiere.
—¿Quieres llevar un poco de papel y salir a utilizarlo?
—No necesito ir al baño en este momento, Miss Leefolt.
Mae Mobley me señala con el dedo desde su parque y dice:
—Mae-Mo, ¿zu-mo?
—Ahora te traigo un zumo, pequeña.
—¡Oh! —Miss Leefolt se pasa la lengua por los labios unas cuantas veces—. Pero cuando tengas ganas, irás ahí fuera y usarás ese baño. Es decir… sólo puedes usar ése, ¿de acuerdo?
Miss Leefolt lleva puesto un montón de maquillaje, algo cremoso y espeso. Ese potingue amarillento le cubre también los labios, así que casi no se le ve la boca. Por fin digo lo que ella quiere escuchar:
—Desde ahora, utilizaré mi servicio de coló. Y ahora mismo voy a desinfectá bien los cuartos de baño de blancos.
—Bueno, no hay prisa. Puedes hacerlo en cualquier momento del día.
Por el modo en el que se queda de pie jugueteando con su anillo de casada, me queda claro que quiere que lo haga ahora mismo.
Dejo muy despacito la plancha, sintiendo esa amarga semilla crecer en mi pecho. Esa que se plantó tras la muerte de Treelore. Siento calor en el rostro y me tiembla la lengua. No se me ocurre qué decirle. Lo único que sé es que no voy a abrir la boca, y que ella tampoco va a decir lo que en realidad quiere. Algo extraño sucede aquí, porque nadie dice nada y, aun así, estamos teniendo una conversación.